Mostrando entradas con la etiqueta Posmodernidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Posmodernidad. Mostrar todas las entradas

martes, 31 de diciembre de 2024

Quiero y no puedo. Una historia de los pijos de en España, por Raquel Peláez

 Jordi Gracia, resñea de ‘Quiero y no puedo. Una historia de los pijos en España’: cayetanos, fachalecos y otras especies, en El País, 18 de septiembre de 2018.

La periodista Raquel Peláez traza una documentada genealogía de los pijos españoles a través de testimonios directos e indirectos hasta llegar a su vertiente actual, ultranacionalista y ultramadrileña.

¿Nacen o se hacen? ¿Se lo curran o les viene dado? ¿Les cae encima la etiqueta propinada por otros o llega como llovida del cielo? El pijerío clásico y moderno es un segmento social inequívoco, identificable, instantáneamente distinguible, pero imposible de definir con herramientas racionales porque en sus mismas designaciones —cayetanos, polloperas, fachalecos o los pijos de toda la vida— late una connotación emocional y subjetiva que rehúye el patrón fijo, como el metro de medir, la hora global o la temperatura a la que hierve el agua. Ellos hierven el agua con sus tiempos, miden la hora a su aire y las distancias no son como las de los demás, porque no van en metro, ni en bus, ni en autocar, e incluso está pésimamente mal visto desplazarse en transporte público. A lo máximo que llegan es a hacerlo en bicicleta, pero no bicicleta multiusos de tarjeta, sino las Brompton, que, oye, apenas ocupan espacio en casa cuando las pliegas si la casa tiene más de uno o dos centenares de metros.

Café y abrigos de visón para todos: cómo el socialismo de los ochenta intentó reapropiarse de los códigos de las clases altas

Quizá no sean tantos los que Raquel Peláez, subdirectora de la revista de EL PAÍS Moda, identifica con mordida demagógica “estamentos de las clases disfrutonas”, aunque existan, y la nariz tiende a sospechar que los más vistosos y visibles —no sé, desde los barrios de redes de Tamara Falcó a los de María Pombo— son grotescas caricaturas de lo que de verdad interesa a la autora, y de paso al potencial lector: cómo se urden las relaciones de clase, las afinidades de apellidos, las complicidades mosqueteras y las rutinas ociosas para que resulte inequívoca la existencia de ese segmento social aunque sea imposible definirlos de forma compacta, pero sí diacrónica y algo impresionista, volátil y literaria, que es el mejor recurso de la autora.

El impulso aspiracional, ese afán de alcanzar el paso siguiente en una imaginaria escala social, que tanto gusta a la autora de Quiero y no puedo. Una historia de los pijos en España como argumento, quizá no es propiamente el de los pijos —porque están ya aspirados—, pero sí del segmento que busca la integración en un espacio social que le fascina y nutre de sentido a la propia vida, sin tener que llegar a los extremos del Patrick Bateman de American Psycho. En resumen: dinero contante y sonante o embargado en patrimonio ingente, pero dinero, dinero, dinero, aunque casi siempre cada uno de ellos reaccione perplejo como persona “completamente inconsciente de su posición en la cima del mundo”, dice la periodista.

En este laberinto inescrutable se ha metido Raquel Peláez con gracia de estilo, confesiones directas e indirectas, inquina moderada por la empatía profesional y la buena documentación escrita y oral. No sé si es un encargo de Blackie Books, pero si no lo es, y el libro le sale de natural, ha sido una jabata para enfrentarse a semejante nido de caricaturas, deformaciones y daguerrotipos ancestrales. Pero tira con bala cuando señala el efecto socialmente corrosivo del “capitalismo patrimonial” y la noción sagrada de herencia como “instrumento de transmisión legítimo que no debe ser regulado”… para poder perpetuar y multiplicar felizmente el galope de la desigualdad de la que viven.

Los rejonazos van a diestro y siniestro, de Marta Ortega a Taburete como prototípico ejemplo del programático ‘antiwoke

Le sale mejor todo a medida que el libro se acerca al presente, y entonces crece la perspicacia y la finura, como si la periodista que anduvo 10 años en la redacción de Vanity Fair (“yo, en el fondo, era una pija que iba a un colegio concertado de curas”, aunque es nieta de un sublevado en la Asturias de 1934 y vive en régimen de alquiler, como recuerda al menos dos veces) se nutriese de la persona, y las dos (la periodista y la persona) enriqueciesen a la escritora para sacar lo mejor de su propia experiencia. Los ha visto y los ha visitado, viejos y jóvenes, cultos algunos y otros solo ricos, sin venir ella del arrabal y sin pertenecer tampoco a una familia del papel cuché o del papel moneda. La suntuosidad intuitiva de las descripciones de escenarios e indumentarias, de entornos domésticos y gestos verbales (con el modisto Givenchy o una Romanones o la filosocialista Elena Benarroch) se despliega con una gracia en la que el lector sabe ya que está en casa: en la mullida gasa del pijerío de verdad, vegetativamente conservador, despectivo por vía intravenosa hacia otras tribus (el resto del planeta), celoso de una imagen intachable según sus patrones y orgullosamente encastillado en el sentimiento de clase.

