miércoles, 1 de julio de 2015

Crímenes de nuestros padres

Al contrario que los españoles, los judíos ejercitan la memoria histórica con frecuencia y procuran recoger con mimo, por mucho que les duela, hasta el más mínimo detalle del holocausto que sufrieron. Para cuando vuelvan, que volverán, los enemigos de la especie humana, se llamen como se llamen, pues su nombre habrá cambiado para hacerlos más difíciles de distinguir. 


Los españoles deberíamos aprender de su ejemplo, pues hoy mismo vemos como leyes mordaza están preparando el surgimiento de un nuevo orden que podríamos llamar fascista si no hubieran cambiado su denominación antigua por otra más apropiada para sus propósitos. Así, ahora impiden protestar por hechos como los que se dieron al comienzo del holocausto judío: leyes que los desahuciaban de sus casas e impedían que protestaran, mientras otros se quedaban con ellas. Como lo que hacen ahora los banksters en contra de una Constitución que promulga el derecho a la vivienda, pero no persigue a quienes lo quebrantan. Pero, para qué hablar, habiendo como hay partidos que directamente desobedecen la Ley de leyes y jueces que no inhabilitan a partidos antidemocráticos antipúblicos y anticonstitucionales (los que lo han hecho y se han creído el papel mojado constitucional, siempre han tenido problemas). Incluso políticos camuflados de periodistas como lobos de corderos defienden esas medidas (no directamente, qué va: miran a otra parte). Pero ahora tampoco podrían "protestar" (con mordaza y más leyes de tardanza en la justicia, menos).  Como escribió en 1826 el periodista ciudadrealeño Félix Mejía, "liberales como esos son los que quieren el Rey y el Papa".



Hoy, cuando tantos se ufanan con "banderas de nuestros padres", será oportuno hablar de los "crímenes de nuestros padres" que tiñeron de rojo esos trapos: solo así conseguiremos evitar la enfermedad del patrioterismo y del golpismo (para la que ya está caducando la vacuna: hace poco que Bono ha divulgado el ruido de sables que aquejó a este país cuando gobernaba Zapatero, con motivo del Estatuto de Cataluña) y volver a recordar (aquí se quemó incluso el  archivo de la Dirección General de Seguridad franquista, que tanto podría haber iluminado la extensión de la hipocresía de este país) lo que dejó escrito el presidente electo Azaña en su drama La velada en Benicarló: que lo peor de una guerra civil no son los hermanos luchando contra hermanos ni los dramas humanos acaecidos, sino su mera inutilidad, pues tanto sufrimiento y sacrificio no resuelve ningún problema y los empeora todos. Decenas de años tardamos en recuperar el nivel económico y social que había antes de la contienda y que podía haber conducido a un estado más lustroso de desarrollo. Pero, como no hubo paz ni reconciliación, sino algo bastante peor, victoria, la derecha triunfante se negó a hacer una meditación como la de Azaña y se limitó a aprovecharse -y cuánto- de la situación, instalando el miedo en lo más profundo de la sociedad española hasta hoy.



Y un ciudadrealeño entre muchos no calló ni se olvidó; hubo muchos con historias como la suya que nunca quedaron en escrito. El motivo era la pura supervivencia, ya que "la victoria" alentaba todo tipo de abusos (no poco alentados por la Iglesia, hasta que esta hizo el examen de conciencia que la derecha fue incapaz de hacer), de forma que la injusticia se volvió continua y sistemática después de la Guerra Civil. 



El nombre de este testigo es Bernabé Dondarza; ha fallecido hace tres días de vejez (contaba noventa años). Pero su memoria conservó el testimonio de los asesinatos cometidos contra las tapias del cementerio de Ciudad Real ya concluida la Guerra Civil. Que no concluyó: están de sobra documentadas las sacas o decimaciones con las cuales se fusilaba arbitrariamente a uno de cada diez presos republicanos por criterios tan materialistas como "hacer sitio", en realidad para infundir un miedo corporativo en toda la sociedad al más puro espíritu estalinista que tuviera "prietas las filas". Su hija me contó esos hechos en el velatorio, y yo le pedí permiso para contárselos a ustedes. En la literatura reciente hay pocas referencias a ello, pero por ejemplo trata el tema una novela histórica de Almudena Grandes, en Inés y la alegría (2010), que forma parte de una gran saga de episodios nacionales que está escribiendo sobre el siglo XX.



Bernabé tenía quince años y solía jugar en compañía de otros chavales cerca del cementerio. Allí contempló los fusilamientos de unos cuantos ciudadrealeños para los cuales la Guerra Civil aún no había acabado. No había testigos, salvo los muchachos, que se desafiaban a ir, unos con bicicleta y otros no. Pero como los asesinos (o llámenles menos basto y como les plazca) les veían, los espantaban. Es difícil de creer que para que no vieran lo que ocurría, porque no había pudor entonces para algo así. El lugar es la tapia que hay a la izquierda en la entrada del cementerio. Una reparación ha hecho desaparecer ya los agujeros de las balas de los fusiles. Pero ese lugar es silencioso; no cantan los pájaros y algo sugiere que, como tantas cunetas y fosas comunes de las que algunos se ríen, continúa siendo una infamia y una vergüenza para la humanidad en general y para los ciudadrealeños en particular. 

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