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jueves, 23 de abril de 2020

De una carta de Antonio Machado al hispanista ruso David Vygodsky

«En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos —nuestros barinas— invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. En España, no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo. La demofilia es entre nosotros un deber elementalísimo de gratitud».

Fue escrita por Antonio Machado durante la Guerra Civil en una carta a su amigo el hispanista judeoruso David Vygodsky (1893-1943):


Antonio Machado, «Carta a David Vigodski, Valencia, 20 de febrero de 1937», Hora de España, n.º IV, abril de 1937, pp. 5-10.

jueves, 22 de febrero de 2018

Anecdotario del insulto

Breve antología del insulto
Publicado por Marcos Pereda

Lo sientes nacer en un espacio indeterminado de tu estómago. Lentamente. Al principio es poco menos que un borborigmo amorfo, el equivalente en sonido de las criaturas fungosas de Lovecraft. Poco a poco se va componiendo, de manera lánguida, deliciosa, puliendo las aristas. Dibuja el alcance, paladea el impacto. Asciende desde tus más profundas entrañas, toma aire en los pulmones, saca fuerzas de tu corazón, se encamina hacia tu boca. Subglotis, glotis, epiglotis, cuerdas vocales que cimbrean alegres el adecuado tono. Y llega hasta tus labios. Pam. Seco, sonoro, contundente. Miradas aterradas, pequeños gritos que se ahogan, gestos de incredulidad, a lo mejor cierta sonrisa condescendiente. Notas como si te hubieses quitado un peso de encima. Qué bien sienta.

El insulto en la historia

No manejo el dato, pero tengo pocas dudas de que las primeras palabras expresadas con claridad por la boca de algo que podemos denominar Homo sapiens serían un insulto. Posiblemente llamando feo a su interlocutor, o por el estilo. Y es que si de aguzar el ingenio y forzar las meninges se trata lo de la falta de respeto es campo insuperable…

Lo podemos constatar desde la antigüedad. La Epopeya de Gilgamesh, la narración épica más ancestral conocida, está trufada de insultos. Insultitos, podríamos decir, cosas como «hediondo» apareciendo aquí y allá para solaz de G. R. R. Martin, imagino (o de Cristina Macía, su traductora, vaya). Brota también, de forma paralela, la mímica para acompañar a estas palabras. Ya desde los textos homéricos se coloca la mano abierta con los dedos muy extendidos y separados entre sí, la palma dirigida directamente a quien se está injuriando. Esto se utiliza aún en Grecia, así que cuidado si están de vacaciones y pretenden pedir cinco copas en un pub, porque pueden salir a hostias…

Como les digo, imprecaciones sin mayor maldad, más allá de desear que te pudras en los infiernos y toda tu parentela perezca. Pero sin calidad rítmica, sin magia. Para eso debemos esperar a los romanos, que eran unos tipos mucho más pragmáticos, y con un estilo decadente casi desde el principio que vuelve loco al amante de lo corrompido. Una civilización que deja plasmado, en los famosos restos de Pompeya, el relieve de un pene rodeado por la leyenda HIC HABITAT FELICITAS («aquí se encuentra la felicidad»). Ya ven, los poetas de los urinarios públicos tienen sus propios clásicos. Pues bien, estos romanos sí que nos legaron ciertas creaciones interesantes en el muy noble arte del insulto. Cosas como planissimus (el que se pasa de plano, de llano… el tonto, vamos), verbero (quien merece azotes como castigo, no como placer) o el muy sonoro furcifer, que designa al ladrón (prueben a repetirlo….furcifer…furcifer…se le llena a uno la boca). Además serán los romanos quienes entreguen al mundo un insulto aun hoy muy utilizado, aunque desprovisto de su contexto: pathicus. O cabrón, vaya.

¿Echan de menos los muy eufónicos insultos ibéricos? Pues no deberían porque los hay, y conocidísimos. Tenemos idiotas censados desde el siglo XIII (el insulto, no las personas, que aparecen ya en el principio de los tiempos), tenemos imbéciles desde 1524, zoquetes desde 1655 (aunque dado su origen árabe es probable que el término u otro similar se usase durante toda la Edad Media), tarugos desde 1386, y pendejos desde la época de los Trastámara. Por cierto que con este último ha ocurrido algo desafortunadamente habitual cuando del noble arte del insulto hablamos: se ha perdido su significado original. Porque un pendejo es un pelo que brota del pubis. No me negarán que es una bella forma de faltar al respeto.

Pero hay más, algunos con su explicación y todo. El primer gilipollas de la historia de España, por ejemplo, dicen que fue un ministro de Hacienda, inaugurando a juicio de algunos glosadores una larga relación entre el cargo y la consideración. Esto, quede claro, no lo afirma el autor del texto, ¿eh?, no se me vengan arriba.

Resulta que don Baltasar Gil Imón de la Mota tenía un cierto complejo por sus orígenes humildes. Extraño, quizá, porque pese a eso nuestro Gil había logrado ganarse, entre el siglo XVI y el XVII, la confianza de dos reyes (Felipe III y Felipe IV) y otros tantos validos (el duque de Lerma y el conde-duque de Olivares), ascendiendo en la alta sociedad madrileña hasta puestos tan importantes como los de contador mayor de cuentas o gobernador del Consejo de Hacienda. Pero, ay, no tenía un titulazo de esos de poner en la tarjeta de visita y dejar a todo el mundo boquiabierto. Así que, hombre emprendedor, decidió que iba a emparentar con las altas dignidades vía prole. Dos hijas nada menos, Fabiana y Feliciana (otras fuentes dicen que tres), a quienes buscaba casar con alguien de buen copete, por lo que no perdía oportunidad, fiesta o sarao para exhibirlas como si de preciado trofeo se tratasen. Sucede que, al parecer, las muchachas no eran demasiado agraciadas pero, sobre todo, resultaban algo estólidas, por lo que la insistencia de don Baltasar resultaba ya comidilla y chanza entre los pisaverdes (los pijitos…otro insulto a recuperar) de la Corte. Hasta tal punto que cuando se veía aparecer a padre y herederas por la puerta de los bailes todos cuchicheaban. Por ahí vienen don Gil y sus pollas (una forma despectiva de referirse a las muchachas jóvenes en la época), decían. O, abreviando, por ahí llegan los Gil-y-pollas. Ya ven. De ahí al infinito, que se non è vero è ben trovatto.

Ni siquiera los eclesiásticos se libran de ese gustirrinín que deja en el cuerpo un insulto bien lanzado. Lo que no es de extrañar, ojo, que ya la Biblia recoge todo un reguero de imprecaciones dichas con acierto, y hasta el mismo Jesús, nos cuentan los evangelistas, tenía a veces en los labios un «hipócrita», «serpiente» o «malvado» presto a brotar…

Mi intercambio dialéctico preferido en este campo data del siglo VIII, y tiene como protagonistas a Elipando, un arzobispo de Toledo, y a Beato de Liébana, el monje autor de los «Comentarios al Apocalipsis» que luego serán profusamente copiados, e iluminados, durante toda la Edad Media (de hecho esos tomos serán conocidos como Beatos). Todo muy El nombre de la rosa, para entendernos. Pues bien, estos dos tipos tenían una polémica bastante gorda en torno al año 785 (invierno arriba o abajo) sobre una herejía que se llama adopcionismo y que, básicamente, permitía a Elipando vivir cojonudamente en el Toledo musulmán mientras otros cristianos, entre ellos Beato, chupaban frío y humedad en las tierras del norte. Se hacen una idea. El caso es que el amable intercambio epistolar que se dedicaron los sujetos contiene algunas de las mejores muestras de hostias dialécticas que jamás fueran creadas. Elipando dice de Beato que era un milenarista (al parecer esto era cierto, y Beato convenció a la alta sociedad lebaniega para que esperasen el fin del mundo en un monte durante una especie de fiesta rave que acabó con todos satisfaciendo sus apetitos) y Beato le contesta, cuidado, que Elipando es el cojón del Anticristo. Ojo, el Cojón del Anticristo. Detengámonos en el término y analicémoslo. Luego pensemos dónde se sitúa el tal cojón y las cosas que podrá ver durante toda la eternidad. Escalofriante. Elipando, ni corto ni perezoso, dice de Beato que tiene la boca hedionda y es fetidísimo (lo que en la Edad Media parece poca ofensa, la verdad) y después le llama antifrasto, que es un insulto muy elegante y distinguido, demostrando gran inteligencia y una puntería aguda al dirigirlo a quien lleva por nombre Beato (la antífrasis consiste en afirmar lo contrario de lo que se quiere decir, con lo que nuestro Elipando viene a señalar la ironía de que alguien llamado Beato sea un pecador de la pradera). Todo un arsenal, como ven los lectores, de dialéctica postpatrística y mala leche.

Escribiendo faltas de respeto

Si lo del insulto es género literario de por sí, y a estas alturas nos va quedando bien claro, es menester pensar que quienes mejor lo manejen sean los propios escritores, ¿verdad? Y de entre todos podemos destacar a los gigantes del Siglo de Oro español, no en vano reúnen dos grandes facultades que los hacen gigantescos creadores de ofensas: su maravilloso dominio del lenguaje y su gran condición de hijos de puta resentidos, envidiosos y crueles.

Seguramente el más conocido en estos menesteres sea Quevedo, en quien convivían admirablemente todas las características antes señaladas. A Góngora le llamaba desde bujarrón hasta marrano (por tener sangre sucia, no por cerdo…aunque ya entrados en materia al bueno de don Francisco no creo que le importase el equívoco), además de lo de la nariz (también por lo hebraico) y otras pequeñas minucias más mundanas, como comprar la casa donde vivía para luego desahuciarlo, cual si de un banco cualquiera se tratase. Pero no era el único. El mismo cordobés no dudaba en responderle, tachándolo de ignorante, borracho o cojo (acertaba dos de tres). También solicitó, en una ocasión, las traducciones que hacía Quevedo del griego para leerlas con su ojo ciego (el que es poeta es poeta)… es decir, para limpiarse el culo con ellas (con perdón del copista, aclaramos). También reparte a Lope, de quien dice que es un necio, un zote, un tagarote (el escribano de un notario… coincidirán conmigo en que llamar notario a un poeta es el insulto más grave de todos los recogidos aquí). El Fénix trufa sus comedias con perlitas de todo tipo, desde babieca hasta sandio, pasando por zamacuco, tuturuto, sansirolé, mamacallos (razonen el significado específico de este), tolondro, cipote (ejem) o estólido, que es uno de los que más utilizo en mi vida diaria. Ah, también se mete con alguien llamándole zurdo, para que vean cómo cambia la historia. Y de Cervantes qué decir… leer El Quijote es encontrarse con toda una retahíla de desprecios y repulsas. Claro que, como dice Sancho Panza, «no es deshonra llamar hijo de puta a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle». Un poco lo que hacen hoy algunos, que pasan del «usted» al «qué tal, cabronazo» con (insultante) facilidad.

Luego los grandes escritores tienen ese je ne sais quoi que les hace responder raudos con un insulto certero en momentos de máxima tensión. Porque esa, y no otra, es la mayor muestra de genialidad que se puede exponer. Como aquella vez que Emilia Pardo Bazán se cruzó con Benito Pérez Galdós en una escalera (ambos traían detrás toda una historia que acabó mal, porque menudos dos torrentes, amigos) y le espetó, muy digna, «viejo chocho», a lo que don Benito respondió, con toda su tranquilidad y su cara de billete de mil pesetas, lo mismo pero cambiando el orden de los términos.

Claro que el campeón invicto de los insultos fue un belga catolicote y aburrido que firmaba como Hergé. Vale, en las páginas de los veintitrés álbumes protagonizados por el sosainas de Tintín no hay sexo, no hay muerte (y cuando la hay aparece representada con diablillos naíf), no hay demasiada sangre. Pero insultos…vaya, en eso Hergé mostró tener una enorme inventiva, y una mala uva que se agradece un montón. Ambrosía para los paladares más exigentes, sí, cuando Archibaldo Haddock saca a relucir su muy extenso lenguaje, seguramente aprendido en tabernas (igual hasta en burdeles) de barrios portuarios por medio mundo. Un total de doscientos sesenta y cinco insultos hay censados en las quince aventuras donde aparece Haddock, lo que nos da una maravillosa media de casi dieciocho por libro. Extensa lista que destaca, además, por su originalidad: desde anacoluto hasta grotesco polichinela, pasando por Atila de guardarropía, logaritmo, mujik, Mussolini de carnaval, coloquíntido, zapoteca de truenos y rayos o, mi preferido, bachi-buzuk de los Cárpatos. Ojo, muchos de ellos definen realidades poco o nada ofensivas (un bachi-buzuk, por ejemplo, es un mercenario otomano) con lo que podemos inferir otra de las características principales del insulto: su intención. No importa qué llames al otro, sino hacerlo con el tono correcto.

El Hergé español, al menos en cuanto a los insultos, es sin duda (en pie todos, por favor, y aplaudan con fuerza) Francisco Ibáñez. Sus creaciones están salpicadas de ofensas bien dichas, destacando las descacharrantes últimas viñetas que (casi) siempre muestran a sus personajes persiguiéndose en una orgía de violencia física y verbal que hoy sería sin duda censurada por traumática para los niños. Berzotas, merluzo, alcornoque, botarate, mentecato…a uno se le llena la boca de miel solo con decir esas palabras. Lo mejor, háganme caso, es repasar la obra de este artista genial para disfrutar con la luminosidad de sus insultos.

Delicias endémicas

Si hay algo que une a toda la humanidad, por encima de credos, procedencia o ideologías, es su tendencia natural por insultar a sus semejantes. Lo cual no quita, evidentemente, para que cada cultura tenga sus propias formas de cagarse en los muertos ajenos, muchas veces en base a criterios de carácter geográfico, evolutivo o, simplemente, en atención al capricho del momento.

