Rüdiger Safranski, "La actualidad de Schopenhauer", El País, 16/10/2010:
Durante la mayor parte de su vida, Arthur Schopenhauer -fallecido hace exactamente 150 años- no defendió una filosofía que gozara de actualidad. En contra de lo que era corriente en su época, su imagen del hombre no se esbozaba desde el espíritu, sino desde el cuerpo y las pulsiones, desde la biología. Con Schopenhauer se produce un giro biológico en la filosofía, una auténtica provocación para aquel tiempo. A veces siente menos aprecio por los ejemplares medios de los «bípedos», tal como en ocasiones los denomina con rabia, que por otros animales más juiciosos. Cuando su perro de lanas le molesta, lo increpa con un «Pero, ¡hombre!». Para Schopenhauer el hombre pertenece realmente al reino animal, y por eso le encantan las frecuentes comparaciones con los animales. Por ejemplo, esclarece el instinto social del hombre con el caso de los puercoespines, que en los días fríos de invierno se apiñan entre sí para calentarse, pero como se clavan unos a otros las espinas, tienen que volver a separarse, arrojados de aquí para allá entre dos males. Lo mismo sucede con el hombre, que busca la sociedad, pero que es atormentado por ella. Por eso Schopenhauer aconseja mantenerse a una distancia media. Desde su punto de vista es sobre todo la maldad lo que distingue al hombre del animal. Para la crueldad, el engaño, la envidia y la malevolencia de todo tipo se requiere inteligencia. Con la inteligencia el hombre se ha creado un mundo cultural intermedio, mas no por eso se ha hecho mejor. A Schopenhauer le gusta citar al Mefistófeles de Goethe: «La llama razón y de ella sólo tiene necesidad para superar a cualquier animal en animalidad...». En un famoso capítulo dedicado a la «metafísica del amor sexual», Schopenhauer expone que también en el amor más exaltado a la postre actúa solamente lo biológico, a saber, el comportamiento procreador. Describe con destacado talento satírico los ridículos en que cae el espíritu cuando entra en colisión con las pulsiones y maquinaciones del cuerpo, concretamente con la sexualidad. Dice que los genitales son el «auténtico núcleo de la voluntad». Ante la conciencia, el impulso de procreación se representa como una aspiración psíquica y como enamoramiento. Los genitales se buscan a sí mismos y el alma cree que se encuentra a sí misma. «Esta añoranza y este dolor del amor [...] son los suspiros del espíritu de la especie, que cree conseguir o perder un medio indispensable para sus fines, y por eso gime profundamente» (Die Welt als Wille und Vorstellung, II, 705). La depresión poscoital es la desilusión del alma, que a la vista de semejante montaje, se prometía más cosas.
Nuestra época, fascinada por teorías sobre «genes egoístas» y por la reducción del espíritu a las funciones cerebrales, debería considerar la filosofía de Schopenhauer como de máxima actualidad. Pero hay más de un obstáculo para ello. Por más que se celebra la marcha victoriosa de la biología en la técnica y en la ciencia, en general este convencimiento no quiere extenderse a la conciencia pública. Hace algún tiempo pudimos observarlo en el debate de Sloterdijk sobre la cuestión de la optimización biológica del hombre (el «parque humano») o más recientemente en las polémicas declaraciones del economista Thilo Sarrazin. Las reflexiones eugenésicas, las afirmaciones relativas al carácter hereditario de la inteligencia o a la diversa distribución de las dotes en los diferentes pueblos acarrean todavía los más fuertes anatemas. Sabemos que estos tabúes tienen su historia, pues tras los crímenes del nacionalsocialismo, el biologismo ha perdido su inocencia; por tanto, no deberíamos sorprendernos ante reacciones que han alcanzado cotas de histeria. No hay duda de que éstas sólo pretenden quitarse de encima asuntos y personas desagradables. Pero esto nada cambia en el hecho de que en la imagen del hombre se ha realizado un giro biológico desde hace tiempo. Schopenhauer fue precisamente un pionero, todavía al margen del espíritu dominante de su época. Y, detestando el conformismo intelectual, también en otros terrenos se aferró tenazmente a su independencia.
