Mostrando entradas con la etiqueta Antología manchega. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Antología manchega. Mostrar todas las entradas

jueves, 30 de julio de 2015

Coplas de arte mayor y un romance a la muerte de Diego de Almagro

Obra en metro sobre la muerte que fue dada al illustre don Diego de Almagro, la qual dicha obra se dirige a su magestad, con çierto romançe lamentando la dicha muerte. Y no la hizo el autor del libro [Alonso Enríquez de Guzmán] porque es parte y no sabe trobar


Comiença la obra:


   Cathólica, Sacra, Real Magestad,
Çésar augusto, muy alto monarca,
fuerte reparo de Roma y su harca,
en todo lo umano de más potestad,
rey que procura saber la verdad,
crisol do se funde la reta justiçia,
pastor que, no ostante qualquier amiçiçia,
conserva el ganado por una igualdad.
    Aver sido ungido no fué syn misterio
y darle el estoque, señor, que se entiende
que a la cathólica iglesia defiende
y libra de todo qualquier vituperio.
Las Yndias, questavan so grand catiberio,
de nuevo reduze, convierte y liverta,
poniendo justiçia que no les perviercta
mas les ampare por todo el ymperio.
    Y puesto que todos lo tal colegimos
de vuestra potente persona ymperial,
así como a rey y señor natural
a bozes muy altas justiçia pedimos;
a vuestras Cortes, señor, ocurrimos
para espresar el caso de yuso,
pues Dios en su audiençia, grand Çésar, os puso
y en su lugar por vos nos regimos.
    Sabed un proçeso que fué fulminado,
que diz que se hizo muy contra derecho,
que contra don Diego de Almagro fue hecho,
en todas las cosas no bien sustançiado.
Hernando Piçarro, por nos acusado,
al qual acusamos por esta presente,
hizo de hecho, señor, lo siguiente,
no siendo juez por vos delegado.
   En estos sus reynos muy público á sido
que don Françisco Piçarro e don Diego
tubieron las Yndias en mucho sosiego,
y la amistad que entre ellos á avido,
y que entre los dos quedó dibidido
lo del Perú con su comarcano.
Hizo Piçarro theniente a su hermano
Hernando Piçarro, que está detenido.
   Partida que fué la governaçión,
Hecho Hernando Piçarro theniente,
entró en lo de Almagro con tanto açidente
que puso los yndios en alteraçión.
Almagro, llegando con su provisión
a la çiudad do estava este reo,
defiende la entrada, mostrando deseo
que Almagro perdiese la yndibisión.
   Almagro en serviçio de vuestra corona,
biendo a Piçarro que así resystía,
entró con la gente, señor, que tenía,
poniendo a peligro su estado e persona.
El qual, su adverso biendo, aprisiona
y por así se aver hecho fuerte,
hallando en la causa ser dino de muerte,
se la relieva, remite y perdona,
   Con pleitomenaje que hizo el Hernando
que, luego que puesto en su livertad,
vernía ante Vuestra Real Magestad
preso a esta Corte, así lo jurando.
Suelto que fue, grand gente juntando
puso en el Cuzco çerco a don Diego,
mandando le velen a sangre y a fuego,
a la vatalla le desafiando.
    Don Diego de Almagro por la protesión
de vuestro ynterese salió a la vatalla,
do tanto el contrario tan fuerte se halla
que el adelantado fué puesto en prisión.
Aquesto fué causa de grand perdiçión
d'estados y vidas de tantos cristianos,
y que los yndios les llamen tiranos
a muchos d'España por esta ocasión.
   Puesto en la cárçel escura y fragosa,
haze Piçarro proçeso es arruto,
en todo mostrando poder absoluto,
como persona que fué muy odiosa,
no consintiendo don Diego que cosa
ante él alegase de justo descargo.
Da la sentençia, concluso su cargo,
no reta ni justa, mas muy rigurosa.
    Diziendo que manda quel adelantado,
la apelaçión del todo remota,
le saquen y pongan en una picocta,
do le condegna que sea degollado;
y antes de ser a la plaça sacado,
temiendo quel pueblo por él se alborote,
dentro en la cárçel le den un garrote
hasta del todo dexarle ahogado.
    Con lágrimas nega las tristes mexillas
el triste don Diego que oyó la sentençia.
Pidiendo humillmente que hubiese clemençia
ante Piçarro hincó las rodillas.
Mas él sus plegarias no quiso admitillas;
antes en todo le más desconsuela.
Y el adelantado le dize que apela
para el Consejo que está en vuestras sillas.
   La apelaçión le fue denegada
y lo mandado cumplirse en efetto.
En esto Piçarro no tubo respebto
a vuestra persona real, sublimada.
La apelaçión que fué presentada,
si en esto Piçarro hodioso no fuera,
no su sentençia cumplirla hiziera
syn desta grand Corte le ser confirmada.
   Pensando aplacalle, rogóle que viera
su cana cabeça, con muchas heridas
por vuestra persona real resçebidas,
por ver si piedad alguna tubiera,
diziendo: «Señor Piçarro, no quiera,
pues tanto he servido a Su Magestad
hasta en el tiempo que estoy de mi edad,
que yo tan sin culpa de tal muerte muera.
   «Mirá que en mi muerte, señor, no matáys
a mí solamente, mas muchos que an sido
en mi compañía, que al Rey han servido,
que agora huydos y presos dexáys.
Suplico clemençia de todos tengáys.
Y si queréys mi governación,
de aquí, señor, hago tal remisyón
a vos y a los vuestros que en ella rijáys».
   Visto don Diego que no se admitía
lo que al contrario le fué suplicado,
salvo morir qual fué condegnado,
para testar notario pedía.
Piçarro se sale, y a bozes dezía
la gente que tiene, con nuevo furor:
«¡No se dilate! ¡muera el traydor!
¡Salga, el morisco de tal compañía!»
   Proçede el illustre por su testamento,
en todo mostrando cathólicas bías.
Y manda primero poner mandas pías
y lo conviniente a su enterramiento;
y a algunos que fueron de su ayuntamiento,
muertos y puestos en nesçesidad,
reparte sus bienes, husando piedad,
con que sus hijos tubiesen sustento.
    El testamento por él hordenado,
dixo: «Asentad, notario, que quiero
a Su Magestad hazer mi heredero
de todo, pues todo en su nombre he ganado;
que puesto que Dios un hijo me á dado,
don Diego de Almagro de mí natural,
herede mis bienes Su Alteza Real
y quede mi hijo a su sombra arrimado.
    Por testamentarios a çiertos nombró:
a don Alonso Enrríquez primero,
que es de Gudmán muy buen cavallero,
para cumplir lo quél hordenó
