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jueves, 28 de mayo de 2020

Inédito de Antonio Rodríguez García Vao

Es este un poema desconocido de Antonio Rodríguez García-Vao (1863-1886), el famoso abogado, escritor y periodista librepensador de Manzanares amigo de Emilio Castelar y del joven Unamuno, asesinado en Madrid el 19 de diciembre de 1886. Se publicó en La voz de Peñaranda núm. 152 (17-III-1881) y escapó a las dos ediciones de sus poesías completas, Ecos de un pensamiento libre, 1885, por parte de Demófilo, el editor más sometido a lawfare de su época por las cuatro paginas de La Domicales del Librepensamiento que dirigía. Se trata del esbozo de un prequijote del siglo XVI:

¡QUÉ LOCO TAN SABIO!


    Ya partió; no se le alcanza
y verle fuera delirio;
lleva en su cuerpo el martirio
y en el alma la esperanza
    A medida que el avanza
va aumentando el sufrimiento,
va resistiendo el tormento;
luchando su mente a solas,
    ni se cuida de las olas
ni percibe el raudo viento.
Se va en los ignotos mares
internando poco a poco
    aquel genio o aquel loco
lleno de duda y pesares.
Pensamientos a millares
que inundan su fantasía
    riñen batalla bravía
en su cerebro fecundo.
¿Quién contiene en calma el mundo
de ideas que Dios le envía?
    ¡Cómo navegan ligeros,
viento y mar desafïando,
atrevidos anhelando
ver de un mundo los linderos!
    ¡Qué gigantes y qué fieros
y qué soberbios se ostentan
genio y mar! Su ira acrecientan,
el genio un mundo buscando
    y un mundo la mar negando
su tenacidad aumentan.
La borrasca bramadora
no intimida al navegante,
    que aquel corazón gigante
no encuentra valla opresora.
Aunque vacila, no ignora,
mas con la duda pelea.
    Aunque el rayo centellea
y ronco retumba el trueno,
firme, tranquilo, sereno,
nada perturba su idea.
    En el firmamento escrito
cree ver el feliz arcano,
pues su genio soberano
profundiza el infinito.
    De su gran conciencia el grito
le da firmeza y valor,
y sufre con el ardor
de los grandes corazones
    las terribles maldiciones
del marino aterrador.
Porque, en peligro creyendo
sus vidas, cerca la muerte,
    maldicen la infausta suerte
amenazas dirigiendo.
El ánimo decayendo
va de aquella gente osada;
    creen la empresa desgraciada
y a Colón un ignorante.
Este, “paciencia, adelante”,
dice con voz apagada.
    Y solicita implorando,
entre dudas y agonías,
tres días solo, tres días,
para seguir explorando,
    el marinero jurando,
pues recela de su suerte,
el viento soplando el mar,
las naves surcando el mar,
    Colón sin desesperar,
aunque le cerca la muerte.
El océano proceloso,
tempestad amenazando,
    aquel cielo horrorizando
imponente y tenebroso;
y aquel genio portentoso
que a cielo y mar desafía.
    Abismos son que a porfía
quieren mostrar su fiereza;
y del genio la grandeza,
¿Cederá con cobardía?
    No cedió, díganlo España
y del turbio mar las olas,
las conquistas españolas,
en aquella tierra extraña;
    dígalo quien nunca engaña,
el astro siempre brillante,
ese Sol siempre radiante
para mi patria esplendente,
    pues solo besó su frente
esta Nación arrogante.
Y en tan venturoso día,
el sabio al mundo asombraba;
    antes loco le llamaba,
y del loco se reía.
¡siempre igual la suerte impía!
Colón fue un genio fecundo
    porque nos buscó otro mundo;
si no le hubiera encontrado,
por loco hubiera quedado,
por el loco más profundo.

viernes, 26 de mayo de 2017

La muerte de Larmig

David Felipe Arranz, filólogo y periodista, "Núñez de Arce y la muerte de Larmig", 25 de junio de 2014, 

Hoy como ayer, el ajuar de versos portátil está demodé, cualquiera sale a la calle con él en la cabeza. “Hablemos de poesía”, dijo uno que al poco tiempo se quedó solo. Aunque parezca lo contrario, tampoco en el siglo XIX se podía vivir de las letras y eso que poetas hubo de amplia gama que pasearon sus hambres por la España de Galdós. En el mundo de los letraheridos, cuanta mayor es la escasez de medios de subsistencia, más ganas les entran a los vates de poner negro sobre blanco sus figuras y metáforas. En España no se ha valorado nunca el talento, lo que en tiempos de fray Luis de León, Cervantes, Jovellanos, Bécquer y Azorín se denominaba “ingenio”. 

El político y escritor Manuel Silvela, tras escribir el juguete cómico en un acto Negro y blanco (1851), dijo que España era un país sin pulso, pues al hacer la liquidación su editor se descolgó con que el vate tenía que pagar treinta duros. –Si escribo cuatro al mes, me cuestan ciento veinte duros. Mis recursos no me permiten ser autor dramático– dijo, y decidió reunir en un solo volumen sus artículos y enviárselos a un editor madrileño. La respuesta bien hubiese podido dársela hoy: –No tengo inconveniente –me dijo– en publicar el librito; pero como en este país nadie lee ni nada se vende, no puedo dar a usted nada por la propiedad.

