Thomas Schulz, "Silicon Valley, la tierra del mañana", 17 mayo 2015:
En Silicon Valley está surgiendo una nueva élite de ingenieros y pensadores que no solo quiere decidir lo que consumimos, sino también cómo vivimos. Pretenden cambiar el mundo y no piensan aceptar las reglas tradicionales. ¿Debemos pararles?
A juzgar por todo lo que se oye de él, Travis Kalanick, fundador y jefe de Uber, parece un cabrón. Insulta públicamente a sus competidores y se ríe de sus clientes en Twitter. A los políticos los considera unos incompetentes. Kalanick da a entender que a él le resulta tan fácil llevarse a las mujeres a la cama como a otros llamar a un taxi. A las protestas de sus conductores por las malas retribuciones responde vaticinando que, de todos modos, en el futuro serán sustituidos por ordenadores.
A Uber le han bastado cinco años para extenderse desde San Francisco a más de 50 países, pese a las resistencias (en España su servicio está suspendido). Es un producto excelente. En la mayor parte del mundo, no solo es más barato, sino mejor que cualquier taxi. En el fondo, podría dar igual cómo fuera el jefe, pero en este caso la cosa no es tan sencilla, ya que la empresa es un reflejo de su fundador: agresiva, desaprensiva y exageradamente ambiciosa. Cuando la ciudad de Portland (EE UU) prohibió Uber porque incumplía la legislación, a Kalanick le dio igual y siguió adelante con sus planes. El jefe de la autoridad del transporte de la ciudad no daba crédito: “Se creen que pueden presentarse aquí e infringir la ley. Es increíble. Por lo visto, se creen Dios”. La oposición es similar en muchas otras ciudades en las que Uber hace caso omiso de las decisiones de los tribunales. Pero para Kalanick todo esto no son más que refriegas en una guerra de conquista mucho mayor: convertirse en un gigante de la movilidad que transporte personas y mercancías, a cualquier lugar, simplemente pulsando una tecla y a precios económicos.
Uber no es la única empresa en busca de la conquista planetaria. Así es como piensan todas: Google y Facebook, Apple y Airbnb, los demás gigantes digitales y miles de empresas pequeñas que siguen su ejemplo. Su meta es el mundo entero. Tienen la vista puesta en objetivos muy realistas. Todo esto es posible gracias a la combinación de dos elementos con un impacto sin precedentes en la historia de la economía: globalización y digitalización.
El progreso tecnológico ha sido vertiginoso. Lo que está en marcha es una transformación social de la que, al final, nadie podrá sustraerse; una revolución comparable con la industrialización del siglo XIX, solo que ahora todo sucede mucho más deprisa. El nuevo gobierno mundial tiene su cuartel general en Silicon Valley. Son fundadores y directivos de empresas como Serguey Brin, de Google, Tim Cook, de Apple, y Mark Zuckerberg, de Facebook, y arribistas como Travis Kalanick, de Uber, y Joe Gebbia, de Airbnb. También inversores de capital riesgo que van repartiendo millones, además de innumerables programadores, genios de la informática e ingenieros.
Entre los nuevos amos del universo y sus predecesores de Wall Street hay una diferencia fundamental: para los primeros, lo más importante no es el dinero. No les basta con el poder que da la riqueza. No quieren dictar simplemente lo que consumimos, sino también cómo vivimos. No quieren conquistar un solo sector, sino todos. No se dirigen hacia el futuro con paso vacilante, sino que son ideólogos con una agenda bien clara. La religión de los señores de Wall Street era el dinero. La fe de los nuevos dirigentes va mucho más allá. La impulsa una idea. Es la fe en una misión.