Existen una serie de bases que pueden resultar intercambiables en todo el mundo. Las palabras, por ejemplo, que se refieren al pene (cazzo), a la vagina (figa) o a la vida pública de la progenitora (figlio di puttana), todos en italiano. También, claro, las maldiciones familiares (el serbio «me cago en todos los de la primera fila de tu funeral» me parece especialmente acertado) o las que te invitan amablemente a irte a ciertos lugares o realizar ciertas actividades (en francés te dicen va te faire mettre y claro, como suena tan bien, te cuesta hasta ofenderte).

Pero después hay toda una caterva de particularidades idiomáticas e incluso regionales que merece la pena destacar. Algunas, de tan repetidas, hasta parecen haber perdido su significado original, como las inglesas asshole o motherfucker, con cuya traducción literal quizá deberíamos solazarnos cada vez que las escuchamos en una serie. Los daneses, ese país con unicornios y contratos únicos, tienen una expresión bastante gráfica que es kors i røven, y que significa literalmente «(que te metan) una cruz por el culo». Ya ven, tanto Kierkegaard para esto. En el educadísimo idioma japonés nos pueden decir kuttabare y nos tenemos que joder, o llamarnos manuke y a lo mejor no lo entendemos, por tontos. Y los habitualmente chiflados rusos también extienden esa extravagante visión del universo a sus imprecaciones, con cosas tan llamativas como yob tvoyu mat (que puede significar, dependiendo del contexto, desde el literal «he besado a tu madre» hasta «vete fuera de mi vista»…ya me dirán la relación) o júy (que lo mismo sirve para hablar del pene que para designar a un imbécil).  

Con el otro lado del Atlántico compartimos el uso del castellano y la mala baba para insultar. Ya hablamos, oh sí, de los pendejos, pero también están los boludos, los perros, los huevones, la chingada, el verraco o el chimpapo. Incluso tenemos gozosas expresiones compuestas, hallazgos felicísimos de nuestro maravilloso idioma que, una vez más, usamos sin tener en cuenta su significado literal. Así, que te manden a la «concha de tu madre» o a comer un «pingo» resulta toda una experiencia. Hay que aplaudir desde aquí el esfuerzo que la conocida serie Narcos ha hecho para dar a conocer por todo el mundo alguna delicatesen verbal como «hijueputa» (hay que decirlo más), «gonorrea» o «sapo». Gracias, mil veces gracias, han enriquecido ustedes profundamente mis cenas de amigos.

También tenemos, por último, diferentes formas de entender las faltas de respeto dependiendo de los lugares de estas dos Españas, una te helará el corazón, donde te estén mandando a esparragar. Así, por ejemplo, si aquí en Cantabria le dicen que es usted un palajustrán sepa que lo llaman liante, que sí, que tiene mala idea, algo parecido a un talingón, o a un venigoso; y si lo tildan de mondregote le están haciendo saber que se lo tiene usted muy creído, pedazo de imbécil. Ah, las mujeres tienen sus insultos propios, claro, por lo de la paridad, y así las rámilas son hembras de mucho genio, las lumias son aquellas (sobre todo niñas) algo sabihondillas y repelentes, y bardaliega será la que gusta de pasar mucho tiempo detrás de los bardales o las zarzas, preferentemente en posición horizontal y acompañada…

En Galicia llamarán parvo al poco espabilado, y será babayu cuando pase a Asturias, babarrión en Cantabria o kaiku al llegar a Euskadi. Al mismo tipo le llamarán ababol en Aragón, faba en Catalunya, borinot en Valencia o penco en Andalucía. Si logra arribar, quién sabe cómo, hasta los pueblos de la montaña palentina se referirán a él como aberado, Por el camino le habrán escupido un bolo en Toledo, un fato en Valladolid y un zurumbático si se cruzó con Pérez-Reverte a la salida de la Real Academia de la Lengua. Al final toda una vuelta a España de lo más entretenida y didáctica. Aunque igual ni se ha dado cuenta, el muy estafermo.

Ya ven, mis queridos gaznápiros, que esta es materia extensa y de mucho solaz, por lo que nos apena especialmente tener que dejarla aquí, recién expuestos los grandes principios de nuestras tesis y apenas avanzada la investigación sobre el terreno. Eso sí, la certeza de haber contribuido a un enriquecimiento de su vocabulario más irrespetuoso es recompensa suficiente para nuestro esfuerzo.

Sean originales en sus reuniones familiares y de amigos. Insulten con creatividad.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Moby Dick

Kiko Amat, "Clásicos latosos| 1. ¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como ‘Moby Dick’? Kiko Amat hace un resumen de algunas de esas grandes obras de la literatura que seguro que ustedes no tienen intención de leer", El País, 15 DIC 2017

¿Conviene leer los clásicos? Más aún: ¿conviene leerlos hasta el final? Kiko Amat se sacrifica por sus lectores y, en esta nueva sección, procede a leer (a veces por segunda vez) una selección de todos esos grandes clásicos de la literatura universal que ustedes no tenían la menor intención de empezar, especialmente si fuera hacía bueno. La serie arranca con Moby Dick, de Herman Melville.

Moby Dick es “uno de los libros fundamentales de la historia de la literatura universal”[1]. Se publicó en 1851 y, pese a representar un rotundo descalabro comercial para Herman Melville, también le consagró (con los años) como uno de los padres de la novela literaria moderna (en su modalidad académico-impenetrable). Melville fue pionero de varias cosas, como inventar el peinado hipster o lastrar los escritos con alusiones literarias hasta que se hundían en el fango. Melville, a la sazón, se hundió del mismo modo que esta novela, así que tal vez no proceda colocarle el pie en la glotis. El pobre hombre terminó sus días ignorado, obsoleto, gruñendo a los sirvientes, abucheado en conferencias, reñido con Hawthorne y, peor de todo, escribiendo poesía. Su legado no cambiaría de signo hasta que su cuerpo empezó a convertirse en fertilizante y una extensa legión de discípulos post mortem, aún más pomposos que él pero igualmente incontinentes, rescató su obra del olvido.

Procede admitir que Moby Dick es una GRAN novela, del mismo modo que el Titanic era un GRAN barco. Desde luego es sobrecogedora y quita el aliento, como una montaña tibetana que no estamos seguros de poder conquistar sin que perezcan sepultados la mitad de los sherpas. Moby Dick es el castillo escocés, envuelto en almenas redundantes y repleto de corrientes de aire, cuyo volumen puedes admirar por un segundo entre la neblina pero al que jamás te mudarías. Todo en él es desmesura, empacho e incordio. Posee la gravedad irrespirable de un planeta hostil. Moby Dick no es un libro somnífero, eso es cierto, pero solo porque es demasiado irritante. Leerlo es como escuchar un discurso de Fidel Castro, si el líder cubano hubiese sido maldito con una estridente voz de pito: un tono que detestas, con chirrido de dientes añadido, y que durante ocho horas impide que puedas siquiera descabezar un breve sueñecito.

La novela empieza con más de 80 citas, lo que ya nos alerta de la incapacidad patológica de Melville para la concisión

La novela empieza con más de 80 citas, lo que ya nos alerta de la incapacidad patológica de Melville para la concisión. Dejando de lado mi teoría de que, a más citas, peor novela (las citas buscan compensar el bodrio que va a caer), está lo de tratar al lector de memo, de buenas a primeras y sin antes haber sido presentados. Melville se fía tan poco de nuestro coeficiente intelectual que a modo de primera cita coloca una descripción de diccionario de la palabra “ballena”. Su acción se asemeja a la de un cómico que nos describiera con gran detalle la composición química del metano antes de contar un chiste de pedos. Destruye el propósito inicial y nos arranca de cuajo las ganas de leer, antes incluso de empezar con la primera página.

Moby Dick es largo. Muy largo. Criminalmente largo. Ya lo habrán comprobado por la lista de contusiones que provoca su lanzamiento a cara ajena. Pónganlo de perfil y observen sin temor al monstruo: la edición de Clásicos Universales Planeta se extiende durante 619 páginas. 620 si incluimos el traicionero epílogo de una página que se halla al volver la última (Melville consideró que aún le quedaba algo por decir; estoy convencido de que escribió el epílogo en el carromato, camino de la imprenta). Pero la cantidad de resmas de papel utilizadas no es, en sí misma, un obstáculo para finalizar una novela. He leído tochos que pasaron en un suspiro. El Papillon de Henri Charrière tiene, en la edición que poseo, 690 páginas, pero uno ni se da cuenta y lo ha terminado. Moby Dick no. En Moby Dick cada página duele, como el movimiento de un péndulo que nos acercase, tictac a tictac, al cadalso.

Una de las razones de esa farragosa lectura es, sin duda, la digresión. Algunos malintencionados críticos ingleses llaman a Jonathan Coe el “rey de la digresión”, pero les garantizo que, al lado de Melville, Coe no es el rey, ni siquiera el príncipe; es un mero mozo de letrinas. Uno no sabe lo que es irse por las malditas ramas hasta que lee Moby Dick. Melville se entronca en reminiscencias kilométricas a la mínima de cambio, un poco como el abuelo Simpson. El autor, según parece, padecía de esa rara disfunción del lóbulo frontal por la cual todo recuerda a algo; cada objeto es un símbolo de otra cosa. Un símbolo, por añadidura, que a menudo resulta asaz oscuro para el lector moderno: “Aquel quinqué le hizo pensar en la pascalina de su abuelo. Tenía forma de fundíbulo, del tipo que utilizaban en el imperio de Trebisonda” [2]. Dios del cielo. Modernízate, Melville. O tu arcaico mascullar resultará intraducible para la gente del futuro.

 ¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como ‘Moby Dick’?
Para mayor perversidad, el autor coloca sus fugas y remembranzas seniles en los momentos más inoportunos. Un ejemplo entre muchos: tras el capítulo XLI, 'Moby Dick', uno de los más memorables y apasionados, viene el XLII, 'La blancura de la ballena'. En él, y a lo largo de diez páginas, Melville alcanza a meditar extensamente sobre la blancura como concepto, aventura hipótesis abochornantes sobre “el señorío ideal” del hombre blanco sobre “todas las tribus oscuras” y lista, durante cuatro páginas llenas de palabras de margen a margen, todas las cosas blancas que le vienen al magín, tanto de índole positiva (corceles blancos, albatros, “mármoles, cornelias y perlas”…) como repelentes o peligrosas (hombres albinos, tiburones blancos, etc.). Es como estar encerrado en un ascensor con Rain Man.

Resulta exasperante, aunque la intención era buena. Para empezar, al contrario que muchos escritores actuales que vienen del linaje universidad-periodismo-literatura-muerte, Melville había vivido mucho y tenía más batallitas en su haber que un viejo lobo de mar. Era un viejo lobo de mar, de hecho. El típico vejete tatuado en camiseta imperio que toca el acordeón en la tasca portuaria, tiene habitantes en la barba y entretiene a los borrachos con enrevesadas trolas sobre krakens, sirenas o atunes parlantes.

Su gozo del rollista, inseparable de la condición de ballenero jubilado, venía azuzado por esa pasión didáctica tan típica del XIX. Sí: Melville quería la escolarización universal. Anhelaba enseñarnos aunque fuese a hostias, como un maestro anticuado en una escuela de pueblo. A mitad de una trepidante escena de caza que es todo arpones, sangre y blasfemias navales, y que nos tiene en vilo, Melville se ve empujado a remachar el punto y aparte más inconveniente de la historia, y continuar de este jaez: “Una palabra o dos sobre este asunto de la piel o grasa de la ballena. Ya se ha dicho que se le arranca en largas piezas…”. El lector avezado ya habrá intuido que, en el caso de Melville, esas palabras son como el grito que avisa de la llegada de los vikingos: una señal para que abandonemos toda esperanza de seguir con la aventura y nos preparemos para cuatro páginas de antropología, deontología, etnografía e historia de la pesca desde que el primer hombre de Neandertal ensartó por error una trucha en un palitroque.

“La alusión a los marcados y palos de marca en el último capítulo”, avisa, dejando a un lado el acordeón y mirando al infinito mientras se atusa la barba, algo más adelante, “obliga a alguna explicación sobre las leyes y reglas de la pesquería de ballenas”. Uno casi puede escuchar el suspiro de frustración de los alumnos, que ven cómo la hora de recreo ha sido sustituida por un examen final de álgebra. Melville, salta a la vista, no cesará hasta que nos sepamos de memoria la legislación de la Comisión Ballenera Internacional. Un capítulo entero, el titulado 'Cetología', ni siquiera trata de disimular su condición de tratado con un par de diálogos o la aparición de algún grumete con mutilación pintoresca. No: es solo ensayo. Con muchas cifras. Moby Dick es el coitus interruptus más prolongado de la literatura.

Melville se entronca en reminiscencias kilométricas a la mínima de cambio, un poco como el abuelo Simpson

Y entonces está lo del desaprovechamiento criminal de uno de los mejores personajes de ficción de todos los tiempos. Hablo, por supuesto, del capitán Ahab. Aquellos de ustedes que no hayan leído Moby Dick tal vez asuman, por el peso que el nombre de Ahab acarrea en la cultura universal, por su calidad de arquetipo e icono, y por su aparición en un inolvidable capítulo de Futurama, que el capitán loco pasea por más páginas que el resto de personajes. Por puro sentido común, vamos. Si yo fuese el escritor de Moby Dick me aseguraría de que ese fulano quien, con ojos de orate, escupe cosas como “¿Desviarme? No me podéis desviar, a no ser que os desvieis vosotros (…) ¿Desviarme? El camino hasta mi propósito fijo tiene raíles de hierro, por cuyo surco mi espíritu está preparado para correr (…) ¡Nada es obstáculo, nada es viraje para el camino de hierro!”… Me aseguraría, como decía, de que alguien con esa boquita apareciese todo el rato.

