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domingo, 17 de julio de 2016

Falacia de la ventana rota y obsolescencia programada

La falacia de la ventana rota fue propuesta por el economista liberal Frédéric Bastiat en su ensayo de 1850 Ce qu'on voit et ce qu'on ne voit pas ("Lo que vemos y lo que no vemos") para ilustrar la idea de los costes escondidos o costes de oportunidad: si un niño rompe el cristal de un comercio, al principio, todo el mundo simpatiza con el comerciante, pero algunos pronto empiezan a sugerir que el cristal roto beneficia al cristalero, que comprará pan con ese beneficio; a su vez beneficia al panadero, quien con ese dinero comprará zapatos, beneficiando al zapatero y así sucesivamente. En fin, el pensamiento capitalista vulgar, imbuido de un patológico optimismo emprendedor y cortoplacista llega a la conclusión de que el niño no es culpable de vandalismo: ha hecho un favor a la sociedad creando beneficio a toda ella.

Bastiat indica que la falacia consiste en que se consideran los beneficios del cristal roto pero se ignoran los costes escondidos: el comerciante está obligado a comprar un cristal nuevo cuando con ese dinero habría ido a comprar pan beneficiando al panadero de un modo más legítimo a largo plazo. Al final, mirando al conjunto de la industria, el resultado es negativo: se ha perdido el valor de un cristal, llegando Bastiat a la conclusión de que «la sociedad pierde el valor de los objetos inútilmente destruidos» y que «la destrucción no es beneficio».

Pues bien, esto se asocia estrechamente al defecto principal de la sociedad capitalista: produce demasiada basura (incluso basura humana, gente que en sí misma es basura porque no se les castigan este tipo de conductas: el niño al que se le permite romper ventanas, banqueros con contratos blindados que provocan la ruina de varias familias impunemente, políticos que se acogen a la prebenda de no ser juzgados y pasan o se desentienden de toda responsabilidad moral o no, técnicos que escogen tuberías de fibrocemento porque son más baratas aunque al cabo resulten más caras etc.), y esa basura, a la larga, perjudicará seriamente a la humanidad (o a nosotros, que duele más) porque, malthusianamente, los bienes son más escasos que nuestra capacidad para procesarlos. La obsolescencia programada es el resultado más perverso de esa manera capitalista de concebir el beneficio atendiendo solo a bienes particulares y no a bienes generales, como pretende el imperativo categórico kantiano. El mejor resumen de lo que expreso lo hizo un basurero al indicar que "quienes no recogen la basura que tiran con el pretexto de que así le dan trabajo al basurero deberían dejar que les rompiera la dentadura de un puñetazo para que los dentistas tuvieran trabajo".

La falacia de la ventana rota sirve para determinar si una medida es buena o mala mirando sus consecuencias a largo plazo para toda la población, y no sólo las que tienen lugar a corto plazo para una parte de la misma (por ejemplo, para ese porcentaje mínimo de ricos que se ha beneficiado de las políticas de Rajoy o, a mayor escala, de la patrona a la que sirve, la Merkel -y en el pasado a los políticos del pan para hoy y hambre para mañana: Thatcher y Reagan- a costa del adelgazamiento de un mucho mayor sector de la clase media, como ha señalado Thomas Piketty, y una mayor oscilación y falta de estabilidad en la economía a causa de la desregularización promovida por el neoliberalismo y sus no declarados discípulos socialistas: Blair, González etc.: la existencia de contrapesos reguladores garantiza la estabilidad a largo plazo. Y también a largo plazo es el cuidado de la buena calidad educativa de la población: ya se ve que ni Thatcher ni Reagan cumplían con un mínimo de humanidades, ni mucho menos de humanidad. En ellos eso era cuando menos rudimentario.

Y al final, resulta que la mayoría de nuestros políticos son unos niños irresponsables a los que hay que culpar de haber roto el cristal del futuro de la mayor parte de la sociedad, la clase media.

martes, 3 de mayo de 2016

Fahrenheit 451

Es una de las películas más inquietantes que he visto, Fahrenheit 451 de François Truffaut, sobre una novela de Ray Bradbury. Hoy tendría más sentido hacerla que antes, porque la cultura audiovisual está aplastando a la escrita. La escena en la que la mujer se quema viva entre sus libros me conmocionó.

1. Avance, o, como se suele decir, trailer.
2. El discurso del jefe de bomberos.
3. Película pirateada completa. Véase especialmente a partir de 47 minutos 12 segundos. Es una escena que me impresionó y a la que pertenece la imagen de abajo. 