Los visionarios de Silicon Valley pretenden sanar a la humanidad. Creen en un futuro mejor gracias a la tecnología del mismo modo que un hinduista convencido cree en la reencarnación. Están convencidos de que trabajan por el bien de la humanidad. Pero no les gusta que la gente se entrometa. Aborrecen la política y consideran que la regulación no solo es un obstáculo, sino un anacronismo. Si ese nuevo mundo maravilloso se ve interceptado por valores sociales tales como la esfera privada o la protección de datos, es que hacen falta valores nuevos. Encuentran las raíces de su tarea de traer la felicidad a la humanidad en la contracultura de los años sesenta que ya influyó a Steve Jobs. Su visión del mundo se guía por ideas libertarias en la tradición de pensadores radicales como Noam Chomsky, Ayn Rand y Friedrick Hayek.
¿Debemos lanzarnos contra estos nuevos conquistadores del mundo? Hay algo más: el de Silicon Valley es un mundo masculino. La directivas como Marissa Mayer, presidenta de Yahoo, son la excepción; algunas empresas emergentes no contratan a mujeres, a las emprendedoras les cuesta mucho más conseguir inversores. ¿Pueden las visiones globales ser unilaterales?
Algo es seguro. En los próximos años se producirá un debate mundial acerca de cómo regular el universo digital. Quien desee contribuir a diseñar ese futuro debería conocer a fondo Silicon Valley y a sus líderes. Cuatro encuentros con destacados gurús abren una ventana a ese universo.
En general se admite que Ray Kurzweil es un genio. Es director de ingeniería de Google, ha recibido 10 doctorados honoris causa, inventó el escáner de cama plana y el primer sintetizador de voz, y posee otras varias docenas de patentes. Kurzweil dedica su vida a reflexionar sobre la tecnología, y hace algunos años concluyó que en 2019 los ordenadores podrán hacer lo mismo que los seres humanos, solo que mejor. Tiene 67 años, pero es tan ágil y tiene tanta energía como si tuviese 35. Cada día toma 150 pastillas entre vitaminas, minerales y enzimas, y se inyecta dudosos complementos dietéticos. Su meta es resistir hasta que la tecnología esté en condiciones de prolongar la vida humana. No le cabe duda de que ese momento no está lejos. Al fin y al cabo, Google y otra docena de empresas ya están trabajando a toda máquina para detener el envejecimiento y derrotar al cáncer.
La religión de Wall Street era el dinero. La fe de los nuevos dirigentes va mucho más allá
La fe radical en el progreso ha sido siempre el rasgo distintivo de Silicon Valley, desde que, hace 50 años, sus ingenieros empezaran a fabricar los primeros microchips. Hace ya más de una década, Kurzweil sintetizó este optimismo tecnológico en un único concepto: singularidad. El término hace referencia al futuro en el que los seres humanos y las máquinas se parecerán tanto que la humanidad será catapultada en un instante al siguiente estadio de civilización. Será una especie de reacción en cadena provocada por la aceleración mutua de diversas tecnologías que, de golpe, harán posible lo que hasta entonces solo existía en las novelas de ciencia ficción: máquinas inteligentes, la prolongación de la vida, hologramas tridimensionales. Será una especie de nuevo big bang digital. “El cambio tecnológico será tan rápido que la vida humana se transformará irrevocablemente”, dice Kurzweil en su libro La singularidad está cerca.
Cuanto más se impone la digitalización, menos descabellada suena la idea de la singularidad. La potencia de computación y las capacidades de las máquinas están aumentando aceleradamente. La razón radica en el desarrollo humano. Los últimos 100.000 años de historia transcurrieron a nivel local y a un ritmo lineal. Ahora, el desarrollo de la civilización está siguiendo un curso global y exponencial. Hace seis años, Kurzweil, junto con un puñado de colaboradores y con una inyección de fondos de Google, fundó la Universidad de la Singularidad, cuya función es enseñar a los directivos y los emprendedores a dejar de pensar de forma lineal. El objetivo que se inculca a los participantes en los cursos, que duran varios meses, es montar un negocio que, en diez años, llegue a mil millones de personas.