al qual en secreto más quenta le dió
que a otro ninguno de todo su hecho.
Oculto questava, sellado en su pecho,
así como amigo leal declaró.
   Fué don Alonso de tal calidad
en las discordias de aquestos adversos
que a entranbos les dava consejos diversos
segund convenía a vuestra lealtad.
Almagro creyó por su avylidad;
y si Piçarro así lo hiziera,
digo, grand César, que no proçediera
contra don Diego con tanta crueldad.
   Demás que alvaçea fué Enrríquez nombrado,
puso ansimismo con él juntamente
a otro de sangre muy clara, exçelente
ques de la línea de los de Alvarado,
el qual se halló quando hubo otorgado
Hernando Piçarro el pleitomenaje
y está en vuestras Cortes pidiendo el gaje
en vuestra presençia, sy fuere mandado.
    A Françisco de Prado asimismo nombró
por albaçea, segund aquí nocto,
el qual es letrado muy rico e muy docto,
y Almagro contino por él se rigió;
al qual con los otros, señor, encargó
que en vuestra grand Corte le representasen
y a vuestro Consejo, señor, ynformasen
de quánd syn justiçia tan mal padesçió.
   Ved, pues, oíd, poderoso señor,
la grand sinjustiçia que a Almagro fué hecha,
porque se judgue por vía derecha
no ser don Diego alborotador,
que los pregones, segund su tenor,
que por Piçarro dar fueron mandados,
don Diego y los suyos por tal fueron dados,
de vuestro poder tomando color.
   El testamento signado e firmado,
llega de presto el verdugo cruel.
Y hecha un garrote y un grueso cordel
a la garganta del adelantado,
dale una buelta; el cordel fué quebrado.
Y como de nuevo con otro apretó,
naturalmente don Diego murió.
Mas bive su fama y le tiene encunbrado.
   Antes que Muerte le sobreviniese,
con su confesor su vida dispone,
a Dios suplicando que a todos perdone,
y que ninguno su muerte pidiese,
y como padre, señor, le absolviese,
pidiendo perdón a Dios de lo herrado.
Muere el illustre, segund he espresado,
por vuestro real y propio ynterese.
    Sácanle luego con grand diligençia
a la grand plaça do estava la gente,
con los pregones que públicamente
dizen a todos la ynjusta sentençia.
Dixo el pregón por tal consequençia:
«Manda el grand Çésar que muera este hombre
y el noble Hernando Piçarro en su nombre,
por ser causador de tanta pendençia.
   «Y porque por fuerça tomó esta çiudad,
quemando las calles con pura maliçia,
do entonçes morava la reta justiçia
que governava por Su Magestad,
como a traydor sin fedelidad
mándale luego ser descabezado».
Y en la picota, señor, le an cortado
su cana cabeça con grand cueldad.
    Todos los suyos le desanpararon;
solo en la plaça sin ellos estava.
Pero la gente de Yndias llorava
y a muy altas vozes sobre él lamentaron.
Con tristes clamores su pena mostraron,
sus grandes gemidos, señor, reteñían
toda la tierra doquier que se oýan,
diziendo que todos syn padre quedaron.
   Como si el sol entonçes faltara,
que es a quien ellos veneran y adoran,
sobre don Diego lamentan y lloran;
cada qual dellos su pena declara.
«El çielo,» -dezían,- «nos ya desampara,
pues tal padre nuestro tan presto faltó.
Maldiga la tierra quien tal le paró,
hasta que compre su muerte muy cara».
    Dezían, mostrando su tribulaçión,
otras palabras que agora no espreso
porque bolvamos a nuestro proçeso,
pidiendo justiçia por tal sinrazón.
Así que, grand Çésar, tened atençión
a la querella que nos presentamos.
La qual siendo vista, señor, suplicamos
castigue al que es digno de tal permisión.
    Aver pronunçiado tan contra derecho
Almagro aver sydo traydor a su Rey,
quien dió tal sentençia meresçe por ley
que pase lo mismo por tal satisfecho;
que en caso que fuera traidor o sospecho
el adelantado, -que niego aver sido-,
deviera Piçarro de ser bien comedido,
dandôs notiçia, señor, deste hecho.
   Tomar la çiudad con fuerça de gente
digo y alego no ser trayçión,
pues vos probeístes su governaçión
por carta real copiosa y patente.
Así, esclaresçido monarca prudente,
Piçarro fué falto de su lealtad,
pues governava por su autoridad
syn ser para ello juez competente.
    Si alegava que estava en lugar de su hermano,
luego que Almagro mostró provisión
deviera sin más poner defensyón
dar la çiudad de muy llano en llano;
mas pues que quiso hazerse tirano
y vuestros pueblos poner en devate,
digo que fué muy justo el combate
que hizo don Diego, señor, por su mano.
    Deve juzgar con grand retitud,
pues por enxemplo de vos la tomamos,
porque las Yndias por quien nos quexamos
se pongan de nuevo en toda quietud.
No pongáis hombre que soliçitud
ponga en solo su propio ynterese,
que como esto, gran Çésar, no hubiese,
a Dios y aun a vos ternán por señor.
   Y en lo demás pedimos castigo
contra quien bea se deve hazer,
y al otro mundo le mande librar y absolver
de todo lo ynpuesto del otro enemigo.
Grand Çésar, por pura justiçia os obligo;
lo mismo al Consejo de Yndias eleto.
Mandéis que sepamos, señor, en efeto,
quál de los dos fué más vuestro amigo.
    Todo lo qual aquí suplicamos;
así se pronunçia por vuestros preçebtos.
Y al presidente e oidores tan retos
sus justas conçiençias, señor, encargamos,
para que todos enxemplo tengamos
y nadie se atreva a hazer otro tal.
Vuestro poder y Consejo real,
justiçia pidiendo, señor, ymploramos.
    Y si a Piçarro se diere traslado
desto que digo, espreso y alego,
¿por qué no quiso tomar en don Diego
y en su clemençia espejo y dechado?
Quando lo tubo por sí aprisionado,
soltóle, creyendo que hubiera temor
a Dios defendelle y al Emperador,
mas muy a la contra, señor, lo á mostrado.
   El adelantado matarlo pudiera,
por ser tan notorio hazer alboroto;
mas tubo, señor, por muy mejor voto
pasase tal hecho por vuestra tijera.
Piçarro no hizo de aquesta manera
con desacato de vuestro poder,
siguiéndose en todo por su paresçer,
quiso tan claro mostrarse quién hera.
Debiendo Pigarro aver de cumplir
el pleitomenaje por él otorgado,
venir a esta Corte y a vuestro mandado,
donde el juez le mandó remitir,
no solamente no quiso venir
mas quebrantarlo con otros tiranos,
y la vengança tornó por sus manos;
sólo por esto se deve pugnir.

