lunes, 14 de noviembre de 2016

El aburrimiento

ESE ABURRIMIENTO MORTAL. LA BANALIDAD DEL BIEN

Hugo Castignani

«El mundo... vive de sí mismo, sus excrementos son su alimento.» Nietzsche, en El libro de los pasajes de Walter Benjamin

La ciudad de París ha proporcionado al mundo tantas imágenes icónicas a lo largo de la historia que no es extraño que de allí provenga también uno de los mejores retratos de la condición turista del hombre moderno. Me refiero naturalmente al pont des Arts y los llamados «candados del amor». Como es sabido, en los últimos años ese lugar se había convertido en el escenario de un curioso ritual, consistente en cerrar en los barrotes de las barandas del puente un candado con los nombres de una pareja de enamorados o con cualquier otro mensaje inscrito en él. A continuación, la llave del candado se arrojaba al Sena. Esta práctica, quizás viralizada a partir de una película o de un libro, alcanzó tal popularidad que los candados llegaron a ocupar todo el puente, aunque periódicamente los servicios del ayuntamiento de París cambiaran las vallas para aligerarlas. Un estudiante, que se dedicó a fotografiar los candados uno a uno, publicó en su sitio de internet más de cuarenta mil imágenes. Le Monde los cifró por encima de los setecientos mil.

Finalmente, tras el derrumbe de una parte de las barandillas, la alcaldía ordenó la retirada de los candados y la sustitución de las verjas por paneles de otro material que impidieran en un futuro esta práctica. De todos modos, la medida gubernamental solo ha servido para que la costumbre se propague por otros lugares de la ciudad: a la pasarela Léopold-Sédar-Senghor, muy cerca del escenario original, o a las barandillas del square du Vert-Galant, la plazoleta en forma de proa de barco situada en la punta de la Île de la Cité; o, un poco más lejos, a la pasarela Simone de Beauvoir frente a la Biblioteca Nacional o, cerca de Notre Dame, al pont de l'Archevêché donde los turistas se funden con los pakis vendedores de souvenirs, entre los cuales ocupan un lugar prominente los candados ya listos para ser colocados. En general pueden encontrarse candados en cualquiera de las farolas de los alrededores del Sena.

Es bastante corriente adoptar una actitud severa o desdeñosa hacia este fenómeno que, como en el caso del banco de madera de Loiba, implica la banalización del espacio provocada por el turismo de masas y, por extensión, cierta estupidez inherente al género humano, y muy particularmente al de nuestra época. En París se lanzó la campaña «No Love Locks» para desalentar el uso del candado y el ayuntamiento se sumó a ella con prospectos oficiales en los que se pueden leer frases tan plagadas de tópicos y de mayúsculas como la siguiente: «París era la Ciudad del Amor ANTES de los candados, y lo será todavía más DESPUÉS de los candados». Más revelador era el siguiente mensaje institucional: «Porque nuestros puentes no resistirán vuestro amor, cambiad vuestro candado por un selfie». Lo que se exigiría por lo tanto es sustituir un tipo de selfie por otro que no molesta. Y de hecho, siguiendo la lógica de ese eslogan, las instituciones no quieren terminar con el fenómeno, sino encauzarlo hacia lo que se concibe como la normalidad de las vacaciones contemporáneas. La razón parecería clara, pues el selfie descontrolado deja una huella más o menos enojosa en el entorno, al contrario de la foto, que no deja rastro alguno más allá de la insignificante vanidad de la operación.

Sin embargo, esto último es también cuestionable; al fin y al cabo, siempre que las multitudes se entusiasman o se encaprichan con un sitio determinado, éste se ve condenado a una inevitable y profunda modificación, a una desubstanciación, por así decirlo, de su naturaleza original, de aquello que pudo haber convocado allí a los turistas en un primer momento, transformándose de esa manera en una extraña modalidad del no-lugar. En este caso, la principal diferencia respecto a lo que ya son destinos tradicionales de peregrinación turística –como la torre Eiffel, la explanada frente a la catedral de Notre Dame en París, o el Obradoiro en Santiago– sería que a través de un proceso tan reciente como veloz se les confiere a ciertos lugares un carácter espectacular basado en la arbitrariedad, dejando al albur de la publicidad o de una foto viral la elección de los sitios que conviene visitar: por ejemplo ese puente derrumbándose bajo el peso de la banalidad humana, y que pone de manifiesto las enormes masas que pueden llegar a movilizarse abducidas por los caprichos del turismo. Pero, ¿qué es lo que convierte en insoportable este fenómeno, exponiéndolo a la crítica fácil e incitando a las autoridades a ajustarlo a la norma social? ¿Y si fuera simplemente su propia magnitud, muestra cruda de una excrecencia propia del ser humano que no conviene mostrar, de aquello que, aventurándonos un poco, podríamos considerar como su intrínseca banalidad?

