jueves, 4 de noviembre de 2010
Sic transit gloria mundi
Mi hija me ha pedido para Reyes un muerto: así, como suena. Fuera de ser gótica, estudia anatomía y quiere un esqueleto con cada uno de sus 202 huesos y una caja para guardarlo. ¿Por qué no me pides un novio, hija mía? Aclara que no tiene por qué ser de verdad; se conforma con uno de plástico. ¿Y de dónde saco yo un muerto de poliestireno? ¿Del cementerio? Allí los muertos son tradicionales, con huesos de calcio y acompañamiento floral (ikebana). Luego está el problema de la caja; lo más propio sería un ataúd, pero están a un precio que supera incluso el del difunto de plástico; no veas lo escasa que anda la caoba, el nogal, el abeto del Pirineo... Y tampoco es que pueda guardarlo en un armario, porque cada vez que lo abriera su abuela el susto sería morrocotudo. Mi taquilla tampoco es un nicho de los de Valdés Leal. In ictu oculi acabarían ya mis problemas con las arterias coronarias. No apetece demasiado verla armando el rompecabezas sobre la mesa del comedor, ni ver a mis sobrinos jugar al fútbol o a los bolos con el cráneo y los huesos. De niño yo pensaba en hacerme un collar con las muelas que se les fueran cayendo a mis viejos, y hasta me aventuraba a ver los osarios con la intención de hacerme un cenicero con un omóplato, aunque el deprimente espectáculo me impedía bajar a esa zanja. Supongo que es un castigo a mi irreverencia. Es lo que tienen las cuatro Postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria.
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