En El nombre de la rosa también se quema una biblioteca. Se oponen apocalípticos e integrados:

4. La risa y el segundo libro de la Poética de Aristóteles


5. Artículo mío sobre la quema de libros en la literatura.

lunes, 23 de noviembre de 2015

La engañifa de las pensiones de jubilación

Mnauel V. Gómez e Íñigo de Barrón, "La carta que el Gobierno no quiere que llegue a leer. Los mayores de 50 años iban a recibir un informe con su pensión pública futura. El Ejecutivo lo ha vetado para evitar que se conozcan las bajas prestaciones", en El País, 23 NOV 2015:

El simulador de pensiones solo es fiable para jubilaciones antes de 2019

El Gobierno no va a cumplir con su promesa de enviar una carta a los mayores de 50 años con la pensión privada y pública futura. Lo admitió el propio secretario de Estado de la Seguridad Social, Tomás Burgos, cuando, el pasado 5 de noviembre, dijo: “Comprometido, pero no realizado”. En lugar de la misiva, Burgos presentó un simulador electrónico, puesto en marcha en la web Tu Seguridad Social, en el que se puede consultar una aproximación de cómo será la prestación de los futuros jubilados con limitaciones y dificultades técnicas. El sector del ahorro privado cree que el Gobierno ha parado la carta para evitar dar malas noticias por motivos electorales.

El compromiso del PP con esta incitativa —que ya se ha hecho en algunos de los principales países de la Unión Europea— viene de lejos. En enero de 2011, el PP pidió en la reunión del Pacto de Toledo, donde se regula la marcha de las pensiones públicas, que se incluyera una recomendación para que se facilitara el conocimiento del importe de las cotizaciones realizadas. El Gobierno de Zapatero, en julio de 2011, poco antes de dejar el poder, contó con el apoyo del PP para aprobar una disposición adicional en la que estableció la obligación de la Seguridad Social de informar a cada trabajador sobre su jubilación, obligación que se extendió a las empresas privadas de seguros y fondos de pensiones.

La propia ministra de Empleo, Fátima Báñez, el 8 de mayo de 2012, resaltó la importancia de facilitar a los ciudadanos información precisa sobre las expectativas de la pensión, para lo que anunció que se crearía una regulación reglamentaria. El 8 de abril de 2014, Burgos, anunció la intención del Gobierno de plasmar el derecho de información sobre la pensión en un “real decreto de próxima aparición”.

Así, se elaboró un borrador de real decreto, sometido a los interlocutores sociales, a la patronal de fondos de inversión y fondos de pensiones, Inverco, y a la de seguros, Unespa. Después de las consultas, se envió al Consejo de Estado.

Todo estaba preparado

Estaba previsto enviar la carta para finales de 2014. Los grandes bancos se lo creyeron y anunciaron campañas comerciales con el lanzamiento de herramientas en las que usarían de gancho la escasa pensión pública para que los clientes la complementaran con sus productos de ahorro.

¿Qué pasó para que la carta no se remitiera? Fuentes consultadas coinciden en que fue desde el palacio de la Moncloa donde se paralizó la misiva ya que incluso llegó a debatirse en la reunión de subsecretarios previa al Consejo de Ministros. Ninguna de esas fuentes duda de que ha sido la voluntad política la que ha dado con la carta en la papelera, porque el real decreto estuvo a punto de salir hace más de un año.

Por una razón u otra, la información nunca llegó y la banca, sin ocultar su enfado, trató de salir del paso con simulaciones del ahorro privado. “Tener esta información es más importante que las ventajas fiscales que se puedan dar a los fondos de pensiones. Los cotizantes tienen derecho a saber lo que pueden esperar del Estado para hacer sus planes y evitar sorpresas desagradables cuando llegue la jubilación”, afirma Pilar González de Frutos, presidenta de la patronal de seguros, Unespa, y ex directora general de Seguros con el PP. Su testimonio refleja el malestar del sector, que no se conforma con el simulador. “La web está bien, pero es insuficiente. El Gobierno debía cumplir lo que prometió y sacar la carta escrita, que es lo que la gente puede entender bien”.

En términos parecidos se expresa Ángel Martínez-Aldama, presidente de la patronal Inverco: “La gente con más de 50 años es la que tiene más dificultad para manejarse con el simulador porque no tiene tanta facilidad con los medios electrónicos. La carta era una obligación del Gobierno; ahora quedará para el siguiente”.

Desde organismos del Gobierno se ha acusado al sector privado de frenar esta iniciativa para que el cliente no viera que es más rentable la pensión pública que la privada. Tanto González de Frutos como Martínez-Aldama niegan que hayan paralizado el proceso. Ambos coinciden en admitir que no fue fácil llegar a una información más o menos homogénea, que siguiera unos parámetros comparables a los de la pensión pública, pero aseguran que al final se alcanzó un consenso técnico. Estaba previsto que los que tuvieran pensión privada recibirían una carta y, de forma separada, el Estado enviaría otra a todos los mayores de 50 años.