Resulta extraño atravesar estos lugares cuando uno no se siente directamente implicado en lo que ahí sucede, en ese pequeño teatro del absurdo protagonizado por turistas con palos de selfie y vendedores ambulantes. ¿Están atentos a la porción de utopía que les ofrece el paisaje, o simplemente –tal como sugiere Bruce Bégout en Lugar común, el libro donde analiza el motel americano como uno de los espacios paradigmáticos de nuestro tiempo– esos visitantes errantes se han entregado a una búsqueda insaciable de lo familiar y lo banal? Quizás no debamos ser tan críticos con ellos, pues ¿quién no ha formado parte de esa masa alguna vez, de una u otra forma? El género humano se rige por la ley de los grandes números, y la banalidad no sería más que su mínimo común denominador. En efecto, lo banal es todo aquello que carece de interés, lo común, trivial o insustancial, y como tal es una noción ligada al elusivo concepto de lo bello, pero por eso mismo también es aquello a lo que el ser humano se ve condenado cuando ejecuta ciertas acciones básicas. No por casualidad el origen del término implica la idea de lo común: las banalidades eran en el feudalismo francés las instalaciones que el señor feudal tenía que poner a disposición de los habitantes de sus dominios para que trabajaran en ellas. Por otro lado, el hombre contemporáneo es un animal adicto al significado. Sin él, tiene un problema; sin él, no puede vivir, pues la vida se convierte en algo radicalmente aburrido. Y para llenar ese vacío, los seres humanos se entregan a diversos tipos de ocupaciones: no es raro entonces que, en esta búsqueda de sentido, se agolpen unos junto a otros cuando creen haber encontrado algo que les llene, y que lo que antaño era un reducto de paz espiritual se encuentre ahora devorado por las masas buscándose a sí mismas, o a la caza de una experiencia única en sus vidas.

El modo de producción del capitalismo contemporáneo no es capaz de ofrecer otra cosa que una repetición de la novedad, en una especie de tiempo infernal que todo espectador ocasional en uno de estos lugares habrá podido comprobar por sí mismo. ¿Cómo llamar si no a la repetición hasta el infinito de los mismos gestos, a esa variante particularmente pesada del eterno retorno de lo mismo –eterno retorno de la banalidad– con su sucesión de turistas anónimos haciéndose fotos exactamente iguales? Y sin embargo, si se le pregunta a uno de ellos seguramente contestará que está admirando esa vista espléndida, ese lugar único, o incluso que está viviendo una de las experiencias más asombrosas y felices de su existencia.

Resulta difícil calibrar cuánto hay de verdad en una afirmación de ese tipo. En las encuestas, son más quienes se declaran satisfechos con su vida que los que se confiesan infelices, aunque una encuesta reciente aseguraba que casi la mitad de los franceses tenían la sensación de haber «malgastado su vida». Por otro lado, es difícil que, contempladas desde el exterior, estas actividades y aspiraciones provoquen otra cosa que aburrimiento. Los encuestados ocupan su tiempo de ocio con aficiones más bien anodinas, como pasear o ver la tele; pensemos también en esos interminables barrios de negocios de las ciudades industrializadas, por los que cada mañana desfilan miles de personas vestidas con traje y corbata, acudiendo a su trabajo entre la grisura de las inmensas torres de cristal. Y dado que el aburrimiento se sitúa en un punto intermedio entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el nosotros y el mundo de las cosas, es difícil, por no decir imposible, distinguir entre lo que aburre y aquel que se aburre. En suma, es difícil no pensar que ellos también se aburren.