Melville, por el contrario, se ocupa de impedir que Ahab aparezca más, como un director del viejo Hollywood saboteando a un actor comunista de la lista negra. ¿Se imaginan que Jesús en el Nuevo Testamento solo realizara un pequeño cameo hacia el final, como mercader de burros o acarreador de jofainas? Esa es la política Melville en lo tocante a Ahab. Y eso que, cuando aparece, suelta las mejores frases. Pero Melville le debe tener ojeriza, porque casi no puede esperar a cortar sus formidables soliloquios dementes para permitir la entrada de algún personaje secundario: Stubb. Flask. Starbuck. Pip. Ismael. Tashtego. Quiqueg. Incluso el “tercer marinero de Nantucket”, quien —como habrán observado— es tan menor que Melville ni se molesta en darle nombre. Todos hablan, beben, afianzan los trinquetes o expulsan ventosidades en el preciso momento en que su patrón abre la boca. Todos interrumpen al capitán a placer con plúmbeas observaciones náuticas o pequeñas remembranzas domésticas. Por el amor de Dios, hay momentos en que incluso Moby Dick, que por su condición cachalotesca solo emite bufidos indescifrables, parece tener más líneas de diálogo que Ahab.

Y ya que hablamos de cachalotes. En honor a la justicia quizás la novela debería llamarse 100.000 cachalotes anónimos (y un poco de Moby Dick). Pues el libro está plagado de cetáceos sin carácter ni rasgos diferenciales, que aparecen a centenares para ser arponeados y desollados, mientras Moby Dick, el mismísimo Leviatán, resulta más caro de ver que J. D. Salinger tras su mudanza a Cornish. Uno puede llegar a entender que, como en Alien: el octavo pasajero, se mantenga al monstruo en la semipenumbra para potenciar el intríngulis, pero Melville lleva el sistema a un extremo demencial. Es difícil imaginar una versión de Colmillo Blanco poblada casi exclusivamente por pequineses y chihuahuas, y donde el majestuoso semi-lobo que da título a la novela solo sacara el hocico en las últimas páginas, y de pura chiripa. Moby Dick es como un Das Boot con los submarinos en dique seco hasta los últimos diez minutos, o un Harry Potter que decidiese permanecer en casa de sus familiares muggles y no matricularse en Hogwarts hasta el libro octavo.

Este fárrago cementoso en forma de novela es imposible de cruzar, o vadear (si no es abandonándolo), sin perder la salud y la cordura, tal vez incluso ambas córneas

Ustedes se preguntarán, tras todo lo expuesto, por qué alguien querría leer Moby Dick de principio a fin, deteniéndose en todos los exasperantes apartes, notas al pie y mortíferas filípicas. Si incluso José María Valverde, el paciente caballero que en 1992 tradujo, introdujo y anotó la edición de Clásicos Universales Planeta, advierte en la contraportada de que el lector se quedará “algo aturdido” por su “larga navegación” lectora. Valverde utiliza un eufemismo, claro. Pues Moby Dick no aturde, noquea. Induce al coma. Hacia la página 200 al lector ya le ha brotado un tumor en la frente del tamaño de un melón cantalupo. Ese fárrago cementoso en forma de novela es imposible de cruzar, o vadear (si no es abandonándolo), sin perder la salud y la cordura, tal vez incluso ambas córneas.

Quizás ha llegado la hora de que admitamos que algunas novelas están anticuadas hasta la casi completa ilegibilidad. Después de todo, no intentamos volar en el “tornillo aéreo” que Leonardo da Vinci proyectó en 1848. Algo así sería un disparate. Nos limitamos a frotarnos el mentón mientras admiramos, algo escépticos, los planos originales. La misma perspectiva puede aplicarse a la novela de Melville: tan admirable y avanzada en su tiempo como superada y hermética hoy.

[1] Según Wikipedia. Y mucha otra gente. En su mayoría profesores universitarios.

[2] Me he inventado esta frase para ilustrar mi tesis.

sábado, 18 de noviembre de 2017

La utopía de las bibliotecas ideales

Jordi Llovet "La utopía de las bibliotecas ideales" El País, 17-XI-2017:

La democracia diluye los dogmas y el canon cambia según las épocas y los lectores. Siempre fue así. Hubo un tiempo en el que Tennyson merecía más espacio en las enciclopedias que Flaubert

Preguntarse hoy por una “biblioteca ideal” resulta casi una utopía, además de un anacronismo: este es el daño que le ha hecho a la producción literaria la mercadotecnia y la falta de un conocimiento consolidado por parte del lector común en materia de literatura.

Es posible que en la Grecia del siglo V existiera algo así como una “biblioteca ideal”, como lo atestigua la colección, perdida en buena parte pero documentada, de la biblioteca de Alejandría. Salvo en casos de pérdida irremisible de muchas obras de la antigüedad, aquella biblioteca helenística debió de poseer lo que la tradición había llegado a considerar la gran literatura en lengua griega. Sucedió lo mismo en Roma, cuyos “rollos” de escritura, aun cuando fuesen de una calidad literaria menos homogénea que la griega, demostrarían que los rétores, los gramáticos y los filósofos tuvieron claro qué era lo que podía considerarse ideal —de acuerdo con baremos religiosos, estéticos, políticos y didácticos—, y qué debía ser considerado non classicus, es decir, de poca categoría.

También en la Edad Media resultaron vigentes varios criterios, además del que concibió el de Aquino, tan aristotélico —ad pulchritudinem tria requirintur: integritas, consonantia, claritas—, para considerar qué era lo bueno, o lo ideal, y qué lo secundario, gracias a la autoridad de la compleja red de valores propia de los largos siglos tardorromanos, y luego neolatinos, basada primero en la teología cristiana, y luego en el no menos poderoso código —a partir del siglo XII—, de la sociedad caballeresca y feudal. La producción de literatura era entonces tan escasa, y se encontraba tan anclada en modelos que, directa o indirectamente, procedían del dogma cristiano, que era poco concebible la creación de poesía, teatro o épica contraria a una ideología y unos mitos que, como la realeza, se hallaban por fuerza impregnados de símbolos y argumentos predeterminados e ineludibles. Las bibliotecas medievales —dejando a un lado los clásicos conservados por las órdenes monásticas y las casas nobles— fueron casi siempre representaciones de un mundo simbólico en el que tenían un papel muy poco significativo las muestras “heréticas”, paganas o no canónicas, de expresión literaria.

Solo a partir del humanismo, o a partir de fenómenos como la invención de la imprenta, el redescubrimiento de la grandeza de las literaturas griega y latina, la consolidación de las lenguas vulgares, la labor de los traductores o el contacto frecuente entre hombres de letras de países muy diversos, solo entonces, y de un modo progresivo, la literatura proliferó de un modo extraordinario; y los marcos conceptuales, o los “campos” de lo literario se volvieron tan distintos, que surgió por vez primera, en nuestra civilización escrita, una enorme disparidad de criterios, de géneros literarios, de asuntos y de públicos lectores u oidores de lo que empezó a constituirse, con mucha entidad y cada vez mayor autonomía, el ámbito universal de lo literario.

A partir de los primeros siglos modernos, el panorama literario presentó tal variedad de formas, de recursos y de regulación estética, que ya entonces podría haberse iniciado la disputa —tan poderosa durante el siglo XVIII— acerca de lo clásico y lo moderno, lo bueno y lo malo, lo ideal y lo rechazable. Cada vez más, escribir se convirtió en un trabajo independiente de nuestra herencia clásica, y los libros, cuando ya eran propiamente los códices asequibles que seguimos usando, respondieron a criterios desgajados de todo dogmatismo, proclives a satisfacer gustos distintos, amigos de la novedad y la singularidad. No cabe duda de que los clásicos grecolatinos, o la propia Biblia, siguieron aquilatando una gran parte de las literaturas modernas y contemporáneas —véase Moby Dick, de Melville, por ejemplo, e incluso Ulysses, de Joyce—, pero esta influencia, en el seno de producciones enteramente libres, pasó a convertirse en solo una referencia de autoridad, un vestigio agradecido del acervo antiguo.

Las bibliotecas medievales fueron casi siempre representaciones de un mundo simbólico en el que tenían un papel muy poco significativo las muestras “heréticas”, paganas o no canónicas, de expresión literaria

Más varió aún el panorama cuando, en la época posterior a la Ilustración, las literaturas conocieron un despliegue de una osadía fabulosa —así las literaturas del Romanticismo—, los índices de alfabetización se multiplicaron de manera exponencial, y la lectura se convirtió en un hábito cada vez más extendido, más “democrático” y menos sujeto a cualquier forma de mitología colectiva o de dogmatismo teológico. Si todavía en los siglos renacentistas o en el Grand Siècle francés se pudo hablar de una “biblioteca ideal” o de lo que podía ser idealmente la “buena literatura”, parece claro que, entre el siglo XIX y nuestros días, la literatura rebosó por completo los márgenes de la tradición y lo “canónico”; de modo que actualmente no hay casi ninguna instancia que pueda arrogarse el derecho a establecer el listado de lo que llamaríamos “la biblioteca ideal”.

Harold Bloom presentó uno, muy famoso, en su libro El canon occidental, en el que, sin disimulo alguno, privilegiaba a la literatura inglesa, y a Shakespeare en especial, con la más absoluta tranquilidad. Una tarea así resulta siempre inútil, por cuanto existen, en nuestro continente, muchos autores y libros hoy poco leídos, pero de gran categoría, que durante un tiempo ascendieron al canon literario o cayeron de él por razones que suelen ser circunstanciales, ideológicas o partidistas. No hay más que ver la lista de los autores premiados con el Nobel de literatura para darse cuenta de que muchos de ellos subieron al Parnaso del canon literario —como pasó con el parnaso cervantino— para caer de él al cabo de pocos decenios, si no años: véase el caso de nuestros Echegaray y Benavente, o los casos de R.C Eucken (Alemania), W. Reymond (Polonia), o E.A. Karlfeldt (Suecia).

La undécima edición de The Encyclopaedia Britannica (1911, con dos volúmenes complementarios de 1920), en opinión de Borges la mejor edición de cuantas se han estampado de esta enciclopedia ejemplar, apenas sabía en esa fecha quiénes eran Flaubert, Melville o Hölderlin, pero dedicaba a Alfred Lord Tennyson, un poeta de autoridad muy relativa, doce columnas.

No hay más que ver la lista de premiados con el Nobel para darse cuenta de que muchos subieron al canon literario para caer de él al cabo de pocos decenios, si no años

Basten estos ejemplos para comprender que las listas de una “biblioteca ideal” pecan siempre de alguna arbitrariedad y suelen tener un valor epocal, refigurado con el paso de los años gracias al número de ediciones y de lectores que puede llegar a poseer un libro, por la entronización de determinados autores a cargo de la academia o de colectivos fanáticos, o por el reconocimiento tardío de ciertos valores que han pasado siglos en el desván del olvido.

La academia, y con ella los programas de enseñanza de la literatura en escuelas y universidades, serían desde hace tiempo la única garantía de conservación de un criterio estético en relación con el mercado y la difusión de productos literarios. Invisible e ineficaz, cada vez más, la autoridad de esas instancias, lo que corresponde es suponer que cada lector posee hoy su biblioteca de excelencias. Así lo apreciaba ya Paul Valéry en una entrada de sus Cahiers, bajo el epígrafe “Obras maestras”: “No es nunca el autor quien hace una obra maestra. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector ceñido, con finura, con parsimonia, con tiempo y una ingenuidad armada [...] Solo él puede conseguir la obra maestra, exigir la particularidad, el cuidado, los efectos inagotables, el rigor, la elegancia, la perdurabilidad, la relectura de un libro”. Valéry se refería a lectores muy capaces, como él mismo, pero es posible que, en estos momentos, ni siquiera existan esos finos lectores en términos generales. Por consiguiente, quizá deberíamos suponer que, para el lector común de nuestros días, no exista mejor biblioteca ideal que aquella que él ha leído con placer y que, en el mejor de los casos, en un gesto nuevamente benedictino, conservará en su biblioteca hasta la muerte.

JORDI LLOVET es catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona

martes, 7 de noviembre de 2017

Grandes comienzos de narraciones

Tomado de aquí:

'El Aleph', de Jorge Luis Borges 

Así empieza. “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque esta párrafo ya es, en sí mismo, un espléndido poema en prosa sobre el paso inexorable del tiempo que ni siquiera necesita el (por otro lado, magnífico) relato que viene a continuación para incrustarse en nuestra memoria.


'Asfixia', de Chuck Palaniuk 
Así empieza. “Si vas a leer esto, no te preocupes. Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero. Sálvate. Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. Hazte médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete el pelo. No te vas a volver más joven. Al principio lo que se cuenta aquí te va a cabrear. Luego se volverá cada vez peor”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el autor quiere incitarnos a dejar de leerle, como si no fuésemos dignos de lo que viene a continuación, como si fuese a escandalizarnos, repugnarnos o desconcertarnos. Y todo ello es un poderoso estímulo para seguir leyendo.


'El guardián entre el centeno', de J.D Salinger 
Así empieza. “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no me apetece contarles nada de eso”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el autor no tiene tiempo que perder y quiere llegar cuanto antes a un acuerdo honesto con sus potenciales lectores: léeme o no me leas, pero permite que te cuente mi historia tal y como yo la siento. Déjame ir directo a la yugular, sin circunloquios ni estupideces.

'Los detectives salvajes', de Roberto Bolaño 
Así empieza. “He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque aún no sabemos qué rayos es el realismo visceral (¿una vanguardia estética?), pero ya nos queda claro que formar parte de él es un sombrío honor que no puede eludirse, aunque se acepte sin ceremonia ni entusiasmo.

'Si una noche de invierno un viajero', de Ítalo Calvino 
Así empieza. “Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Ítalo Calvino, 'Si una noche de invierno un viajero'. Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto”.
¿¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque muy rara vez nos ha pedido alguien que le prestemos toda nuestra atención con tanta elegancia. Y porque la promesa de que nuestro mundo se esfumará “en lo indistinto” hace que pensemos que el viaje va a valer la pena.

'La campana de cristal', de Sylvia Plath 
Así empieza. “Era un extraño y bochornoso verano, el año en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque en unas pocas palabras Sylvia Plath introduce unos anzuelos imposibles de no morder por el lector: extraño verano, alguien que ha sido electrocutado y el que está contando la historia que se pregunta qué hacía en una ciudad como Nueva York a la que todo el mundo sabe perfectamente a qué va.

