[Transcrito de un vídeo de YouTube]
¿Sabías que en tiempos de Cervantes si le llamabas bellaco a alguien podías acabar en un duelo a navaja o simplemente regañando a tu nieto travieso? La verdad es que hoy en día nuestro repertorio de insultos es bastante pobre y repetitivo, casi como si lo sacáramos de un manual para enfados genéricos. Pero hubo un tiempo, sobre todo en el glorioso Siglo de Oro, en que insultar era un arte, un duelo de ingenio donde la creatividad importaba más que la vulgaridad. Así que hemos desempolvado el diccionario de los agravios olvidados para rescatar 15 de los insultos más brillantes del español que, por desgracia, ya casi nadie usa.
Quédate hasta el final porque te aseguro que después de este viaje vas a ver el insulto como una obra de arte perdida.
Descubrirás qué significaba ser un rascamulas y por qué hemos perdido ese increíble talento para ofender con estilo. Empezamos la cuenta atrás.
Número 15, piojoso. Arrancamos con un clásico piojoso. Hoy suena a cosa de niños, pero en el siglo X era una puñalada directa al honor. No solo era tener piojos, sino que implicaba ser sucio, pobre y miserable. En los archivos judiciales de Navarra, piojoso, aparece constantemente en pleitos por injurias. Decírselo a un hidalgo, a un hombre orgulloso de su linaje, era una humillación social absoluta, una forma de arrastrar su reputación por el fango. Cervantes lo usaba a menudo para describir a sus peores villanos porque no había nada más bajo. Hoy, como mucho, diríamos sucio, perdiendo toda la carga visual y el desprecio de clase que conllevaba.
Número 14. Zarramplín. En el puesto 14, una palabra que suena casi tierna, pero que tenía su veneno zarramplín. Un zarramplín era un chapucero, un trabajador torpe y de poca monta, pero también se usaba para referirse a un pelagatos, un pobre sin importancia. Imagina la escena un artesano orgulloso de su oficio al que llaman zarramplín delante de sus clientes. No solo cuestionaban su habilidad, sino que lo reducían a la nada. Era un insulto directo al orgullo profesional. Nuestros abuelos a veces lo usaban con los niños que venían cubiertos de barro, pero su origen era mucho más hiriente.
Número 13, lerdo.
Hoy lerdo es para alguien lento de reflejos, pero su significado original era mucho más potente. La palabra que ya aparece en el libro de buen amor del siglo XIV no solo se refería a la lentitud física y mental, sino que implicaba ser zafio y torpe. A diferencia de lo que algunos creen, no viene del latín luridius amarillento, sino de lurdus, que significa pesado o torpe. Así que llamar a alguien lerdo en el siglo de oro no era decirle que pensaba despacio, era pintarlo como un ser pesado, de mente obtusa y aspecto abandonado. Una ofensa de 360º.
Número 12, Baldragas.
Llegamos al número 12 con una palabra que suena genial, Baldragas. Un Baldragas es un hombre flojo, un calzonazos, alguien de poco carácter y ninguna sustancia. Su origen es incierto, aunque algunos apuntan a que viene del árabe hispánico Hattrack charlatán, esto no está del todo confirmado. Lo que sí sabemos es que describía a esa persona que es pura fachada. Es el clásico Bluof, alguien que promete mucho, pero no tiene fundamento. Aunque Galdos todavía lo usaba en el siglo XIX, sus raíces están en el barroco. El insulto perfecto para ese amigo que siempre se echa para atrás.
Número 11, gaznápiro.
En el puesto 11, una de mis favoritas por su sonido, gaznápiro. Un gaznápiro es un palurdo, un bobalicón que se queda pasmado con cualquier cosa. Esa persona que mira con la boca abierta sin entender nada. Aunque su etimología es un misterio, hay una teoría muy gráfica que dice que podría ser una mezcla de gaznate y chápiro sugiriendo algo así como un tonto de capirote. Hoy diríamos empanado o atolondrado, pero gaznápiro tiene una elegancia y una contundencia que ya hemos perdido.
Número 10, Sandio.
Entramos en el top 10 con un insulto oculto. Sandio. Un Sandio es un necio, un simple, pero con un toque de ignorancia casi voluntaria. El rey Alfonso X el Sabio ya usaba esta palabra en el siglo XI. No es un tonto cualquiera, es un majadero que dice o hace cosas sin malicia, pero con una estupidez monumental. De aquí viene la palabra sandez. Llamar a alguien sandio era una forma refinada de llamarle idiota, un golpe de guante blanco que dejaba al otro sin saber ni cómo reaccionar.
Número nueve, bribón.
Bribón es una palabra que ha sobrevivido pero muy light. Hoy un bribón es casi un pícaro simpático, un trasto, pero en el siglo de oro, un bribón era un tramposo, un estafador y un ladrón. La palabra aparece sin parar en procesos judiciales contra comerciantes feros o tipos que vivían del engaño. Era un término para desenmascarar al que se aprovechaba de los demás con malas artes. En la picaresca, ser un bribón era un estilo de vida, pero en el mundo real era una acusación grave que te arruinaba la reputación.
Número ocho, farfante.
En el número ocho, una palabra para los fantasmas, farfante. Un farfante es un hablador, un presumido, un charlatán que alardea de hazañas que nunca ha hecho. El gran Sebastián de Covarrubias en su Diccionario de 1611 lo define como un burlador y engañador. Es ese personaje que se da aires de valiente, pero que a la hora de la verdad es el primero en salir corriendo. Imagina a un soldado en una taberna contando batallas inventadas. Alguien que lo conociera bien le susurraría al de al lado ni caso que es un farfante antes de seguir, una pausa rápida para un dato que me voló la cabeza.