Fin de la obra de arte maior.

   Esta justiçia se deve hazer
contra quien hizo tan gran desacato,
porque demás de a todos ser grato,
en vuestras corónicas se á de poner.
Si esto, señor, dexáys suspender,
desimulando delito tan grave,
daréis ocasión quél dello se alave
y a cosas mayores se ose atrever.

Síguese el romançe hecho por otro arte sobre el mismo caso, el qual se ha de cantar al tono del «Buen conde Fernand Gonçález»


   Porque a todos los presentes
y los que dellos vernán
este caso sea notorio,
lean lo que aquí berán
y noten por ello visto
para llorar este afán,
la más cruel sinjustiçia
que nadie puede pensar,
contra el más illustre hermano
de quantos son ni serán;
el más servidor de Çésar
que se vido en guerrear,
que por valor meresçía
ser otro Gran Capitán,
así en el pro de las rentas
y patrimonio real
como en reduzir los yndios
so nuestro yugo do están.
    Sepan todos quién es este
que estos loores se dan:
el gran don Diego de Almagro,
fuerte, noble y muy leal.
El qual en el mar del Sur
hizo hechos de notar,
tales que por qualquier dellos
se deve coronizar,
y si alguno coronasen
en pago de bien obrar,
sólo a éste se devía
qualquier corona le dar.
Por sí mismo meresçió
nombre de illustre alcançar,
con el adelantamiento
de aquellas costas del mar
que son tierras del Perú,
con poder de governar.
Con él, Alexandre calla
su fama de liberal.