'Pedro Páramo', de Juan Rulfo 
Así empieza. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque basta una línea para desatar un torrente de preguntas que esperan obtener respuesta: ¿quién eres tú?, ¿qué es Comala?, ¿por qué no conociste a tu padre?.

'Historia de dos ciudades', de Charles Dickens 
Así empieza. “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque nos sitúa en un tiempo y un lugar excepcionales, en los que todo parece estar por hacer y todo es posible, de manera que nos predispone a disfrutar una experiencia insólita.

'La familia de Pascual Duarte', de Camilo José Cela 
Así empieza. “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo."
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque quien interpela a ese anónimo ‘señor’ y, de paso, a nosotros, tal vez haya hecho cosas atroces, pero sabe cómo captar nuestra atención y merece ser escuchado.

'Me llamo rojo', de Orhan Pamuk 
Así empieza. "Encuentra al hombre que me asesinó y te contaré detalladamente lo que hay en la otra vida".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque quien nos invita a participar en una investigación criminal que se promete apasionante es la propia víctima, ya cadáver, y a cambio está a punto de compartir con nosotros los secretos del más allá.

'El túnel', de Ernesto Sábato 
Así empieza. “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el universo de ficción de Ernesto Sábato irrumpe desde la primera línea para suplantar a nuestro universo. Ya no estamos en el mundo que conocemos, sino en uno distinto en el que todos parecen saber quién es Juan Pablo Castel y cómo y por qué mató a María Iribarne.

'Cien años de soledad', de Gabriel García Márquez 
Así empieza. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque abarca un océano de tiempo, toda la vida de un hombre, en apenas una frase que viene a ser como esa breve secuencia de ‘Ciudadano Kane’ en la que el personaje de Orson Welles se asoma a la muerte añorando el trineo que tuvo de niño.

'Una habitación propia', de Virginia Woolf 
Así empieza. “Pero, me diréis, te hemos pedido que nos hables de las mujeres y la novela. ¿Qué tiene que ver eso con una habitación propia? Intentaré explicarme".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque incluso una disertación académica, un ensayo sobre literatura escrita por mujeres, puede arrancar con la precisión, la inteligencia y el misterio de las mejores novelas.

'Yo, Claudio', de Robert Graves 
Así empieza. “Yo, Tiberio Claudio Druso Nérón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido por mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Clau-Clau-Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir ahora esta extraña historia de mi vida”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el emperador romano al que todo el mundo menosprecia y que no comete el error de tomarse a sí mismo demasiado en serio ha conseguido ganarse nuestro interés y nuestra simpatía desde la primera frase.

'La metamorfosis', de Franz Kafka 
Así empieza. “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque viene a ser como el ejemplar microcuento de Augusto Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), pero con la promesa de saciar nuestra curiosidad y contarnos a continuación la historia completa.

'Moby Dick', de Herman Melville 
Así empieza. “Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque a Ismael le espera la Ballena Blanca, va a participar de una de las odiseas más apasionantes y atroces de la historia de la literatura. Y se adentra en ella con la frívola arrogancia de la juventud y con una mirada virgen.

'Scaramouche', de Rafael Sabatini 
Así empieza. “Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque nuestro mundo está tan loco como el de Scaramouch y queremos compartir con él el don de la risa, intuyendo desde ya que, por supuesto, se trata de un enorme patrimonio.

'Las intermitencias de la muerte', de José Saramago 
Así empieza. "Y al siguiente día no murió nadie".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el título y la primera línea reman con eficacia en la misma dirección, la de preocuparnos por la idea de que la muerte deje de cumplir con su deber y pase sin previo aviso a ser intermitente.

'Pálida luz en las colinas', de Kazuo Ishiguro 
Así empieza. “Niki, el nombre que al final le pusimos a mi hija menor, no es un diminutivo, sino un acuerdo al que llegué con su padre. Por paradójico que parezca, era él quien quería ponerle un nombre japonés, pero yo, tal vez por el deseo egoísta de no recordar el pasado, insistí en un nombre inglés. Al final, consintió en ponerle Niki, pensando que ese nombre tenía ciertas resonancias orientales”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque estas tres frases dedicadas a un detalle en apariencia trivial invitan a leer entre líneas y parecen arrojar muchísima luz sobre el pasado, la intimidad y los desencuentros de la pareja que forman esa mujer oriental y ese hombre británico.

'Trópico de Capricornio', de Henry Miller 
Así empieza. “Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque desde el principio nos imaginamos la Villa Borghese, con su higiene y su orden sofocantes, como una especie de sucursal del infierno. Y porque queremos asomarnos a ese baile de solitarios y difuntos que nos propone Henry Miller.

'Todo lo que no te conté', de Celeste NG 
Así empieza. “Lydia está muerta. Pero eso es algo que ellos aún no saben”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque en solo 14 palabra caben “ellos”, cabemos nosotros (lectores y cómplices) cabe esa Lydia de la que nada sabemos aún y cabe también el terrible secreto del que se nos acaba de hacer partícipes.

'Ciudad de cristal', de Paul Auster 
Así empieza. "Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque es puro Auster. Están ahí, larvados y envasados al vacío, la imposibilidad de comunicarse, la soledad, el peso abrumador del azar y los problemas de identidad de sus personajes casi siempre a la deriva.

'El extranjero', de Alberto Camus 
Así empieza. “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.”
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque hay humor, hay cinismo y hay melancolía en esta concisa declaración de supremo desdén por el mundo.

'Alguien voló sobre el nido del cuco', de Ken Kesey 
Así empieza. “Están ahí fuera. Chicos negros vestidos de blanco que se esconden de mí para tener relaciones sexuales en el pasillo y luego lo limpian todo antes de que pueda descubrirlos en pleno acto”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque pronto aprenderemos que ‘el Jefe’ está loco, es uno de los internos de un hospital psiquiátrico de Oregón. Él va a ser quien nos cuente la historia, y cuanto antes nos familiaricemos con su locura, mucho mejor”.

'Matadero cinco', de Kurt Vonnegut 
Así empieza. “Todo esto sucedió, más o menos”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque casi cualquier relato es, en el fondo, una pequeña o gran mentira, y nadie nos miente más que quien promete contarnos toda la verdad. Como diría José Mota, “si te digo la verdad, te miento”.

'Corazón tan blanco', de Javier Marías 
Así empieza. “No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque nos seduce, nos intriga y nos sumerge en universo turbio de pérdida de la inocencia, de niñas con pulsiones suicidas que crecen para asomarse a duras penas a algo parecido a la normalidad.

'Paraíso', de Toni Morrison 
Así empieza. “Primero disparan a la chica blanca. Con las demás, pueden tomarse el tiempo que quieran. En el lugar donde están, no hace falta que se den prisa. Se encuentran a 27 kilómetros de una población que, a su vez, está a 145 kilómetros de la más cercana. En el convento habrá seguramente muchos escondrijos, pero hay tiempo y el día acaba de empezar”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque las dos primeras frases nos dejan ya en un horrorizado estado de alerta. Y el resto nos transmiten con precisión quirúrgica la indefensión de las víctimas, la gélida y cruel parsimonia de los verdugos, la soledad del páramo dejado de la mano de dios en que perpetran sus crímenes.

viernes, 16 de junio de 2017

El símbolo literario del espejo

Juan Tallón, "Los espejos en los que la literatura se mira y duplica el mundo", El País, 30-XII-2016:

De Narciso a Blancanieves, de Valle Inclán a Borges, el objeto que devuelve la imagen ha sido esencial en la escritura. Andrés Ibáñez refleja en una antología esa obsesión

La literatura está plagada de miles y miles de objetos, necesarios para recrear los mundos que proponen los escritores. Ninguna lista de los más habituales o relevantes, si tal cosa existiese, podría omitir el espejo. En el fondo, representa más que un simple objeto: es otro mundo. Su presencia, a lo largo de miles de obras, ejerce un gran poder de atracción, y emana un extraordinario misterio. Reflejan, ocultan, mienten, deforman, confiesan… “Espejos: jamás, a sabiendas, todavía se ha dicho / lo que en vuestra esencia sois”, escribe Rilke en los Los sonetos a Orfeo, como recuerda el crítico y escritor Andrés Ibáñez, que desde su juventud persigue espejos a lo largo de cuentos, poemas, novelas u obras históricas de toda época.

El resultado de esa obsesión tan particular es la publicación de A través del espejo (Atalanta), una antología de textos que tratan el tema del espejo, de por sí inagotable. Marcel Schwob, H.P. Lovecraft, Virginia Woolf, Isaac B. Singer, G. K. Chesterton, Goran Petrovic, Borges, Allan Poe, Walter de la Mare, Angela Carter, Bioy Casares o Giovanni Papini son algunos de los autores en cuyos textos el espejo ejerce una poderosa influencia.

En un extenso prólogo por el que también desfilan los reflejos de San Juan de la Cruz, La Fontaine, Bulgákov, Lewis Carroll, Alfred Tennyson, Charles Perrault o Roberto Bolaño, el autor se remonta a las mitologías de la antigüedad, y cómo el significado del espejo, y cuanto muestra, fue cambiando a medida que avanzaban los siglos. El material reunido es riquísimo, inabarcable. De hecho, Ibáñez se vio obligado a dejar la poesía fuera de su selección para que “el laberinto de espejos no creciera en exceso”. Apenas se salva el libro tercero de Las metamorfosis de Ovidio, donde el poeta romano recrea el mito de Narciso, que se asoma a un estanque, y enfrentado a un espejo de agua, se enamora de su propia imagen. Por otra parte con fatales consecuencias, pues cae y se ahoga, como siglos más tarde le ocurre a la protagonista de El espejo de Lida Sal, un relato de Miguel Ángel Asturias en el que una muchacha, en busca de un espejo para contemplarse con su traje de boda, se asoma a un risco sobre el mar, cae a las olas y se ahoga en su propio reflejo.

El reflejo, a veces, habla, como en Blancanieves, donde la mujer que el rey toma por esposa, fascinada por su belleza, posee un espejo mágico al que de vez en cuando pregunta “¿Quién de este reino es la más hermosa?”. El romanticismo, en el que se integra el cuento de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, fue fértil en espejos. En parte, “por la importancia que adquiere el tema del doble”, cuyo introductor, Jean Paul Richter, no sólo acuñó el concepto doppelgänger para referirse a ese segundo yo, sino que creó una galería de personajes que sufrían “un terror enfermizo a contemplar su propia imagen”. Su literatura sirve de introducción a dos clásicos de la época, E.T. A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, de quien Ibáñez recupera William Wilson, un relato en el que su protagonista conoce en su juventud a otro William Wilson parecido a él, incluso nacido en la misma fecha, y que desaparece y reaparece a lo largo de su vida, hasta que un día, durante una fiesta de disfraces, lo ataca y un espejo le devuelve su propio “semblante pálido y manchado de sangre”.

 Arquímedes diseñó espejos para concentrar rayos de sol y quemar las velas de los barcos.
Arquímedes diseñó espejos para concentrar rayos de sol y quemar las velas de los barcos. EL PAÍS
Borges se encontraba a menudo en sus relatos también con otros Borges. “Bien conocida es su obsesión con los espejos", que en el fondo está relacionada, subraya Ibáñez, con la obsesión por la noche y la ceguera, “pero también con otro tema central en su obra: la obsesión por ver el propio rostro”. En El Aleph, el narrador ve “todos los espejos del planeta” y ninguno le reflejó, dice. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius arranca también de modo revelador: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor…”. Ibáñez selecciona El espejo de tinta y El espejo y la máscara, donde los espejos se proyectan con una presencia también inquietante. La que, por otra parte, tuvieron en la vida de Borges, que en uno de los poemas de El hacedor reconoce: “Hoy, al cabo de tantos y perplejos/ años de errar bajo la varia luna,/ me pregunto qué azar de la fortuna/ hizo que yo temiera los espejos”.

De Oriente a Occidente, de la antigüedad a la modernidad, la literatura recrea espejos capaces de desencadenar los acontecimientos más inesperados. Quizá por eso Ibáñez deja para el final el texto de Jurgis Baltrušaitis sobre los espejos ardientes de Arquímedes, y que funciona como un “pequeño tratado de ciencia ficción antigua”. ¿Existieron en verdad esos espejos? La leyenda aparece recogida por primera vez en el siglo XII, en las Crónicas de Joannes Zonaras, que relata cómo Arquímedes hizo colgar de las murallas de Siracusa espejos de metal que, golpeados por los rayos del sol, quemaban los barcos romanos. En el siglo XVII la literatura científica de Descartes y Mersenne demolió “metódicamente la leyenda”, pero cien años después, el conde de Buffon, Georges Louis Leclerc, realizó experimentos que demostraban que se podía quemar madera a una distancia de 400 pies.

sábado, 10 de junio de 2017

Los últimos y penosos días de Juan Goytisolo

Francisco Peregil, "Goytisolo en su amargo final", en El País, 10-VI-2017:

La imposibilidad de escribir y la necesidad de dinero para costear los estudios de sus ahijados deprimieron al escritor.

Hace tres años Juan Goytisolo apenas contaba con medios para subsistir. Le era imposible costear los estudios de sus tres ahijados, algo que se había convertido en su razón de vida. Le fallaban las fuerzas para emprender una obra de envergadura y en abril de 2014 escribió el siguiente documento: “Mi decisión de recurrir a la eutanasia a fin de no prolongar inútilmente mis días obedece a razones éticas de índole personal. Desaparecida la libido y con ella la escritura, compruebo que ya he dicho lo que tenía que decir. Tampoco mi cuerpo da para más. Cada día constato su deterioro y antes que ese declive afecte a mi capacidad cognitiva prefiero anticiparme a mi ruina y despedirme de la vida con dignidad”. Y seguía: “La otra razón de la eutanasia es la de asegurar el porvenir de los tres muchachos cuya educación asumo. Me parece indecente malgastar los recursos limitados de que dispongo, y que disminuyen a diario, en tratamientos médicos costosos en vez de destinar este dinero a completar sus estudios. Por todo ello, escojo libremente la opción más justa conforme a mi conciencia y respeto a la vida de los demás”.