Que la vida es en nuestro tiempo aburrida podría demostrarse por la importancia que se le concede a la originalidad y a la innovación, conformando una ética que es en realidad una estética –la de «lo interesante»– a la que le resulta imposible ir más allá de la imagen en su vertiente más superficial. Bruce Bégout piensa que el tiempo de ocio permite desplegar el «fun», la diversión de uno mismo, esa «sensación extraña pero relativamente común en la que se alternan la exaltación repentina y la pasividad sin consecuencias». Es un ocio y al mismo tiempo una pasividad, una entrega al transcurrir del tiempo, en lo que este tiene de más insípido, para alejarnos del abismo del aburrimiento y de la confrontación con nuestro propio ser, convertido en una entidad ausente. Pero, ¿qué esperar cuando la diversión que nos ofrece la sociedad no nos distrae de la angustia, y no solo eso sino que la destila en pequeñas dosis; qué esperar cuando el ocio se hace tan aburrido e insoportable como el vacío existencial que se supone tiene que llenar?

Kierkegaard aseguraba que los dioses se aburrían y por eso crearon al hombre. Lo cierto es que el aburrimiento tiene una larga historia. Ya en la Antigüedad, se hablaba de la acedia (literalmente «falta de cuidado») como el desorden del corazón propio de las personas solitarias, término que durante la Edad Media pasó a designar también la enfermedad del alma propia de la vida en el monasterio. Paralelamente, las lenguas romances forjaban nuevas formas para describir ese sentimiento, como el ennui francés o la noia italiana. Con su raíz en el verbo latino inodiare («odiar»), eran palabras que comenzaban a expresar la idea de un aburrimiento mortal como odio al presente (y a uno mismo) y la incitación a «matar el tiempo». Sin embargo, esa terminología seguía estando vinculada a la acedia, a la melancolía, a la tristeza en general. El aburrimiento en su sentido moderno no aparecerá como tal hasta el siglo XVIII, cuando el ennui francés comienza a desarrollar su connotación existencial, y surgen el concepto alemán langeweile –evocador de un tiempo que se alarga demasiado–, el verbo to bore en inglés –formado a partir de la palabra que designa algo punzante– o la variante española, que proviene del latín abhorrere y se asocia por lo tanto con el horror. Son palabras sintomáticas, con toda su carga secularizada, de la democratización de un privilegio hasta entonces reservado a los aristócratas y a los monjes. «La gente se aburre en todas partes, en la Corte y en el campo, en los sitios relevantes y en la oscuridad», decía en 1771 El arte de no aburrirse, pequeño tratado de un autor hoy olvidado. Es ese aburrimiento del que hablarán los filósofos ilustrados y que poco a poco ocupará un lugar preponderante la vida social.

Hacia mediados del XIX, aparece por primera vez el sustantivo abstracto boredom, y lo hace no por casualidad en la novela Casa desolada de Charles Dickens, uno de los grandes retratistas de la sociedad decimonónica. En ese sentido, el aburrimiento es un estado de ánimo típicamente burgués. Es el producto del proceso de industrialización, urbanización y desencantamiento del mundo moderno, de una transformación singular de la experiencia del hombre que le arranca de sus referentes tradicionales y le obliga a buscar nuevas fuentes de sentido. Es el tormento de las personas cultivadas, la enfermedad propia de los «pueblos civilizados», de una Emma Bovary entregada a los libros y al sentimentalismo como vías de escape al tedio de su existencia. La naciente sociedad industrial permite inundar el mercado con nuevas necesidades y deseos que se propagan desde las clases altas hacia las medias, generando un gusto por la novedad que pretende ser la solución para el aburrimiento, pero que a su vez, al fijarlo y materializarlo, da forma precisamente al mismo sentimiento que dice combatir. Los hijos del siglo XIX sentían que el paréntesis de la Revolución, con su anuncio de un mundo nuevo, quedaba muy atrás: estaban convencidos de que a partir de ese momento otra forma de vida iba a ser imposible. La antigua melancolía –inversión del orden del tiempo, como si todavía se pudiera actuar sobre el pasado («si lo hubiera sabido»)– había encontrado por fin su antítesis en esta boredom moderna en la que pasado, presente y futuro se fundían en una única e insulsa temporalidad («sé lo que pasará, pues siempre ha pasado lo mismo»).

