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TEMBLEQUE
Al bajar del tren y entrar en la estación me encontré con el pueblo cercano; se halla esta villa situada en una explanada y distante de Toledo unas diez leguas.
Era la una de la tarde y entré en la fonda a comer; me senté en la mesa redonda, que presidía un cura con el pelo muy negro, las cejas juntas, debajo de una frente abultada, roja y llena de arrugas; tenía la cara tostada y reluciente; en las manos, cortadas por el frío, se veían las uñas negras de cavar donde estaba enterrada la tierra de Tembleque. Este cura tenía la sotana llena de manchas de grasa, y bautizaba su conversación con muchos coños y puñetas; tenía puesto su bonete, y es el único que estaba cubierto en la mesa; los otros vecinos de comer era gente enferma, que no hacían más que toser, gargajear y hablar de calamidades.
A mi lado había un señor con unas barbas como postizas que le llegaban hasta la mitad del pecho: tenía un color cobrizo, y la calva, que llenaba su estrecho y desconformado cráneo, brillaba como la caoba; su voz parecía enterrada y que salía de su espalda, pues de su pecho a este tabique había poco espacio y por eso era tan cavernosa; todos estábamos agachados en el plato tomando la sopa; sorbíanla despacio y como preocupados en no meter ruido con la cuchara. Luego pusieron una bandeja con unos garbanzos duros que botaban en el plato; después sacaron una fuente, llena de descalabraduras, con unas albondiguillas; todos empezaron a contarlas con la vista y concluimos por servirnos una cada uno y comernos toda la salsa; el último plato era un pollo muy duro, nadando en una salsa negra; al señor enfermo de la calva de madera barnizada le reservaron la pata, según costumbre, que dijo él que tenía. Este hombre triste, mientras comía la pata, sus mandíbulas pa
recían desencuadernarse y que se le iban a caer las barbas; mordía mucho la pata, y después que la dejó pelada empezó a dar golpes con el hueso en el plato como con el palo de un tambor; fumó un cigarro y rodeó el plato de ceniza; luego echó un gargajo que aplastó con la suela de las botas.
De postre pusieron en la mesa un membrillo amarillo como vela de difunto y unas galletas duras.
De sobremesa hablaron de ir al Casino a tomar café y que había unas chicas nuevas en casa de la Bigotes, que no estaba de más el ir a verlas.
Cuando me levanté de la mesa y empecé a andar por el pueblo, vi un estanco; las puertas estaban pintadas con el rojo y amarillo de la bandera nacional, desteñida y borrosa por la lluvia; entré a comprar un cigarro; aquí, lo mismo que en Madrid, los canallas de estanqueros daban el tabaco malo y roto, tiraban la moneda en el mostrador y la hacían botar diez o doce veces para ver si era falsa.
En una casa de un solo piso, con un gran farol de gas debajo de los balcones, decía:
«Casino de Tembleque».
Tuve curiosidad y subí a verlo; en unas paredes ahumadas de papel viejo había unas mesas bajas y panzudas de jugar a las bolas y al billar; sentados al lado de una estufa jugaban al tute mis compañeros de mesa; tenían enfrente los anchos vasos de un café venenoso y las pilas de perras gordas para jugarlas; el cura labrador estaba sentado en medio, con el bonete torcido y su cara color de correa, que de puro bruto le hacía simpático; de su boca, desdentada y negra, no salían más que juramentos y bebía mucho vino; tenía puestas unas botas de suela gorda con espuelas; cuando perdía alguna jugada decía: Cojonian tuam miserere novinus tecum. [sic]
Aquí no se hablaba más que de las próximas elecciones, y todos los presentes tenían esperanzas de salir diputados; el cura decía que él se encargaría de buscar los votos, pero que había que untar el carro de grasa.
Los camareros de este casino estaban cubiertos con boinas y jugaban entre ellos a la baraja en un rincón de la habitación; se veía un hueco en la pared con un tablado: era el teatro, donde por la noche unas cupletistas bailaban la danza del vientre.
Según seguí andando por el pueblo, vi varios conventos de frailes y monjas; me quedé mirando el pórtico de piedra, donde decía: «Padres Franciscanos Observantes»; en la puerta había uno de estos frailes, el hermano limosnero, gordo como un cerdo; me preguntó si era forastero y me invitó a entrar; subimos una escalera y me enseñó la biblioteca; había aquí varios retratos muy españoles de frailes, y un cura, sentado en la mesa de su celda, tenía delante un tintero de cobre, con la campanilla, en la mano una pluma de ave, levantada en actitud de pensar, para escribir en un grueso libro, a cuyo lado estaba un crucifijo; en su cabeza se veía el birrete de doctor, y por fondo, detrás de una cortina, su librería, con tomos de encuademación seria, según la época, y otros en pergaminos con grandes letreros góticos en los lomos.
