San Cucufato (que los catalanes llaman San Cugat o San Cucufate), es el santo de las pérdidas; un mártir muy antiguo, de los primeros tiempos del Cristianismo (siglo III d. C.). Todo el mundo conoce la consabida copla de invocación, con variantes más o menos chuscas, pero que sirve para encontrar las cosas a trasmano es cierto. A mí me ha salvado de grandes apuros en incontables ocasiones, con la ceremonia del nudo y todo o sin ella; además es un santo instantáneo, pues encontrar el objeto apenas se demora tras la invocación. Por eso yo no lo invoco ya casi nunca, sino cuando la necesidad es verdaderamente perentoria, porque le tengo un respeto nacido de su eficiencia y no le quiero dar la lata. Ahora mismo hay una zapatilla mía, viuda y desconsolada, que espera pacientemente el milagro del retorno de su marido desde hace ya lo menos dos meses. ¿Dónde se habrá metido el travieso zapatillo? Pero no he pedido el concurso de San Cucufato porque tengo otro par. La ceremonia del nudo se debe a su horroroso martirio, pues le sacaron las tripas (el "alambique interior", diría Savater) , y él se las volvió a introducir y se las cosió con un nudo. Estampitas de santos adornan el entorno de mi ordenador. Somos muy devotos de San Ramón Nonato, que protegió particularmente el nacimiento de mis hijos; mi hija mayor venía por los pies, pero justo en el parto se dio la vuelta y cuando volvimos a casa vimos que la estampita de San Ramón se había dado la vuelta también; también tengo una estampita de María Auxiliadora y de San Blas, y últimamente se ha unido al coro una de Santa Ángela de la Cruz, a la que veneran unas monjas de aquí que me caen muy simpáticas, consagradas al auxilio de los pobres de los que no se acuerda nadie. Pues yo si me acuerdo de los pobres santos, muchos de ellos olvidados, como el modesto y silencioso San Andrés Avelino, cuya muerte, tan curiosa, dio mucho que hablar. De San Francisco me conmueve su lírico amor a la naturaleza y a los animales. De San Martín de Porres, el ángel negro peruano, me conmueve también todo, hasta la escoba. Uno de mis sueños imposibles, fuera de conseguir un reloj de arena de una hora, un arpa eolia, algunos libros raros y estancias en el hotel Parajas, en el desierto de Bolarque o en el rincón más ignoto de los Montes de Toledo, es conseguir la verdadera y poderosísima medalla de San Benito, el que se revolcaba desnudo entre espinas, que protege un montón de todo tipo de maldades, aojamientos y fascinaciones; el apotropaico rito pagano de la higa no funciona nada de nada, y sobre la Cruz de Caravaca tengo dudas. ¿Quieren saber lo que cuesta conseguir una medalla de San Benito? Inténtenlo y verán: Dios no las da así como así: primero hay que merecerla, y después sólo en alguna ocasión tengas la oportunidad de poseerla. En cuanto a San Antonio, siempre le he tenido afecto por su rito de bendecir animales; en la iglesia de Santiago había antes una efigie del mismo, con cerdito y todo.