Goytisolo escribía siempre a mano y a mano firmó el documento. Se lo pasó al ordenador la persona que solía transcribirle muchos textos, Rafael Fernández, un profesor del Instituto Cervantes de Marrakech que murió de cáncer ese mismo año. Goytisolo estaba obsesionado con la educación de sus tres ahijados: Rida, que ahora tiene 23 años, Yunes, también 23, y Jalid, 18. Rida es hijo de su gran amigo Abdelhadi y los otros dos son hijos de Abdelhaq, hermano de Abdelhadi. Todos ellos, más la esposa de Abdelhaq, vivían con Goytisolo en un antiguo hostal, que el escritor compró en 1997. Formaban lo que él llamó su “tribu” y su tribu lo cuidó hasta el final.

En 2004 comenzó a tener dificultades económicas. El entonces director del Instituto Cervantes, César Antonio Molina, le facilitó giras de conferencias en la institución e intercedió para que le encargasen cursos de verano. A partir de 2007 EL PAÍS pasó de abonarle los 250 euros que cobraba por artículo a asignarle una mensualidad de 3.000 euros. El sueldo lo percibió en Marruecos hasta el último momento, aunque no escribiera. “Una vez descontados los impuestos, le llegaban 2.200 euros, lo indispensable para vivir”, señala alguien próximo. Las fuentes que aparecen en este artículo sin nombre y apellido solicitaron expresamente mantenerse en el anonimato.

En 2014 Goytisolo asumía que su cuerpo no daba para más. Tenía 83 años, pero lo peor quedaba por venir. Siete meses después de escribir el documento de la eutanasia, en noviembre de 2014, se anunció la concesión del premio Cervantes, el más importante en lengua española, dotado con 125.000 euros. El problema es que Goytisolo se había opuesto en varias ocasiones a ese galardón. En enero de 2001, tras anunciarse el premio para Francisco Umbral, Goytisolo publicó un artículo en este diario titulado Vamos a menos donde criticaba “la putrefacción de la vida literaria española” y “el triunfo del amiguismo pringoso y tribal”.

Goytisolo terminó aceptando el premio y ese hecho le hundió más en su depresión. Porque continuaba sin fuerzas para escribir y era consciente de que se había contradicho al aceptarlo. Sus íntimos insisten en que ni le deslumbraron los focos ni le atrajeron los honores. Pero ahora que contaba con dinero para los muchachos ya no le encontraba sentido a seguir viviendo. La víspera del 23 de abril, fecha de la entrega solemne del premio en Alcalá de Henares, llamó en Madrid a un amigo para que lo ayudara a comprarse un traje. Solo disponía de una corbata y decía que no conjuntaba con la camisa. Cuando el amigo llegó al hotel le dijo que no tenía fuerza ni ánimo para salir a la calle. Su familia deseaba hacerse una foto con los reyes de España. Pero él estaba tan perdido que no solo se olvidó de la foto , sino que al concluir el acto reparó en que ni siquiera había saludado a los reyes en su discurso.

Fractura de fémur

“Nunca cometió la vileza de decir que aceptó el premio por dinero”, recuerda un allegado. En 2016, una persona que sabía de su depresión lo invitó a París a pasar unos días. Goytisolo le entregó el documento de la eutanasia. Tras leerlo, le dijo: “Como amigo te pido que no lo hagas. Porque estos muchachos, aparte del dinero, tienen derecho a tenerte ahí. No se trata solo de que les pagues la carrera. Dicho esto, si quieres seguir adelante, entonces vámonos a un notario y lo dejamos todo resuelto para tu sucesión”.

Pero Goytisolo no fue al notario. Esa misma noche de principios de marzo lo llamó Carole, hija de su esposa, Monique Lange, escritora fallecida en 1996. Carole tenía 56 años, se había separado de su marido y pidió una suma al escritor. Juan Goytisolo, que otras veces la había ayudado, en ese momento le dijo que no disponía de fondos. No obstante, quedaron para cenar al día siguiente.

"Desaparecida la libido y con ella la escritura, compruebo que ya he dicho lo que tenía que decir. Tampoco mi cuerpo da para más"

Pero ese día, al mediodía, Goytisolo recibió la noticia de que Carole se había suicidado. “Esa noche estuve con él”, relata este amigo, “y fue horroroso. Estaba ausente, con cien años más encima. Apenas podía caminar. Decidió volver a Marrakech al día siguiente, sin esperar el entierro de Carole. La familia de Carole estaba muy ofendida por el hecho de que no se quedara al entierro. Pero Juan estaba hundido”. El autor de Juan sin Tierra volvió a Marrakech. Tres semanas después, coincidiendo con la Semana Santa de 2016, se cayó al bajar las escaleras del café de la plaza Yemáa el Fna donde solía acudir cada tarde. Se fracturó el cuello del fémur. Ingresó en la Polyclinique du Sud, aunque su seguro solo tenía validez en el Hospital de Barcelona.

Como su empeño era gastar el mínimo dinero posible en sí mismo con tal de dárselo a sus ahijados, Goytisolo se empeñó en salir de la clínica al cabo de dos días. Los médicos se negaban, porque padecía insuficiencia respiratoria y flebitis. Y además, sufría unos dolores espantosos a causa de la rotura del fémur. Sin embargo, se marchó del centro. Y esa misma noche, en su hogar, quedó al borde de la muerte. El embajador de España en Rabat, Ricardo Díez-Hochleitner, y la cónsul honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi, lograron que la clínica lo readmitiera, aun sin pagar la garantía. Quienes lo vieron salir aquella noche de casa en camilla por los callejones de la medina aseguran que iba más muerto que vivo.

Carta del autor de 'Señas de identidad', firmada en abril de 2014, que empieza así: "Mi decisión de recurrir a la eutanasia a fin de no prolongar inútilmente mis días obedece a razones éticas de índole personal”.

Goytisolo solo aguantó tres días en el centro médico. Sin embargo, lograron convencerle para que tratarse sus enfermedades con el seguro en España. Llegó a Barcelona en abril de 2016 y permaneció un mes internado. Varios amigos, miembros de su familia española, como su sobrina Julia —musa del poema Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo— y empleados de la agencia literaria Carmen Barcells se turnaron para cuidarlo en el Hospital de Barcelona y en un centro de rehabilitación. Con todo, él quiso regresar a Marrakech.

Estuvo varios meses con la movilidad bastante reducida. Y el 18 de marzo de 2017 sufrió un ictus cerebral. Entró por urgencias en la Clínica Internacional de Marrakech. “Los médicos me dijeron que lo más probable era que muriese a lo largo de la madrugada”, relata la cónsul honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi. “Sin embargo, por la mañana recobró la conciencia y me pidió hablar con su amigo José María Ridao”. Contactado por teléfono en París, el escritor y diplomático comenta que Goytisolo estaba un poco desorientado esa mañana. “Me contó lo mal que lo había pasado. Hablaba con una leve dificultad, pero su voz era firme”.

Una vez más, Goytisolo decidió marcharse. Dejó el hospital a los tres días, contra el criterio de todos los médicos. Dos días después de llegar a casa perdió el habla y a los cuatro, la capacidad de moverse. En la madrugada del pasado domingo falleció. Su compañero Abdelhadi nos explicaba horas después en su casa: “Últimamente tenía dificultades para respirar. Pero murió tranquilo, en su cama”.

Este es el drama que cargaba sobre sus espaldas el hombre ataviado con corbata verde a rayas que el 23 de abril de 2015, durante la lectura de su discurso, preguntó: “¿Cuántos lectores del Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció [Cervantes], su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?”.

Goytisolo logró reparar, al menos, la injusticia social que padecieron todos los miembros y ancestros de su tribu, condenados a la pobreza y el analfabetismo. Hoy, Jalid ha concluido un ciclo de formación profesional, Rida estudia cine en Marrakech y Yunes ha terminado este mes en Francia una carrera de ingeniería.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Profunda entrevista a Eduardo Lourenço

Alfonso Armada entrevista a Eduardo Lourenço: «Estamos experimentando el crepúsculo de las Luces como mito», en Abc cultural, 25-V-2017:

El ensayista, autor del clásico «El laberinto de la saudade», para quien «heterodoxo» y «libre» son sinónimos, es el intelectual más lúcido y humilde de Portugal. El viernes inauguró la Feria del Libro de Madrid, dedicada este año a su país

Eduardo Lourenço nació el 23 de mayo de 1923, es decir, hace 94 años, en São Pedro de Rio Seco, concejo de Almeida, distrito de Guarda, no lejos de la frontera con Salamanca. El jurado del premio Pessoa (antes había recibido la otra gran medalla de la lusofonía, el Camoes) justificó así su elección: «En un momento crítico de la historia y de la sociedad portuguesa, se vuelve imperioso y urgente prestar reconocimiento al ejemplo de una personalidad intelectual, cultural, ética y cívica que marcó el siglo XX portugués». Para Pedro Rosa Mendes, uno de los más brillantes periodistas portugueses, Lourenço es: «el mejor de todos nosotros». En su justificación, el jurado del Pessoa también se refirió a la «generosidad y modestia» de quien ha volcado tanta energía y lucidez en leer Europa y las letras portugueses. Lector y profesor durante 60 años en Saint-Paul-de-Vence, en plena Costa Azul francesa, a la personalidad paradójica de Fernando Pessoa quien, como Walt Whitman, contenía multitudes, entregó su vida. El escritor Guilherme d’Oliveira Martins, en un artículo en el que le calificaba de «interrogador de laberintos», decía que quien se sentiría más feliz de que le concedieran el Pessoa a Lourenço sería uno de sus más celebrados heterónimos, Alberto Caeiro, el autor de El guardador de rebaños. Aunque le empiezan a pesar los hombros, se mantiene erguido como un raro junco oriental, con buen apetito, dispuesto a tomarse un helado de vainilla o un chocolate con leche a las cinco de la tarde. Lourenço es la amabilidad personificada, un heterodoxo con el que caminar hacia el horizonte para encontrarse en el restaurante Martinho da Arcada, en la Baixa lisboeta, con las figuras que ha leído y le han leído: «Lo único que yo soy y he sido toda mi vida es un lector. Pero leído por aquello que leyó». Cree, con elegante pesadumbre que estamos experimentando es el crepúsculo de las Luces como mito: «Y eso además a una escala planetaria que desborda nuestra gran tradición, que viene de Grecia».

Haciéndonos eco de la introducción al primer volumen de sus Obras completas, magna tarea que está acometiendo la Fundaçao Gulbenkian, podemos decir con su prologuista, João Tiago Pedroso de Lima: «¿Cómo resistirse a la tentación de adjetivar su figura, su trayectoria, su obra como heterodoxas?». Para Eduardo Lourenço «heterodoxo» y «libre» son sinónimos.

Hablamos en el despacho que mantiene en la Fundación Calouste Gulbenkian, una mañana cálida de abril lisboeta. Mira a su interlocutor con ojos curiosos y amenos, de una dulzura hecha de escuchar e indagar, que al evocar a Annie, su esposa muerta hace tres años tras sesenta de matrimonio, se aguan, mientras con dos dedos de su mano izquierda acaricia sin cesar uno de los muchos recortes de periódico que pueblan el laberinto de su escritorio, como si allí estuviera la respuesta a las preguntas que nunca ha dejado de hacerse. La influencia oriental que él lee en Pessoa está en realidad en el propio Lourenço, en su forma sutil de estar en el mundo. Un Lourenço que no ha perdido pizca de humor, que se ríe de sí mismo con la frescura de un niño extremadamente inteligente, y de quien en septiembre podremos saber más gracias al filme O labirinto da saudade. Dirigido por Miguel Gonçalves Mendes, fue rodado en un hotel de Buçaco, en el centro del país, y además del propio pensador interpretan papeles diversos algunos de sus mejores amigos, una cala en la cultura lusa contemporánea: el arquitecto Álvaro Siza Vieira, los escritores Gonçalo M. Tavares y Lídia Jorge, o los periodistas José Carlos de Vasconcelos (director del Jornal de Letras, Artes e Ideias) y Pilar del Río (presidenta de la Fundación José Saramago).

¿Qué recuerda de su infancia?

Recuerdo que fue un periodo más allá de la inocencia habitual y de las necesidades. Un sitio en el yo no tenía todavía cierto tipo de complejos ni una especie de culpabilidad mórbida. En esa tierra de frontera viví como si estuviera en un pequeño paraíso. Mi mujer, que era francesa, decía que yo mitificaba mucho mi aldea. Pero todos nosotros mitificamos la aldea en que nacimos, aunque sea una capital. Mi aldea queda a la misma altitud que Madrid, 700 metros más o menos, fría en invierno, y caliente en el verano. Era una tierra, en aquel tiempo, muy distante de la capital. El país en el que estamos ahora es un país que tiene muy poco que ver con aquel. En ese país están todas mis raíces, todos mis pasados. Prácticamente todos mis hermanos nacieron en esa aldea.

¿Es cierto que con el paso del tiempo uno recuerda más los sucesos remotos que los más cercanos?

Sin duda. Se está en una especie de pasado eterno. La mayoría de las personas que fueron importantes para nosotros ya no están aquí, de manera que, y voy a decir algo que es evidente, los muertos son más numerosos que los vivos. Pero sobre todo los muertos que fueron para nosotros el centro de nuestro corazón. Es un lugar al que hace tiempo dejé de ir, porque yo viví en el sur de Francia durante sesenta años. Fui al extranjero, para Alemania primero, en 1953, donde me quedé dos años. Después me casé con una francesa...

Annie.

Annie, que era hispanista, hija de un gran hispanista, Noël Salomon, autor de un estudio sobre la figura del campesino en la obra de Lope de Vega. Uno de esos trabajos monumentales. Dedicó quince años a esa tesis, y justo cuando la completó murió. Era también un gran especialista, como mi mujer, en América Latina, sobre todo en México. Más que hispanistas eran americanistas.

¿Qué parte de la memoria es ciencia y cuánto imaginación?

