jueves, 4 de noviembre de 2010

Prometeo, de Joaquín Dicenta Benedicto

Soy remiso a entregar los frutos de mi labor como investigador en este blog; espero vanamente muchas veces darles el contexto preciso, con el resultado de que casi todo permanece inédito. Pero hoy haré una excepción, copiando un hermoso poema inédito y perdido de uno de nuestros bohemios auténticos, Joaquín Dicenta, un alcohólico dramaturgo y poeta del que sueño alguna vez poder reeditar unas memorias que escribió con el título de Idos y muertos, de la que hay dos versiones que difieren en poco. En esas memorias menciona un poema en que definió su ateísmo incondicional, Prometeo, que no aparece recogido en sus colecciones de poesía y con el cual, dice, dio la murga a todo el mundo cuando andaba liado con una gitana y mendigando por las redacciones de Madrid. El poema es bueno, desolado, materialista, posromántico, y yo lo he hallado en las páginas de Las Dominicales del Libre Pensamiento, un periódico alineado con el Krausismo de fines de siglo XIX dirigido por el escritor manchego (de Almadenejos) Lozano:
Prometeo
De aquellos miles que el fervor pagano
en la Grecia feliz alzara un día,
ya nada existe: la implacable mano
del tiempo los borró, como se borra
la huella fugitiva e insegura
que traza vacilante y sorprendido
algún astro perdido
entre las sombras de la noche oscura.
Todo, todo cayó: cuando la idea
sobre las cumbres del error golpea,
cae el error maltrecho y destrozado
y, al ser vencido en la tenaz pelea,
el Olimpo sagrado
fue a ocultar los despojos de su gloria
bajo el libro inmortal, donde la historia
pudre las osamentas del pasado.
En vano se distiende la pupila
por la atmósfera azul, pura y tranquila,
buscando ansiosa en los enormes huecos
del infinito espacio
el oscuro y espléndido palacio
donde residen los burlones Ecos;
en vano descendiendo a la pradera
la registra impaciente,
para encontrar la turba sonriente,
alegre, caprichosa y vocinglera
de los Silfos, perdidos
entre las verdes y frondosas ramas
de los gigantes árboles dormidos;
en vano se dilatan los oídos
persiguiendo los cánticos de amores
que céfiro murmura
sobre las tiernas hojas de las flores;
en vano, recorriendo la espesura,
busca el hombre, indeciso,
las ardientes y lánguidas señales
que en los puros y limpios manantiales
colocaron los besos de Narciso;
en vano con aliento sobrehumano
mira la faz de la doliente Aurora
para enjugar las lágrimas que llora
por su perdido amor; en vano, en vano,
se revuelve la humana fantasía
para escuchar hoy día
los ásperos, enérgicos cantares
y los discordes sones
con que inundan Nereidas y Tritones
el abismo profundo de los mares.
Ecos burlones, céfiros cautivos,
silfos alegres, ninfas juguetonas,
trovadores del mar, faunos lascivos…
todos, todos cayeron,
y en la noche del tiempo se perdieron.

Apolo siempre bello, Marte rudo,
Minerva sabia, Júpiter sañudo,
Diana hermosa y gentil, Plutón sombrío,
Mercurio audaz, Vulcano receloso,
Jano la de semblante pudoroso,
Venus impura y Hércules bravío,
cuantos dioses, en fin, tuvo por norma
la religión brillante de la forma
murieron, y murieron justamente
porque no eran verdad, sino quimera,
y lo falso, lo absurdo, lo impotente
es forzoso que muera,
es forzoso que ceda y se derrumbe
como también caerán a los embates
de la razón, que sin cesar, luchando,
va sin cesar librando
por la santa verdad tantos combates,
esos nuevos penates,
producto de fanáticas creencias
que con ricos altares han cubierto
el mundo material, pero que han muerto
en el sublime altar de las conciencias.

Así es la humanidad en su destino;
destruye lo que estorba su progreso
y sigue imperturbable su camino.
Las verdades de ayer, ceden al peso
de las verdades de hoy; necio, demente,
es quien intenta detener, osado,
con las rancias quimeras del pasado
los sublimes esfuerzos del presente.
No, nada importa que el humano orgullo
pretenda sostener cuanto el abismo
reclama. ¡No lo hará! Locos titanes
que levantáis montañas de egoísmo,
¿qué son vuestros estúpidos afanes
ante la clara luz del pensamiento?
Presiones de un momento,
sueños livianos que al nacer fallecen,
sombras que desaparecen,
tristes cenizas que arrebata el viento.

