Me gusta Madrid porque es un lugar que todavía tiene rincones y mugres de penumbra donde uno se puede acomodar. En ella el conocimiento se muestra liberado en las personas. Pero hoy en día todo el mundo prefiere el fiestorro, los neones epilépticos y los sueños despiertos de la noche, un agónico All that jazz, aunque allí hasta los mendigos imparten cátedra horizontal de filosofía cínica, perroflautista o simplemente chulesca. El paro de todo es una buena oportunidad (al menos para los que no tienen que soportar a los hijos) para ir a las bibliotecas, si es que las dejan abiertas. Madrid no es solo una urbe, sino una ubre nutricia, la de la piel de vaca / toro que nos decía Estrabón.
Sin embargo, el centro peninsular anda estos días vacuo y desgentificado, que parecía imposible, allí, donde todo lo que falta a la España vacía se había ido. Uno está hasta la viruscoronilla, pero tiene que reconocer que nuestros hijos, y sobre todo nuestros nietos, parados ahora antes de estarlo definitivamente, lo van a tener chungo. Tras dos grandes recesiones, las de 2008 y 2020, el capitalismo, que ha vuelto a las crisis de preguerra al abandonar las ideas keynesianas de separar crédito especulativo del social, debería readaptarse o al menos refundarse de una forma más nórdica, sensata y desinteresada (los porcentajes de interés, se entiende). Deben ser repuestos los impuestos. Porque, si no, nuestros hijos no van ni a poder pagar el pato a la miseria por falta de fondos, de trabajo, de estado, de pensión, de educación, de salud, de seguridad social, de todo lo que les ha ido quitando el capitalismo buitre y neocón que impera salvajemente desde que la Thatcher y el Reagan empezaron a fragmentar el empleo y a roer el hígado del prometeico estado, que ya no está ni siquiera para promesas y ahora mismo tiene que padecer a neothatchers y neorreaganes paleofascistas. Decía Quevedo a Felipe IV.º, como pudiera decirlo al VI.º:
Grande sois, Filipo, a manera de hoyo; / ved esto que digo en razón de apoyo: / quien más quita al hoyo más grande lo hace; / mirad quién lo ordena y veréis a quién place. / Porque lo demás todo es cumplimiento / de gente civil que vive del viento. / Más de mil nos cuesta el daros quinientos; / lo demás nos hurtan para los asientos. / Y el pueblo doliente llega a recelar / no le echen gabela sobre el respirar.
¡Atchís! Como el deporte, que habría que hacerlo amateur, habría que sustituir a estos políticos de tan mala calidad, puros piojos del sistema, por otros elegidos meramente por sorteo, y dar a los técnicos lo que es de los técnicos. Si la vida está gobernada por el azar, el país también debería estar gobernado por tal principio, que es natural y eficiente. Un anarquista a lo Thoreau como Borges ya especulaba con ello en su cuento La lotería en Babilonia, pero se resignaba a decir en otro lado que "con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos". Otro anarquista nacido en Galilea decía "que gobierne a todos el que sea esclavo de todos". Nuestros políticos no solo padecen la incapacidad de poder gestionar incluso nuestro fin como civilización, ya en el horizonte por el cambio climático y el aumento global e hipercomunicado de la ignorancia selectiva, sino que padecen una ingénita discapacidad moral. Por ello los que se agarran a la teta de la vaca estatal, los políticos profesionales, deberían resignarse a un nuevo mundo en que solo podrían agruparse no en partidos, sino en asociaciones como "Políticos anónimos".
En este tipo de asociaciones (no criminales) hay que seguir estrictamente el Programa de doce pasos y empezar reconociendo que existe un Poder Superior que es el que es (llamémoslo Anonymous, si os place) sin nombre ni siglas, que representa la voluntad general de la especie humana. Sería el derecho natural, que, como dice Cicerón en un pasaje muy estoico de su De república, (III, 22, 33) se identifica con la conciencia, la ética y la naturaleza:
La verdadera ley es una razón recta y congruente con la naturaleza, general para todos, constante, perdurable, que impulsa con sus preceptos a cumplir el deber y aparta del mal con sus
prohibiciones; pero que, aunque no ordena o prohibe algo inútilmente a los buenos, no conmueve a los malos con sus preceptos o prohibiciones. Tal ley no es lícito suprimirla, ni derogarla parcialmente, ni abrogarla por entero, ni podemos quedar exentos de ella por voluntad del Senado o del Pueblo, ni debe buscarse un Sexto Elio que la explique como intérprete, ni puede ser distinta en Roma y en Atenas ni hoy y mañana, sino que habrá de ser siempre una misma ley para todos los pueblos y momentos, perdurable e inmutable; y habrá un único dios como maestro y jefe común de todos, autor de la ley, juez y legislador, que no podemos desobedecer sin huir de nosotros mismos y sufrir la más cruel expiación por el hecho mismo de haber despreciado la naturaleza humana, aunque se haya evitado en otro tiempo lo que se llama suplicio.
Ese principio no reconoce naciones, sino conciencias. Se trata ya de apelar a los Deberes del hombre, no a sus Derechos. Los poderosos tienen todos los derechos que compra la ley y los débiles casi todas las obligaciones que exige la brutalidad de los primeros. Pero la Ley debe ser igual para todos, en deberes y derechos. La libertad tiene que ser una consecuencia de la responsabilidad y no al revés; no se puede poner el carro delante del burro ni la necesidad delante de la satisfacción. Con algunas cosas no se puede comerciar, por ejemplo con la vida, las medicinas, la educación, la investigación científica y la cultura. Tampoco con la política, cuando el interés supremo es la especie humana y está en juego el futuro de la misma, nuestros hijos. No es de creer que males tan globales como la crisis económica, las plagas, y el cambio climático puedan ser combatidos por naciones y principios egoístas, partidistas, nacionales o no sociales, porque eso equivale a promover nuestra extinción
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