En los últimos años, ninguna otra empresa ha desarrollado tantos proyectos representativos de las oportunidades y los riesgos de este nuevo mundo de ciencia ficción como Google: el coche autónomo, las gafas de realidad aumentada, unas lentes de contacto que miden el nivel de glucosa en la sangre. Todos estos inventos proceden de un único laboratorio, llamado Google X, fundado por Sebastian Thrun, un informático alemán. Thrun es el hombre de confianza de Larry Page, presidente de Google. Según sus palabras, “la singularidad ya está aquí”. No cree que las máquinas vayan a sustituir a todas las personas, pero sí a muchas. Lo bastante como para que tengamos que volver a plantearnos cómo aprendemos, cómo trabajamos e incluso cómo organizamos nuestros Gobiernos. “Una persona con el sistema correcto es tan eficaz como cien personas hasta hace poco”. Podrían desaparecer cada vez más puestos de trabajo, sustituidos por programas informáticos, un proceso que, en su opinión, ya es imparable.
Desde su juventud, a Thrun le interesan el cerebro y la inteligencia humanos. Por eso se hizo especialista en robótica. “Quien intenta conseguir que un robot sea inteligente desarrolla un gran respeto por la magnitud de la inteligencia humana”. En Silicon Valley es, a sus 47 años, una autoridad, un modelo para todos.
Ahora pasa la mayor parte del tiempo en su propia empresa, Udacity, cuyo objetivo es revolucionar la enseñanza. Ofrece los llamados cursos masivos abiertos online, programas de formación y títulos por Internet a gran escala. ¿Por qué precisamente la enseñanza? “Me gustaría cambiar la sociedad, y eso me ha hecho preguntarme cómo puedo maximizar mi influencia positiva en el mundo”, dice .
Thrun considera que la gente que trabaja en Silicon Valley es al mismo tiempo arrogante y humilde. Arrogante “porque afirmamos que podemos cambiar el mundo”. Humilde “porque admitimos que no sabemos exactamente cómo hacerlo, sino que, sencillamente, vamos probando”. “No creo en los planes ni en las predicciones precisas acerca del desarrollo de algo”, declara Thrun. “Creo en las metas ambiciosas, en las misiones”. Udacity aspira a alcanzar los 1.000 titulados diarios. “No sé cuándo lo conseguiremos, ni tampoco cómo lo haremos, pero podemos intentar trabajar cada día tan duro y a tanta velocidad como sea posible”.
En esta visión del mundo, la política es el gran enemigo, ya que es un obstáculo al desarrollo. Thrun considera probado que “las reglas se dictan para consolidar las estructuras existentes. Nosotros intentamos eludirlas”. Considera que Uber es el mejor ejemplo de cómo se ponen obstáculos a las ideas nuevas. Cuando se le pregunta si conoce a Kalanick, responde, “Naturalmente. Todos nos conocemos bien”. ¿El Estado, la Administración, también son, en último término, un sistema que hay que reinventar? “Por supuesto,”, manifiesta Thrun. En algún momento habría que sentarse y reflexionar cómo se podría gobernar de una manera más eficaz y verdaderamente democrática.
En Silicon Valley, recalca Peter Thiel, las ideas libertarias constituyen “una corriente bastante extendida”. Hasta se podría decir que dominante. Thiel es su representante más prominente. Es una de las figuras centrales del universo digital, inteligente y polémico, visionario e ideólogo jefe, un fenómeno excepcional incluso dentro de la reducida camarilla de los multimillonarios gigantes de la tecnología.
Al final de los años noventa, Thiel, junto con otros colaboradores, fundó PayPal, el servicio de pago por Internet. Esa fue la primera vez que se hizo rico. Fundó una sociedad de inversión, se jugó el dinero a contracorriente y los millones volvieron a fluir. Más tarde, fue el primero en dar dinero a Mark Zuckerberg para su recién creada empresa; 500.000 dólares a cambio del 10% de Facebook. Thiel se hizo rico por tercera vez. Ahora reparte cientos de millones de dólares entre jóvenes empresas de nueva creación, es uno de los inversores de capital riesgo más influyentes y su dinero es tan codiciado como su consejo.