Desde la Secretaría de Estado de la Seguridad Social se estuvo tan convencido de que la carta iba a ser realidad, que adjudicó dos concursos a empresas privadas: Mailfactory, se encargaría de imprimir las cartas y los sobres por 251.000 euros; y Unipost, se haría cargo del envío por 1,3 millones, un importe menor a los 2,2 millones por los que se licitó el concurso. En Empleo alegan que la paralización del proyecto no tendrá ningún coste público.

“Los mercados van mal y los tipos de interés están casi en cero, con lo que la rentabilidad de los productos en donde invierten los fondos de pensiones van peor de lo previsto. Por eso es tan importante la carta y la información”, asegura un experto del sector.

Un simulador complejo y limitado

El simulador que ha puesto en marcha el Gobierno no incluye el factor de sostenibilidad. A partir de 2019 será un nuevo parámetro que influirá en el cálculo de la pensión inicial y la ligará a la esperanza de vida a los 67 años. No está incluido porque en su primera versión precisa datos de hasta 2017. Esto hace que la solución que ofrece solo sea fiable para quienes vayan a jubilarse antes de 2019.
Incluso este dato no es válido en todos los casos, porque tampoco se incluyen los topes que tiene la pensión máxima, que en 2015 asciende a 2.560,8 euros en 14 pagas mensuales (2.987,7 en 12), independientemente de lo cotizado (nunca más de una base de 3.606 euros en 12 mensualidades). Un ejemplo, si alguien cotiza por un sueldo de 3.412 euros al mes ahora y lo ha hecho durante los últimos 16 o 17 años, el simulador arroja un dato que supera la pensión máxima. No obstante, se lo advertirá: “Tu pensión puede verse limitada por superar la máxima”.

miércoles, 15 de julio de 2015

El estudio de la muerte

Me interesa la muerte, porque no hay misterio más hondo ni soslayado que ese; nadie habla de ello si lo puede evitar. Al menos eso parece, porque Freud descubrió en 1920 que existe en nosotros una pulsión de muerte que hace a muchos buscar una serenidad anterior a la vida rondando la autodestrucción o, secundariamente, haciéndola caer sobre los demás, al estilo Hítler; mucha gente no quiere ser feliz sino estar definitivamente tranquila. Esa es su felicidad: una regresión.

Pero quien mejor ha rondado la muerte y sus consecuencias humanas creo que ha sido la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross. Su profundo estudio ha ayudado a mucha gente a llegar en buenas condiciones a este trance e incluso con alguna curiosidad, como don Rodrigo Manrique. En 1969 describió las cinco etapas que afronta cualquier persona cuando tiene que aceptar lo inaceptable: el fin de todo lo que conoce, incluso su yo:

1. Negación (pero la palabra que mejor lo define es incredulidad o rechazo): "Esto no está pasando". "Se confunde, esto no me pasa a mí, debe referirse a otro". Es un muro temporal y no contendrá el tsunami emocional. De ahí se pasa al asombro: "¿Cómo es posible?"

2. Y a la ira: ¿Por qué a mí? ¡No es justo! El afectado reconoce que la negación no puede continuar y siente ira, envidia, resentimiento y hosquedad por los que no están en su caso, gozan de la vida o tienen un futuro.

3. Negociación. Hay que "vivir" con "eso" como sea. La víctima hace planes para demorar lo inevitable y lograr conseguir al menos algunos de los objetivos que tenía: ver a sus hijos "colocados" o "casados", y busca maneras de aplazar un tiempo lo inevitable. En esta etapa se busca a un poder superior, Dios o como se llame, en que poner esperanzas para conseguir alguna transacción que reporte mutuo beneficio: "Cambiaré de vida", "dejaré de fumar", "me uniré a ese tratamiento tan prometedor..."

4. Depresión. Nada tiene sentido ya ni objetivo: fui un tonto si no me di cuenta antes, cuando andaba en persecución de cosas que si lograba luego sustituía por otras. ¿Para qué ya nada? Se plantean ideas de suicidio ¿por qué seguir? acelerando la venida de lo inevitable. En esta etapa se empieza a conocer verdaderamente el significado insoslayable que tiene la muerte. El individuo pierde todo interés en hablar y relacionarse y lo observa todo con abandono; pasa mucho tiempo llorando y lamentándose. La persona moribunda experimenta la soledad con mayúsculas. Y desconecta todo sentimiento de amor y afecto. Por esta etapa se debe pasar: hay que sufrir... pretender alegrar a una persona que se encuentra en este trance es contraproducente: proporciona más sinsentido y angustia.

5. Aceptación. El más noble de los sentimientos, la resignación. Y, después, prepararse para lo inevitable como hacían los estoicos. No hay solución, no hay remedio, o, como dice Manrique "Y consiento en mi morir / con voluntad placentera / clara y pura, / que querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera / es locura" Contra la realidad no se puede luchar: esto tiene que ocurrir. Se depone todo sentimiento y dolor... Pero, en el caso de don Rodrigo Manrique, se siente incluso una cierta curiosidad...