«Todo es memoria. A cierta altura, solo es memoria»Ciencia será poca. Todo es memoria. A cierta altura, solo es memoria. Imaginación nunca tuve mucha. Mi pasión, desde que era muy joven, fue la historia. No porque yo tuviese la menor vocación de convertirme en historiador en el futuro, sino porque mi padre, que era militar, tenía una maleta con libros, y entre ellos una Historia Universal de Europa, y esa incluía fragmentos de la Ilíada, de la Odisea, y hasta de Miguel Strogoff, y sobre todo de historias relacionadas con el imperio romano. A mí padre le debía gustar mucho la historia romana. Recuerdo que bautizaron a un ahijado suyo como Pompeyo. Pero a mí no me bautizaron con esos nombres pomposos.

¿Solo Eduardo?

Solo Eduardo, y basta.

Algunos científicos dicen que cuando uno vuelve a la memoria modifica el recuerdo. Es como si abriera una maleta, un cajón, extrajera el recuerdo, y cuando vuelve a cerrar la maleta, o el cajón, la memoria quedó modificada.

Sin duda. Estamos siempre reconstruyendo nuestro propio presente. Por más inevitable que sea, nosotros somo siempre presente, aunque ese presente contenga siempre las tres dimensiones que San Agustín evocó: siempre pasado, siempre presente y ya futuro. Hay una frase que yo adoro, de un gran poeta, y que algunos sitúan al lado de Pessoa, que es Teixeira de Pascoaes: «El futuro es la aurora del pasado». Esto fue algo que yo escuché cuando estaba en Alemania, en la traducción de un libro de él, Verbo escuro, y que comenzaba con esa frase. Yo me quedé perplejo, porque no entendía muy bien qué es lo que quería decir. Pero poco a poco fui entendido esa visión. Porque de hecho la revelación se produce siempre en el futuro. Algo de lo que uno no se dio cuenta cuando lo vivía, o lo percibió de manera errónea, se esclarece de forma luminosa a medida que avanza hacia ese futuro, cuando parecía que sería algo inalcanzable.

¿Cómo eran sus padres y cómo le influyeron a la hora de sembrar la pasión por la lectura de los libros y la lectura del mundo?

Mi madre solo recibió educación primaria, que era lo común en aquella época en las aldeas portuguesas. La familia de mi padre se trasladó a Lisboa, donde mi abuelo tenía un comercio, una zapatería, y dejaron a mi padre, siete años, en São Pedro de Rio Seco. A los 12 años le llevaron a la capital, al encuentro de sus padres, muy distantes, y él, que había asistido a algunas clases de comercio en Oporto, acabó por alistarse en el ejército, con la idea de escapar. Porque él en realidad quería ser médico. Se sentía muy frustrado por lo que había sido su propia educación. Se convirtió en oficial, y murió siendo capitán. Tuvo cierta influencia en mí, pero a distancia, porque él estuvo muy poco tiempo con nosotros. En 1974, cuando ya era padre de cuatro hijos, se ofreció para ir a África, donde estuvo seis años cuando más lo necesitábamos.

¿En Angola o en Mozambique?

Él estuvo en el norte de Mozambique. Nos transmitió una idea muy positiva de la relación con África. Pero pienso que debió ser una experiencia para él muy dura permanecer tanto tiempo, seis años, alejado de la familia, de los hijos. Fue la suya una vida muy sacrificada. Él no tenía inquietudes propiamente literarias, pero sí culturales. No es que tuviera muchos libros, pero sí algunos en una maleta. No era la de Pessoa, pero era mi maleta. Había sobre todo novelas de Júlio Dinis, un escritor del siglo XIX, y el autor de la primera novela verdaderamente romántica de la literatura portuguesa. Es considerado un autor menor, pero sabía inglés y estaba muy influenciado por la literatura inglesa. Desde luego no era Eça de Queirós. Nadie lo es.

¿Se puede establecer alguna simbología, aunque solo sea semántica, entre el arca de Pessoa y el arca de Lourenço? Desde luego, ambas parecen pozos sin fondo, de las que no dejan de salir papeles, papeles, papeles...

La diferencia es infinita. Porque el arca de Pessoa está llena de personas. En un momento dado, hace mucho tiempo, yo pude acceder a la famosa arca. Y sufrí una de las grandes tentaciones de mi vida. Porque la familia de Pessoa, la hermana, vivía en una avenida cercana al Marqués de Pombal. Y enseñaban la famosa maleta de Pessoa, y la maleta, el arca, quedó intacta. Yo mismo metí la mano en aquella maleta y saqué un cuadernito lleno de anotaciones, y era un cuaderno de Álvaro de Campos. Y me dio miedo de que un documento así acabara en América, lejos de Portugal. Y durante unos segundos dudé en apropiarme de ese cuaderno. La hermana no tenía verdaderamente conciencia del valor de lo que allí había. La sobrina, sí. Con el paso del tiempo sí se dieron cuenta de lo que representaba Fernando Pessoa, el mítico. Pero era una familia muy simpática, y el acceso a aquella casa muy fácil. La sobrina era una muchacha muy bonita, y hasta sentí que no la hubiera conocido el poeta. Quizás hubiera sido un personaje menos misógino.

En un perfil de nuestro querido Jornal de Letras, Artes e Ideias lo retrataban como a un filósofo que tiene la pasión de la prensa, que recorta metódicamente. ¿Lo sigue haciendo? ¿Qué le alumbran los periódicos?

«Siempre fui un gran lector de periódicos. Soy una especie de papiro»

Los periódicos, por repetir la famosa frase de Hegel, son la oración matinal del hombre moderno. Una oración un tanto dudosa, porque de esa oración, de pasar las páginas, se quedan los dedos manchados de tinta. Siempre fui un gran lector de periódicos, pero lo cierto es que he pasado una buena parte de mi vida leyendo periódicos. Soy una especie de papiro. Cada uno tiene sus manías. Y cuando llegué a Francia leer Le Monde todos los días se convirtió en un vicio. Todavía hoy sigo comprando Le Monde, de vez en cuando El País, y cuando estuve en Italia me gustaba mucho leer La Repubblica. Me gusta leerlos porque tienen una faceta cultural muy fuerte, especialmente Le Monde.

La Biblioteca Nacional de Portugal se convertirá en la destinataria final de su legado. ¿Es como ser encuadernado en vida, tener todos los papeles guardados y clasificados en la Biblioteca Nacional?

Es algo muy extraño. Un poco pretencioso. Pero desde luego no se me ocurre un mejor lugar donde puedan estar preservados y accesibles para el futuro. Tuve la suerte de contar con un estudioso, un universitario que, después con la ayuda de otros jóvenes, lo clasificaron todo. Y aquello parece un cementerio vivo de papelada. Soy yo en papel. Es una cosa un poco perturbadora. Es una sala muy luminosa y cuando paso por allí no consigo imaginar quién fue el que escribió toda aquella papelada.

¿Está todo allí?

Todo fue donado. Tengo la sensación de que soy solo una figura de papel. Se encerró y acabó. No sé muy bien qué es eso.

¿Aquí en la Gulbenkian ya no queda nada?

Aquí no. La fundación no tiene espacios destinados a guardar legados. A mí me gustaría que la considerable biblioteca que atesoró el poeta Jorge de Sena, que vivió buena parte de su vida en América, en Estados Unidos, viniera para aquí, pero aquí no hay sitio. No está previsto. Habría que crear una nueva fundación para hacerse cargo del legado de los escritores.

Adriano Faria dijo de usted que la suya era una «curiosidad por todo que le impulsa y le da energía». Si tuviera que hacer arqueo de su alma, de sus intereses, como un entomólogo de sí mismo, ¿cómo se clasificaría y cómo describiría la casa de sus pasiones?

He sido sobre todo un lector desde que aprendí a leer.

¿A qué edad empezó a leer?

A los siete años. Era un niño muy curioso, aunque yo ya mostraba alguna curiosidad antes de los siete años, y mi madre decía: parece que le gusta leer. Pero con mi padre, militar, siempre tan ocupado, no hubo oportunidad de ese intercambio. Lo único que yo soy y he sido toda mi vida es un lector.

Es una bonita definición

Pero leído por aquello que leyó.

Si a Octavio Paz se le asocia invariablemente con El laberinto de la soledad como clave para intentar descifrar México, ¿le parece acertado (heterodoxias aparte, que luego entraremos en ellas) si asociáramos a Eduardo Lourenço con El laberinto de la saudade como la llave para intentar descifrar Portugal?

«Lo que para España supuso la pérdida de Cuba nosotros lo afrontamos el 25 de abril»Es verdad que cuando escribí esas reflexiones y las había enviado ya a Lisboa, estaba sentado a la mesa con mi mujer y de repente me acordé –porque en el título original se hablaba también de«psicoanálisis mítica»– de aquel título, El laberinto de la soledad, del que tenía más o menos conciencia. Porque yo conocía no la lectura total, pero sí el título y algo más porque fue uno de los primeros libros con los que me encontré cuando llegué a Alemania. Pero cuando envié mi escrito no me acordé del libro de Paz. Fue un amigo mío de entonces, también poeta y ministro de Educación, quien lo vinculó al ensayo del escritor mexicano. Después yo mismo me di cuenta de que tenía algunas coincidencias, aunque no se trata de la misma cosa. Porque el libro de Paz es el de dos identidades, y de la lucha entre ellas, mientras que el mío era una cosa mucho más modesta. Fue a raíz del 25 de abril que empecé a participar en lo que estaba pasando aquí en Portugal, aunque el libro apareció en 1978. Sentí que una parte de nuestro pasado tenía que ser revisitado, porque nosotros acabábamos de perder un imperio. El 25 de abril es importante para nosotros en relación a nuestra identidad política, a nuestro estatuto como nación. Lo que para España supuso la pérdida de Cuba en 1898, nosotros lo afrontamos el 25 de abril con la pérdida de las últimas colonias. Y era justo que así fuera, porque realmente nosotros no nacimos para colonizar a otros eternamente.

¿Cuál es la mitología y la cartografía de la saudade?

«La poesía lírica de Camões no es otra cosa que un himno a la pérdida de la patria y de sus amores» Es ella misma. Lo que no sé es cómo se constituye tan pronto esa expresión, cuyo origen es galaico-portugués, fundamentalmente galaico. La que mitifica primero una relación amorosa con un país del que sus poetas fueron alejados, alejados de Europa, y han hecho de la ausencia una forma superlativa de ser y de estar. Pero de ese hecho solo más tarde extraeremos las razones, sobre todo en Luís de Camões. Toda la poesía lírica de Camões no es otra cosa que un himno a la pérdida de la patria y a la pérdida de sus amores y pasiones. Es una mezcla de dolor y placer.
Habla usted de un «sabor de miel y lágrimas».

Curiosamente el primer mitólogo de la saudade, que fue el rey don Duarte, quedó impresionado por el uso de esa palabra, que luego emplearían autores como Almeida Garret. De todos modos pienso que es un sentimiento universal.

¿Pero es al mismo tiempo intelectual y popular?

Popular, sí. Saudade de esto y de lo otro.

¿Serviría para entender el Portugal de hoy? ¿Sigue vigente?

Es una expresión destilada en la educación de Portugal, y no solo en su identidad interna, sino también entre los portugueses que la llevaron consigo al emigrar. Primero a todo el mundo, pero últimamente para Europa. Así surgió una saudade que tiene menos razón de ser que en el pasado, porque la distancia es mucho menor. Irse ahora a Europa no es lo mismo que irse a la India en el siglo XVI. Pero es como si los portugueses no se pudieran desprender del signo que les representa en el mundo: el país da saudade.

Escribió a cuenta del crítico Eduardo Régio que «la vida cultural vive de mitos» y que «lo peor es que no puede dejar de ser así». ¿Por qué?

Un mito es la primera versión no conceptual de aquello que es fundamental. La humanidad primero mitifica, y luego intelectualiza aquello que es mito. Todo está en el mito. El hombre es un animal mitificador porque las primeras versiones de su lectura del mundo no son conceptuales, son imágenes, y las imágenes son el centro del mito y de la mitología. Mitología es cualquier cosa que no es de invención personal, sino colectiva. Creo que solo empezamos a darle importancia cultural a eso en el romanticismo. El romanticismo se ve a sí mismo como una aventura humana de mitos que sustituyen a otros mitos.

Ha dicho que el ensayo no es una creación poética en el sentido tradicional del término, sino que es un discurso en segundo grado, un discurso sobre todas las manifestaciones creativas y todos los acontecimientos humanos. ¿Qué ha intentado hacer Eduardo Lourenço con el ensayo?

El ensayo, tal como ha sido practicado durante todo este tiempo, desde la facultad, que es cuando escuché hablar por primera vez de ese género, gracias a un profesor que hablaba de Montaigne, y que escribió un libro titulado Ensayo sobre el ensayo, fue el profesor Silvio de Lima...

En Coimbra...

En Coimbra. Él era un gran ensayista. Tenía el valor de criticar una serie de valores que eran característicos de nuestra vivencia del Estado Novo. Fue el primero, junto al maestro Joaquim de Calvalho, en hablar con gran entusiasmo de Montaigne. El ensayo tiene una relativa facilidad. Montaigne se sirvió de todo, era una comprensión más universal de aquello que es más común y que se transforma, milagrosamente, en unas piezas que resultan un nuevo tipo de prosa. Es más una herencia de Sócrates que de Platón. Es una suerte de reconsideración de todo lo que puede ser interesante, de inducir a los hombres a reflexionar, a tomar conciencia de sí mismos. La humanidad es naturalmente ensayista. Y sí, seguramente se pueda pensar en Platón como en el primer ensayista, aunque en él se puede rastrear ya una voluntad de sistema, de comprensión universal.

¿Cuáles son sus maestros de pensar?

«Hegel es la lectura que yo recomiendo a todo joven que quiera internarse en la filosofía»Uno de los que tuvo más influencia sobre mí cuando era estudiante fue Hegel. Cuando leí las primeras cosas de Hegel percibí que fue el primero en introducir una lectura universalizante de una experiencia radical. Todo en él es claro y luminoso, las cosas encajaban en su lectura del mundo. Es la lectura que yo recomiendo a todo aquel joven que quiera internarse en los estudios filosóficos.