Creen que trabajan por el bien de la humanidad, pero no les gusta que la gente se entrometa
La élite tecnológica ha creado una filosofía política a medida que encaja con sus objetivos. Su máxima es bienestar y satisfacción para todos mediante la máxima autonomía y el mínimo Estado posible. En 2009, Thiel publicó el ensayo La educación de un libertario. En él asegura: “Estamos en una carrera a vida o muerte entre la política y la tecnología”. El destino de la humanidad podría depender en último término de una sola persona que construya una “maquinaria de la libertad” que asegure que el mundo será del capitalismo.
Thiel es originario de Alemania. Nació en Sprendlingen, cerca de Frankfurt, pero se marchó del país cuando tenía un año. Su padre, ingeniero químico, recorrió el mundo con su familia. Pasaron por Sudáfrica y Namibia, y por fin aterrizaron en una pequeña ciudad cercana a San Francisco. En su adolescencia, Thiel era un genio del ajedrez y devoró innumerables veces El Señor de los anillos, la biblia del género fantástico. Todavía hoy da a sus fondos de inversión los nombres de lugares y personajes del libro favorito de su juventud.
El cuartel general de Thiel Capital tiene su sede en el Presidio de San Francisco, una base militar fundada por los españoles. Las oficinas están rodeadas de eucaliptos y palmeras. En el piso bajo, en la zona de la entrada, hay una estatua de Darth Vader, el personaje cinematográfico. En Silicon Valley la decoración de las oficinas siempre es moderna y juvenil, pero Thiel la prefiere elegante y distinguida. Con sus orquídeas, la biblioteca y los muebles de diseño, se parece a uno de los grandes bufetes de abogados de Nueva York.
El propio Thiel se presenta con sencillez. Lleva una camiseta gris de cuello en pico y calzado deportivo caro. Para una ocasión así jamás elegiría un traje. En su opinión, los empresarios atildados son tan solo vendedores que intentan disimular las debilidades de su producto.
Thiel no entiende que todo el mundo siga concentrado exclusivamente en Internet. Los teléfonos inteligentes y las redes sociales están muy bien, pero se han “concebido con una mentalidad demasiado limitada”. Se pregunta qué ha sido de “los sueños verdaderamente grandes” de los años cincuenta y sesenta, cuando todavía se hablaba de “ciudades subacuáticas” y del “transporte supersónico”.
Cree que deberíamos recuperar visiones mucho más básicas y esforzarnos al máximo por alcanzar un futuro “de rupturas radicales” con “fuentes de energía limpias” y “desiertos que se puedan transformar en paisajes fértiles”. Para él existe una razón evidente de por qué los ordenadores y los programas informáticos han experimentado tantos avances: ese mundo está libre en gran medida de regulaciones restrictivas. Una situación totalmente diferente de la del “mundo de los átomos”, al que pertenecen, por ejemplo, la medicina y el transporte, que está regulado estrictamente, “y por eso cuesta tanto progresar en ese terreno”.
Existen proyectos extremos de oficinas en cruceros anclados en aguas internacionales, y otros aún más extremos de fundar ya auténticas ciudades flotantes en islas artificiales que constituyan naciones tecnológicas. Thiel ha donado medio millón de dólares.
Todo esto tiene mucho que ver con una corriente de fondo infravalorada que ha dejado su huella en Silicon Valley más que cualquier otra cosa: la contracultura de los años sesenta y el profundo arraigo del movimiento hippy en San Francisco. Tiempo atrás, Steve Jobs vivió en una comuna. Steve Woniak, cofundador de Apple junto con él, lo subrayó de nuevo hace poco en una entrevista en televisión: “La contracultura significó mucho para mí. Siempre quise participar en una revolución. Los ordenadores eran solo para los ricos, y yo quería arrebatárselos”.