Este último es el ingrediente que más subraya Peláez en relación con los últimos tiempos y la crecida ola de pijerío ultraespañol por ultramadrileño que se siente en su hábitat mordiendo al perrosanchismo y otras formas de wokismo. La nostalgia que detecta de la Restauración por parte de los cayetanos es inducida, desde luego, pero encaja en el “pijo españolista, bon vivant” que ama la Feria y los toros, añora la casposísima y antigua elegancia y se retrotrae según ella a Alfonso XIII y su huida al exilio como “piedra de toque del pijo canónico”.

Diría que la inmensa mayoría de los potenciales lectores no van a ser ni cayetanos, ni fachalecos ni polloperas, así que casi ninguno sentirá reflejada su propia experiencia ni la de su entorno en los testimonios disfrazados que incluye al final del libro. Son gente real, pero con los nombres y los datos de identificación borrados para evitar a la jauría de las redes, y hace bien, pero es una pena. Sería formidable tener la lista de nombres, abolengos, profesiones y parentescos, y hubiese sido la bomba contar con algo más de detalle la subespecie guay del pijerío que es el pijoprogre reticente o autonegado (como yo), o izquierda caviar, es decir, “la bestia negra a la que la ultraderecha tilda de pija en cuanto puede”, y tantas veces con razón.

Los rejonazos van a menudo a diestro y siniestro, de Marta Ortega a Taburete como prototípico ejemplo del cayetano como programático antiwoke que inventó Carolina Durante y su cantante, Diego Ibáñez, en 2018 (como en los ochenta fueron los Hombres G los propaladores oficiales de la nomenclatura pijo). Desde Vanity Fair vivió Peláez la conversión de los hipsters en cayetanos, y a lomos de Instagram normalizaron “el exhibicionismo del privilegio” (o la desprejuiciada afirmación de su propia opulencia) y lo convirtieron en negocio de influencers de un nuevo star system con vocación integradora de varias estéticas hechas un muñón barroco de sincretismo neoespañolista convertido en horizonte aspiracional de quienes quieren y no pueden: “El neoliberalismo les había legitimado para estar enormemente orgullosos de su posición, el capitalismo patrimonial para querer perpetuarla y las industrias que sustentaban las redes sociales para exhibirla”. Negocio redondo: la apoteosis de la pijez.

Quiero y no puedo. Una historia de los pijos en España 

Raquel Peláez  

Blackie Books, 2024

336 páginas, 21,90 euros

jueves, 22 de septiembre de 2011

Posmodernismo


P. Tubella y J. R. Marcos, "El posmodernismo se convierte en historia moderna. Londres revisa el ascenso y caída del polémico movimiento cultural", El País, 22/09/2011:

Perfiles de edificios que juguetean de forma irreverente con diversos estilos arquitectónicos, en abierto desafío a la sobriedad del movimiento moderno; productos de uso doméstico, como una simple tetera, cuyas formas caprichosas priman la estética frente a todo sentido práctico; revolucionarios diseños gráficos y estrellas musicales decididas a abanderar la subversión con estilo. Y finalmente la rendición, el culto al dinero. Ese cajón de sastre que, bajo la etiqueta de posmodernismo, fue sinónimo de libertad radical hasta convertirse en el estilo del consumismo exacerbado, protagoniza el estreno de la nueva temporada museística en Londres.

Como herederos suyos, ¿somos víctimas o beneficiarios? Los artífices de la exposición que el museo Victoria & Albert abre este sábado (Posmodernismo: Estilo y Subversión 1970-90) no quieren entrar en disquisiciones filosóficas sobre un fenómeno que desafía una definición compacta. Su propuesta se centra en la historia reciente del arte y el diseño, en cómo un movimiento provocador nacido en el universo de la arquitectura acabó extendiendo su influencia en todas las áreas de la cultura popular, incluidos el cine, la música y la moda.

Frente a las connotaciones negativas que arrastra la etiqueta, la muestra explora a través de dos centenares y medio de piezas la vocación rupturista con el pasado inmediato, la pluralidad que reniega de toda narrativa dominante, también un estilo irónico y multifacético que abrió un sinfín de posibilidades.