No todos atraviesan por todas estas fases ni en este orden; algunos, incluso, ni se enteran porque no quieren enterarse: son típicamente infantiles e inmaduros, como esos políticos que entierran repetidamente su cabeza de avestruz. La película Empieza el espectáculo de Bob Fosse expone muy bien estas fases terminales, bordeando en muchos aspectos Ocho y medio de Fellini; ¿qué diré también de esas dos obras maestras de Ingmar Bergman, El séptimo sello, con todas esas diversas posturas ante la muerte, y Fresas salvajes, con ese profesor de medicina que no puede curarse a sí mismo? "Escriba usted el primer deber de un médico". En otra película, Sin perdón, el guionista hace un trabajo magnífico cuando hace hablar a William Munny cuando se enfrenta a la pérdida de su único amigo: atraviesa las bien definidas fases de Kübler Ross. En realidad, se atraviesan ante cualquier idea inaceptable. Y hacen madurar: quienes han estudiado la muerte han averiguado que tras pasar por ese trance... y sobrevivir por cualquier chiripa, se es mejor persona. Quizá los políticos tendrían que pasar por el trance; igual hasta nos gobernaban mejor... aunque lo que recomendaba John Lennon era que les dieran un chute de LSD. Un viaje (bueno o malo) a la tierra de la plena consciencia ofrecía, según él, unos resultados muy parecidos. En realidad, todo esto es muy antiguo: los libros de los muertos tibetanos y egipcios, el poeta roano Lucrecio, las consolationes de los estoicos, el Ars moriendi medieval y los doctores Raymond J. Moody y Eben Alexander ya han hablado mucho y muy bien de todo esto, por no hablar de todas las mitologías y religiones: sería cuento de nunca acabar.

Pero sí añadiré que hay una venganza póstuma contra la muerte; tiene que ver con lo que los budistas descubrieron: que no puede morir lo que no existe, pues no hay un yo, al menos un yo único. Se encuentra en el tópico literario opuesto a toda la siniestra ringlera del ubi sunt?, vanitas vanitatum, omnia mors aequat, memento mori, quotidie morimur, tempus fugit... Es Non omnis moriar: "No todo morirá", ni el arte, ni los buenos hechos perecerán nunca. Los hijos que uno deja y conservan su recuerdo y sus virtudes, porque amaron y respetaron a sus padres; las buenas acciones que liberaron del sufrimiento a la gente... todos esos actos condenan a muerte a la Muerte. ¿A que en vuestra memoria hay gente a la que gusta recordar y que nunca olvidaréis? ¡Qué digo! ¿No perdura el nombre de don Rodrigo Manrique no ya en el poema con que salvó su memoria de héroe al par que la suya como artista su hijo Jorge, sino en la localidad que fundó y repobló: Villamanrique? Es significativo el final de las Coplas, cuando el maestre Rodrigo muere rodeado de toda la gente que le quiere y aprecia: "Dejonos harto consuelo / su memoria". Fundar Villamanrique fue algo bueno: "Murió el hombre, más no murió el su nombre". Y unos versos de su honorabilísimo tío Gómez Manrique, alcalde de Toledo, todavía permanecen indelebles en un pilar del Ayuntamiento de Toledo, proponiendo lo correcto por encima de cualquier otra consideración (otra cosa es que le hicieran caso):

Nobles discretos varones
que gobernáis a Toledo,
en aquestos escalones
desechad las aficiones,
codicias, amor y miedo.
Por los comunes provechos
dexad los particulares.
Pues vos fizo Dios pilares
de tan riquísimos techos,
estad firmes y derechos.

En una época de nihilismo y sinvergonzonería donde lo único que importa es el ego y sus poco variadas variedades, conviene recordar lo que los castellanos antiguos llamaban honor, hidalguía, nobleza, dignidad. Es lo único que puede hacernos llegar a la muerte tranquilos. Lo único que puede transformar a la muerte en una plenitud. Lo único que puede hacernos vivir después. Dixi.

sábado, 23 de mayo de 2015

El futuro según Silicon Valley

Thomas Schulz, "Silicon Valley, la tierra del mañana", 17 mayo 2015:

En Silicon Valley está surgiendo una nueva élite de ingenieros y pensadores que no solo quiere decidir lo que consumimos, sino también cómo vivimos. Pretenden cambiar el mundo y no piensan aceptar las reglas tradicionales. ¿Debemos pararles?