El aburrimiento decimonónico no es tanto un sentimiento diferente como una nueva manera de sentir, o mejor dicho, una forma de distanciarse reflexivamente de sí mismo que se convierte en una nueva actitud hacia lo que se siente. En todas las épocas de la humanidad ha habido gente que se aburre, pero en algunos momentos ese sentir fue más intenso o encontró nuevas formas de expresión y de conciencia de sí. Hacer la historia del aburrimiento es precisamente demostrar la imposibilidad de entenderlo fuera de su contexto; descubrir que, en tanto que humor a la vez externo e interno al individuo, aburrirse es un acto eminentemente material. Y podemos estar seguros de ello si observamos cómo la desestabilización radical de la ecuación burguesa en las últimas décadas –a raíz de la liberalización de la economía y de la crisis del Estado del bienestar creado a partir del siglo XIX– ha ido propiciando una nueva mutación del aburrimiento.

Un rasgo esencial de este nuevo sentir habría que buscarlo en la transformación del espacio. Decía Walter Benjamin que el aburrimiento moderno nació con y en la ciudad. Y, aunque uno pueda recordar la confesión con la que Bernanos abre su Diario de un cura de pueblo («Mi parroquia es una parroquia consumida por el aburrimiento; esa es la palabra exacta. ¡Como tantas otras parroquias!»), es cierto que el lugar donde acontece la historia durante la modernidad son las ciudades y, por lo tanto el aburrimiento específicamente moderno solo puede darse en ellas, pues es ahí donde el proceso de abstracción de la economía de mercado se hace efectivo, creando la base estructural necesaria para poder aburrirse. Ahora bien, en nuestras sociedades contemporáneas el medio urbano ha pasado el testigo al medio virtual como espacio privilegiado de interacción, producción y consumo. Son dos ámbitos que están sometidos por igual a las imposiciones de la racionalidad económica, y que por eso mismo modifican radicalmente la experiencia que pueden vivir los seres humanos, si bien lo hacen de formas distintas.

En las sociedades virtualizadas, todo sujeto que no quiera aislarse del vínculo social debe aceptar situarse en un estado de disponibilidad permanente. Provisto de uno o más aparatos electrónicos que lo conectan a la red, el individuo se somete a un flujo constante de informaciones y requerimientos. Eso provoca que, como señala Evgeny Morozov, vivamos constantemente asaltados por lo interesante. Las empresas tecnológicas nos prometen un porvenir en el que gracias a ellas el aburrimiento será imposible: los que se sientan momentáneamente aburridos, siempre podrán informarse acerca de un lugar que les libre del tedio, o incluso visitarlo virtualmente. Y esa capacidad de llegar a cualquier sitio, aunque sea en forma de simulacro, supone un desencantamiento del mundo todavía más radical. ¿Dónde queda ahora el flâneur, el distraído paseante por la ciudad que, según Benjamin, era el único remedio contra el aburrimiento gracias a su capacidad de transgredir el espacio publico y reapropiarse de él? En nuestra época no es tanto la actitud del flâneur lo que ha desaparecido, sino su marginalidad, su condición de figura específica imposible e inesperada: la flânerie resulta hoy imposible en su sentido emancipador, pues es instantáneamente asimilada o absorbida por el sistema.

Las nuevas formas de aburrirse no son solo una desertificación de la temporalidad, lo son también del espacio (el idioma alemán cuenta con una palabra que transmite bien esta idea, öde, que significa aburrimiento y hastío, pero también sirve para describir algo desierto o vacío). La sociedad virtual ha conseguido universalizar el entretenimiento y fundirlo en una amalgama indistinguible con las horas de trabajo y las de ocio, pero eso no significa que la gente se aburra menos, más bien al contrario, pues el continuo flujo de información ha esterilizado la gama de sentimientos y deseos que uno puede experimentar. Creemos que somos más libres que nunca para hacer lo que queramos, cuando en realidad estamos determinados por los azares de la viralidad y las leyes del big data. Somos prisioneros de nuestra propia banalidad y por eso nos entregamos a la rueda del aburrimiento. El marketing ha sabido captar esta paradoja y vende sus productos gracias a la filosofía del #YOLO, del «you only live once», acrónimo con el que se justifica cualquier acción que conduzca a un instante cargado de sentido e interés: «la vida es una sucesión de momentos», decía un reclamo publicitario que presentaba un coche como sinónimo de aventura y exploración de paisajes maravillosos, aunque lo más probable es que en la vida real acabe pasando la mayor parte del día de atasco en atasco.