En 1813, al principio de la guerra de liberación contra Napoleón, se extiende la actitud patriótica, en especial entre la gente culta, y la apelación de Fichte, que llama a las armas con autoridad filosófica, es acatada; pero el estudiante Arthur Schopenhauer pone pies en polvorosa. Él, que había asistido a las clases de Fichte, escribió al respecto la siguiente anotación: «absurdo rabioso» y «palabrería desvariada». Ciertamente se vio forzado a dar dinero para el armamento de un soldado, pero no quería batirse. El patriotismo le resultaba extraño. Los asuntos de la política mundial no despertaban en él ninguna pasión. Justificaba su huida de Berlín con la reflexión de que su patria era «mayor que Alemania» y él no había nacido «para servir a la humanidad con el puño». Lo suyo era más bien una obra filosófica que ya tenía in pectore. En esa época escribe en su diario: «La obra crece [...] como el niño en el cuerpo de la madre [...]. Le presto atención y hablo como la madre: "gozo de la bendición del fruto". ¡Tú, azar, dominador de este mundo sensual, déjame vivir y disfrutar de tranquilidad todavía algunos años!, pues yo amo mi obra como la madre ama a su hijo...» (Der handschriftlische Nachlass, I, 55).
Esta obra llega al mundo algunos años más tarde, en 1818, y se titula El mundo como voluntad y representación. El trabajo en este libro y su publicación fue el punto culminante de la vida de este solitario, nacido en 1788 como hijo de un rico comerciante de Danzig, deseoso de que también su hijo llegara a ser comerciante. Sólo tras la muerte del padre, en 1805, y sólo tras los estímulos procedentes de su madre, a la que más tarde Arthur tanto denostó, pudo llegar a convertirse en lo que quería ser: un filósofo. El joven hizo largos viajes con sus padres y conoció mundo. Más tarde afirmará que había leído en el libro del mundo y no sólo en libros, a diferencia de sus colegas, esos burgueses de medio pelo que se pasan la vida encerrados en casa. Schopenhauer, heredero de una fortuna, pudo vivir para la filosofía, sin necesidad de vivir de ella. El mundo profesional de la filosofía no le brindó ninguna oportunidad, y a la larga él dejó de buscarla, lo que resultó una suerte para él. El aguijón existencial que lo inducía a filosofar no quedó mermado por la inmersión en el ámbito social de la profesión. Schopenhauer era un hombre apasionado y por eso su voluntad de verdad permaneció también apasionada. Cuando en 1818 apareció publicada su obra magna, estaba convencido de haber cumplido la auténtica tarea de su vida. Viajó a Italia para contemplar, a una distancia prudencial, cómo caían los rayos de sus pensamientos, pero nada sucedió y se vio obligado a regresar para poner énfasis en sus palabras como profesor académico. Y se dirige para ello nada menos que a Berlín, donde Hegel, el rey de la filosofía en Alemania, abarrota las aulas. A las clases de Schopenhauer asisten cinco oyentes, que pronto se ausentan. Sin haber tenido una auténtica entrada en escena, se aleja de ella por más de treinta años, unos años que verá transcurrir como un sabio privado, y que en su mayor parte transcurrirán en Frankfurt del Meno. Demasiado orgulloso para buscarse un público, espera que sea el público el que lo busque a él. Y al final, habrá efectivamente un púbico que salga a su encuentro. Pero Schopenhauer hubo de tener paciencia, toda una vida de paciencia. Ahora bien, su filosofía se caracteriza por que el propio autor pudo extraer fuerzas de ella. Schopenhauer tenía su filosofía por verdadera precisamente porque contradecía al gusto general de los creyentes en la razón.
El año 1850, tras el fracaso de la Revolución del 48, comienza por fin lo que Schopenhauer llama la «comedia de su fama»: un coqueteo placentero con la visión pesimista del mundo por parte de ese ermitaño filosófico vestido a la moda del siglo XVIII, al que la gente ve salir cada día a pasear hacia Sachsenhausen, acompañado de su inseparable perro de lanas. En Frankfurt se pone de moda esta raza de perro. En el Englischer Hof, donde el filósofo come al mediodía, comienzan a merodear los curiosos. Esto le agrada. Ahora le escuchan con avidez, ahora es leído. Y poco antes de su muerte, el 21 de septiembre de 1860, declara: «La humanidad ha aprendido de mí algunas cosas que nunca olvidará».