En los últimos 20 años, de esta extraña mezcolanza de utopías new age, ultracapitalismo e ideales estadounidenses primitivos de autodeterminación individual ha surgido una ideología propia, la “ideología californiana”. El término lo acuñaron dos teóricos de los medios de comunicación en un ensayo ya a mediados de los años noventa. Los autores se preguntaban qué había sido del espíritu libre de los hippies y del esfuerzo emprendedor de los yuppies”. La teoría se concibió como una crítica cultural, pero, en lugar de ello, Silicon Valley se ha apropiado de la idea de una ideología peculiar particular, símbolo de su posición privilegiada como movimiento para el progreso de la humanidad.
“Hace tiempo que no reflexionamos sobre las cuestiones correctas”, señala Thiel. “¿Qué tiene que suceder para que el mundo se convierta en un lugar mejor?”
Ha escrito un libro con el fin de ayudar a los nuevos emprendedores a encontrar las respuesta justas. El subtítulo es Cómo inventar el futuro. Su tesis fundamental es que los monopolios son buenos, incluso deseables. En palabras de Thiel, “los monopolios creativos hacen posible que aparezcan nuevos productos beneficiosos para todos. La competencia supone que no habrá beneficios para nadie”. Thiel sabe que los monopolios “tienen mala fama”, pero se debe únicamente a que “la competencia es una ideología”.
En consecuencia, su consejo más importante para los que están creando empresas es que busquen un mercado que puedan dominar, construyan un monopolio e intenten conservarlo tanto tiempo como sea posible.
Airbnb se ha propuesto revolucionar el turismo y poner en aprietos a todo el sector hotelero y se ha convertido en uno de los nuevos conquistadores del mundo digital, con los consabidos síntomas concomitantes: la vieja industria está conmocionada, y la política, indignada. Airbnb ofrece pernoctaciones en domicilios privados. A veces es solo una habitación, y a veces una casa entera. La demanda es tan enorme que está alterando el turismo en todo el planeta.
“Estamos en 190 países y en 34.000 ciudades. Solo esta noche tenemos 400.000 huéspedes, cada minuto se reservan 277 pernoctaciones...” Joe Gebbia se interrumpe y sonríe. Quizá ni él mismo pueda creerse del todo esas cifras. ¿Cómo ha podido pasar algo así en solo un par de años? Gebbia es uno de los tres fundadores de Airbnb. En la visión del futuro de Gebbia, Airbnb no tiene que ofrecer solo alojamientos, sino que tiene que posibilitar que los clientes “se sumerjan a fondo en el viaje”. El joven de 33 años quiere hacer de su empresa “el lugar más creativo del mundo”.
Para lograrlo hace falta un plan, una actitud mental adecuada, y para ello Gebbia echa mano de la fórmula del llamado design thinking. Se trata de una manera de pensar que se encuentra por todas partes. Cuando era adolescente, Gebbia ya soñaba con Silicon Valley, pero no quería ser informático y fue a la Escuela de Diseño de Rhode Island para aprender design thinking. “Básicamente se trata de pensar igual que la persona que va a utilizar tu idea”, aclara. Durante los primeros meses tras el arranque de la actividad de Airbnb, sus tres fundadores acostumbraban a pasar la noche con sus primeros clientes, repasando con ellos el funcionamiento de la web. “Estábamos dentro de sus cabezas”, explica Gebbia.
El objetivo de Airbnb no es ser una empresa convencional, sino un movimiento. Su función es allanar el camino hacia un modelo económico mejor para el mundo, más justo y más eficiente. Puede parecer que aplicar los principios socioeconómicos al modelo de negocio es un barniz decorativo, un señuelo. Y puede que sea así. Gebbia es consciente de que hay desconfianza. “Hemos crecido con el convencimiento de que lo mejor que se puede hacer con la propia vida es hacer la vida mejor para los demás”, dice.
Uno se puede reír de ello, juzgarlo ingenuo, desvergonzado o engañoso. Lo único seguro es que Gebbia habla en serio.
© 2015 Der Spiegel. Traducción de News Clips.
No hay comentarios:
Publicar un comentario