Hace tiempo que Lacan vinculó audazmente a Kant con Sade: uno sería el reverso paradójicamente simétrico del otro, pues ambos excluyen cualquier atisbo de sensibilidad en nuestra facultad de juzgar moralmente. Los personajes sadianos se ven impelidos por la obediencia ciega a una ley moral estructuralmente idéntica al mínimo factor común que representa el imperativo categórico kantiano; o, en otros términos, universalizar puede llevar tanto a la moral más absoluta como a la más disoluta inmoralidad. ¿Pero qué ocurre cuando lo que se universaliza es la máxima «haz que tu vida sea interesante», mediatizada a través del poder de la publicidad? Nada nos preparaba para este estado intermedio, amoral, en el que los ciudadanos expresan su individualidad en una repetición ad infinitum de sus gestos más ínfimos, en la que se universaliza es nuestra propia banalidad: aquello que tenemos de mínimamente humano.

En la constante competición por encontrar estímulos interesantes, la violencia parte con ventaja. Los actos violentos brotan de manera natural del hastío de la vida contemporánea: Baudelaire hablaba del instinto suicida de quien un buen día decide fumarse un cigarro al lado de un tonel de pólvora como «una especie de energía que brota del aburrimiento y la ensoñación». Pero la violencia también ejerce una fascinación sobre el espectador, es en sí misma «interesante»; como decía Walter Benjamin, para la gente de ahora solo hay una cosa radicalmente nueva, y siempre la misma: la muerte. La violencia rompe la monotonía de nuestras vidas y quizás por eso sentimos una atracción estética hacia ella a la vez que una repulsión moral contra de ella.

La estética y la política se hallan así intrínsecamente ligadas a través del aburrimiento y la banalidad. Cualquiera ha podido experimentar ese vínculo en conversaciones sobre temas políticos en las que sabemos exactamente lo que cada interlocutor va a decir, pues todos repiten una y otra vez las mismas ideas, obtenidas quién sabe dónde. Los asuntos de actualidad retornan circularmente a la escena pública para ofrecerse ante espectadores impotentes y desaparecer a continuación tan estúpidamente como habían aparecido, en un flujo de informaciones que materializa aquella descripción que hizo Marx de uno de los momentos más aburridos de la historia, «pasiones sin verdad, verdades sin pasión; héroes sin heroísmo, historia sin acontecimientos; un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos».

Si no existe una virtualidad intrínseca de la tecnología –es decir, si esta depende de lo que de ella hagan los actores sociales o las relaciones de fuerza entre ciudadanos e instituciones– no podremos diagnosticar una catástrofe pero tampoco proponer una utopía; simplemente nos limitaremos a observar y, a lo mejor, postular una vía de escape al aburrimiento. Por un lado, se vislumbra un distópico mundo de vigilancia continua, con todo lo que conlleva de control, de monopolización, de angustia existencial del individuo; y sin embargo, por otro lado es evidente que la vida electrónica posee también un potencial emancipador: realizar al fin el viejo sueño ilustrado y más concretamente kantiano de un uso público de la razón, constituyendo un espacio donde el ciudadano pueda compartir conocimientos y ejercer una labor crítica de control sobre las instituciones. El estado de un mundo sometido al incesante trabajo del eterno retorno –desprovisto de toda finalidad teleológica y de todo objetivo final– comparte así una característica esencial con el aburrimiento, pero a la vez deja entrever una superación, una liberación posible, una interrupción del curso mismo de las cosas. Siegfried Kracauer también veía en el aburrimiento una fuerza liberadora, pues al fin y al cabo aburriéndonos estamos seguros de seguir participando de la esfera de lo real: «La gente que aún tiene tiempo para el aburrimiento y que, sin embargo, no se aburre, es tan aburrida como la que nunca tiene tiempo para aburrirse».