Se habla mucho de Espronceda, Rosalía de Castro, el Duque de Rivas, Clarín y Emilia Pardo Bazán, pero muy poco de las decenas de poetas de la segunda mitad del XIX que crearon el sustrato alimenticio para que las letras románticas floreciesen y la cruel historia ha hecho que empeñaran la pluma de su talento en la casa del olvido. Son poetas con cabeza de retrato, que nunca acabaron de quitarse del todo los ropajes del barroco y seguían poniéndose una camisa de Cervantes o de Quevedo por la mañana y unos pantalones de Gracián y Calderón por la noche, para no perder la costumbre. Ocupación exótica la de escribir, que los decepcionados de España se venden al por mayor y su producto se malbarata con la golosina de las musas que son los amores y los versos. 

El vallisoletano Gaspar Núñez de Arce, que es un Larra al contrario, publicaba a comienzos de 1870 artículos de fondo sobre la actualidad política y cultural en El Observador. Aunque su verdadera vocación era la de las letras, el que luego se convirtió en ministro de Ultramar picaba en el periodismo para poder sobrevivir. Uno de sus primeros colegas en el heroico ejercicio de las letras en el Madrid post-Larra fue Luis Antonio Ramírez Martínez y Güertero, alias Larmig, poeta, dramaturgo, director del Banco de La Coruña y después diputado en Cortes (1867-1868). Las letras, el hambre y la juventud hacen mucha amenidad y pueden ser varias letras, hambre y juventudes en un Madrid mágico y nocherniego. 

Así recordaba a Larmig su amigo Núñez de Arce en el periódico Gente vieja: “Siendo casi un niño, a poco de mi venida a Madrid desde el rincón de una provincia, deseoso de abrirme paso, si podía, en la república de las letras, contraje estrecha y leal amistad con un joven poeta, próximamente de mi misma edad y, como yo, desconocido. Era a la sazón Luis Martínez Güertero, que así se llamaba mi nuevo camarada, aunque ocultase su nombre –no sé por qué– bajo el extraño seudónimo de Larmig, mitad enigma y mitad anagrama, un mancebo apuesto y gallardo, de fisonomía byroniana, de ingenio vivaz y sagaz, y si bien de índole algún tanto voluntariosa y autoritaria, como niño mimado, de trato cariñoso y expansivo. Todavía recuerdo con melancólico encanto aquellas hermosas tardes de otoño, en que él, Carlos Rubio, otro gran poeta malogrado, y yo paseábamos juntos por las frondosas arboledas del Retiro […]. Entregados a vanas imaginaciones vagábamos solos entre el bullicio de la gente, sin cuidarnos de nada, declamando versos, confiándonos en el calor de la intimidad nuestros propósitos, nuestros amoríos, nuestros apuros de dinero, nuestras penas fugaces, y fijo el pensamiento en lo porvenir, alimentando nuestra sed de gloria con risueñas y doradas esperanzas. […] Comprendiendo con exacto sentido de la realidad que el camino de la literatura, donde ya había empezado a cosechar laureles, no era el más apropiado, sobre todo en España, para recuperar la riqueza perdida abandonó sus estudios universitarios, rompió, sin vacilaciones, su áurea pluma de poeta y, sin despedirse de nadie, marchó a Londres, en donde, con su conocimiento del inglés y algunas recomendaciones valiosas no le fue difícil colocarse en una casa de Banca española”. Y el artículo se extiende relatando a los lectores el desafortunado final del escritor.

La de Larmig fue una de aquellas vidas acabadas a impulsos de su propia mano, una existencia españolísima y, a la vez, cosmopolita, truncada tras atesorar el contento de los amigos de aquel “escribir en Madrid es llorar” tan nuestro. En castiza expresión, muchos años después Núñez de Arce dio con Larmig “de manos a boca” en la Puerta del Sol. Larmig puso a su viejo amigo al corriente de sus hazañas, de mucho sobresalto y poca satisfacción, pues se había casado en La Coruña y, huyendo del tálamo, se había instalado en Madrid con su única hija, “a la vez su preocupación y su encanto”. 

Larmig le pidió a Núñez de Arce que le escribiese un prólogo para un manuscrito, Mujeres del Evangelio. Cantos religiosos, al que le estaba buscando editor, y el autor de El haz de leña se quedó subyugado por “la magia de aquellas vibrantes estrofas, llenas de magnificencia lírica, diáfanas como la atmósfera de un día de estío y conmovedoras”, tras cuya lectura se quedó –recuerda Núñez de Arce– “confuso o más bien maravillado”. Larmig le preguntó con timidez si tendría inconveniente en escribirle un prólogo para presentarlo al público, pues libro primerizo sin apoyo de padrino –mejor si es persona querida, razonó el autor– es más difícil que salga a flote y se conozca. “Acepté con júbilo su proposición y, sin levantar mano, hice en pocas horas el trabajo que me había pedido […] Larmig me demostró su gratitud con apretado abrazo, recogió el prólogo, y al cabo de un mes me trajo el primer ejemplar de las Mujeres del Evangelio, libro cuya fama, desde su aparición, ha ido creciendo día a día”, explica en su artículo el autor de La última lamentación de Lord Byron (1879).