El autor, donde proçede la muerte del cavallero

   Por ser varón qual dezimos
de tanta fidelidad,
con don Françisco Piçarro
tubo ýntima amistad,
que asimismo hera notable
de grand género y solar.
Los dos comían a una mesa
syn de un plato se apartar,
haziendo hechos notables
en una conformidad.
Estando en esta amiçiçia
y en tanta tranquilidad,
puso a Hernando Piçarro
don Françisco en su lugar,
para que, como teniente,
por él pudiese mandar
en çiertas partes de aquellas
que le dió Su Magestad.
Y él alçose con el Cuzco,
ques una ynsigne çiudad,
la qual convenía a Almagro
por la patente real.
    Yendo a la posesión della
com poder de la tornar,
dixo Hernando Piçarro
que no la quería dar.
En caso que fué exortado
por la carta ymperial,
dixo que la obedesçía,
mas que resyste el entrar.
El claro varón illustre
puso fuerça en la tomar,
no porque a él tocava,
eçebto por escusar
que no la tiraniçase
quien no tenía potestad.
Y puso a Piçarro preso,
no para le castigar,
pero para remitirlo
a la persona real
y a su muy alto Consejo
de Yndias en su lugar.
    Contra el qual hizo proçeso,
para mejor ynformar
del qual halló ser culpado,
digno de muerte le dar.
Lo qual y, pues que pudiera,
no lo quiso executar;
tomóle el pleitomenaje
de venirse a presentar.
Y suelto con este boto,
húbolo de quebrantar,
haziendo juntas de gente
para Almagro despojar
de lo que con causa justa
tenía con facultad.
Con la qual asentó sitio
en torno de la çiudad,
pidiendo al adelantado
que saliese a pelear.
El qual por el ynterese
de solo Su Magestad
salió y también por efetto
de la tierra asegurar.
    Donde los dos se encontraron
y gentes de cada qual
pelearon bravamente
quanto les pudo bastar.
Hera lástima muy grande,
digna de se publicar,
ver la sangre d'españoles
por el campo derramar,
presos, muertos y heridos
syn se poder escapar,
de parte de los de Almagro
por su adverso capitán.
El qual fué causa y los suyos
de las Yndias alterar
diziendo: «Ved los d'España
que para se despojar,
siendo todos de una tierra
y de una parçialidad,
travan entre ellos discordias
hasta venirse a matar.
Nosotros contra quien bienen
¿qué podemos esperar?»
    Proçediendo nuestra ystoria,
Almagro se hubo de dar
a la prisyón de Piçarro,
no por fuerça en la verdad,
mas creyendo él le soltara
como él le hizo soltar;
al menos le remitiera
preso ante Su Magestad.
Mas salióle esto al revés,
porque le puso en lugar
do no dava sol ni luna
ni le podían visitar.
Hallóse desamparado
de los que comían su pan;
no tiene quien le consuele
en este grave pesar.
    Así que, lloremos todos
este dolor general,
llorando a los que murieron
en la vatalla campal
con Almagro y en defensa
de la corona real.
Murió allí Pedro de Lerma,
su escogido capitán,
y el buen don Rodrigo Orgoños,
su theniente general,
el qual hera tan varón,
tan fuerte en el guerrear,
que, a bivir los Doze Pares,
ante ellos fuera sim par.
Otros muchos cavalleros
que aquí dexo de contar,
porque en fin soy enemigo
de toda prolixidad.
    Dexando aparte los muertos,
un bivo quiero nombrar
que preçede de la casa,
de línea y sangre real,
en estos reynos tenido
por hombre muy prinçipal,
veynte e quatro de Sevilla,
probinçial de la Hermandad,
Hernand Ponçe de León,
de Castilla natural.
El qual en estas discordias
tubo grand sagazidad,
entre ellos soliçitando
la paz y conformidad,
como don Alonso Enrríquez,
uno de los de Guzmán.
A los quales salió en vano
su mucho soliçitar,
porque Hernando Piçarro,
queriendo disymular,
aseguró a los terçeros
para su hecho acavar.
   Estando preso don Diego,
sin nadie le consolar,
començó Hernando Piçarro
su proçeso a fulminar,
muy sin horden de derecho
y sin sustançia legal,
dándole términos breves,
mostrando su enemistad.
Conclusa que fué la causa,
mandó su gente ayuntar y
otro día en el audiençia
mandó al illustre sacar,
sin hazer los cumplimientos
que requiere a buen judgar
el juez no competente
por su propia autoridad.
La qué dixo ser sentençia
pronuncia en su tribunal.

