Es curioso que haya falleciddo en estas fechas Max von Sydow, el caballero que jugaba al ajedrez con la Muerte (así, con mayúsculas de alegoría o antonomasia) en plena pandemia de Peste Negra medieval. Fue en El séptimo sello, la película de Bergman que antaño anduvo entre las siete mejores de todos los tiempos y trata un tema muy inédito en esta época de buitres: el fin de la vida. Solo All that jazz, Blade Runner o El hombre que mató a Liberty Valance se le han aproximado algo.
Acaba de fallecer un gran amigo, Pedro Ysado, probablemente el profesor más entregado y bueno que he tenido la suerte de conocer. Ruego a sus innumerables alumnos y amigos una oración por su alma generosa, que, de seguro, habita ahora en un orden mejor y enseña materias que no son materia, sino espíritu, aprendiendo en la tarea, como todo profesor que se precie.
Es difícil escribir en estos momentos, pero tengo que hacerlo. No puedo ofrecer sabias estadísticas, ni elaborados pensamientos o especulaciones sobre algo de que no quería tratar, la pandemia. Añadiré tan solo a lo mucho y bien que ya se ha dicho que, si alguna guerra pudiera haber sentido, la única sería la guerra contra la ignorancia, la enfermedad y el sufrimiento. Cuando todos nos demos cuenta de ello habremos llegado verdaderamente a la Edad de Oro del hombre, y no a este estúpido simulacro. Por eso no es congruente criticar al gobierno en estos momentos, sino ayudarlo, cada uno en la medida en que pueda hacerlo.
Ernest Hemingway escribió no pocos relatos memorables, como El invicto, sobre la última oportunidad de un torero en Las Ventas, pero en uno de ellos, Una historia natgural de los muertos, habla de las clases de muertos que encontró a lo largo de toda su vida como corresponsal de guerra o conductor de ambulancias en la Primera Guerra mundial. Algunas de estas estampas recuerdan al Territorio comanche de Pérez Reverte y al Eclesiastés, ("la muerte de los animales y de los hombres es una sola y la misma") pero lo hacen porque tienen una fuente común, la realidad. Hace unos días Isidro hablaba de la pandemia de gripe española, llamada por muchos "Soldado de Nápoles", por algunos versos alusivos de la famosa zarzuela La canción del olvido. Yo solo copiaré el pasaje en que Hemingway la describe, en el cuento citado, tras decir que había visto pocos muertos naturales:
En ella, los enfermos se ahogan en moco, sofocados. Cuando llega el fin se transforman nuevamente en niños, conservando su fuerza de hombres, y llenas las sábanas como si fuera un simple pañal, con una vasta y fina catarata amarillenta que fluye y avanza aún después de la muerte... Quisiera contemplar la muerte de uno de quienes se llaman a sí mismos humanistas...
Y cuenta cómo un teniente discute con un cirujano entreteniéndolo mientras un enfermo se muere.
¿Ve usted, mi pobre teniente? Hemos disputado sin objeto. ¡En tiempo de guerra, disputar así por una tontería!
En el Eclesiastés se dice que "escribir libros es una tarea sin fin". En todo caso, es un fin muy lejano. El poeta de la I Guerra Mundial Wilfred Owen, fallecido una semana antes de que terminara la guerra (hemos visto además una gran película sobre esa fiesta, 1917), donde se sufrió de lo lindo la gripe española, no tenía muy claro qué era peor, si el nacionalismo o la enfermedad. El poema, que hace tiempo traduje bastante mal para otro lugar, es Dulce et decorum est:
Doblados como viejos mendigos bajo fardos, / entrechocando las rodillas y tosiendo como viejas, maldecimos a través del lodo / hasta darle la espalda a las condenadas bengalas / y empezar a arrastrarnos a un descanso inalcanzable. / Los hombres marchaban dormidos. Muchos, ya sin botas, / cojeaban calzados de sangre. Todos patéticos, ciegos todos, / bebidos por el cansancio, sordos incluso a los silbidos / de frustrados obuses que caían de espaldas. / ¡Gas! ¡Gas! ¡De prisa, chicos! En un éxtasis de torpeza / nos calamos zafias máscaras justo a tiempo; / pero alguno seguía pidiendo ayuda a gritos, tropezando / indeciso, como hombre ardiendo en llamas o cal viva. / Borroso tras los vidrios empañados de la máscara, / y, a través de aquella verde luz espesa, / como hundido en un mar verde, lo vi ahogarse. / En todos mis sueños, ante mi vista indefensa: / se abalanza sobre mí, se atraganta, se ahoga, se apaga. / Si en algún sueño asfixiante también pudieras seguir a pie / la carreta donde lo arrojamos / y ver cómo retorcía los ojos blancos en su cara, / una cara colgante, como un diablo harto de pecado; / si pudieras oír, a cada tumbo, la espuma de sangre que vomitan los pulmones podridos, / obscena como el cáncer, amarga como pus / de llagas viles e incurables en lenguas inocentes, / ¡oh amigo! no contarías con tanto entusiasmo / a los niños que arden ansiosos de gloria / la vieja mentira: Dulce et decorum est / pro patria mori
Un arma de destrucción masiva eran los gases, que ni siquiera un monstruo como Hitler, que había sido cegado temporalmente por ellos, quiso emplear, ni Stalin. Pero ahora que la naturaleza o Dios nos humilla con su poder, y nos hace emporcar menos el aire, el agua y la tierra, podemos decir que no hubo ni hay pandemia tan grande y malvada como la de la gilipollez.
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