La vida era una broma pesada y sin gracia, dada por la Naturaleza sin saber por qué ni para qué; el entendimiento era rudimentaria máquina de calcular, que se equivoca en todas las arduas operaciones; nuestro saber, libro viejo, lleno de tachones y lagunas, y cuya fe de erratas tiene más hojas que el texto; los sentidos, rudimentarios y pueriles aparatos de física, sin alcance ni precisión, buenos tan sólo para ocultarnos las infinitas palpitaciones de la materia y los innumerables enemigos de la vida; el corazón, bomba frágil e indisciplinada que se agita intempestiva y dolorosamente en los trances difíciles, anublando la inteligencia y paralizando nuestras manos, y, en fin, la voluntad, algo así como vilano aéreo, fluctuante y a merced de leve ráfaga de viento y que comete la tontería de tomar su movilidad por libertad...
-¡Nada valgo .... nada sé! Siéntome vencido y postrado de cuerpo y alma. ¡Sí!... Derrotado de alma, porque durante la pasada contienda deslucieron y achicaron mi labor ausencia de serenidad, enervador insomnio e invencible fatiga; derrotado de cuerpo, porque durante mi reciente enfermedad las fuerzas defensivas estuvieron a punto de abandonarme, entregándome a los estragos del microbio... Y si al fin salvé en la lid intelectual el honor y en la física la vida, hecho quedé lastimosa ruina: el cuerpo convertido en ruin comedero de gérmenes, el alma transformada en vivero de pensamientos tristes y sentimientos deprimentes...
¿Para qué escribir?... Por ventura, ¿Puedo modificar el curso del mundo, detener la marea del protoplasma imbécil, ciegamente precipitado en el abismo del dolor y de la muerte?... ¡La gloria!... ¿Acaso es más que un olvido aplazado? La humanidad, surgida de la muerte, en la muerte ha de parar. Nos lo prueban con sus férreas fórmulas la mecánica del Cosmos y las ineluctables leyes de la entropía. Mis estériles lamentos ¿retardarán una milésima de segundo siquiera el amanecer de ese astro insensible y rutinario que se prepara a alumbrar (cediendo la energía de su calor) las mismas escenas de barbarie y desolación en las cuales el individuo es implacablemente sacrificado a la especie y ésta a la corriente total de la vida? ¿Apiadaré quizá al inexorable destino, a la incomprensible Providencia, que, sin distinguir el genio del microbio, se complace en destruir la vida con la vida, como si no bastaran ya, para el infortunio humano, las abrumadoras fatigas del trabajo, el punzante sentimiento de nuestra impotencia y la tiranía incontrastable de las fuerzas cósmicas?
Quienquiera que seas, Motor del universo, Genio implacable, Principio inaccesible, Naturaleza impasible, dime: ¿por qué has creado los enemigos de la vida, las insidiosas y crueles bacterias patógenas? ¿Qué falta hacían en la economía del mundo? Admito que un Alejandro endiosado y tirano fuera en lo más esplendoroso de su gloria derribado por el Plasmodium malafix; comprendo que Napoleón, el furioso degollador de hombres y debelador de pueblos, cayera en Santa Elena con el estómago corroído por los gérmenes aun ignorados del cáncer; me explico que Hegel, el prodigioso sofista que paralizó con la toxina de la Idea el análisis filosófico positivo iniciado por Kant, sucumbiera envenenado por el bacilo vírgula del cólera; paso, en fin, por que el destino de las naciones y la suerte de la civilización misma estén a merced de la picadura de un mosquito o del azaroso vuelo de un esporo; pero ¿por qué escoges también tus víctimas entre los humildes y los buenos? ¿Cómo consientes que las bacterias patógenas siembren veleidosamente la muerte en el taller, templo del trabajo regenerador; en el laboratorio, santuario de la ciencia y augusto locutorio de la divinidad, y en el surco fecundo donde el labrador, mágico inconsciente de prodigiosa alquimia, cuaja el rayo de sol para que fulgure un día en el cerebro del genio? ¡Si al menos, a guisa de compensación, nos hubieras otorgado sentidos e inteligencia poderosos a evitar tamaños peligros!... ¡Si para preservarlos de tales riesgos contáramos con acuidad visual suficiente a percibir los gérmenes virulentos; sentido olfatorio capaz de resguardarnos de los inodoros gases tóxicos; aparato gustativo tan previsor que nos revelara la presencia en alimentos y bebidas de ptomainas y venenos! ¡Buenos están nuestros sentidos y esa humana inteligencia, de la tuya reflejo, al decir de cándidos filósofos! ¡Ventanas del alma abiertas a un negro abismo son ojos y oídos!... ¿Qué físico podría vanagloriarse de la construcción de unos groseros instrumentos tan falaces que nos imponen cualidades por ritmos y cuyas impuras y fragmentarias imágenes son modificadas y turbadas por las leyes de la relatividad, de la fatiga y del in-paralelismo de la excitación y reacción...; tan poco sensibles y analíticos, que, de la inmensa variedad de palpitaciones cósmicas, recogen solamente gama ruin, esto es, una octava cromática, varias de sonidos y un grupito insignificante de olores, sabores e impresiones táctiles; tan mentirosos, que el visual nos muestra las estrellas como radiaciones en lugar de puntos luminosos, achica los objetos distantes, presentándolos sin relieve desde los treinta metros; se fatiga y anubla antes de los cincuenta años, es decir, en plena virilidad mental, y, en conclusión, padece tantas y tan torpes ilusiones, que bastan ellas a explicar la génesis de cuantos disparatados sistemas cosmogénicos y religiosos ha sufrido la humanidad, sistemas que atrasaron y acaso imposibilitaron para siempre el reinado definitivo de la verdad y de la ciencia? Y ¿qué diremos del entendimiento y de la voluntad? Que son digno coronamiento de un engendro infeliz, de una lastimosa equivocación... Tan endeble es nuestro intelecto que debate aún, como en tiempo de Jenófanes y de Pirron, la cuestión de la sustancia y el criterio de certeza; la memoria tan frágil, que, llegados los trances difíciles, se nubla con la emoción, y, en cambio, hace desfilar, en interminable cabalgata, sus inoportunas imágenes durante las horas destinadas al sueño; nuestra facultad crítica, tan enteca y miope, que confunde la verdad con la bondad, la demostración con la creencia, y sigue en todo caso, antes que los dictados de la razón, el halagador señuelo del deseo. Con ser deplorables y gravísimas las deficiencias de la sensibilidad y del entendimiento, lo son todavía más las tocantes a la voluntad. ¡Cuán desarmado y desvalido aparece el hombre en las cruentas luchas por la vida! ¡Miradle pálido y tembloroso en presencia del peligro! Parece débil y anonadado, cual pájaro fascinado por la serpiente. Dispone para su defensa de ojos que atisban al enemigo; de instinto defensivo, que le dicta las reacciones motrices salvadoras; de previsión, que ordena echar en la hornilla todo el carbón..., y, sin embargo, llegado el trance supremo, como si un ángel malo le fascinara, siente el corazón latir dolorosa y tumultuosamente, experimenta ansiosa opresión en el pecho y ve con angustia que sus brazos flaquean, las piernas se doblan, y su inteligencia, al primer envite desarmada, se oscurece y entrega. ¿Y éste es el tan decantado rey de la creación? ¿Esta la imagen de Dios en la tierra? ¡Qué sangrienta ironía! ¡Qué cruel sarcasmo!
(Santiago Ramón y Cajal, El pesimista corregido, 1905)