Los escritores románticos forman un gremio dentro de la literatura y en él abundan las vidas urgentes que se mueren de pena, deprisa o despacio, según su aguante el sujeto. Larmig sobrellevó una existencia rota por el desamor. Tras leer a Núñez de Arce su último poema, “Las hijas de Milton”, el primero de una colección que tenía proyectada en edición de gran lujo, con láminas grabadas en Inglaterra, se despidió así del vate periodista: –Adiós, voy a hacer un drama y, si tiene buen éxito, lo celebraremos con una francachela como las que solíamos tener en la juventud. Echaremos una cana al aire–. La mañana del día siguiente, el 5 de junio de 1874, Larmig se degolló con una navaja de afeitar delante de un espejo, en su cuarto de dormir. Dicen que por una decepción amorosa. Yo digo que el nuestro, el país de Garcilaso y Cernuda, de Lope y Alberti, paradoja de paradojas, nunca ha sido país para poetas. 

domingo, 3 de abril de 2016

El jardín de Proserpina, de Algernon Charles Swinburne

El jardín de Proserpina, de Algernon Charles Swinburne. 

Aquí, donde el mundo se acalla; 
aquí, donde todas las aflicciones 
se agolpan como olas exhaustas, 
o como un tumulto de muertas corrientes 
en un dudoso sueño de sueños. 
Veo crecer las verdes campiñas 
entre sembradores y labradores, 
en tiempos de cosecha y en tiempos de siega; 
un dormido mundo de arroyos. 

Cansado estoy de la alegría y la tristeza, 
de los hombres que ríen y lloran, 
y el destino que aguarda a sus cosechas. 
Los días y las horas me fastidian, 
marchitos capullos de flores estériles, 
y también los anhelos, poderes y deseos; 
dormir, solo quiero dormir. 

Aquí la vida es vecina de la muerte; 
lejos de la vista y el oído, en otras regiones, 
resuena el sollozo de las olas y de los vientos 
empujando al espíritu en frágiles embarcaciones. 
A la deriva, sin rumbo fijo. 
Mas aquí, del otro lado del mundo, 
donde nada florece, 
esos vientos no soplan. 

Aquí no brotan hierbas ni malezas; 
no hay brezos ni vid; 
entre débiles juncos donde las hojas no crecen, 
sólo mustios capullos de amapola, 
verdes racimos de Proserpina, 
para que ella exprima su vino mortal 
y lo entregue a los muertos. 

Pálidos, innumerables, sin nombre, 
inclinándose en sombríos campos de mieses 
durante toda la noche, 
esos muertos, como almas tardías, 
no acunadas en cielo o infierno alguno, 
abatidas por la neblina y la tiniebla, 
buscan el brillo de una luz 
que los aleje para siempre de las sombras. 

Mas por fuerte que sea nuestra vida, 
también algún día habremos de morir. 
Y no seremos ángeles, si ascendemos al cielo, 
ni sufriremos dolores, si caemos al infierno. 
Pero la belleza que hay en nosotros 
habrá de nublarse hasta perecer 
y nuestro amor, ya en reposo, tocará su fin. 

Allí está ella, detrás de atrios y pórticos, 
coronada de yermas hojas, 
recogiendo toda cosa mortal 
que llegue hasta sus frías e inmortales manos. 
Allí está ella, temida por el amor 
a quien supera en dulzura, 
acercando sus labios 
a tantos hombres de tierras y tiempos diversos. 

A la espera de todos nosotros, 
nacidos para morir, 
ella nos hace olvidar esta tierra, nuestra madre, 
y la vida de los frutos y las mieses. 
La primavera, las semillas y las golondrinas 
emprenden vuelo y la siguen, 
allí donde el canto del verano se ahueca 
y la vida se aleja. 

Allá van los amores marchitos, 
los viejos amores con sus alas cansadas, 
y los años perdidos y las cosas deshechas. 
Moribundos sueños de inhóspitos días, 
ciegos capullos arrancados por la nieve, 
hojas salvajes arrastradas por el viento, 
sangrientos extravíos de arruinadas primaveras. 

Ni las tristezas ni las alegrías son seguras; 
el presente ha de morir en el mañana 
y nada hay que pueda doblegar el señorío del tiempo. 
El corazón, decaído y displicente, suspira acongojado; 
sus ojos abatidos y olvidadizos 
gimen la brevedad del amor. 

Por grande que sea nuestro apego a la vida, 
buscamos liberarnos de esperanzas y temores; 
por eso agradecemos a los dioses, 
no importa quiénes sean, 
que la vida no dure para siempre, 
que nada perturbe el dormir de los muertos, 
que hasta el río menos generoso 
haya siempre de retornar al mar. 

Porque entonces no habrá estrellas ni soles 
ni cambios de luz que puedan despertarnos; 
no habrá agua que se agite tumultuosa 
ni sonidos ni visiones; 
tampoco habrá días, estaciones, o seres luminosos; 
solo un eterno sueño 
en una eterna noche. 

Traducción de Armando Roa Vial

viernes, 26 de noviembre de 2010

Ricardo Blanco Asenjo

Otro buen poeta posromántico: Ricardo Blanco Asenjo.


PROMETEO.


(A mi querido amigo, el eminente poeta lírico don Ramón de Campoamor)


Las gradas estaban llenas;
ruidosa y alborotada,
la muchedumbre apiñada
cabía en el circo apenas.
Desierta quedose Atenas
desde el Pireo al Pecilo,
que más que al famoso Milo,
el atleta de Crotona,
el pueblo aplaude y pregona
las creaciones de Esquilo.