Investigando para este guion, vi que muchos insultos estaban especializados. Por ejemplo, los insultos a las mujeres solían atacar su honor sexual, puerca, pécora, mientras que a los hombres se les atacaba la valentía, el honor o el estatus. Bellaco, fementido. Solo en los juicios de Navarra se han documentado más de 600 tipos de insultos. Un catálogo del ingenio popular para herir donde más dolía. Sigamos.
Número siete, fementido.
Y hablando de herir el honor, llegamos al número siete, fementido. Esta era una de las ofensas más graves que te podían echar a la cara. Viene de fe y mentido y significa literalmente el que ha mentido a su fe o el que ha roto su palabra. En una sociedad donde la palabra dada lo era todo. Ser un fementido era ser un traidor, un perjuro, alguien en quien no se podía confiar. Un caballero fementido. Era la peor escoria social. Era una acusación que fácilmente podía acabar en un duelo a muerte porque manchaba tu nombre para siempre.
Número seis. Cagalindes.
Con el número seis entramos en un terreno que el mismísimo Quevedo habría aplaudido. La palabra es cagalindes. Tal cual suena. Un cagalindes es ni más ni menos que un cobarde, un pusilánime. Es una palabra escatológica y brillante que crea una imagen muy gráfica de alguien tan miedoso que no controla sus esfínteres. El genio de la época, como Quevedo, usaba este tipo de lenguaje grotesco para ridiculizar a sus enemigos, quitándoles toda la dignidad con una sola palabra. Es vulgar, sí, pero con una creatividad que la convierte en una genialidad.
Número cinco, tragavirotes.
Llegamos al top cinco con esta joya tragavirotes. Un tragavirotes es un tipo excesivamente serio, tieso y solemne. El virote era una flecha grande, así que la imagen es la de alguien que parece haberse tragado un palo de escoba. Es el típico individuo estirado, sin ninguna gracia, que se toma a sí mismo demasiado en serio. En una España que siempre ha valorado la chispa y el salero. Ser un tragavirotes era ser el alma de la fiesta, pero de un funeral.
Número cuatro, petimetre.
En el puesto cuatro, el dandi del Siglo de Oro, el petimetre. La palabra viene del francés petit mêtre, que significa pequeño señor o señorito. Un petimetre era un joven obsesionado con su apariencia que seguía al pie de la letra las modas de Francia. Se les consideraba frívolos, superficiales y afeminados. Eran el blanco de todas las sátiras por su forma de hablar afectada y su amor por los polvos de arroz, las pelucas y los lazos. era la crítica de la España castiza a las modas extranjeras que contaminaban la sobriedad del país.
Número tres, rascamulas.
La medalla de bronce es para una palabra que huele a campo y a desprecio, rascamulas. Literalmente es alguien que rascamulas, pero el significado era mucho más cruel. Se usaba para humillar a hidalgos pobres o a gente con aires de grandeza que en realidad hacía trabajos viles. Era un recordatorio brutal de tu bajo estatus. Hay un caso judicial en Navarra de un hombre que demandó a otro por llamarle rascamulas, considerándolo una ofensa intolerable. Era como decirle, "Por mucho que aparentes, no eres más que un mozo de cuadra". Y la medalla de plata es para una de las palabras más letales y versátiles del castellano antiguo, bellaco.
Número dos, bellaco.
Un bellaco podía ser muchas cosas y todas malas. Principalmente era sinónimo de ruin y perverso, pero también de astuto y malvado. Cervantes y Quevedo la usan sin parar. Dependiendo del tono. Podía ser un insulto mortal que te destrozaba el honor o, curiosamente, un apelativo casi cariñoso para un niño muy travieso. Ha desaparecido de nuestro día a día, pero su eco resuena en toda la literatura del siglo de oro.
Número uno, badajón con panza malsonadab.
Y llegamos al número uno. Esto no es solo una palabra, es la Capilla Sixtina del insulto, una construcción magistral rescatada de un pleito real en Navarra en el siglo X. Badajón con panza malsonada. Vamos a analizar esta obra de arte. Un badajo es la pieza que cuelga dentro de una campana, es decir, algo hueco que hace mucho ruido. Con panza malsonada se refiere a una barriga de aspecto desagradable. Juntándolo todo, badajón con panza malsonada te está llamando hablador ruidoso e inútil, necio, gordo y para rematar con una barriga asquerosa. Es una ofensa visual, sonora y moral, todo en uno. Ataca el físico, la inteligencia y el comportamiento de una sola atacada. Por su complejidad, su poder descriptivo y su pura genialidad, se merece sin duda el primer puesto.
Y ahí los tenéis, 15 joyas perdidas de nuestro idioma que demuestran que tuvimos una capacidad para el insulto ingenioso que hoy apenas podemos imaginar. Palabras como fementido o rascamulas no eran simples palabrotas, eran cápsulas de desprecio social, cultural y a veces auténtico arte. Puede que hayamos perdido esta costumbre cambiándola por la simpleza y la vulgaridad. Pero quizás, solo quizás recordar estas joyas nos inspire a ser un poco más creativos, a entender que el lenguaje es nuestra herramienta más poderosa, incluso para ofender. Y ahora te pregunto a ti, ¿cuál de estos insultos te ha gustado más? ¿Conocías alguno? Y la pregunta del millón, ¿cuál te gustaría recuperar y empezar a usar mañana mismo? Déjamelo en los comentarios que me muero de curiosidad por leer vuestras respuestas.
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