Lo que anima y alienta con su nombre
la aspiración ingénita del hombre,
lo que es inmenso, lo que nada calma,
lo que siempre combate y siempre crea
nuevos mundos de luz para la idea
y nuevos sentimientos para el alma,
eso vive no más, y a la potente
marcha del tiempo con valor se opone,
como se opone al ímpetu rugiente
de la revuelta mar embravecida,
la escueta roca por el rayo herida,
que al perderse en lo inmenso del celaje
inmutable se ostenta
entre el ronco bramar de la tormenta
y el furioso batir del oleaje.

Sólo porque tal ley rige y contiene
la social condición, cuando celan
rotos los moldes del sentir pagano
y en el sepulcro del error se hundían,
los dioses del Olimpo soberano,
sobre el oscuro borde de la fosa
una imagen se alzó, fuerte, gloriosa,
y en la humana conciencia encontró asilo;
imagen que retrata del deseo
las perdurables ansias: Prometeo,
la enorme creación del viejo Esquilo.

En las cimas del Cáucaso elevado,
sobre abrupto peñón que el rayo abate,
un hombre se debate
con ansias de Titán encadenado:
el torso macerado
por las agudas puntas de la roca,
la faz convulsa, dilatado el ojo,
pintándose la angustia y el enojo
en los sombríos gestos de su boca;
oscurecido el áspero entrecejo
por aquel fruncimiento soberano
que muestra el anhelar de lo infinito,
y, clavando en las quiebras del granito
los rígidos extremos de su mano,
el inmortal cautivo forcejea
para romper su yugo, y aun alcanza
a dilatar su pecho la esperanza,
aun no se rinde y con valor pelea.

¡Cómo se ha de rendir, si allá fulgura
la clara lumbre que robó a la altura
y esa lumbre le alienta y le espolea!
Por eso aquel Titán ve satisfecho
su tormento cruel y alza la frente.
¿Qué le importa a él que su desnudo pecho
desgarre el buitre con furor creciente?
¿Qué le importa si tiene su delirio,
como sublime premio del martirio,
la hermosa luz de la verdad enfrente?

Tal es el drama que forjó el poeta,
el hombre debatiéndose oprimido
por conseguir la luz… La plebe inquieta
atónita escuchando aquel rugido
de un alma grande a esclavitud sujeta.
Al contemplar la lucha comenzada,
al medir los esfuerzos del gigante,
hace con su entusiasmo delirante
a los aplausos retemblar la grada.

Y unas tras otras épocas pasaron,
las antiguas creencias sucumbieron
y otras nuevas vinieron
y las nuevas también se marchitaron;
pero entre aquella ruina de los siglos,
ante aquella hecatombe del pasado,
alzábase el coloso aprisionado
del Cáucaso en las tristes soledades;
y la lucha titánica aplaudían
las caducas edades que morían
y las nuevas edades,
que a las viejas edades sucedían.

Y allí estará por siempre, allí sostiene
el peso de los tiempos; fuera vana
toda agresión contra él, porque él contiene
la historia entera de la historia humana;
el ideal que el hombre va buscando
quedó por siempre en su figura impreso.
Prometeo es la imagen del Progreso,
nunca vencido y sin cesar luchando.
En su noble figura encontró asilo
el afán de saber que el hombre encierra.
¡Mientras haya razón sobre la tierra
existirá la creación de Esquilo!
La razón pide más si más obtiene;
puesto su fin en lo infinito tiene;
y ha de librar para obtener su anhelo
con el error descomunal batalla;
con el error, que ha puesto una muralla
sobre el dintel espléndido del cielo.
Siempre igual, siempre igual. Ansia constante
que nunca cesa en el combate humano.
Ya sea en el furor de un dios pagano,
ya en las iras de un déspota triunfante,
ya en la ruda agresión de una creencia
que al amparo de Dios grande y sublime
desoye los sollozos del que gime
y mata el cuerpo y ahoga la conciencia,
la razón tiene diques y amarrado
el espíritu está, si no vencido,
como el coloso está preso y rendido
en las cimas del Cáucaso elevado.

Pero no importa el crudo sufrimiento
que aflige a la razón; llega el momento
de un furioso combate; el enemigo
se retuerce en la sombra; su castigo
está pronto a estallar. Ya se levanta
Prometeo rompiendo sus cadenas,
ya le detienen en la roca apenas,
ya mueve osada la atrevida planta,
ya busca el buitre en vano
su pecho para herirlo; ya flamea
en los gigantes cielos de la idea
libre la luz del pensamiento humano.
No hay que retroceder, es el postrero,
es el supremo, el último combate:
que nadie tema, ni de huir se trate.
¡Dichoso yo si combatiendo muero!

Joaquín Dicenta, Madrid, octubre de 1885.

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