Hierve la inmensa canalla
con estrépito sonoro;
comienza a cantar el coro
y el ronco murmullo calla.
Cruza el rayo, el trueno estalla;
sobre el Cáucaso elevado,
desnudo y ensangrentado,
gime un hombre sin consuelo;
pero en vano clama al cielo
Prometeo encadenado.

De aquel gigante caído
que en vano impotente lucha,
con espanto el pueblo escucha
el aterrador gemido:
bate el pueblo conmovido
las palmas con emoción,
sin saber que la ficción
que en el escenario aprueba,
es la tragedia que lleva
el hombre en su corazón.

Como gigante caído
que se revuelve y se agita,
así el corazón palpita
dentro del pecho escondido.
Misterio no comprendido
que le condena a ser reo,
cadenas forja el deseo
que intenta romper en vano:
cada corazón humano
lleva dentro un Prometeo.

No hay razón por que se asombre
el pueblo ante aquella escena,
arriba el cielo que truena,
abajo el dolor del hombre.
De otra tragedia sin nombre
la humanidad es actora:
eterna y aterradora
la gran tragedia se mueve:
arriba el cielo que llueve
abajo el hombre que llora.

Inquietud gigante, inmensa
que al espíritu combate
lo que en nuestro pecho late,
lo que nuestra mente piensa.
Esa vaguedad intensa
en que se agita el deseo
fe inspirada en Galileo,
constancia heroica en Colón,
ensueño, caos, razón,
¡Prometeo! ¡Prometeo!

Destino, error, fatalismo,
virtud, serena conciencia,
de un lado el bien y la ciencia,
del otro el mal y el abismo;
en medio noble heroísmo
que alienta en el corazón,
por el hombre abnegación
por la patria libertad,
por el progreso verdad,
por el cielo religión.

Firme fe, que contra el yugo
de la ignorancia y del vicio
en heroico sacrificio
su cerviz rinde al verdugo.
Defender al bien le plugo
en titánica disputa,
y ningún temor le inmuta,
ante el bien nada le arredra:
ni Esteban teme la piedra
ni Sócrates la cicuta.

El cielo airado, teñido
de nieblas el horizonte,
sobre la cima de un monte
desnudo un hombre oprimido.
Mal que triunfa, bien vencido,
Verbo de Dios encarnado,
Cristo en la Cruz enclavado,
llanto y dolor: no os asombre,
es la tragedia del hombre,
Prometeo encadenado.

Rodando en la inmensidad
peñasco informe es la tierra,
quebrado monte que encierra
sujeta a la humanidad.
Luchando por la verdad
y de la ignorancia esclava,
su dolor el tiempo agrava,
su mal nunca se remedia:
esa es la eterna tragedia,
tragedia que nunca acaba.

¡Ay! Al pueblo que aplaudía
más que al esfuerzo de Milo
el genio sacro de Esquilo
que el Prometeo escribía,
nadie le dijo aquel día:
“La poética ficción
que tu aplauso y tu emoción
en el escenario aprueba,
es la tragedia que lleva
el hombre en el corazón".

Manuel de la Revilla

Antes de volverse loco, el culto crítico literario del XIX Manuel de la Revilla escribió algunos poemas comparables a los de sus tan parecidos Antero de Quental y Giacomo Leopardi. Quizá el mejor es este:


Si de la nada vengo y en la nada
triste fin ha de hallar mi amarga vida,
y el alma pura que en mi pecho anida
ha de ser en el polvo sepultada;

si es ilusión la gloria deseada
y mentira la dicha prometida,
y el eterno ideal sombra fingida,
del vano sueño en la región forjada;

¿por qué me diste, bárbaro destino,
esta sed de placeres insaciable
y este ideal de espléndida hermosura,

si al término fatal de la jornada
me ha de arrojar la muerte inexorable
en el abismo de la nada impura?