Me enseñó la celda; en unos pupitres estaban sentados unos frailes comiendo en unas escudillas. «Aquí no se come carne —me dijo—, solo una sopa de ajos»; uno de los hermanos, que estaba dando mordiscos a un jamón, lo ocultó en su pecho al oír esto, y miraba a uno que tenía un chorizo entero metido en la boca.
Al ver que entraba un visitante, aquellos frailes barbudos que estaban entregados al ocio, durmiendo espatarrados en sus sillones, con las manos cruzadas sujetándose las panzas y otros sacando pelotillas de las narices y los pies, se tiraban en el suelo como haciendo penitencia y dándose golpes de pecho.
Estos frailes y monjas son los que ocupan los mejores edificios en España y viven mejor, en medio del mayor silencio y tranquilidad de espíritu, y no piensan más que en comer y dormir y en sacar dinero.
Un poco más arriba de esta calle está el convento de las monjas pasionistas; se veía al entrar un salón pequeño; en la pared de yeso estaba colgado un retrato de una mujer de edad, de cara desagradable, que era la fundadora y la habían hecho santa; junto a su pecho blanco destacaban sus manos amarillas, que sostenían una cruz; sus párpados estaban caídos y tenía una corona de espinas en la cabeza, cuyas puntas tenían sangre; lo raro de este retrato es que se trataba de una muerta y el pintor había atado el cadáver de un clavo en la pared para que se sostuviera de pie. Dentro, en la iglesia, en los balcones y rejas altas, cantaban las monjas, que no se veían nada más que un poco del blanco de su traje, con unas voces desafinadas, como de almas en pena; debían tener todas ellas las bocas desdentadas, porque parecía que cantaban con las puntas de los labios y se durmiesen de vez en cuando, interrumpiendo la retahíla de la letanía. En otro sitio vi una reja alta a la altura del suelo; en ésta entraba más la claridad y se veían las figuras; entreví con la luz una monja joven y guapa que llevaba una pesada cruz al hombro.
Al salir al portal, y respondiendo a mis preguntas, me dijo una pobre vieja que a esta monja la ponían la cruz algunas veces porque se rebelaba y que hacía poco tiempo que había profesado, que debía tener muy buena dote porque era de una familia muy rica.
Seguí por la calle abajo y vi un pobre anciano, buhonero viejo, que había vendido su búho por no poderle dar de comer: estaba lleno de harapos; vino hacia mí, y quitándose la gorra apoyó su calva cabeza en mi vientre como topándome, y cogiéndome de las manos me las besó con unos besos tristes de viejo; yo noté al hablar con él su falta de memoria y que no andaba bien su cabeza por sus palabras incoherentes; me pidió un cigarro; pero yo comprendí su necesidad y le ayudé a quitarse la correa, le bajé los pantalones, y como a un niño pequeño le hice hacer sus necesidades.
¡Cómo salvar a este hombre!, dije para mí; le llevaré a un asilo; no, no puede ser; le llevo conmigo; tampoco, yo soy viajero; ¿qué hago? dije. Y una voz me contestó: Sigue tu camino, puede que te veas tú lo mismo el día de mañana.
Llegué a la pintoresca plaza de Tembleque: era esta una plaza soportalada, aquí estaban los bravos cargadores y carreteros de Tembleque. Al entrar en una taberna donde se servía mucho vinazo, me enteré que en este pueblo había mucho salitre y se hablaba de unas romanas enormes que estaban clavadas en el suelo desde hacía muchos años por su peso extraordinario y que las tenían que manejar sólo los antiguos, pues los hombres de ahora no valían nada. De todo esto que oía nada hablaron el bárbaro del cura y los demás compañeros de mesa en la fonda, y puesto que ahora me iba enterando de cosas curiosas y comenzaría a ver el pueblo a mis anchas, me fui a la fonda a recoger mi maleta para trasladarme a una de las posadas que había en esta plaza, con ánimo de quedarme en Tembleque otro día.
En la posada me dieron una habitación grande, en cuya pared vi brillar al entrar un trozo de espejo en forma de pico e incrustado en ella.
Por la noche me asomé tras los cristales; toda la plaza estaba desierta, nada más se veía encendida la esfera del reloj del Ayuntamiento. ¡Qué enorme silencio se sentía en aquella posada!; nada más el tic tac de un reloj de una habitación contigua, que debía ser la sala, según pude ver a la entrada; dos sillones y un sofá cubiertos con sus fundas blancas, y encima de una consola el brillar de un espejo y dos fanales redondos de cristal, que debían encerrar ramos de flores de trapo, y una urna con un niño Jesús de cera y una lamparilla encendida en un vaso nadando sobre el aceite y encima del mármol de la consola; luego el resto de la habitación obscura, sin verse sus paredes, en las que estarían colgados algunos retratos o cromos.