Es por eso que no debemos ser excesivamente negativos con el aburrimiento. Tiene la virtud de situarnos ante a nuestra propia banalidad, de enfrentarnos al fondo común del ser humano, de suscitar una nueva formulación de la cuestión ya olvidada y denostada del sentido de nuestras vidas: la pregunta de cómo utilizar nuestro tiempo. El sujeto que se aburre es también el que está listo para ser liberado. A lo mejor, después de todo, aburrirse y querer aburrirse es el acto más revolucionario que ahora mismo podemos concebir.

Entrevista a Felipe Pedraza sobre Cervantes en Daimiel

Encuentros con Cervantes en Daimiel. Felipe Pedraza: "Hoy corremos el peligro de convertir a Cervantes en un santo literario", en Lanza, hoy:

El historiador y cervantista Felipe Pedraza indagará en la cultura de Cervantes en Daimiel el próximo miércoles, con motivo de los Encuentros con Cervantes. En esta entrevista el estudioso  acerca al público en general a la figura de nuestro grande de las letras

Pregunta.- ‘La cultura de Cervantes y la construcción de la novela moderna’, desgrane las claves de su ponencia.

Respuesta.-Hablaré sobre cómo pudo construir El Quijote Cervantes, de donde partía, de qué lecturas, conocimientos, porque no tuvo una formación académica regular, de hecho podemos rastrear en su biografía las etapas de su formación y no acudió a la universidad. Su formación humanística fue tardía y, digamos, precaria, por lo que en su siglo se consideró un ingenio lego, es decir, un ingenio sin estudios; una persona que tenía intuición, pero carecía de la formación académica correspondiente, y justamente en esa clave puede ser que se encuentre uno de los elementos fundamentales para entender la originalidad del Quijote.

Cervantes tuvo una formación humanística y literaria al margen de los cauces regulares, pero todo indica que fue muy intensa porque su estancia en Italia le permitió conocer la literatura italiana en profundidad, y aunque los estudios que hizo de literatura clásica, del mundo latino y griego fueron limitados también le pusieron en contacto con una serie de modelos que pudo adaptar a su forma de ser, a su carácter y pudo conectar con un público que, en cierta media, desde el punto de vista intelectual estaba en un plano similar al suyo. Todo ello, lo libro de cierto escolasticismo, que lastra la creación en cierto momento y le permitió intuir una forma manera de hacer literatura y conectar con el público. Por lo que, no hay mal que por bien no venga…ni la formación académica lo es todo…

Si hiciéramos un estudio sociológico sobre la procedencia social y cultural de los creadores de la nueva literatura, lo que hoy llamamos literatura moderna, o sea la gran literatura de finales de los siglos finales del XVI y el XVII, si vamos a los grandes genios, Shakespeare, Cervantes, Lope, veríamos que pertenecen a un mismo grupo social, que son esas clases medias con estudios amplios pero no regulados, y que es justamente esa falta de formación académica sistemática lo que probablemente les permite conectar con el público, y al mismo tiempo la pasión que sienten por la literatura también les permite ampliar horizontes; entonces esa combinación de una cultura amplia, pero no la habitual, y ese contacto con el público es lo que finalmente crea la nueva literatura.

P.-Usted que es autor de un libro que recoge las complejas relaciones entre Lope y Cervantes, ¿hasta qué punto influyó esa enemistad en sus respectivas obras?

R.-En El Quijote hay quien opina que uno de los elementos inspiradores, claves, fueron las relaciones conflictivas que tuvo Cervantes con Lope, e incluso hay quien ha ido más lejos e incluso ha pensado que la propia figura de Don Quijote es una caricatura de Lope de Vega, que también tenía unas fantasías literarias parecidas a Don Quijote, un ansia de aventura, que en la realidad no se daba y que la proyectaba sobre el romance, el teatro y algunas de sus novelas. Y, efectivamente, entre los dos escritores hubo una época primera de amistad, de camaradería, colaboración, pero entre 1602 y 1604 esas relaciones se agriaron; se han dado muchas explicaciones, pero a mí la que me parece más probable es que el éxito de Lope en el teatro creó entre ellos un abismo. En esa época, la fama de Lope provoca una serie de sátiras, de poemas ridiculizadores, de parodias y, con razón o sin razón, Lope acabo convencido de que Cervantes colaboraba en esos poemas satíricos contra él, y a partir de ahí se rompieron las relaciones que se complican hasta la muerte de Cervantes, tras la que Lope se acerca a su obra porque escribe novelas al estilo cervantino, y en la última que publica en vida aparecen muchos rasgos del humor cervantino, de la fantasía quijotesca y de la ridiculización de esas mismas fantasías, de modo que efectivamente se influyeron mutuamente mucho.