jueves, 4 de noviembre de 2010

Prometeo, de Joaquín Dicenta Benedicto

Soy remiso a entregar los frutos de mi labor como investigador en este blog; espero vanamente muchas veces darles el contexto preciso, con el resultado de que casi todo permanece inédito. Pero hoy haré una excepción, copiando un hermoso poema inédito y perdido de uno de nuestros bohemios auténticos, Joaquín Dicenta, un alcohólico dramaturgo y poeta del que sueño alguna vez poder reeditar unas memorias que escribió con el título de Idos y muertos, de la que hay dos versiones que difieren en poco. En esas memorias menciona un poema en que definió su ateísmo incondicional, Prometeo, que no aparece recogido en sus colecciones de poesía y con el cual, dice, dio la murga a todo el mundo cuando andaba liado con una gitana y mendigando por las redacciones de Madrid. El poema es bueno, desolado, materialista, posromántico, y yo lo he hallado en las páginas de Las Dominicales del Libre Pensamiento, un periódico alineado con el Krausismo de fines de siglo XIX dirigido por el escritor manchego (de Almadenejos) Lozano:
Prometeo
De aquellos miles que el fervor pagano
en la Grecia feliz alzara un día,
ya nada existe: la implacable mano
del tiempo los borró, como se borra
la huella fugitiva e insegura
que traza vacilante y sorprendido
algún astro perdido
entre las sombras de la noche oscura.
Todo, todo cayó: cuando la idea
sobre las cumbres del error golpea,
cae el error maltrecho y destrozado
y, al ser vencido en la tenaz pelea,
el Olimpo sagrado
fue a ocultar los despojos de su gloria
bajo el libro inmortal, donde la historia
pudre las osamentas del pasado.
En vano se distiende la pupila
por la atmósfera azul, pura y tranquila,
buscando ansiosa en los enormes huecos
del infinito espacio
el oscuro y espléndido palacio
donde residen los burlones Ecos;
en vano descendiendo a la pradera
la registra impaciente,
para encontrar la turba sonriente,
alegre, caprichosa y vocinglera
de los Silfos, perdidos
entre las verdes y frondosas ramas
de los gigantes árboles dormidos;
en vano se dilatan los oídos
persiguiendo los cánticos de amores
que céfiro murmura
sobre las tiernas hojas de las flores;
en vano, recorriendo la espesura,
busca el hombre, indeciso,
las ardientes y lánguidas señales
que en los puros y limpios manantiales
colocaron los besos de Narciso;
en vano con aliento sobrehumano
mira la faz de la doliente Aurora
para enjugar las lágrimas que llora
por su perdido amor; en vano, en vano,
se revuelve la humana fantasía
para escuchar hoy día
los ásperos, enérgicos cantares
y los discordes sones
con que inundan Nereidas y Tritones
el abismo profundo de los mares.
Ecos burlones, céfiros cautivos,
silfos alegres, ninfas juguetonas,
trovadores del mar, faunos lascivos…
todos, todos cayeron,
y en la noche del tiempo se perdieron.

Apolo siempre bello, Marte rudo,
Minerva sabia, Júpiter sañudo,
Diana hermosa y gentil, Plutón sombrío,
Mercurio audaz, Vulcano receloso,
Jano la de semblante pudoroso,
Venus impura y Hércules bravío,
cuantos dioses, en fin, tuvo por norma
la religión brillante de la forma
murieron, y murieron justamente
porque no eran verdad, sino quimera,
y lo falso, lo absurdo, lo impotente
es forzoso que muera,
es forzoso que ceda y se derrumbe
como también caerán a los embates
de la razón, que sin cesar, luchando,
va sin cesar librando
por la santa verdad tantos combates,
esos nuevos penates,
producto de fanáticas creencias
que con ricos altares han cubierto
el mundo material, pero que han muerto
en el sublime altar de las conciencias.

Así es la humanidad en su destino;
destruye lo que estorba su progreso
y sigue imperturbable su camino.
Las verdades de ayer, ceden al peso
de las verdades de hoy; necio, demente,
es quien intenta detener, osado,
con las rancias quimeras del pasado
los sublimes esfuerzos del presente.
No, nada importa que el humano orgullo
pretenda sostener cuanto el abismo
reclama. ¡No lo hará! Locos titanes
que levantáis montañas de egoísmo,
¿qué son vuestros estúpidos afanes
ante la clara luz del pensamiento?
Presiones de un momento,
sueños livianos que al nacer fallecen,
sombras que desaparecen,
tristes cenizas que arrebata el viento.

Lo que anima y alienta con su nombre
la aspiración ingénita del hombre,
lo que es inmenso, lo que nada calma,
lo que siempre combate y siempre crea
nuevos mundos de luz para la idea
y nuevos sentimientos para el alma,
eso vive no más, y a la potente
marcha del tiempo con valor se opone,
como se opone al ímpetu rugiente
de la revuelta mar embravecida,
la escueta roca por el rayo herida,
que al perderse en lo inmenso del celaje
inmutable se ostenta
entre el ronco bramar de la tormenta
y el furioso batir del oleaje.

Sólo porque tal ley rige y contiene
la social condición, cuando celan
rotos los moldes del sentir pagano
y en el sepulcro del error se hundían,
los dioses del Olimpo soberano,
sobre el oscuro borde de la fosa
una imagen se alzó, fuerte, gloriosa,
y en la humana conciencia encontró asilo;
imagen que retrata del deseo
las perdurables ansias: Prometeo,
la enorme creación del viejo Esquilo.

En las cimas del Cáucaso elevado,
sobre abrupto peñón que el rayo abate,
un hombre se debate
con ansias de Titán encadenado:
el torso macerado
por las agudas puntas de la roca,
la faz convulsa, dilatado el ojo,
pintándose la angustia y el enojo
en los sombríos gestos de su boca;
oscurecido el áspero entrecejo
por aquel fruncimiento soberano
que muestra el anhelar de lo infinito,
y, clavando en las quiebras del granito
los rígidos extremos de su mano,
el inmortal cautivo forcejea
para romper su yugo, y aun alcanza
a dilatar su pecho la esperanza,
aun no se rinde y con valor pelea.

¡Cómo se ha de rendir, si allá fulgura
la clara lumbre que robó a la altura
y esa lumbre le alienta y le espolea!
Por eso aquel Titán ve satisfecho
su tormento cruel y alza la frente.
¿Qué le importa a él que su desnudo pecho
desgarre el buitre con furor creciente?
¿Qué le importa si tiene su delirio,
como sublime premio del martirio,
la hermosa luz de la verdad enfrente?