Es cierto que se ha aprendido de él, aunque con frecuencia se ha olvidado o no se ha querido tener por verdadero que era de Schopenhauer de quien se aprendía. Por ejemplo, pocas veces se tiene conciencia de que fue él quien por primera vez pensó en lo que más tarde Freud había de llamar las tres grandes «humillaciones» de la megalomanía humana, humillaciones que pertenecen a la signatura de la moderna conciencia del mundo y del sí mismo. Una es la humillación cosmológica: nuestro mundo es tan sólo una de las innumerables esferas en el espacio infinito, «en el que una capa de moho ha engendrado seres que viven y conocen» (Schopenhauer). Otra es la humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia no hace sino compensar la falta de instintos. Y la tercera es la humillación psicológica: el yo consciente no es señor en su propia casa. En una época llena todavía de fe en la razón, Schopenhauer descubrió con conocimiento racional lo no racional de los procesos de la vida, Thomas Mann lo llamó por ello «el filósofo más racional de lo irracional».
El programa entero de la filosofía de Schopenhauer está condensado en el título de su gran obra. El mundo es nuestra representación y, más allá de esto, según su substancia auténtica, es «voluntad». Ambos conceptos pueden resultar confusos. ¿Qué significan en Schopenhauer?
«Representación» es todo aquello del mundo exterior que aparece en la conciencia y es elaborado en ella, en la percepción cotidiana, en la fantasía, en la especulación y en las teorías. Pero no todo puede reducirse a esta realidad captada desde fuera. Hay además un segundo acceso. «Hemos ido hacia fuera en todas las direcciones en lugar de entrar en nosotros mismos, donde ha de resolverse todo enigma» (Der handschriftlische Nachlass, I, 154). Es en el propio cuerpo donde encontramos la realidad experimentada desde dentro: dolor, deseo, placer, pulsión. A todo eso Schopenhauer le da el nombre de «voluntad».
El mundo es conocido de dos maneras, desde fuera como representación y desde dentro como voluntad en el propio cuerpo. Según el pensador, esta vitalidad experimentada desde dentro no sólo ha de atribuirse a los otros hombres, sino también al resto de la naturaleza, pues constituye en cierto modo su dimensión interior.
En este contexto el concepto de «voluntad» tiene un significado alterado. No designa la intención racional, sino la pulsión insaciable, el deseo incansable. Frente a esto, la inteligencia se presenta como algo secundario, «al servicio» de la voluntad, dice Schopenhauer. En el mundo animal esta «voluntad» vive a manera de instinto, y en las plantas actúa como una tensión vegetativa. En definitiva la voluntad se quiere solamente a sí misma, quiere vivir, sobrevivir. En realidad, deberíamos «horrorizarnos» ante la naturaleza de la voluntad. No es ningún reino protector o maternal. No podemos trabar lazos de amistad con una tierra cuyo producto casual somos nosotros y que conserva la vida de la especie con nuestra muerte. La naturaleza no es un lugar de solaz silencioso, es una jungla donde se percibe el fragor de la lucha. Lo mejor es que en este contexto demos la palabra al propio Schopenhauer:
«Y así vemos por doquier en la naturaleza la contienda, la lucha y la victoria cambiante, y en ese rasgo seguiremos conociendo con mayor claridad la escisión con uno mismo, que es esencial a la voluntad. A lo largo y ancho de la naturaleza entera puede perseguirse esta lucha, es más, aquélla subsiste solamente a través de la contienda [...]: y esta lucha es la mera revelación de una escisión que es inherente, por esencia, a la voluntad. La lucha general se hace visible de la manera más clara en el mundo animal, que dispone del reino vegetal para su alimentación, y en el que a su vez cada animal se convierte en botín y alimento de otro [...], por cuanto cada uno de ellos sólo puede conservar su existencia por la supresión constante de otro ser extraño. Y en este escenario la voluntad de vivir se devora incesantemente a sí misma y es su propio alimento bajo diversas formas, hasta que finalmente el género humano, por someter a todos los seres vivos, considera la naturaleza como un artefacto para su propio uso. Pero ese mismo género humano [...] revela también en sí con terrible claridad aquella lucha, aquella escisión de la voluntad en sí misma, y el "homo" se convierte en "homini lupus" (el hombre se convierte en un lobo para el hombre)» (Der Welt als Wille und Vorstellung, I, 218).