¿Y sus maestros de estilo? ¿Ha tenido voluntad de estilo?

No tengo conciencia de haber tenido una voluntad de estilo. Lo que yo quería de verdad era ser poeta, en el sentido más banal de la palabra. Pero lo que quizá acabé siendo es un ensayista, que es grandioso cuando se llama Montaigne, y resulta banal cuando se llama Lourenço.

¿Qué es un crítico y para qué sirve la crítica?

«La crítica es siempre un diálogo con el autor, que por su parte es también un crítico»La crítica es siempre un diálogo con el autor, que por su parte es también un crítico. Nosotros no fuimos discípulos directos de Sócrates o de Platón, pero los autores que nos hacen reflexionar son nuestros maestros, que son muchos y variados. Siempre admiré a autores que son al mismo tiempo grandes pensadores y creadores poéticos. No en vano en el verdadero ensayo hay una poeticidad intrínseca. El propio Montaigne decía que él no era un filósofo. La filosofía es un género literario. En mi caso no sería más que un eco de un eco de las cosas que admiro.

¿Por qué fue Pessoa, a su juicio, el mejor crítico literario portugués del siglo XX?

«Mario de Sá-Carneiro es un poeta portugués único, más genuinamente poeta que Pessoa»Ahora que soy viejo y llevo toda una vida ocupándome de Fernando Pessoa conviene acaso recordar la gran pasión arbitraria que él sentía por Mario de Sá-Carneiro, a quien todavía hoy considero un poeta portugués único. Un poeta que vive de fulgores que no tienen traducción. Como si estuviese creando la forma y la materia al mismo tiempo, con una poeticidad intrínseca todavía mayor que la del propio Fernando Pessoa. Fernando Pessoa es poeta de su propio quehacer poético. Su poesía es pensamiento y al mismo tiempo gran pensamiento, las dos cosas. Sá-Carneiro es más genuinamente poeta. Pero esa es la cualidad única de Fernando Pessoa, que es un pensador serio, más allá de la fascinación que nos susciten unos u otros poemas. De algún modo es un poeta de la propia función poética. Por eso es al mismo tiempo una poética.

Pessoa decía de sí mismo que era un poeta con pasión filosófica, no un filósofo que escribía versos. Ha dedicado horas innumerables a leer, a pensar, a descifrar, a entender, a divulgar a Pessoa. Si tuviera que persuadir a alguien que todavía no se ha internado en el universo Pessoa ¿qué le diría para que no se perdiera y bebiera con aprovechamiento de sus fuentes más luminosas?

«Pessoa es un bosque cerrado. Una especie de eterno retorno sobre sí mismo, un diálogo con nadie»Cuando era joven, Fernando Pessoa escribió un texto todavía bajo el influjo del simbolismo que se titulaba Floresta del aislamiento, que es una imagen un tanto romántica de un niño perdido en el bosque, a la manera de los cuentos de los Hermanos Grimm. Era el sentimiento que él tenía, la sensación de que la realidad es una selva. Al mismo tiempo, era una persona dotada de una capacidad de reflexión original. Pero es un poeta que no necesita glosa alguna, porque la glosa es algo interno a su propia poesía. Basta leerle para no necesitar ninguna interpretación. Estamos ante un bosque cerrado. La obra de Pessoa es una glosa continua. Él piensa sobre lo que está pensando en cada momento. Es una especie de eterno retorno sobre sí mismo, un diálogo con nadie. Él no dialogaba, vampirizaba a todo aquel que se le acercaba. Ya desde joven su megalomanía es un caso raro. De niño fue educado en inglés, recibió una buena educación, y conoce pronto los sonetos de Shakespeare, y dice que cuando los imita lo que se propone es mejorarlos. Es una megalomanía cercana a la locura.

¿Pero cómo se explica la aparición de Pessoa? Es como un cometa.

«Fernando Pessoa es el mayor vampiro de nuestras letras»Nos viene de la cultura inglesa. Él se recicla. Cuando regresa de su infancia en Suráfrica, se recicla. Él siente que había perdido su infancia portuguesa, e intenta recuperarla. Perdida y ganada, porque en aquel tiempo en Portugal no hubiera podido tener la educación que recibió en Durban. No hay autor que él no absorba. Es el mayor vampiro de nuestras letras.

¿Son los heterónimos una de las más sofisticadas y elocuentes representaciones genealógicas y psicológicas de la escurridiza y nubosa alma portuguesa, si es que tal cosa existe en nuestro tiempo?

Los heterónimos son una invención en un momento dado de su viaje de poeta y ensayista, pero en realidad ya en la infancia era un creador de heterónimos. Él mismo cuenta su genealogía, y dice que cuando era un chaval tenía un personaje principal, que era Chevalier de Pas, su primer seudónimo, y se escribía cartas de sí mismo a sí mismo. Esto es de un narcisismo increíble, absoluto. Todo lo que hizo durante toda su vida fue escribirse cartas a sí mismo. Como señaló Montaigne, cada uno de nosotros es toda la condición humana, y no es que él se tomara eso en serio sino que lo practicó en serio. Él es el mundo entero. Es al mismo tiempo el mayor narcisismo, y al mismo tiempo una fuente de sufrimiento.

Megalomanía y soledad.

Fernando Pessoa fue, y continúa siendo, objeto de glosas interminables. Y nunca se acabarán. Pero son todas pleonásticas, incluida la mía, naturalmente, empezando por ella. Sólo que yo me doy cuenta de ese pleonasmo. Porque no hay texto más clarividente sobre Pessoa que sus propios textos. Los críticos son vampiros de los autores, pero son necesarios. Se glosa por admiración, por compartir con los otros la pasión que uno siente por un autor, por un compositor, por un poeta. Pero los autores son autóctonos, auto-idólatras, sin quererlo.

En ese sentido, la clarividencia de Pessoa sobre sí mismo es equivalenet a la de Kafka consigo mismo.

Sí, son los dos ejemplos más extraordinarios que tenemos, un cierto autismo genial.

¿De qué heterónimo de Pessoa se siente más próximo dsede el punto de vista literario? ¿E ideológico?

«Era el propio Álvaro de Campos el que hablaba de 'Un Oriente al oriente del Oriente'»Gracias al embajador de Portugal en México tuve la posibilidad de conocer a Octavio Paz en su casa, y allí hablamos de Pessoa, y Paz reconoció que el Pessoa que más apreciaba era el Pessoa ortónimo. Pero mi Pessoa favorito es Álvaro de Campos, porque todo lo que había de teorizante en él explota, y es un diálogo con Walt Whitman, que para él fue un verdadero choque, y para mí fue un gran descubrimiento cuando me di cuenta de eso, y le dediqué mi primer ensayo. En él hasta lo inconsciente es consciente. Me parece también muy importante resaltar que para sobrevivir tuvo que dedicarse a traducir, y entre sus traducciones dedicó un gran esfuerzo a traducir grandes obras del pensamiento de la India. Él tradujo muchas obras del mundo zen y budista, y su verdadera matriz es esa: «Emisario de um Rei desconhecido,/ Eu cumpro informes instruçoes de além,/ E as bruscas phrases que aos meus labios vem/ Soam-me a um outro e anomalo sentido...». Todo eso no es europeo, es algo que viene de Oriente. Creo que era el propio Álvaro de Campos el que hablaba de “Un Oriente al oriente del Oriente”, que es algo extraordinario y que es la situación de Portugal, un Oriente al oriente del Oriente. No estaba en la cabeza de nadie, es un pensamiento que tiene que ver con el orfismo y que no es nada fácil de tratar, porque precisa de un conocimiento muy profundo de esas doctrinas orientales, que antes no estaban al alcance de nadie. Hoy esos asuntos están empezando a ser tratados. Hoy mismo se acaba de publicar un ensayo de un budista, Paulo Borges, que supone una lectura de Pessoa a través de un budismo orgánico y trascendental que condiciona la creación de Pessoa, que me parece muy interesante, Dijo al Jornal de Letras que no hay nadie que nos lea, que debemos ser nosotros los lectores de nuestro propio misterio. Sin embargo, usted ha dedicado su vida a leer a Pessoa. ¿Por qué? ¿Cuál ha sido la recompensa? ¿O no es legítima la pregunta?

Nada, que Pessoa en el otro mundo me lea a mí.

Recordó en una ocasión que Pessoa escribió «vivir todo de todas las maneras», y que usted es apenas un pequeño aprendiz del mago que él fue. ¿Sería una buena forma de cifrar a Pessoa, como mago de la lengua y de la identidad?

Sin duda. Fernando Pessoa es ahora una especie de texto universal enigmático, que sirve para todo y su contrario. Lo mejor es leer lo que allí está; él dice que se debe leer el propio texto y recibir el mensaje en el estado más inocente posible. Si no nunca saldremos de ese laberinto sin lectura, como una especie de sortilegio maléfico, en vez de ser luminosos como él es.

¿Cómo se ha leído a sí mismo Eduardo Lourenço? ¿Cómo se lee hoy?

¿Cómo me leo?

sí, si es que se lee. Si es legible.

No me leo porque tengo mucha dificultad en escribir, porque soy muy perezoso.

Es increíble que diga eso. Porque para ser un gran perezoso no ha dejado de trabajar toda su vida. Es una paradoja.

«Lo que yo hacía no es trabajo. Es otra manera de continuar soñando a cuenta del autor»

Es que para mí no es trabajo. En realidad lo que yo hacía no es trabajo. Para mí es otra manera de continuar soñando por cuenta del autor.

¿Qué representa y representó el Jornal de Letras, Artes e Ideias en la cultura y la lengua portuguesa, en su espejo, en su consciencia?

Es un periódico de apariencia modesta, pero que ha tenido una función única. Sin ese periódico una buena parte de lo que se publica en Portugal no tendría reconocimiento, y ha cumplido una labor fundamental en lo que se refiere a Brasil. Nuestros lazos con Brasil no son tan idílicos como, relativamente, son los de España con América Latina.

Relativamente, usted lo ha dicho.

Hay problemas, naturalmente. Porque se trata de un pasado complejo. Pero con Brasil es diferente. España es más grande que cualquiera de los países que colonizó, mientras que Brasil es un continente. Portugal no es visible ahí. Cuando en aquellos años el astronauta soviético contó lo que veía desde el espacio solo citó dos cosas: la muralla china y las luces de Río de Janeiro. Ahora las cosas están un poco mejor.

¿Está de acuerdo con la apreciación de Guilherme d'Oliveira Martins de que en uste encontramos una costilla de Miguel de Unamuno y su sentimiento trágico de la vida?

«Quien sin duda lo leyó y leyó bien a Unamuno en Portugal fue Pessoa»A Unamuno le leí con frecuencia y le sigo considerando un autor formidable. Pero quien sin duda lo leyó y lo leyó bien fue Pessoa. Porque aquella evocación de un Cristo peninsular también se puede leer en Pessoa. El sentimiento trágico de la vida fue muy leído en Portugal. Hay también muchas coincidencias en los poemas del Guardador de rebaños, del heterónimo Alberto Caeiro, con Unamuno, de niño eterno.
Pero piensa que es cierto lo que dice d'Oliveira Martins de que usted tiene que ver con ese sentimiento trágico unamuniano...

De manera indirecta. En el orden cultural, de la creación poética propiamente dicha, ese encuentro con lo trágico expresa lo que yo recibí a través de Antero de Quental, que fue uno de los grandes referentes de Unamuno. Antero es el único portugués que figura en el ensayo de Unamuno. Fue el primer poeta que se refirió a la muerte de Dios antes de que esa idea nietzscheana se convirtiera en un cliché de nuestra cultura. De ahí la idea de que Portugal es un país de suicidas. En el XIX hubo varios autores, pero sus libros son realmente la expresión literaria del sentimiento trágico de la vida.

¿Y en qué medida le influyeron el cosmopolitismo y el europeísmo de Ortega y Gasset?

Es un autor que siempre he leído con gusto, pero soy menos orteguiano que unamuniano. En Portugal se le sigue leyendo mucho, pero no fue el héroe cívico y cultural que sí fue Unamuno.

¿Qué habría que hacer para evitar que Europa se convierta en periférica e irrelevante?

Ya lo es. No podemos hacer nada. Esta periferia fue durante siglos el centro del mundo. Y el primer país que salió de Europa fue precisamente este pequeño país.

Portugal.

«España y Portugal deberían celebran conjuntamente la primera circunnavegación del mundo»Portugal. No fue nada concertado. Este fue el primer país de Europa en aventurarse hasta la India. E ir a la India entonces era como ir a la Luna. No tenemos otra mitología que ese viaje de Vasco da Gama. Y el propio Pessoa no contradice eso, sino que lo sustituyó por una versión puramente onírica de ese viaje. Ya no hay viaje, ya no hay Indias. El de España es un caso más complejo Colón fue como Magallanes. Un genovés y un portugués. El aniversario de la primera circunnavegación del mundo deberíamos celebrarla conjuntamente Portugal y España. Nosotros pagamos nuestra fidelidad a un catolicismo tradicional que nos marcó durante siglos. Pero todo eso está en revisión permanente. Las cosas mudan. Y mudan desde el presente, que es un presente poco interesante, poco creativo, en comparación con lo que fue. Tenemos que hacer el luto positivo de esas glorias que nos precedieron.

¿Hasta qué punto es el trato a los inmigrantes y el mido al otro un test sobre la niebla, sobre la ceguera moral de Europa?

«Europa es la América más próxima que el Tercer Mundo tiene para salir de sus miserias»Aquí en Portugal, felizmente, no tenemos ese problema. Somos un país de emigrantes. Otros países europeos no tienen ese pasado y pueden tener razones empíricas para mostrar ciertas reticencias cuando la llegada de inmigrantes desborda su capacidad de acogida. De cualquier forma, Europa fue tan dominadora durante tantos siglos que no tiene legitimidad moral para no ser, en la medida de lo posible, tierra de acogida. Es verdad que es un problema. Europa es la América más próxima que el Tercer Mundo tiene para salir de sus miserias y dificultades. Y los movimientos de masas forman parte de la historia. La historia humana es una historia de tragedias, con revisiones espectaculares.