Tal es el drama que forjó el poeta,
el hombre debatiéndose oprimido
por conseguir la luz… La plebe inquieta
atónita escuchando aquel rugido
de un alma grande a esclavitud sujeta.
Al contemplar la lucha comenzada,
al medir los esfuerzos del gigante,
hace con su entusiasmo delirante
a los aplausos retemblar la grada.

Y unas tras otras épocas pasaron,
las antiguas creencias sucumbieron
y otras nuevas vinieron
y las nuevas también se marchitaron;
pero entre aquella ruina de los siglos,
ante aquella hecatombe del pasado,
alzábase el coloso aprisionado
del Cáucaso en las tristes soledades;
y la lucha titánica aplaudían
las caducas edades que morían
y las nuevas edades,
que a las viejas edades sucedían.

Y allí estará por siempre, allí sostiene
el peso de los tiempos; fuera vana
toda agresión contra él, porque él contiene
la historia entera de la historia humana;
el ideal que el hombre va buscando
quedó por siempre en su figura impreso.
Prometeo es la imagen del Progreso,
nunca vencido y sin cesar luchando.
En su noble figura encontró asilo
el afán de saber que el hombre encierra.
¡Mientras haya razón sobre la tierra
existirá la creación de Esquilo!
La razón pide más si más obtiene;
puesto su fin en lo infinito tiene;
y ha de librar para obtener su anhelo
con el error descomunal batalla;
con el error, que ha puesto una muralla
sobre el dintel espléndido del cielo.
Siempre igual, siempre igual. Ansia constante
que nunca cesa en el combate humano.
Ya sea en el furor de un dios pagano,
ya en las iras de un déspota triunfante,
ya en la ruda agresión de una creencia
que al amparo de Dios grande y sublime
desoye los sollozos del que gime
y mata el cuerpo y ahoga la conciencia,
la razón tiene diques y amarrado
el espíritu está, si no vencido,
como el coloso está preso y rendido
en las cimas del Cáucaso elevado.

Pero no importa el crudo sufrimiento
que aflige a la razón; llega el momento
de un furioso combate; el enemigo
se retuerce en la sombra; su castigo
está pronto a estallar. Ya se levanta
Prometeo rompiendo sus cadenas,
ya le detienen en la roca apenas,
ya mueve osada la atrevida planta,
ya busca el buitre en vano
su pecho para herirlo; ya flamea
en los gigantes cielos de la idea
libre la luz del pensamiento humano.
No hay que retroceder, es el postrero,
es el supremo, el último combate:
que nadie tema, ni de huir se trate.
¡Dichoso yo si combatiendo muero!

Joaquín Dicenta, Madrid, octubre de 1885.

domingo, 8 de agosto de 2010

El anillo de Wagner

"Los dioses mueren en Bayreuth", MARIO VARGAS LLOSA, El País, 08/08/2010

Tal vez la música de Wagner nos acerque más al diablo y al infierno que a Dios y al cielo, pero, no hay duda, gracias a ella salimos de la vida cotidiana. Es siempre una revelación y una catarsis
Cuando Richard Wagner concibió la idea de El anillo del nibelungo y comenzó a trabajar en su famosa Tetralogía, era un joven insumiso y genial, contaminado de lecturas anarquistas, sobre todo Proudhon, y amigo de Bakunin, con quien compartió barricadas y distribuyó bombas de mano durante el alzamiento de Dresde de 1849. Cuando 26 años más tarde terminó su obra maestra -una de las más ambiciosas empresas artísticas que haya conocido la humanidad, comparable a la hechura de la Capilla Sixtina en pintura y, en literatura, a la elaboración de La Comedia Humana o En busca del tiempo perdido- era un reaccionario, nacionalista y antisemita al que sus cuatro lecturas minuciosas de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, habían ayudado a adoptar una visión del mundo y del arte en las antípodas de la que exaltó su juventud.

Pero, pese a esa radical transformación ideológica, en el Ring, que se dio por primera vez completo, aquí, en Bayreuth, en 1876, en el teatro que Wagner hizo construir de acuerdo a un pormenorizado y maniático proyecto, ha prevalecido ese espíritu ácrata de sus años mozos y la lección de Ludwig Feuerbach, cuyo libro La esencia del cristianismo lo convenció de que no eran los dioses los que creaban a los hombres sino éstos a los dioses, impregnándolos de todas sus virtudes y defectos. Entre otras muchas cosas, ése es uno de los principales designios de El anillo: la recusación de una trascendencia teológica, la convicción de que sólo el arte da vida y vigencia a unos dioses y un más allá tan frágiles, vulnerables y confusos como los mismos seres humanos.