Sentençia

   «Mando quel adelantado
saquen a descabeçar
a la plaça en la picota
do suelen acostumbrar
justiçiar los delinquentes;
y que antes de le sacar,
aquí le den un garrote
por escándalo escusar,
hasta tanto que don Diego
muera muerte natural.
Lo qual mando se execute,
no embargante su apelar,
y ansí lo pronunçio y mando
por sentençia executar,
y en las costas del proçeso
asimismo condegnar,
las quales en mí reservo
para averlas de tasar».
Y más le ympuso otras penas
que dexo aquí de espresar.
    La sentençia pronunçiada,
oyda asý platicar,
el illustre adelantado
creyó la muerte escusar
y llegóse ante su adverso,
donde se ubo de humillar.
Y puesto ante él de hinojos
començóle a suplicar
quel mando tan riguroso
dexase de efettuar;
que no sólo a él matava
con esta muerte le dar,
mas a otras muchas gentes
pornía en nesçesidad.
Y mostróle la cabeça
cana con mucha humilldad,
guarnesçida de heridas
que de propia voluntad
resçebió, serbiendo a Dios
y a la corona real.
A lo qual el riguroso,
mostrando reguridad,
le dize al adelantado
sin se mover a piedad:
«No aquí Vuestra Señoría
muestre tanta poquedad.
A lo qual dize el paçiente:
«Poquedad no es en verdad
tener temor a la muerte,
pues en quanto humanidad
Cristo la temió orando,
aunque de su voluntad
a la tomar se ofresçía
para nos dar livertad.
Así que, señor Piçarro,
todo lo considerad.
No pase más adelante
esta vuestra crueldad.
Hazed lo que con vos hize
estando en mi potestad».
Piçarro a todo responde:
«Quisiera, mas no á lugar».
    Visto que no aprovechava
su ymportuno suplicar,
a vozes dize que apela
para ante Su Magestad
o para do de derecho
convenga y deva apelar;
y que esta su apelaçión
la mande luego otorgar.
Responde que la deniega
y que no á de aprovechar.
Respondió el varón illustre:
«Pues así es, quiero testar.
Mando mi alma ante todo
a quien la devo mandar,
que es aquel Rey de los Reyes,
Redentor universal.
Y mando el cuerpo a la tierra
después dell alma dexar,
que quien de tierra es formado
en tierra se á de tornar».
Hizo otras mandas pías
que no quiero aquí nombrar;
y todo lo remanente
lo herede Su Magestad,
al qual haze y estableçe
su heredero universal.
E no embargante que tiene
solo un hijo natural,
lo que á ganado por Çésar
lo quiere a Çésar dexar
y quél ampare su hijo,
qual con otros suele usar.
Y haze sus alvaçeas
para esto executar:
al buen don Alonso Enrríquez
del linaje de Gudmán,
privado; buen cavallero,
de la persona ymperial,
con otros que aquí no espresso
por no usar prolixidad.
    Acavado el testamento
y sus hierros confesar,
davan gritos los de fuera:
«¡Salga, si lo an de sacar!»
Y luego Alonso de Toro,
alguazil de executar,
haze llegar el verdugo
que este ofiçio suele usar.
Con el cordel y garrote
comiença luego apretar.
Quiebra a la buelta primera
que no le puede ahogar.
Luego Almagro a grandes vozes,
no sin falta de llorar:
«Suplico a Dios que perdone
a quien me manda matar,
y a sus gentes y consortes
syn quenta les demandar».
Aprieta la vez segunda
el cordel por le acavar,
y murió naturalmente
el que Dios quiera heredar
de la gloria perdurable
donde esperamos gozar.
   Ansí, después de ahogado,
comiençan a pregonar.
Dizen: «Esta es la justiçia
que mandan executar
el cathólico monarca
y Piçarro en su lugar,
porque á tomado por fuerça
con gentes esta çiudad,
y por traydor, y otras cosas
dinas de caluniar.
En pago de su delitto
le mandan descabeçar».
Llegados a la grand plaga
do le abrían de justiçiar,
le cortan en la picota
su cabeça con crueldad.
Los yndios hazen endechas;
comiençan a lamentar.
Dizen: «Muerto es nuestro padre.
¿Quién nos á de reparar?
Sepa estas cosas el Rey;
váyanselas a ynformar».
Otras palabras dezían,
mostrando muy gran pesar,
tales que a los que entendían
provocavan a llorar.
   Dexemos estar a ellos
y al cavallero sin par.
Sepamos sy sus amigos
bienen a se querellar.
Agora esperan en Cortes
que venga Su Magestad,
donde está preso Piçarro,
para averle de acusar.
Creo, segund la justiçia
nuestro Rey suele judgar,
que no quedará este hecho
sin pugnir ni castigar.

lunes, 27 de julio de 2015

Descripción de un casino manchego en 1920

Aunque el viaje que relata en este escrito fue hecho y escrito bastantes años antes de 1920, es muy graciosa y tétrica la descripción que hace de un casino manchego el pintor y escritor expresionista José Gutiérrez Solana en su La España negra (1920). Quien quiera leer más pasajes de sus aventuras por estos predios puede leer lo que entresaqué en mi blog Museo literario, donde los he copiado recientemente

Pp. 176 y ss.:

TEMBLEQUE 

Al bajar del tren y entrar en la estación me encontré con el pueblo cercano; se halla esta villa situada en una explanada y distante de Toledo unas diez leguas. 

Era la una de la tarde y entré en la fonda a comer; me senté en la mesa redonda, que presidía un cura con el pelo muy negro, las cejas juntas, debajo de una frente abultada, roja y llena de arrugas; tenía la cara tostada y reluciente; en las manos, cortadas por el frío, se veían las uñas negras de cavar donde estaba enterrada la tierra de Tembleque. Este cura tenía la sotana llena de manchas de grasa, y bautizaba su conversación con muchos coños y puñetas; tenía puesto su bonete, y es el único que estaba cubierto en la mesa; los otros vecinos de comer era gente enferma, que no hacían más que toser, gargajear y hablar de calamidades. 

A mi lado había un señor con unas barbas como postizas que le llegaban hasta la mitad del pecho: tenía un color cobrizo, y la calva, que llenaba su estrecho y desconformado cráneo, brillaba como la caoba; su voz parecía enterrada y que salía de su espalda, pues de su pecho a este tabique había poco espacio y por eso era tan cavernosa; todos estábamos agachados en el plato tomando la sopa; sorbíanla despacio y como preocupados en no meter ruido con la cuchara. Luego pusieron una bandeja con unos garbanzos duros que botaban en el plato; después sacaron una fuente, llena de descalabraduras, con unas albondiguillas; todos empezaron a contarlas con la vista y concluimos por servirnos una cada uno y comernos toda la salsa; el último plato era un pollo muy duro, nadando en una salsa negra; al señor enfermo de la calva de madera barnizada le reservaron la pata, según costumbre, que dijo él que tenía. Este hombre triste, mientras comía la pata, sus mandíbulas pa
recían desencuadernarse y que se le iban a caer las barbas; mordía mucho la pata, y después que la dejó pelada empezó a dar golpes con el hueso en el plato como con el palo de un tambor; fumó un cigarro y rodeó el plato de ceniza; luego echó un gargajo que aplastó con la suela de las botas. 

De postre pusieron en la mesa un membrillo amarillo como vela de difunto y unas galletas duras. 

De sobremesa hablaron de ir al Casino a tomar café y que había unas chicas nuevas en casa de la Bigotes, que no estaba de más el ir a verlas. 