A juzgar por todo lo que se oye de él, Travis Kalanick, fundador y jefe de Uber, parece un cabrón. Insulta públicamente a sus competidores y se ríe de sus clientes en Twitter. A los políticos los considera unos incompetentes. Kalanick da a entender que a él le resulta tan fácil llevarse a las mujeres a la cama como a otros llamar a un taxi. A las protestas de sus conductores por las malas retribuciones responde vaticinando que, de todos modos, en el futuro serán sustituidos por ordenadores.

A Uber le han bastado cinco años para extenderse desde San Francisco a más de 50 países, pese a las resistencias (en España su servicio está suspendido). Es un producto excelente. En la mayor parte del mundo, no solo es más barato, sino mejor que cualquier taxi. En el fondo, podría dar igual cómo fuera el jefe, pero en este caso la cosa no es tan sencilla, ya que la empresa es un reflejo de su fundador: agresiva, desaprensiva y exageradamente ambiciosa. Cuando la ciudad de Portland (EE UU) prohibió Uber porque incumplía la legislación, a Kalanick le dio igual y siguió adelante con sus planes. El jefe de la autoridad del transporte de la ciudad no daba crédito: “Se creen que pueden presentarse aquí e infringir la ley. Es increíble. Por lo visto, se creen Dios”. La oposición es similar en muchas otras ciudades en las que Uber hace caso omiso de las decisiones de los tribunales. Pero para Kalanick todo esto no son más que refriegas en una guerra de conquista mucho mayor: convertirse en un gigante de la movilidad que transporte personas y mercancías, a cualquier lugar, simplemente pulsando una tecla y a precios económicos.

Uber no es la única empresa en busca de la conquista planetaria. Así es como piensan todas: Google y Facebook, Apple y Airbnb, los demás gigantes digitales y miles de empresas pequeñas que siguen su ejemplo. Su meta es el mundo entero. Tienen la vista puesta en objetivos muy realistas. Todo esto es posible gracias a la combinación de dos elementos con un impacto sin precedentes en la historia de la economía: globalización y digitalización.

El progreso tecnológico ha sido vertiginoso. Lo que está en marcha es una transformación social de la que, al final, nadie podrá sustraerse; una revolución comparable con la industrialización del siglo XIX, solo que ahora todo sucede mucho más deprisa. El nuevo gobierno mundial tiene su cuartel general en ­Silicon Valley. Son fundadores y directivos de empresas como Serguey Brin, de Google, Tim Cook, de Apple, y Mark Zuckerberg, de Facebook, y arribistas como Travis Kalanick, de Uber, y Joe Gebbia, de Airbnb. También inversores de capital riesgo que van repartiendo millones, además de innumerables programadores, genios de la informática e ingenieros.

Entre los nuevos amos del universo y sus predecesores de Wall Street hay una diferencia fundamental: para los primeros, lo más importante no es el dinero. No les basta con el poder que da la riqueza. No quieren dictar simplemente lo que consumimos, sino también cómo vivimos. No quieren conquistar un solo sector, sino todos. No se dirigen hacia el futuro con paso vacilante, sino que son ideólogos con una agenda bien clara. La religión de los señores de Wall Street era el dinero. La fe de los nuevos dirigentes va mucho más allá. La impulsa una idea. Es la fe en una misión.

Los visionarios de Silicon Valley pretenden sanar a la humanidad. Creen en un futuro mejor gracias a la tecnología del mismo modo que un hinduista convencido cree en la reencarnación. Están convencidos de que trabajan por el bien de la humanidad. Pero no les gusta que la gente se entrometa. Aborrecen la política y consideran que la regulación no solo es un obstáculo, sino un anacronismo. Si ese nuevo mundo maravilloso se ve interceptado por valores sociales tales como la esfera privada o la protección de datos, es que hacen falta valores nuevos. Encuentran las raíces de su tarea de traer la felicidad a la humanidad en la contracultura de los años sesenta que ya influyó a Steve Jobs. Su visión del mundo se guía por ideas libertarias en la tradición de pensadores radicales como Noam Chomsky, Ayn Rand y Friedrick Hayek.

¿Debemos lanzarnos contra estos nuevos conquistadores del mundo? Hay algo más: el de Silicon Valley es un mundo masculino. La directivas como Marissa Mayer, presidenta de Yahoo, son la excepción; algunas empresas emergentes no contratan a mujeres, a las emprendedoras les cuesta mucho más conseguir inversores. ¿Pueden las visiones globales ser unilaterales?

Algo es seguro. En los próximos años se producirá un debate mundial acerca de cómo regular el universo digital. Quien desee contribuir a diseñar ese futuro debería conocer a fondo Silicon Valley y a sus líderes. Cuatro encuentros con destacados gurús abren una ventana a ese universo.