Asisto por primera vez a la representación integral de la Tetralogía en el curso de una semana en este Festival de Bayreuth que tiene más de peregrinación y ceremonia religiosa que de fiesta operática. Odiado y adorado en vida, y todavía más después de muerto, Wagner es probablemente el único artista cuyo culto trasciende la pura admiración estética y ha generado una adhesión tan aguerrida e intolerante como la que las sectas esperan de sus adeptos. Ésa es la impresión que dan aquí, en estas tardes plomizas y encapotadas -wagnerianas- las damas y caballeros de este club tan exclusivo -para adquirir un abono al Festival es preciso ahora esperar unos 12 años o, en caso contrario, pagar una astronómica reventa que puede llegar a 3.000 o 4.000 euros por entrada-, que, enfundados en trajes y vestidos de etiqueta, beben sus heladas copas de champagne como quien comulga y esperan en silencio respetuoso la fanfarria que, desde el balcón que sobrevuela la puerta principal del teatro, los llame a la función. Mayores y ancianos, acomodados y conservadores, cambian saludos que parecen santo y señas. Estoicos y enfervorecidos, permanecerán inmóviles las cuatro o cinco horas que dura cada espectáculo en los rígidos asientos de madera que Wagner diseñó para que sus óperas fueran vistas y escuchadas en estado de alerta marcial y espiritual, en una postura física reñida con toda forma de abandono, descuido o complacencia. Ningún aplauso interrumpirá la función y, si algún imprecavido forastero rompe esa regla, cientos de miradas admonitorias lo vitrificarán en la oscuridad. Los aplausos vienen solo al final, generosos y repetidos, si se trata del director de la orquesta, Christian Thielemann, o de Albert Dohmen, un soberbio Wotan, o el eximio Alberich, Andrew Shore, o del joven Lance Ryan, Siegfried, y Linda Watson, la valquiria Brünnhilde, pero también los abucheos y zapateos, como los que reciben al veterano Tankred Dorst, cuyo montaje la mayoría de los espectadores descalifica con irritación a mi juicio exagerada.

Hay algo denso y funeral en este ambiente, sin dejar de ser electrizante. Pero tanta corrección y formalismo contrastan fantásticamente con el enloquecido aquelarre de que es escenario el teatro de Bayreuth cada tarde, cuando se levanta el telón, irrumpe la música y se desencadenan las pasiones, las hazañas, los crímenes que van tejiéndose en torno y a partir de ese pecado original, el robo del oro que perpetra el nibelungo Alberich a las ninfas encargadas de cuidarlo en el fondo del Rin, para adquirir poder, ese poder maldito que solo se alcanza renunciando al amor y cuyo diabólico atractivo desquiciará el Valhalla, precipitando a dioses, semidioses, gigantes, valquirias, consortes y nibelungos, en una orgía de violencia que acabará por desintegrarlos a todos en un Apocalipsis ígneo.

No hay tabú que no se viole ni demasía que no se cometa en este panteón pagano de origen nórdico, que Wagner remodeló a la medida de sus íncubos y súcubos. Incesto, apostasía, filicidio, deicidio, sacrilegios, traiciones, codicias, filtros mágicos que destruyen la soberanía y la identidad de los individuos, y, llamaradas de luz en esas macabras peripecias, unas heterodoxas historias de amor, lírica como la de los mellizos Siegmund y Sieglinde, o épicas, como la de Siegfried y Brünnhilde, pero que no duran porque el entorno las corroe. Tanta ferocidad y horror serían irresistibles si la hermosura de los textos y la riqueza y originalidad de la música que modelan cada episodio con delicadeza, profundidad, elegancia, y por momentos una intensidad milagrosa, como la de la marcha fúnebre a la muerte de Siegfried, no distanciaran todo aquello de la experiencia vivida y lo transmutaran en imágenes plásticas y espectáculo sonoro, una realidad otra, creada -como los dioses que fabrican el miedo y la soledad de los hombres- por la imaginación visionaria y la sensibilidad impregnada de truculencia y desmesura románticas de un compositor y poeta que, como Victor Hugo, se creía también, además de artista, un ser superior, casi olímpico. Varias veces, ante la representación de tanto lujo bárbaro y barroco, tuve la sensación de que en el escenario La muerte de Sardanápalo, de Delacroix, reaparecía encarnada y se echaba a vivir.

El único ser humano que ambula por este territorio de dioses, diosecillos, semidioses y engendros, es Siegfried, hijo de los amores trágicos e incestuosos de dos hermanos. Es una criatura natural, criado por un malvado codicioso, el nibelungo Mime, a quien aniquilará sin escrúpulo alguno al descubrir su entraña pérfida. Aunque es tosco, directo e inocente como un animal, ignora el miedo y las formas, actúa guiado por una buena entraña, y se dignifica cuando vive el amor de la valquiria Brünnhilde a la que con un beso saca del sueño en el que la ha sumido Wotan por haber cedido a la piedad, pasión de débiles. Pero este ser puro y limpio, una vez que sucumbe a la pócima del olvido que le hacen beber Hagen, Gunther y Gutrune, traiciona a su amada y precipita el enredo que culminará en el holocausto final. Nadie se salva. La codicia del poder, simbolizada por el oro, arrastra a todo lo existente a su perecimiento. ¿Qué hubiera permitido un destino distinto para esos infelices heroicos, fatalistas y supersticiosos? Acaso no haberse apartado de la Naturaleza, como se lo advertía la ecológica Erda, evitando un progreso solo aparente que contenía los venenos que terminarían liquidándolos. En esa visión apocalíptica de la vida no hay otra escapatoria que el arte, en el cual la tragedia se inmuniza a sí misma volviéndose espectáculo y permitiendo a los seres humanos contemplar sus verdades ocultas sin vivirlas de verdad, solo como fantasías y pesadillas.