Vi apuntar el sol por la mañana tras los cristales del balcón, y como me había acostado muy temprano había dormido lo bastante y no tenía ya sueño; encendí la luz, busqué la jarra para lavarme y no tenía agua; por no despertar ni molestar a nadie, pues en la posada toda la gente dormía, salí a la calle y bajé a la afueras a ver el pueblo.
Salí al campo, y al llegar a la estación tenía esta sus puertas cerradas; todo era silencio en ella; encima de una mesa se veía el bronce de la campana de aviso y un farol apagado; enmedio de la vía otro encendido.
Seguí paseando por una fila de altos árboles; también los pájaros dormían.
Se sentía frío, el cielo empezaba a clarear y todo tomaba un tinte fino, las casas a lo lejos, la tierra, vi un río y me lavé la cara y las manos y quedé rejuvenecido.
De pronto, un hombre viejo, que iba a cuerpo y no parecía tener frío, con la barba blanca, vino hacia mí como una aparición que hubiera salido de entre aquellos árboles; le vi llegar alegre, como si me fuera a abrazar, como un amigo al que habría que obsequiar, y se paró a pocos pasos; parece que le estoy viendo; sacó una trompeta, y su sonido alegre y jovial rasgó el aire de la mañana; ¡qué notas más claras, durante unos momentos, me regaló con su música!; y cuando paró se me quedó mirando, como si esperase que fuera a abrazarle y felicitarle. Después desapareció, le estuve buscando, pero no le encontraba; nada más sentía tocar su trompeta en distintas direcciones; pero en vano, ya no le volvería a ver.
Al poco rato vi las primeras mujeres, que venían al río con grandes cestos, a lavar la ropa; subí al pueblo; calles monótonas, donde parecía que no habitaba nadie; establos donde había algún caballo atado en un patio con la puerta abierta.
Fachadas enteras de conventos y escuelas, donde se oía la algarabía de los niños que paseaban cantando: "¡Una y una, dos!" "¡Dos y dos, cuatro! Cantos lastimeros de monjas que cantaban tras las rejas, como si las doliera el estómago, y cantando con la nariz, como brujas. Palacios enormes deshabitados, con patios donde cabía un ejército, las paredes ruinosas, sus baldosas llenas de hierba; por dentro, completamente desalquilados de cuadros, de mesas enormes de nogal, de alacenas, tapices y demás objetos suntuosos que se han llevado los anticuarios. Porque en España pasa eso: cuando todo está en ruinas y cuando se han venido abajo esos castillos que destacaban su belleza en la llanura de Castilla y que acogían bajo su planta a tantos pueblos históricos, es cuando sale algún erudito que, apoyado por otro ignorante, que es el ministro de Bellas Artes, entre los dos lo declaran monumento nacional.
Los carreteros de Tembleque.
Son estos hombres de pelo en pecho; sus caras se parecen a la del toro, muy barbudos, con las cejas muy pobladas y juntas, las caras atezadas por el sol, las frentes llenas de arrugas y las mejillas con surcos, como la tierra abierta con la azada; encerrados por el negro del afeitado de la barba y el bigote destacan, más descoloridos, los labios y los dientes muy blancos; sus manos, desproporcionadas, grandes y membrudas; sus chaquetas llenas de cuchillos de tela de distinto color, para tapar los rotos, con la zamarra al hombro, en cuyo bolsillo asoma el pañuelo moquero con el que se suenan fuerte y lo atan al cuello para empapar el sudor; sus piernas, calzadas con polainas de cuero con todos los broches y hebillas tapadas y blancas por el barro de los días de lluvia; sus sombreros, de forma rara, encasquetados hasta las orejas. ¡Qué bien saben estos carreteros comer de pie mientras hay un descanso!: abrazan la cazuela y la recuestan en el pecho, llena de patatas, de berzas y cocido; el pan se convierte en moreno cuando lo amasan con los dedos tiznados y negros donde resaltan el blanco de sus uñas, que suelen ser zapateras por los golpes, y a alguno le suele faltar un dedo de la mano, que se ha cogido entre dos moles de piedra; al quedar este dedo deshecho, como un colgajo, ellos mismos se han hecho la amputación sin tener que ir a la Casa de Socorro; abriendo la faca, se lo han cortado y tirado al suelo.
Los carros.