P.-Como historiador y cervantista, ¿cree que los últimos nuevos datos biográficos arrojan luz sobre el personaje real alejándolo del mito?

R.-Desde luego, hay mucha literatura enteramente mítica, muchas fantasías, a veces incluso delirantes, y aportaciones nuevas documentales ha habido pero en un número limitado; se han descubierto nuevos documentos, pero son documentos que nos hablan fundamentalmente de la actividad funcionarial de Cervantes, de cuestiones económicas, pero muy poco de lo que sentía y pensaba. Lo que sí ha habido últimos tiempos ha sido intentos serios de interpretar los datos que ya teníamos. En este sentido, José Manuel Lucía acaba de escribir un libro interesantísimo sobre la juventud de Cervantes, que trata justamente de desmontar muchos de los mitos que existen sobre su figura.

P.-¿Quién fue Cervantes en realidad?

Cervantes era un hombre de clase media baja, y aunque su padre era cirujano, en el siglo XVII era como una especie entre barbero y sacamolero, además con muchos problemas económicos, por lo que tuvo que trasladarse en varias ocasiones de una ciudad a otra. Por eso Cervantes nace en Alcalá, pero su formación fundamentalmente es andaluza. Siendo ya joven vuelve a Castilla, se instala en Madrid e intenta estudiar, pero como no ve otras expectativas decide irse a Italia y enrolarse en el ejército, y desarrolla una carrera militar con mucha pasión, aunque con unos resultados contradictorios, fue herido en la primera batalla, cuando vuelve lo cautivan, etc.; él intenta continuar con la carrera militar, y la sigue un tiempo en lo que hoy llamaríamos Servicios de Inteligencia, espionaje e intenta acceder a cargos políticos, pero ya no cuenta con los valedores correspondientes, y a partir de ahí trata de convertirse en un escritor famoso con la Galatea, el teatro, pero fracasa, y ya cuando está prácticamente desahuciado aparece una novela que se convierte en un gran éxito, pero que no le da mucho dinero, y en consecuencia tiene que seguir luchando constantemente.

P.-Una vida intensa, llena de visicitudes, de múltiples caminos, por lo que sus obras tan heterogéneas se pueden entender como ¿fruto de su propia trayectoria?

R.-Tuvo una vida dolorosa, con muchas dificultades, y Cervantes no debía ser ese personaje bondadoso y tierno, que nos han querido hacer llegar, sino más bien un personaje modélico, enemistado con buena parte de los literatos de su época, y en cierta medida aislado en el ambiente madrileño de principios del siglo XVII. En cuanto a sus obras, hay algunas que son de una excepcional genialidad que abren nuevos panoramas, y en cambio otras que probamente miran al pasado y que seguramente no tenga más interés que el ser de Cervantes; y no sólo obras de muy variadas en estilos, géneros sino también en lo que puede representar y siguen representado, y no todas son lo mismo ni tienen el mismo valor ni la misma significación, ni para nosotros ni para sus contemporáneos. Cervantes es autor de un teatro fracasado, por ejemplo, y que hoy recuperamos, pero que tiene mucho de homenaje al creador del Quijote; no es una recuperación sustantiva porque el teatro suyo en su época no gustó y en la nuestra también tiene muchos problemas porque está escrito en unos versos duros, que no tienen fluidez, cadencia ni las virtudes estructurales que tenía el teatro de Lope, Calderón ni sus discípulos. 

P.-No se puede ser bueno en todo…

R.-No, claro que no; no todos lo pueden todo, eso lo dijo el propio Cervantes. Sin embargo, ahora sí corremos un peligro mitográfico, que es convertir a Cervantes en un santo literario, que por fuerza tiene que ser bueno en todo, excelente en todo y creo no es así, y mantengo la posición frente a otros de que Cervantes tiene aspectos muy diversos, y todos nos interesan por ser de Cervantes, pero no de la misma manera.