No se puede disfrutar de la música de Wagner como de las de Mozart, Verdi, Rossini o Strauss. Él no la compuso para celebrar las buenas cosas de la vida y exorcizar las malas, ni para seducir y dar esparcimiento y placer. La compuso convencido de que la música, como creía su maestro Schopenhauer, era acaso el único instrumento con que contaban los hombres para comunicar con aquella dimensión de la vida a la que no llegan el conocimiento ni la razón, esa zona oscura, divina o sagrada, de la que tenemos solo premoniciones y sospechas, nunca evidencias, salvo en aquellos privilegiados estados de trance en que cierta música excelsa nos arranca de nuestro confinamiento en lo terrenal y lo práctico y nos hace entrever, sentir, vivir por un momento de éxtasis, esa elusiva trascendencia, ese estado que los místicos llaman el "espíritu puro" que encara a Dios. Tal vez la música de Wagner nos acerque más al diablo y al infierno que a Dios y al cielo, pero, no hay duda, gracias a ella salimos de la vida cotidiana y previsible, de lo rutinario y sabido, y accedemos a un mundo de valores y formas distintos a los que estamos acostumbrados, un mundo de excesos y de extremos, de absorbente belleza y aterradores peligros, de pasiones desorbitadas y sensaciones exquisitas. Una música que es siempre una revelación y una catarsis.

Lo extraordinario es que, después de cada una de las óperas de la Tetralogía, los wagnerianos de Bayreuth, en vez de tomarse un Válium y meterse a la cama a recuperarse de la tremenda experiencia, invadan las tabernas de la ciudad y apuren grandes jarras de cerveza y fuentes de salchichas con bratkartoffeln y sauerkraut.

jueves, 25 de marzo de 2010

Un soneto de Manuel del Palacio


En recuerdo de la Revolución de septiembre de 1868

Un año cumple que la inmunda tropa
de moderados, frailes y Borbones,
del poder arrojada á pescozones
pasó á la emigración con viento en popa.

Dejando de ser fábula de Europa,
reconquistó la España sus blasones
y entre vivas y aplauso y ovaciones
bebimos del placer la dulce copa.

Hoy, pueblo, te amenazan nuevos daños:
los que cual rey te adulan á porfía,
te envuelven en la red de sus engaños.

¡Tú, de ti mismo rey! No todavía;
¡has llevado la albarda muchos años,
para vestir la púrpura en un día!

Madrid, 1869.

Manuel del Palacio es el gran satírico del siglo XIX, el Quevedo de su época. Algunos botones de muestra; el primero, de su facilidad para versificar:

Por cuestión de negra honrilla

me propongo demostrar
que el hacer una quintilla
es la cosa más sencilla
que se puede imaginar.

Contra la famosa monja de las llagas, sor Patrocinio

Tuvo sobre Isabel mucho dominio
la milagrosa monja Patrocinio.
Quien el motivo averiguar anhele
cambie la pe de Patrocinio en ele.


El segundo, dedicado al duque de Almodóvar del Río, ministro de Estado que lo castigó con la jubilación forzosa:

Parece Grande y es chico;
fue ministro porque sí;
y en cuatro meses y pico
perdió a Cuba, a Puerto Rico,
a Filipinas y a mí.

O El que dedica al Ministerio, como dice Valle, de Desgobernación; el reloj aludido lo compondría un famoso liberal emigrado en Londres, Losada, que tenía ahí un afamado taller de relojería:

-Ese reló tan fatal
que hay en la Puerta del Sol
-dijo a un turco un español-
¿por qué anda siempre tan mal?
Y el turco, con desparpajo,
contestó cual perro viejo:
-Ese reló es el espejo
del gobierno que hay debajo.

Y un famoso epigrama:

¡Igualdad! oigo gritar
al jorobado Torroba,
y se me ocurre pensar:
¿Quiere verse sin joroba,
o nos quiere jorobar?

Otro:

  «Diálogo al vuelo cogido
en el baile de Menchaca:
-Oriénteme usted, querido;
¿quién es esa horrible vaca
que al pasar le ha sonreído?
   -Se lo diré, caballero:
Es doña Julia Terrón,
hija del duque de Ampuero
y madre de este ternero
que está a su disposición».

O el clásico soneto “Belenes” contra Isabel II, que le valió cárcel en el famoso Saladero y destierro posterior a Puerto Rico, rematado con un famoso terceto:

Por ser cuestión que a todos interesa,
voy de belenes a ocuparme un rato:
joden la Castelani y Valcerrato
y jode Luis León con la Duquesa.

Se lo da a Pepe Arana la de Sesa,
la Riquelme a Cadenas el traviato,
y con Alba y cien más falta al recato
la de Hortega (con h) baronesa.

Saavedra a la Lombilla jode ahora;
Sanjuán, de Fernandina, es el segundo.
Y don Ramón con la Fonseca mora.

Mas, si queréis ejemplo más profundo,
en Palacio hallaréis una señora
que es capaz de joder con todo el mundo.

Un belén es en la lengua clásica un "alboroto, asunto o situación confusa y complicada", en este caso en política. Por cierto que hizo célebre su definición de esta última, que aún hoy muestra justeza:

Política: arte ramplón
que se aprende mal y pronto,
y en la española nación
es constante ocupación
de algún sabio y muchos tontos.

Como recuerda nuestro manchego Pepe Esteban, Eduardo de Lustonó, que acabó el pobre, como tantos posrománticos, loco de atar, lo retrató con claridad:

  Cáustico, duro, severo,
eco fiel de claridades,
nos dijo cuatro verdades...
y paró en el Saladero.
  Allí purgó noche y día
pecados de su soneto
por revelar un secreto
que todo el mundo sabía.