Desde el mismo trasfondo desarrolla Schopenhauer su teoría del Estado, para lo que se apoya en Hobbes. El Estado pone un bozal en la boca de los « depredadores», y aunque de esta forma no mejora su condición moral, sí se hacen «inofensivos como herbívoros». Schopenhauer contradice explícitamente las teorías que, siguiendo a Hegel, esperan que el Estado mejore y moralice al hombre o que, con una actitud romántica, ven en el Estado un organismo humano superior, e incluso un organismo del pueblo. Para Schopenhauer el Estado no es otra cosa que una máquina social, que en el mejor de los casos refrena los egoísmos y los une con el egoísmo colectivo del interés por la sobrevivencia. Para este fin desea un Estado dotado de fuertes medios de poder, aunque su poder sólo ha de referirse a lo exterior, ateniéndose a los principios del Derecho. El Estado no debe inmiscuirse en la manera de sentir y pensar de los ciudadanos. Postula así un Estado fuerte y a la vez un enflaquecido concepto de política. Schopenhauer nos pone en guardia frente a las ambiciones de fundar sentido que puede tener el Estado; frente a un Estado con alma que luego pretenda apoderarse del alma de sus ciudadanos.
Por tanto, la idea del liberalismo puede compaginarse perfectamente con la imagen del hombre que diseña Schopenhauer. Éste aboga por la libertad de opinión y pensamiento, pero a la vez por una fuerte obstrucción de la acción. Con la moral no se llega muy lejos. La compasión, que para Schopenhauer constituye la única fuente auténtica de la moral, es demasiado rara. Por eso la formación del Estado no puede cimentarse en la compasión, sino que debe fundarse en un egoísmo recíproco bien entendido.
Schopenhauer veía la realidad con colores sombríos, quizá demasiado sombríos, y por ello no le resultaba extraña en absoluto la «necesidad metafísica», por más que rechazara las respuestas metafísicas forjadas con ánimo consolador.
Sabemos que la metafísica, tanto la cotidiana como la que se encarama especulativamente, pregunta por el sentido del todo. ¿Por qué nos desazonamos?, ¿por qué este afán rabioso de trabajo, este correr en la rueda del hámster, este celo procreador? ¿Qué pasa con el todo? ¿Hacia dónde corre? Schopenhauer admite que es inevitable plantear estas preguntas, pero afirma también que no pueden obtener respuesta. La voluntad como fondo de pulsiones se quiere solamente a sí misma, quiere su propia conservación y, si es posible, el propio incremento. No está dirigida a una envolvente finalidad superior. No se esconde nada detrás de ella, fuera de esta ciega pulsión vital -hoy hablaríamos del gen egoísta-, una pulsión que en el hombre está unida con el entendimiento, que por lo regular escucha el mandato de la pulsión (del «interés») y sólo en casos excepcionales se despega de esos impulsos y mira desde la distancia. Según Schopenhauer, es lo que sucede en el arte, en la sobriedad de la ciencia y en una filosofía sin ilusiones. Él escogió a Edipo como patrón protector de su filosofía. El filósofo, escribía una vez a Goethe, igual que Edipo, necesita el «valor de no retener ninguna pregunta en el corazón», aun cuando de ahí se derive lo «más horrible». Para Schopenhauer quizá no se derivó lo «más horrible», pero sí algo descorazonador: la vida se quiere solamente a sí misma y nada más. No se esconde detrás ninguna otra cosa.
Pero esta «verdad», ¿es realmente tan descorazonadora, incluso tan insoportable? ¿No nos hemos acostumbrado ya a tales verdades: a la monstruosa indiferencia de los espacios vacíos, a los torbellinos de materia y los agujeros negros; los agujeros negros en el alma y las tormentas de neuronas en las cabezas?, ¿no estamos acostumbrados al devorar y al ser devorado en la naturaleza; a la historia como carnicería? ¿Puede asustarnos todavía la falta de una instancia superior de sentido? Parece más bien que estas convicciones forman parte del decorado interior del escaldado hombre occidental.
Habría que comprobar si semejantes puntos de vista han penetrado realmente en el sentimiento elemental de la vida o si vivimos todavía con otras premisas silenciadas, si, aunque pensemos con Copérnico, en el estrato del sentimiento seguimos radicados en Ptolomeo. Quizá vivimos todavía de crédito y de hecho nos sentimos llevados aún por una especie de confianza originaria. El joven Schopenhauer anotó una vez en su diario: «Radica en las profundidades del hombre la confianza de que algo fuera de él es consciente de él, a la manera como lo es él mismo. Si pensamos lo contrario con intensidad, esto se convierte en un pensamiento terrible» (Der handschriftlische Nachlass, I, 8).