Esos carros largos y rústicos, con refuerzos de hierro y con grandes argollas de acero, donde van metidos unos largos garrotes para contener la mercancía y que quitan y ponen los carreteros, según se cargan y descargan; carros destinados para los grandes pesos; unas veces son cuadrados bloques de piedra, barras de hierro y troncos de árboles que llegan a mucha altura, como bosques de leña.
Los carreteros dejan el palo que sirve para pinchar a los bueyes apoyado en el ancho testuz y en la separación de uno de los cuernos de estos nobles animales; están horas enteras inmóviles, mientras descargan ios carros; muchas veces sienten el alivio de su carga; la lanza se apoya en un palo que lleva debajo contra el suelo y descansa algo; pero cuando los hace recular el carretero, pinchándoles con la vara para calzar el carro nuevo que llega abarrotado, entonces levantan la cabeza con los ojos asustados y sacuden los cuernos; se siente el chirrido de los ejes de las ruedas y las maderas del carro que cruje bajo su carga, lo mismo que las correas y cinchas amarradas por la raíz de sus cuernos y que los oprimen fuertemente sus cerebros, volviéndoles locos de dolor; otras veces clavan las cuatro patas en tierra y están abrumados por el peso, que se les viene encima; de su pecho cuelga un papo grande, que parece tocar en el suelo; y muestran mucho desasosiego por las moscas que le pican en el hocico, llenan sus lenguas y pasean por sus lomos; ellos las sacuden con sus rabos, moviendo sus pesados cencerros que llevan colgados del cuello a un cinturón de cuero, pero las moscas no se van y parecen pegadas a sus pellejos; rumian constantemente y se ven sus dientes viejos, anchos y amarillos; la espuma recorre su larga boca y cuelga en hilos por sus pechos; como están rendidos, quieren buscar una postura cómoda; sus movimientos son lentos y pesados; cuando se mueven para descansar sobre una pata trasera, parece que tienen que hacer una maniobra como un buque al amarrar al puerto, por lo macizos que son.
Su testuz tiene un pelo rizoso y basto, a veces lleno de canas duras como cepillos; debajo de sus patas corren las churradas a lo largo de las calles.
Muchos de estos bueyes tienen los cuernos serrados, porque acordándose de que han sido toros no es la primera vez que han acometido al verse desuncidos y han dado en la espalda o en el pecho una enorme cornada, mandando al otro barrio a su carretero.
Las mulas.
A la puerta de un almacén de aceite están descargando unos pesados carros; los pellejos son peludos y rechonchos, atados con gruesas sogas; algunos pellejos tienen pintas de la piel membruda de los toros de que están arrancadas; parecen que tienen también orejas mutiladas como los perros de presa.
Las mulas de los carros más pesados están desuncidas para que descansen; tienen las cuerdas del tiro dentro de canales de cuero, y sus ganchos se atan a las cabezadas y al collar, lleno de cascabeles y forrado de bayeta verde o roja, dejando señalada una mancha en el cuello, sobre todo en las mulas blancas, al desteñir por el sudor.
Las mulas son mucho más artistas que los bueyes, y su colocación es más elegante; ¡cómo estiran las patas para desperezarse, las finas patas, llenas de tendones y venas!; aunque nos dan una idea de fuerza, es también de gracia, al mirar sus grupas redondas y bien dibujadas; ¡con qué nobleza recuesta su cabeza para descansar sobre la grupa de otra compañera!; amigas de los perros callejeros son las mulas; a estos les gusta cobijarse bajo sus patas cuando caminan por la calle arrastrando el carro.
La marcha.
La plaza de Tembleque, a la caída de la tarde, es cuando estaba más animada y los viajantes hacían sus últimas compras; al pie de las posadas estaban esperando las galeras, con grandes toldos, para partir a distintos pueblos; un cura, montado en un caballo, con su sombrero de teja, metía los pies en los calzos de madera que le servían de estribo, y daba con un vergajo un fuerte golpe en las ancas, que al caballo le debía parecer que era de plomo.
Los quintos venían cogidos del brazo cantando; llevaban una flor metida en las cintas del sombrero y un papel del número del sorteo.
En un cajón, como una portería que había en el portalón de mi posada, un escribano estaba escribiendo unos memoriales; en el bolsillo de su levitón asomaba una botella de asta; en otra, que tenía en la mesa, mojaba su pluma de ave; el cuello de esta botella tenía un tapón atado con una cuerda; este era el tintero; debajo estaba la salvadera, cuyos polvos esparce en el papel para secar la tinta.
Como no había tren a aquella hora cogí una de las galeras, donde me acomodé como pude, para ir a un pueblo vecino, donde por la mañana temprano coincidiría a su llegada el tren que salía para Plasencia.
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