En general se admite que Ray Kurzweil es un genio. Es director de ingeniería de Google, ha recibido 10 doctorados honoris causa, inventó el escáner de cama plana y el primer sintetizador de voz, y posee otras varias docenas de patentes. Kurzweil dedica su vida a reflexionar sobre la tecnología, y hace algunos años concluyó que en 2019 los ordenadores podrán hacer lo mismo que los seres humanos, solo que mejor. Tiene 67 años, pero es tan ágil y tiene tanta energía como si tuviese 35. Cada día toma 150 pastillas entre vitaminas, minerales y enzimas, y se inyecta dudosos complementos dietéticos. Su meta es resistir hasta que la tecnología esté en condiciones de prolongar la vida humana. No le cabe duda de que ese momento no está lejos. Al fin y al cabo, Google y otra docena de empresas ya están trabajando a toda máquina para detener el envejecimiento y derrotar al cáncer.

La religión de Wall Street era el dinero. La fe  de los nuevos dirigentes va mucho más allá
La fe radical en el progreso ha sido siempre el rasgo distintivo de Silicon Valley, desde que, hace 50 años, sus ingenieros empezaran a fabricar los primeros microchips. Hace ya más de una década, Kurzweil sintetizó este optimismo tecnológico en un único concepto: singularidad. El término hace referencia al futuro en el que los seres humanos y las máquinas se parecerán tanto que la humanidad será catapultada en un instante al siguiente estadio de civilización. Será una especie de reacción en cadena provocada por la aceleración mutua de diversas tecnologías que, de golpe, harán posible lo que hasta entonces solo existía en las novelas de ciencia ficción: máquinas inteligentes, la prolongación de la vida, hologramas tridimensionales. Será una especie de nuevo big bang digital. “El cambio tecnológico será tan rápido que la vida humana se transformará irrevocablemente”, dice Kurzweil en su libro La singularidad está cerca.

Cuanto más se impone la digitalización, menos descabellada suena la idea de la singularidad. La potencia de computación y las capacidades de las máquinas están aumentando aceleradamente. La razón radica en el desarrollo humano. Los últimos 100.000 años de historia transcurrieron a nivel local y a un ritmo lineal. Ahora, el desarrollo de la civilización está siguiendo un curso global y exponencial. Hace seis años, Kurzweil, junto con un puñado de colaboradores y con una inyección de fondos de Google, fundó la Universidad de la Singularidad, cuya función es enseñar a los directivos y los emprendedores a dejar de pensar de forma lineal. El objetivo que se inculca a los participantes en los cursos, que duran varios meses, es montar un negocio que, en diez años, llegue a mil millones de personas.

En los últimos años, ninguna otra empresa ha desarrollado tantos proyectos representativos de las oportunidades y los riesgos de este nuevo mundo de ciencia ficción como Google: el coche autónomo, las gafas de realidad aumentada, unas lentes de contacto que miden el nivel de glucosa en la sangre. Todos estos inventos proceden de un único laboratorio, llamado Google X, fundado por Sebastian Thrun, un informático alemán. Thrun es el hombre de confianza de Larry Page, presidente de Google. Según sus palabras, “la singularidad ya está aquí”. No cree que las máquinas vayan a sustituir a todas las personas, pero sí a muchas. Lo bastante como para que tengamos que volver a plantearnos cómo aprendemos, cómo trabajamos e incluso cómo organizamos nuestros Gobiernos. “Una persona con el sistema correcto es tan eficaz como cien personas hasta hace poco”. Podrían desaparecer cada vez más puestos de trabajo, sustituidos por programas informáticos, un proceso que, en su opinión, ya es imparable.

Desde su juventud, a Thrun le interesan el cerebro y la inteligencia humanos. Por eso se hizo especialista en robótica. “Quien intenta conseguir que un robot sea inteligente desarrolla un gran respeto por la magnitud de la inteligencia humana”. En Silicon Valley es, a sus 47 años, una autoridad, un modelo para todos.

Ahora pasa la mayor parte del tiempo en su propia empresa, Udacity, cuyo objetivo es revolucionar la enseñanza. Ofrece los llamados cursos masivos abiertos online, programas de formación y títulos por Internet a gran escala. ¿Por qué precisamente la enseñanza? “Me gustaría cambiar la sociedad, y eso me ha hecho preguntarme cómo puedo maximizar mi influencia positiva en el mundo”, dice .

Thrun considera que la gente que trabaja en Silicon Valley es al mismo tiempo arrogante y humilde. Arrogante “porque afirmamos que podemos cambiar el mundo”. Humilde “porque admitimos que no sabemos exactamente cómo hacerlo, sino que, sencillamente, vamos probando”. “No creo en los planes ni en las predicciones precisas acerca del desarrollo de algo”, declara Thrun. “Creo en las metas ambiciosas, en las misiones”. Udacity aspira a alcanzar los 1.000 titulados diarios. “No sé cuándo lo conseguiremos, ni tampoco cómo lo haremos, pero podemos intentar trabajar cada día tan duro y a tanta velocidad como sea posible”.