Cuando me levanté de la mesa y empecé a andar por el pueblo, vi un estanco; las puertas estaban pintadas con el rojo y amarillo de la bandera nacional, desteñida y borrosa por la lluvia; entré a comprar un cigarro; aquí, lo mismo que en Madrid, los canallas de estanqueros daban el tabaco malo y roto, tiraban la moneda en el mostrador y la hacían botar diez o doce veces para ver si era falsa. 

En una casa de un solo piso, con un gran farol de gas debajo de los balcones, decía: 

«Casino de Tembleque». 

Tuve curiosidad y subí a verlo; en unas paredes ahumadas de papel viejo había unas mesas bajas y panzudas de jugar a las bolas y al billar; sentados al lado de una estufa jugaban al tute mis compañeros de mesa; tenían enfrente los anchos vasos de un café venenoso y las pilas de perras gordas para jugarlas; el cura labrador estaba sentado en  medio, con el bonete torcido y su cara color de correa, que de puro bruto le hacía simpático; de su boca, desdentada y negra, no salían más que juramentos y bebía mucho vino; tenía puestas unas botas de suela gorda con espuelas; cuando perdía alguna jugada decía: Cojonian tuam miserere novinus tecum. [sic]

Aquí no se hablaba más que de las próximas elecciones, y todos los presentes tenían esperanzas de salir diputados; el cura decía que él se encargaría de buscar los votos, pero que había que untar el carro de grasa. 

Los camareros de este casino estaban cubiertos con boinas y jugaban entre ellos a la baraja en un rincón de la habitación; se veía un hueco en la pared con un tablado: era el teatro, donde por la noche unas cupletistas bailaban la danza del vientre. 

Según seguí andando por el pueblo, vi varios conventos de frailes y monjas; me quedé mirando el pórtico de piedra, donde decía: «Padres Franciscanos Observantes»; en la puerta había uno de estos frailes, el hermano limosnero, gordo como un cerdo; me preguntó si era forastero y me invitó a entrar; subimos una escalera y me enseñó la biblioteca; había aquí varios retratos muy españoles de frailes, y un cura, sentado en la mesa de su celda, tenía delante un tintero de cobre, con la campanilla, en la mano una pluma de ave, levantada en actitud de pensar, para escribir en un grueso libro, a cuyo lado estaba un crucifijo; en su cabeza se veía el birrete de doctor, y por fondo, detrás de una cortina, su librería, con tomos de encuademación seria, según la época, y otros en pergaminos con grandes letreros góticos en los lomos. 

Me enseñó la celda; en unos pupitres estaban sentados unos frailes comiendo en unas escudillas. «Aquí no se come carne —me dijo—, solo una sopa de ajos»; uno de los hermanos, que estaba dando mordiscos a un jamón, lo ocultó en su pecho al oír esto, y miraba a uno que tenía un chorizo entero metido en la boca. 

Al ver que entraba un visitante, aquellos frailes barbudos que estaban entregados al ocio, durmiendo espatarrados en sus sillones, con las manos cruzadas sujetándose las panzas y otros sacando pelotillas de las narices y los pies, se tiraban en el suelo como haciendo penitencia y dándose golpes de pecho. 

Estos frailes y monjas son los que ocupan los mejores edificios en España y viven mejor, en medio del mayor silencio y tranquilidad de espíritu, y no piensan más que en comer y dormir y en sacar dinero. 

Un poco más arriba de esta calle está el convento de las monjas pasionistas; se veía al entrar un salón pequeño; en la pared de yeso estaba colgado un retrato de una mujer de edad, de cara desagradable, que era la fundadora y la habían hecho santa; junto a su pecho blanco destacaban sus manos amarillas, que sostenían una cruz; sus párpados estaban caídos y tenía una corona de espinas en la cabeza, cuyas puntas tenían sangre; lo raro de este retrato es que se trataba de una muerta y el pintor había atado el cadáver de un clavo en la pared para que se sostuviera de pie. Dentro, en la iglesia, en los balcones y rejas altas, cantaban las monjas, que no se veían nada más que un poco del blanco de su traje, con unas voces desafinadas, como de almas en pena; debían tener todas ellas las bocas desdentadas, porque parecía que cantaban con las puntas de los labios y se durmiesen de vez en cuando, interrumpiendo la retahíla de la letanía. En otro sitio vi una reja alta a la altura del suelo; en ésta entraba más la claridad y se veían las figuras; entreví con la luz una monja joven y guapa que llevaba una pesada cruz al hombro. 

Al salir al portal, y respondiendo a mis preguntas, me dijo una pobre vieja que a esta monja la ponían la cruz algunas veces porque se rebelaba y que hacía poco tiempo que había profesado, que debía tener muy buena dote porque era de una familia muy rica. 

Seguí por la calle abajo y vi un pobre anciano, buhonero viejo, que había vendido su búho por no poderle dar de comer: estaba lleno de harapos; vino hacia mí, y quitándose la gorra apoyó su calva cabeza en mi vientre como topándome, y cogiéndome de las manos me las besó con unos besos tristes de viejo; yo noté al hablar con él su falta de memoria y que no andaba bien su cabeza por sus palabras incoherentes; me pidió un cigarro; pero yo comprendí su necesidad y le ayudé a quitarse la correa, le bajé los pantalones, y como a un niño pequeño le hice hacer sus necesidades. 