Exactamente este «pensamiento terrible» es lo que Schopenhauer trató de pensar. Rechazó las ofertas de fundación de sentido de la metafísica y la religión -una especie de metafísica para el pueblo, según él. Habremos de aprender a vivir, dice, sin la confianza en el mundo que aquéllas nos ofrecen. Estamos solos. El cielo se encuentra vacío.
¿Qué se sigue de ahí? Cabría pensar que en todo caso la religión ha quedado fuera de juego. Sin embargo, no es ése el caso para Schopenhauer. Por más que sorprenda, precisamente en este punto podemos aprender de él. El hecho es que Schopenhauer no sólo aportó el giro biológico a la filosofía, sino que además, con su filosofía de la negación de la voluntad, se apoya en la sabiduría oriental y en los aspectos de la cultura religiosa del cristianismo que concuerdan con las religiones orientales, en el espíritu de renuncia y la ascesis. Schopenhauer describe la negación de la voluntad como un giro de ésta contra sí misma. La voluntad, hecha prudente por experiencia propia y familiarizada por la compasión con el carácter de sufrimiento inherente al mundo, se revoca a sí misma y desiste de la autoafirmación a cualquier precio. El furor del ansia de vivir, del consumo, de la voluntad de poder, ha de mitigarse. ¿Hace falta dibujar con detalle cuánto puede ayudarnos esa cultura de la ascesis y de la renuncia y cuán urgentemente la necesitamos?
Pero aquí surge una gran dificultad, pues la renuncia y la ascesis han de buscarse por mor de sí mismas y ya no de cara a una instancia superior, a un mandato más elevado. Se trata de conseguir un pensamiento y un ánimo elevados, pero sin fe en un ser superior. Sería aquella actitud que Sloterdijk llama acertadamente «tensión vertical». De ahí puede proceder la fuerza para la renuncia, la amplitud de miras y la autodisciplina, hasta llegar a la ascesis. Cuando ya no se cree en ningún Dios, esas virtudes se ejercitan en aras de la propia mismidad mejor. Precisamente en este punto Schopenhauer va más allá de la biología: en la fuerza de superación de la voluntad egoísta está incluida para él la dignidad del hombre.
Schopenhauer ha descrito penetrante e inolvidablemente tal superación de la voluntad como instantes de desasimiento, por no decir de redención. ¿Los experimentó realmente? Ahí está su talón de Aquiles. Él no fue ni santo ni asceta. Y tampoco se convirtió en el Buda de Frankfurt. Entendía brillantemente la negación de la voluntad siempre que no afectara a su voluntad. Y a ésta supo abrirle paso, a veces incluso con rudeza. Lo hizo contra su madre, a la que pretendía dar órdenes, como sustituto del patriarca tras la muerte del padre; contra casi todos los profesores de filosofía coetáneos, a los que insultaba como «emborronadores de absurdos»; contra los editores, por los que se sentía engañado, y contra las «mujeres», una especialidad suya (llegó a lanzar por la escalera a una vecina que merodeaba tras él con excesiva curiosidad; por lo menos eso es lo que ella afirmaba). En el café Greco de Roma los artistas que allí se congregaban trataron de impedirle la entrada porque ya no soportaban más su constante regañar y sus aires de sabiondo. En su habitación de Berlín, desengañado y agriado, golpeaba los muebles con el bastón de paseo. Al pedirle explicaciones, refunfuñaba: «Doy cita a mis espíritus». Pero este duendecillo tenía sus momentos de «mejor conciencia», tal como él se expresaba; con todo, quedaba siempre en él una espina cuando no vivía a la altura de su inteligencia.
No obstante, acierta con su filosofía de la superación de la voluntad egoísta o ansiosa de sí misma. No hay otra salida. Tenemos que aprender a renunciar; tenemos que aprender ascesis. Hemos de mitigar la avidez. Tenemos que remar hacia atrás. Ahí estaría el progreso que conviene a nuestra época. Y en este camino, la filosofía de Schopenhauer nos viene como anillo al dedo.
Rüdiger Safranski, ensayista y biógrafo alemán, es autor, entre otros títulos, de Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (2008) y Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (2009), ambas obras publicadas por Tusquets Editores.
Traducción de Raúl Gabás Pallás, © Raúl Gabás Pallás, 2010