En esta visión del mundo, la política es el gran enemigo, ya que es un obstáculo al desarrollo. Thrun considera probado que “las reglas se dictan para consolidar las estructuras existentes. Nosotros intentamos eludirlas”. Considera que Uber es el mejor ejemplo de cómo se ponen obstáculos a las ideas nuevas. Cuando se le pregunta si conoce a Kalanick, responde, “Naturalmente. Todos nos conocemos bien”. ¿El Estado, la Administración, también son, en último término, un sistema que hay que reinventar? “Por supuesto,”, manifiesta Thrun. En algún momento habría que sentarse y reflexionar cómo se podría gobernar de una manera más eficaz y verdaderamente democrática.

En Silicon Valley, recalca Peter Thiel, las ideas libertarias constituyen “una corriente bastante extendida”. Hasta se podría decir que dominante. Thiel es su representante más prominente. Es una de las figuras centrales del universo digital, inteligente y polémico, visionario e ideólogo jefe, un fenómeno excepcional incluso dentro de la reducida camarilla de los multimillonarios gigantes de la tecnología.

Al final de los años noventa, Thiel, junto con otros colaboradores, fundó PayPal, el servicio de pago por Internet. Esa fue la primera vez que se hizo rico. Fundó una sociedad de inversión, se jugó el dinero a contracorriente y los millones volvieron a fluir. Más tarde, fue el primero en dar dinero a Mark Zuckerberg para su recién creada empresa; 500.000 dólares a cambio del 10% de Facebook. Thiel se hizo rico por tercera vez. Ahora reparte cientos de millones de dólares entre jóvenes empresas de nueva creación, es uno de los inversores de capital riesgo más influyentes y su dinero es tan codiciado como su consejo.

Creen que trabajan por el bien de la humanidad, pero no les gusta que la gente se entrometa
La élite tecnológica ha creado una filosofía política a medida que encaja con sus objetivos. Su máxima es bienestar y satisfacción para todos mediante la máxima autonomía y el mínimo Estado posible. En 2009, Thiel publicó el ensayo La educación de un libertario. En él asegura: “Estamos en una carrera a vida o muerte entre la política y la tecnología”. El destino de la humanidad podría depender en último término de una sola persona que construya una “maquinaria de la libertad” que asegure que el mundo será del capitalismo.

Thiel es originario de Alemania. Nació en Sprendlingen, cerca de Frankfurt, pero se marchó del país cuando tenía un año. Su padre, ingeniero químico, recorrió el mundo con su familia. Pasaron por Sudáfrica y Namibia, y por fin aterrizaron en una pequeña ciudad cercana a San Francisco. En su adolescencia, Thiel era un genio del ajedrez y devoró innumerables veces El Señor de los anillos, la biblia del género fantástico. Todavía hoy da a sus fondos de inversión los nombres de lugares y personajes del libro favorito de su juventud.

El cuartel general de Thiel Capital tiene su sede en el Presidio de San Francisco, una base militar fundada por los españoles. Las oficinas están rodeadas de eucaliptos y palmeras. En el piso bajo, en la zona de la entrada, hay una estatua de Darth Vader, el personaje cinematográfico. En Silicon Valley la decoración de las oficinas siempre es moderna y juvenil, pero Thiel la prefiere elegante y distinguida. Con sus orquídeas, la biblioteca y los muebles de diseño, se parece a uno de los grandes bufetes de abogados de Nueva York.

El propio Thiel se presenta con sencillez. Lleva una camiseta gris de cuello en pico y calzado deportivo caro. Para una ocasión así jamás elegiría un traje. En su opinión, los empresarios atildados son tan solo vendedores que intentan disimular las debilidades de su producto.

Thiel no entiende que todo el mundo siga concentrado exclusivamente en Internet. Los teléfonos inteligentes y las redes sociales están muy bien, pero se han “concebido con una mentalidad demasiado limitada”. Se pregunta qué ha sido de “los sueños verdaderamente grandes” de los años cincuenta y sesenta, cuando todavía se hablaba de “ciudades subacuáticas” y del “transporte supersónico”.

Cree que deberíamos recuperar visiones mucho más básicas y esforzarnos al máximo por alcanzar un futuro “de rupturas radicales” con “fuentes de energía limpias” y “desiertos que se puedan transformar en paisajes fértiles”. Para él existe una razón evidente de por qué los ordenadores y los programas informáticos han experimentado tantos avances: ese mundo está libre en gran medida de regulaciones restrictivas. Una situación totalmente diferente de la del “mundo de los átomos”, al que pertenecen, por ejemplo, la medicina y el transporte, que está regulado estrictamente, “y por eso cuesta tanto progresar en ese terreno”.