¡Cómo salvar a este hombre!, dije para mí; le llevaré a un asilo; no, no puede ser; le llevo conmigo; tampoco, yo soy viajero; ¿qué hago? dije. Y una voz me contestó: Sigue tu camino, puede que te veas tú lo mismo el día de mañana. 

Llegué a la pintoresca plaza de Tembleque: era esta una plaza soportalada, aquí estaban los bravos cargadores y carreteros de Tembleque. Al entrar en una taberna donde se servía mucho vinazo, me enteré que en este pueblo había mucho salitre y se hablaba de unas romanas enormes que estaban clavadas en el suelo desde hacía muchos años por su peso extraordinario y que las tenían que manejar sólo los antiguos, pues los hombres de ahora no valían nada. De todo esto que oía nada hablaron el bárbaro del cura y los demás compañeros de mesa en la fonda, y puesto que ahora me iba enterando de cosas curiosas y comenzaría a ver el pueblo a mis anchas, me fui a la fonda a recoger mi maleta para trasladarme a una de las posadas que había en esta plaza, con ánimo de quedarme en Tembleque otro día. 

En la posada me dieron una habitación grande, en cuya pared vi brillar al entrar un trozo de espejo en forma de pico e incrustado en ella. 

Por la noche me asomé tras los cristales; toda la plaza estaba desierta, nada más se veía encendida la esfera del reloj del Ayuntamiento. ¡Qué enorme silencio se sentía en aquella posada!; nada más el tic tac de un reloj de una habitación contigua, que debía ser la sala, según pude ver a la entrada; dos sillones y un sofá cubiertos con sus fundas blancas, y encima de una consola el brillar de un espejo y dos fanales redondos de cristal, que debían encerrar ramos de flores de trapo, y una urna con un niño Jesús de cera y una lamparilla encendida en un vaso nadando sobre el aceite y encima del mármol de la consola; luego el resto de la habitación obscura, sin verse sus paredes, en las que estarían colgados algunos retratos o cromos. 

Vi apuntar el sol por la mañana tras los cristales del balcón, y como me había acostado muy temprano había dormido lo bastante y no tenía ya sueño; encendí la luz, busqué la jarra para lavarme y no tenía agua; por no despertar ni molestar a nadie, pues en la posada toda la gente dormía, salí a la calle y bajé a la afueras a ver el pueblo. 

Salí al campo, y al llegar a la estación tenía esta sus puertas cerradas; todo era silencio en ella; encima de una mesa se veía el bronce de la campana de aviso y un farol apagado; enmedio de la vía otro encendido. 

Seguí paseando por una fila de altos árboles; también los pájaros dormían. 

Se sentía frío, el cielo empezaba a clarear y todo tomaba un tinte fino, las casas a lo lejos, la tierra, vi un río y me lavé la cara y las manos y quedé rejuvenecido. 

De pronto, un hombre viejo, que iba a cuerpo y no parecía tener frío, con la barba blanca, vino hacia mí como una aparición que hubiera salido de entre aquellos árboles; le vi llegar alegre, como si me fuera a abrazar, como un amigo al que habría que obsequiar, y se paró a pocos pasos; parece que le estoy viendo; sacó una trompeta, y su sonido alegre y jovial rasgó el aire de la mañana; ¡qué notas más claras, durante unos momentos, me regaló con su música!; y cuando paró se me quedó mirando, como si esperase que fuera a abrazarle y felicitarle. Después desapareció, le estuve buscando, pero no le encontraba; nada más sentía tocar su trompeta en distintas direcciones; pero en vano, ya no le volvería a ver. 

Al poco rato vi las primeras mujeres, que venían al río con grandes cestos, a lavar la ropa; subí al pueblo; calles monótonas, donde parecía que no habitaba nadie; establos donde había algún caballo atado en un patio con la puerta abierta. 

Fachadas enteras de conventos y escuelas, donde se oía la algarabía de los niños que paseaban cantando: "¡Una y una, dos!" "¡Dos y dos, cuatro! Cantos lastimeros de monjas que cantaban tras las rejas, como si las doliera el estómago, y cantando con la nariz, como brujas. Palacios enormes deshabitados, con patios donde cabía un ejército, las paredes ruinosas, sus baldosas llenas de hierba; por dentro, completamente desalquilados de cuadros, de mesas enormes de nogal, de alacenas, tapices y demás objetos suntuosos que se han llevado los anticuarios. Porque en España pasa eso: cuando todo está en ruinas y cuando se han venido abajo esos castillos que destacaban su belleza en la llanura de Castilla y que acogían bajo su planta a tantos pueblos históricos, es cuando sale algún erudito que, apoyado por otro ignorante, que es el ministro de Bellas Artes, entre los dos lo declaran monumento nacional. 

Los carreteros de Tembleque. 

Son estos hombres de pelo en pecho; sus caras se parecen a la del toro, muy barbudos, con las cejas muy pobladas y juntas, las caras atezadas por el sol, las frentes llenas de arrugas y las mejillas con surcos, como la tierra abierta con la azada; encerrados por el negro del afeitado de la barba y el bigote destacan, más descoloridos, los labios y los dientes muy blancos; sus manos, desproporcionadas, grandes y membrudas; sus chaquetas llenas de cuchillos de tela de distinto color, para tapar los rotos, con la zamarra al hombro, en cuyo bolsillo asoma el pañuelo moquero con el que se suenan fuerte y lo atan al cuello para empapar el sudor; sus piernas, calzadas con polainas de cuero con todos los broches y hebillas tapadas y blancas por el barro de los días de lluvia; sus sombreros, de forma rara, encasquetados hasta las orejas. ¡Qué bien saben estos carreteros comer de pie mientras hay un descanso!: abrazan la cazuela y la recuestan en el pecho, llena de patatas, de berzas y cocido; el pan se convierte en moreno cuando lo amasan con los dedos tiznados y negros donde resaltan el blanco de sus uñas, que suelen ser zapateras por los golpes, y a alguno le suele faltar un dedo de la mano, que se ha cogido entre dos moles de piedra; al quedar este dedo deshecho, como un colgajo, ellos mismos se han hecho la amputación sin tener que ir a la Casa de Socorro; abriendo la faca, se lo han cortado y tirado al suelo. 