¿Qué le parece la idea de una Federación Ibérica con capital en Lisboa?

Esa era una cosa obvia si Felipe II se hubiera instalado en Lisboa. El problema estaba resuelto. Los portugueses perdían la independencia, pero ganaban un papel mundial en Europa. Pero no aconteció. Lo mejor es preservar las identidades no antagónicas en absoluto.

En un texto que había permanecido inédito e inacabado desde la década de los 90 y que hace no mucho tiempo di a la luz el Jornal de Letras decía que en su teatro imaginario había encendido una vela a Avellaneda porque sin ese infeliz rival Cervantes nunca se hubiera animado a escribir la segunda parte del Quijote, y sobre todo en lo que suopne de la ficción tomando conciencia de sí mismo. ¿Podría

Este Avellaneda no cometió un crimen, pero sí un desafío inédito en los anales de la historia, al atreverse a escribir una segunda parte del Quijote, aunque el libro no tenía en aquel entonces el estatuto que ahora tiene, si bien su éxito fue fulgurante. Hay una crónica de un portugués desde el Valladolid de la época en la que cuenta el éxito del libro y cómo la gente lo leía y se reía en la calle de aquellas aventuras. Hay que agradecerle a Avellaneda su gesto, porque impulsó a Cervantes a escribir una segunda parte en la que los personajes toman conciencia de sí mismos y su peripecia sustituye a las novelas de caballerías y esa segunda ficción inaugura la novela moderna. Me parece extraordinario que ocurriese algo así.

¿Por qué don Quijote no podría ser portugués o, dicho de otra manera, cómo sería el Quijote portugués?

«Un Quijote portugués sería pleonástico. Don Quijote es Portugal mismo»Un Quijote portugués es difícil. ¿Sabe por qué? Porque un Quijote portugués sería pleonástico. Don Quijote es Portugal mismo. ¿Acaso hay algo más quijotesco que la historia de este país minúsculo? ¡Qué locura absoluta, real, no fantasmática! Claro que el país no era consciente de esta locura. Sí, el único que fue consciente fue el propio Luís de Camões, porque su gloria es el contraste entre la pequeñez y el hecho, que es el que se vuelva reconocido en el mapa del mundo. Es un quijotismo de tipo ibérico, a compartir en todo caso con España, creado por la imaginación de un genio llamado Miguel de Cervantes.

¿Cómo describiría su propia caligrafía, a la que Annie, su mujer, dedico horas para poder descifrarla y transcribirla?

Cuando era joven, por imitación de mi padre, tenía una caligrafía de quien había estado en escuelas de comercio, siempre inalterable, de principio a fin. Yo intenté imitar aquella cosa que era inimitable. Pero tenía una letrita que era de alguna manera muy académica. Mi amigo el novelista Carlos de Oliveira decía que tenía caligrafía de amanuense. Y creo que empecé a deformarla para parecer más propiamente intelectual, menos amanuense. Pero lo cierto es que mi letra ha ido evolucionando de una caligrafía muy legible y muy visible a una letra cada vez más y más pequeña, como si quisiera desaparecer en el horizonte. Es una metáfora de mi propia identidad.
¿Cómo la recuerda y cómo la evoca? ¿Le duele o le agrada recordarla?

La recuerdo todos los días. Es una cosa singular, porque estuve casado con ella y con una cultura de referencia de los ibéricos en general y de los portugueses en particular. Era una persona de una ética impecable. Era una mujer clara y transparente, en sus elecciones, en su manera de pensar y de ser. La verdad es que ahora soy solo un superviviente de mi querida Annie.

Me gustaría que añadiera unas palabras a algunas figuras de la cultura portuguesa y universal a las que ha prestado alguna o mucha atención. Miguel Torga.

Fue de algún modo sin querer casi la persona a quien yo debo la publicación de Heterodoxia. Yo ya estaba en el extranjero, y él, que había leído alguna cosa mía, me animó a publicar mi primer libro. De algún modo le debo a él el hecho de haber entado en esta vida futura, en aquel momento inimaginable, ni siquiera concebida, y de haber entrado en los círculos culturales del país del que soy hijo.

Herberto Hélder.

Lo conozco sobre todo como poeta, aunque también le traté personalmente. Tenía un café donde se reunía con la gente, aunque era un hombre muy solitario. Sin duda, un gran poeta.

Agustina Bessa-Luís.

«Agustina Bessa-Luís es la Reina Victoria de nuestras letras, la emperatriz de la India que ya no tenemos»La Reina Victoria de nuestras letras. La emperatriz de la India que ya no tenemos.
Luís de Camões

Luís de Camões es Luís de Camões, el Portugal en verso.

Eça de Queiroz.

Fue el ídolo de mi generación y de muchas generaciones, de un Portugal que quiere ser europeo. Tenía el complejo de haber sido marginalizado, y Eça va a ser Portugal en Europa, se va a medir con los grandes nombres de la cultura europea, como Flaubert. Curiosamente, y es un rasgo de nuestra representación peninsular en el siglo XIX, pasó de incógnito por París, y creo que por causa de Antero de Quental, que también pertenece a esa generación, líder juvenil de esa generación. Fue a París a visitar al gran ídolo de la época, Michelet, y le dio unos versos de un supuesto amigo, que en realidad era él mismo. Es algo extraordinario, ese complejo secular frente a aquella capital literaria por excelencia. Francia es literatura pura.

Guimarães Rosa.

«Guimarães Rosa es una especie de James Joyce de la literatura en lengua portuguesa»¡Ahhh! Es un caso, un caso extraordinario que no ha sido reconocido a nivel mundial por razones intrínsecas. Porque él mismo no es tampoco fácilmente legible por el brasileño común, porque la suya es una lengua muy trabajada y muy local. Es preciso hacer un gran esfuerzo para leerle. El Gran Sertão es un gran libro. Es un escándalo que no recibiera el Premio Nobel, pero sin duda la razón es la dificultad que plantea su traducción. Lo mismo que Joyce, pero Joyce ha acabado teniendo lectores y un espacio. Guimarães Rosa es una especie de Joyce de la literatura en lengua portuguesa.
Eduardo Lourenço en el filme «O labirinto da saudade», de Miguel Gonçalves Mendes dedicado al escritor portugués

Almada Negreiros.

Ahora mismo estamos experimentando una especie de resurrección visible de su obra. Fue un modernista, la encarnación del desafío modernista a los clichés culturales de la época, más incluso que el propio Pessoa, que tuvo también su momento manifiesto. Pero el caso de Almada es admirable, porque es al mismo tiempo pintor, diseñador y un excelente novelista. Está de alguna manera siendo redescubierto de verdad. Yo le conocí en una conferencia. Cuando le vi en la primera fila le dije que él debería estar en la tarima y yo en el patio de butacas.

Albert Camus.

Fue una gran referencia de nuestra generación. Estaba el dilema entre él y Sartre, pero a Camus le sentíamos más cercano. Él era otra cosa, más nuestro, más peninsular. Acaso porque tenía raíces hispánicas. Y por otra parte estaba el componente ético tan fuerte, que el propio Sartre, tras aquella polémica tan desagradable, trató de enmendar después de su muerte. Al final, Sartre reconoció el estatus de un hombre ético en una época moderna, y sobre todo el valor de la libertad. Ahora ha habido una nueva reivindicación de su figura frente a Sartre. El escritor Michel Onfray, autor de una obra muy crítica sobre la figura de Freud, hace un furibundo ataque a Sartre al compararlo con Camus. Es un ejemplo de esas guerras de Troya de la cultura. Yo pensaba que en el mundo de la cultura todos era ángeles, pero son ángeles muy perversos.

Dejo dicho que la heterodoxia era «el humilde propósito de no aceptar un solo camino por el simple hecho de que se presente a sí mismo como el único camino, ni de rechazar todos los demás porque no sabemos en absoluto cuál de ellos, en realidad, es el mejor». La frase me recuerda a un escritor y pensador español que admiro desde hace años, Rafael Sánchez Ferlosio, que en lo que él llama pecios dijo: «Lo malo de las soluciones es que aparecen cuando las necesitamos». ¿Cómo hay que hacer para no engañarse al pensar?

Yo era muy joven en esa época, y por lo tanto de una inocencia casi culpable. Pero en mi generación había, en su conjunto, un sustrato fundamentalmente marxista. La dominante cultural era marxista, aunque probablemente la mayoría de ellos no habían leído a Marx. Pero Marx estaba en todas partes. Solo que hasta el 25 de abril era invisible, porque el régimen no lo toleraba. Tras el 25 de abril resulta que Lisboa estaba llena de Marx y de marxistas. De ahí el contencioso que yo libré con mi generación. Originariamente mi cultura era tradicional, clásica, católica, y por lo tanto tenía mi punto de vista contrastado con lo que planteaba la nueva utopía de raíces marxistas. Era una visión materialista de la historia, pero aunque no muy teorizada, a no ser, paradójicamente, por el propio Lenin. Por lo que a mí respecto, traté de establecer un diálogo con mi generación. Esa heterodoxia era una suerte de distancia de ajuste con nuestra religión tradicional, que es el catolicismo. Se trataba de una especie de aviso para navegantes en relación con los autoritarismos que regían bajo otro nombre tras el Muro de Berlín. Algo que mis camaradas de aquella época preferían ignorar.

¿Es la ortodoxia una forma de ortopedia?

«Hay una propensión del hombre a la ortodoxia. Es aquello en lo que la gente cree»Exactamente. Hay varias. La frase más importante de ese texto era ese especie de profecía juvenil o infantil de una visión crítica, o autocrítica, de las cosas, que era la propensión natural del hombre a la ortodoxia. Es aquello en lo que la gente cree.
¿De alguna manera es una apelación a pensar por uno mismo?

Sí, claro.

¿Y cómo se puede pensar mejor?

A través del ejemplo de los otros, de aquellos que fueron nuestros maestros. La forma científica es la que no permite discusión, salvo la metodología para determinar si algo es cierto o falso. El pensamiento, por el contrario, es diálogo, en su esencia desde Platón, y aceptarlo no solo en relación al otro sino a uno mismo, que uno no es el señor de la verdad.

En Heterodoxia decía que «el mundo de la cultura portuguesa arrastra desde hace cuatro siglos una existencia crespuscular». ¿Ha ocurrido algo desde que escribiera eso, hace si no calculo mal más de 70 años, que le hiciera cambiar de opinión?

Sí, hoy es un poco diferente. Sin embargo creo que en este momento lo que estamos experimentando es el crepúsculo de las Luces como mito, y eso además a una escala planetaria que desborda nuestra gran tradición, que viene de Grecia.

¿Y Pessoa, la poesía, el «drama en gente»?

Claro. Nuestro complejo no era solo nuestro. Aquel país grandioso llamado Rusia, que quería ser moderno, basculaba entre la inclinación hacia Occidente (Dostoyevski) y hacia Oriente (Tolstoi). Y fue Occidente el que quedó deslumbrado por esa nueva literatura que representaban los grandes autores rusos del XIX. Francia sigue siendo un jardín, pero el mundo ya no es solo Europa, ya no es el centro del mundo, sino el centro del mundo del pasado, y de un futuro que nosotros quisiéramos que todavía fuera.

En el tramo final de su larga vida como pensador y escritor, y con la perspectiva de una vida plena, me gustaría que respondiera, con leves retoques, a las tres grandes preguntas que planteó Kant: ¿Qué supo? ¿Qué hizo? ¿Qué se permite esperar?

Todo lo que sé lo que aprendí de los otros, del diálogo con los otros, que eran los maestros del pasado más próximo. Todo lo que sé, si es que sé alguna cosa, lo aprendí de ellos. Respecto a lo que hice, no gran cosa, sobre todo en relación a aquello que yo pensaba que podía hacer. Y es normal. No hay que olvidar que la mayor maldición del hombre es que se hagan realidad los sueños.

¿Y qué espera todavía?

«Se puede decir que estoy en un estado póstumo a mí mismo»Nada en particular, nada en absoluta. Se puede decir que estoy en un estado póstumo a mí mismo.
¿Le da miedo la muerte?

Miedos. Porque nosotros solo tenemos un remedio contra la muerte y está relacionado con aquellos que ya conocieron esa muerte, y que es para nosotros una especie de eternidad, aunque sea negativa. Por lo tanto, creo que la humanidad fue creada bajo los términos de que todo tiene su veneno y su solución. Y la muerte es una especie de solución final que todos poseemos para aquello que no somos capaces de imaginar. Porque la muerte es fundamentalmente algo inimaginable.

¿Dios es necesario para Eduardo Lourenço?

«Somos hijos de una creación que no es nuestra. No nos hemos creado a nosotros mismos»La idea de Dios es absolutamente necesaria, pero será una gran pretensión imaginar que nosotros podemos evocar como una especie de cosa, aunque se trate de una cosa infinita. Nosotros somos hijos de una creación que no es nuestra. Y ese es el enigma fundamental al que nos enfrentamos, y que no tiene solución. Si esa creación tiene sentido la tiene por el hecho de haber sido creada. No nos hemos creado a nosotros mismos.
Al inicio del primer volumen de sus Obras completas, que está publicando la Fundación Gulbenkian, se incluye una breve cita de Eduardo Lourenço: «Se cambia poco, pero la vida cambia por nosotros». Suena mejor en portugués: «Muda-se pouco, mais a vida muda por nós». ¿Sigue pensando lo mismo?

Sí, claro, naturalmente. No podemos ni siquiera imaginar que somos fruto de la metamorfosis del tiempo y, creamos o no creamos, todos somos héroes de La metamorfosis de Kafka. No sabemos si somos ángeles o aquel ser repelente, el que un día, soñando, o deseando, o sintiendo, él pensaba que era.

¿Quién es Eduardo Lourenço?

Soy varios. Mas como ese lugar de la variedad está ocupado por Pessoa, soy una nota a pie de página ante el poeta que iluminó mi vida.