Existen proyectos extremos de oficinas en cruceros anclados en aguas internacionales, y otros aún más extremos de fundar ya auténticas ciudades flotantes en islas artificiales que constituyan naciones tecnológicas. Thiel ha donado medio millón de dólares.

Todo esto tiene mucho que ver con una corriente de fondo infravalorada que ha dejado su huella en Silicon Valley más que cualquier otra cosa: la contracultura de los años sesenta y el profundo arraigo del movimiento hippy en San Francisco. Tiempo atrás, Steve Jobs vivió en una comuna. Steve Woniak, cofundador de Apple junto con él, lo subrayó de nuevo hace poco en una entrevista en televisión: “La contracultura significó mucho para mí. Siempre quise participar en una revolución. Los ordenadores eran solo para los ricos, y yo quería arrebatárselos”.

En los últimos 20 años, de esta extraña mezcolanza de utopías new age, ultracapitalismo e ideales estadounidenses primitivos de autodeterminación individual ha surgido una ideología propia, la “ideología californiana”. El término lo acuñaron dos teóricos de los medios de comunicación en un ensayo ya a mediados de los años noventa. Los autores se preguntaban qué había sido del espíritu libre de los hippies y del esfuerzo emprendedor de los yuppies”. La teoría se concibió como una crítica cultural, pero, en lugar de ello, Silicon Valley se ha apropiado de la idea de una ideología peculiar particular, símbolo de su posición privilegiada como movimiento para el progreso de la humanidad.

“Hace tiempo que no reflexionamos sobre las cuestiones correctas”, señala Thiel. “¿Qué tiene que suceder para que el mundo se convierta en un lugar mejor?”

Ha escrito un libro con el fin de ayudar a los nuevos emprendedores a encontrar las respuesta justas. El subtítulo es Cómo inventar el futuro. Su tesis fundamental es que los monopolios son buenos, incluso deseables. En palabras de Thiel, “los monopolios creativos hacen posible que aparezcan nuevos productos beneficiosos para todos. La competencia supone que no habrá beneficios para nadie”. Thiel sabe que los monopolios “tienen mala fama”, pero se debe únicamente a que “la competencia es una ideología”.

En consecuencia, su consejo más importante para los que están creando empresas es que busquen un mercado que puedan dominar, construyan un monopolio e intenten conservarlo tanto tiempo como sea posible.

Airbnb se ha propuesto revolucionar el turismo y poner en aprietos a todo el sector hotelero y se ha convertido en uno de los nuevos conquistadores del mundo digital, con los consabidos síntomas concomitantes: la vieja industria está conmocionada, y la política, indignada. Airbnb ofrece pernoctaciones en domicilios privados. A veces es solo una habitación, y a veces una casa entera. La demanda es tan enorme que está alterando el turismo en todo el planeta.

“Estamos en 190 países y en 34.000 ciudades. Solo esta noche tenemos 400.000 huéspedes, cada minuto se reservan 277 pernoctaciones...” Joe Gebbia se interrumpe y sonríe. Quizá ni él mismo pueda creerse del todo esas cifras. ¿Cómo ha podido pasar algo así en solo un par de años? Gebbia es uno de los tres fundadores de Airbnb. En la visión del futuro de Gebbia, Airbnb no tiene que ofrecer solo alojamientos, sino que tiene que posibilitar que los clientes “se sumerjan a fondo en el viaje”. El joven de 33 años quiere hacer de su empresa “el lugar más creativo del mundo”.

Para lograrlo hace falta un plan, una actitud mental adecuada, y para ello Gebbia echa mano de la fórmula del llamado design thinking. Se trata de una manera de pensar que se encuentra por todas partes. Cuando era adolescente, Gebbia ya soñaba con Silicon Valley, pero no quería ser informático y fue a la Escuela de Diseño de Rhode Island para aprender design thinking. “Básicamente se trata de pensar igual que la persona que va a utilizar tu idea”, aclara. Durante los primeros meses tras el arranque de la actividad de Airbnb, sus tres fundadores acostumbraban a pasar la noche con sus primeros clientes, repasando con ellos el funcionamiento de la web. “Estábamos dentro de sus cabezas”, explica Gebbia.

El objetivo de Airbnb no es ser una empresa convencional, sino un movimiento. Su función es allanar el camino hacia un modelo económico mejor para el mundo, más justo y más eficiente. Puede parecer que aplicar los principios socioeconómicos al modelo de negocio es un barniz decorativo, un señuelo. Y puede que sea así. Gebbia es consciente de que hay desconfianza. “Hemos crecido con el convencimiento de que lo mejor que se puede hacer con la propia vida es hacer la vida mejor para los demás”, dice.

Uno se puede reír de ello, juzgarlo ingenuo, desvergonzado o engañoso. Lo único seguro es que Gebbia habla en serio.

© 2015 Der Spiegel. Traducción de News Clips.