Los carros. 

Esos carros largos y rústicos, con refuerzos de hierro y con grandes argollas de acero, donde van metidos unos largos garrotes para contener la mercancía y que quitan y ponen los carreteros, según se cargan y descargan; carros destinados para los grandes pesos; unas veces son cuadrados bloques de piedra, barras de hierro y troncos de árboles que llegan a mucha altura, como bosques de leña. 

Los carreteros dejan el palo que sirve para pinchar a los bueyes apoyado en el ancho testuz y en la separación de uno de los cuernos de estos nobles animales; están horas enteras inmóviles, mientras descargan ios carros; muchas veces sienten el alivio de su carga; la lanza se apoya en un palo que lleva debajo contra el suelo y descansa algo; pero cuando los hace recular el carretero, pinchándoles con la vara para calzar el carro nuevo que llega abarrotado, entonces levantan la cabeza con los ojos asustados y sacuden los cuernos; se siente el chirrido de los ejes de las ruedas y las maderas del carro que cruje bajo su carga, lo mismo que las correas y cinchas amarradas por la raíz de sus cuernos y que los oprimen fuertemente sus cerebros, volviéndoles locos de dolor; otras veces clavan las cuatro patas en tierra y están abrumados por el peso, que se les viene encima; de su pecho cuelga un papo grande, que parece tocar en el suelo; y muestran mucho desasosiego por las moscas que le pican en el hocico, llenan sus lenguas y pasean por sus lomos; ellos las sacuden con sus rabos, moviendo sus pesados cencerros que llevan colgados del cuello a un cinturón de cuero, pero las moscas no se van y parecen pegadas a sus pellejos; rumian constantemente y se ven sus dientes viejos, anchos y amarillos; la espuma recorre su  larga boca y cuelga en hilos por sus pechos; como están rendidos, quieren buscar una postura cómoda; sus movimientos son lentos y pesados; cuando se mueven para descansar sobre una pata trasera, parece que tienen que hacer una maniobra como un buque al amarrar al puerto, por lo macizos que son. 

Su testuz tiene un pelo rizoso y basto, a veces lleno de canas duras como cepillos; debajo de sus patas corren las churradas a lo largo de las calles. 

Muchos de estos bueyes tienen los cuernos serrados, porque acordándose de que han sido toros no es la primera vez que han acometido al verse desuncidos y han dado en la espalda o en el pecho una enorme cornada, mandando al otro barrio a su carretero. 

Las mulas. 

A la puerta de un almacén de aceite están descargando unos pesados carros; los pellejos son peludos y rechonchos, atados con gruesas sogas; algunos pellejos tienen pintas de la piel membruda de los toros de que están arrancadas; parecen que tienen también orejas mutiladas como los perros de presa. 

Las mulas de los carros más pesados están desuncidas para que descansen; tienen las cuerdas del tiro dentro de canales de cuero, y sus ganchos se atan a las cabezadas y al collar, lleno de cascabeles y forrado de bayeta verde o roja, dejando señalada una mancha en el cuello, sobre todo en las mulas blancas, al desteñir por el sudor. 

Las mulas son mucho más artistas que los bueyes, y su colocación es más elegante; ¡cómo estiran las patas para desperezarse, las finas patas, llenas de tendones y venas!; aunque nos dan una idea de fuerza, es también de gracia, al mirar sus grupas redondas y bien dibujadas; ¡con qué nobleza recuesta su cabeza para descansar sobre la grupa de otra compañera!; amigas de los perros callejeros son las mulas; a estos les gusta cobijarse bajo sus patas cuando caminan por la calle arrastrando el carro. 

La marcha. 

La plaza de Tembleque, a la caída de la tarde, es cuando estaba más animada y los viajantes hacían sus últimas compras; al pie de las posadas estaban esperando las galeras, con grandes toldos, para partir a distintos pueblos; un cura, montado en un caballo, con su sombrero de teja, metía los pies en los calzos de madera que le servían de estribo, y daba con un vergajo un fuerte golpe en las ancas, que al caballo le debía parecer que era de plomo. 

Los quintos venían cogidos del brazo cantando; llevaban una flor metida en las cintas del sombrero y un papel del número del sorteo. 

En un cajón, como una portería que había en el portalón de mi posada, un escribano estaba escribiendo unos memoriales; en el bolsillo de su levitón asomaba una botella de asta; en otra, que tenía en la mesa, mojaba su pluma de ave; el cuello de esta botella tenía un tapón atado con una cuerda; este era el tintero; debajo estaba la salvadera, cuyos polvos esparce en el papel para secar la tinta. 

Como no había tren a aquella hora cogí una de las galeras, donde me acomodé como pude, para ir a un pueblo vecino, donde por la mañana temprano coincidiría a su llegada el tren que salía para Plasencia.