"El posmodernismo toma fragmentos de estilos ya existentes y los reúne a modo de collage para crear algo diferente", subraya la comisaria de la exposición, Jane Pavitt, sobre una de las características principales del movimiento. Cuando Philip Johnson inauguró hace más de cinco lustros su diseño del rascacielos de la compañía AT&T (hoy edificio Sony) en Nueva York, que talla con un agujero circular el vértice del frontón triangular de la fachada, fue tildado de traidor. El arquitecto -como muestra uno de los bocetos que exhibe el V&A- rebatía la ortodoxia cúbica racionalista, de la que hasta entonces él mismo había sido adalid. El gesto entroncó con una joven generación que miraba con ironía hacia los monumentos del pasado, los reciclaba y combinaba.

Uno de los grandes exponentes del diseño y la arquitectura posmoderna en España fue Oscar Tusquets, cuyo Belvedere Georgina, construido en Llofriu (Gerona) en 1972, fue calificado como "la primera obra posmoderna sin mala conciencia". Lo hizo Charles Jencks, a cuyo ensayo El lenguaje de la arquitectura posmoderna, de 1977, se atribuye la popularización del término que puso nombre al cambio de sensibilidad apuntada ya en textos de Robert Venturi como Complejidad y contradicción en la arquitectura o Aprendiendo de Las Vegas.

Desde su estudio de Barcelona, Tusquets sostiene que "tenía que venir una revisión de esa época". No para reproducir su estética, aclara, sino para reconocer el valor que tuvo: "Fue una reacción de hartazgo contra el monolitismo puritano del movimiento moderno, que despreciaba el gusto de la gente y le decían cómo tenía que vivir. Lo tildaron de snob y reaccionario capitalista porque los modernos decían construir para los obreros, pero resulta que a los obreros les gustaban las cubiertas a dos aguas".

Si aquellas ideas no acabaron de encajar entre el público de los setenta, los diseños posmodernos logran en la siguiente década, con su boom económico, la aceptación de las masas, especialmente en su traslación a los objetos de la vida cotidiana. Los muebles de Ettore Sottsass, fundador del grupo Memphis, o los estilosos artículos domésticos de la firma Alessi, anteponen la originalidad y la ostentación a cualquier otra función, y aparecen como objetos irresistibles en las revistas de estilo que empiezan a proliferar. Todo era una declaración de estilo en aquella "década del diseño" que también impregnó el mundo de la música y a sus intérpretes, exponentes de la teatralidad, el colorido y la exageración. Jane Pavitt alega que el look de personajes tan diversos como David Byrne, Annie Lennox o la diva Grace Jones (a cuyos estilismos se dedica una sala) contribuyó a cuestionar las nociones de género, sexo e identidad, acarreando consigo nuevos aires de libertad.

La resistencia a la autoridad, en el ámbito artístico y en el social, que quiso encarnar el posmodernismo acabó cediendo a la seducción del dinero, simbolizados en el cuadro de Andy Warhol que en el tramo final de la exposición toma como estrella el signo del dólar. El arte como mercancía, la subversión que en realidad persigue el gancho comercial, la superficie a expensas de la profundidad.

"¿Frívola?", se resiste Tusquets. "Comparada con los edificios-estrella que han venido después y que ignoran olímpicamente el contexto en el que se levantan, la arquitectura posmoderna era de un rigor absoluto", ironiza. "En 20 años veremos que los proyectos de Zaha Hadid, por no hablar del Hotel Puerta América de Madrid, se aguantan menos que los de Michael Graves".

Con todo, el arquitecto catalán reconoce que "la desobediencia a Mies y Le Corbusier" y la recuperación de valores de la arquitectura tradicional no siempre encontró una creatividad a la altura de su ambición. Eso y la implantación arrolladora que conoció en los ochenta -"en EE UU Graves anunciaba tarjetas de crédito por televisión y el único arquitecto italiano al que conocían los alumnos era Aldo Rossi"- determinó su caída: "Su descrédito fue proporcional a su éxito". Posmoderno se convirtió en un insulto casi. Nada nuevo según Tusquets: "Cuando yo era niño, el modernismo, Gaudí incluido, era de mal gusto. Si no tiraron el Palau de la Música fue porque no había dinero".

Los detractores del fenómeno encuentran sus argumentos en los años noventa, cuando el posmodernismo, efectivamente, sucumbe ante su propio éxito. Por eso el Victoria & Albert remata ahora una programación que ha revisado los movimientos artísticos y del diseño en el siglo XX con una mirada retrospectiva hacia una escuela multiforme. Un movimiento que, en palabras de Pavitt, "lo adores o lo odies, tuvo en su momento el poder de inflamar", de socavar los dictados de la uniformidad, de abrazar "un diseño radical" y de abrir impensables vías de expresión.