P.-Tampoco debería ser un drama, ¿no? Eso mismo le ocurrió a muchos otros autores como Lope, que era muy bueno en teatro, pero con la novela no llegó…

R.-Exactamente. Cada escritor, cada hombre tiene campos en los que se desarrolla a gusto y con plenitud, y logrando transmitir lo que desea, y otros en los que se atasca, e incluso en campos queridos; hay muchos escritores de fama frustrados porque en un campo que para ellos es muy querido no han sido capaces de acertar.

Recordar las lecturas

Héctor G. Barnés, "Cómo conseguir que no se te olvide nada de lo que lees", en El Confidencial, 13-XI-2016:

Todos lo sabemos: por mucho que nos concentremos en lo que leemos, apenas un par de semanas después de terminar un libro, no recordamos casi nada. Hay solución.

“No me acuerdo ni de lo que comí ayer”; “sí, esa película la vi hace poco, pero no estoy seguro de cómo terminaba”; “leo mucho, pero los libros se me olvidan nada más acabarlos”. Estas son tres frases que oímos de manera habitual en nuestro día a y a día, y que vienen a resumir una triste realidad: cada vez nos cuesta más recordar nuestras experiencias. Muy probablemente, porque apenas causan un impacto en nosotros. Comemos, vemos una película o leemos un libro para olvidarlo casi en el acto, en cuanto pasamos a otra cosa.

La única manera de conseguir que esto no ocurra es convertir la lectura en algo significativo, de igual manera que ocurre con los niños cuando aprenden algo nuevo. Hay mucho escrito sobre las pequeñas estrategias que se pueden adoptar para conseguir recordar lo que se ha leído, así que a continuación recogemos algunas de las más útiles si no queremos que la lectura se convierta en un acto tan inocuo e insípido como beber un vaso de agua. 

Lo mejor que puedes hacer es resumir el libro y reenviarte periódicamente un email con lo más importante que has aprendido

Recapitula y mándate un correo electrónico

De entre todas las estrategias personales que se han desarrollado para memorizar lo leído, quizá esta que Shay Howe de BellyCard expone en 'Medium' sea una de las más interesantes, ya que le ha permitido leer un libro cada dos semanas y estrujar al máximo su contenido. Su método consiste, básicamente, en subrayar lo más importante. Poco sorprendente, ya que es lo que recomiendan la mayor parte de expertos.

Sin embargo, para Howe esto no es más que el principio: una vez terminado el libro, merece la pena releer lo destacado, con el objetivo de “reforzar las lecciones y los conceptos clave”. Con una hora debería ser suficiente. Una vez terminado, el directivo hace un resumen por escrito en un correo electrónico y se lo envía a sí mismo. Howe no se corta a la hora de enriquecer el texto con gráficas, infografías o fotografías de las páginas del libro.

La cosa no termina ahí. No solo se envía una copia del resumen, sino que, además, programa el servicio de correo electrónico para volver a recibirlo un tiempo después. “La mayor parte de las veces, estos emails llegan cuando mis recuerdos del libro empiezan a desvanecerse, igual que mi instinto para aplicar lo aprendido”, explica. “¡El momento perfecto! Entonces lo vuelvo a programar para reenviármelo en una fecha posterior”. Howe sigue haciendo lo mismo a medida que pasa el tiempo, con el objetivo de refrescar periódicamente lo aprendido.

Toma notas

La táctica de memorización más habitual. Si no quieres pintarrajear las páginas de tu libro –algo razonable–, siempre puedes tomar notas en post-it o en un cuaderno aparte, aunque en este caso se pierda la capacidad de interactuar con el objeto-libro. Como explica un artículo publicado en 'Business Insider' a partir de las opiniones de los usuarios de 'Quora', nunca debemos leer sin un lápiz en la mano. “Subraya las frases que encuentres confusas, interesantes, o importantes”, señala uno de ello. “Traza líneas en el margen de los párrafos más importantes. Dibuja diagramas para ver la estructura de las ideas clave”.

Si no eres capaz de contarle a otra persona lo que acabas de leer, es porque no lo has entendido lo suficientemente bien y lo vas a olvidar

Hazte preguntas

Piensa en el libro como en un examen que debes aprobar, pero sin la carga estresante asociada a estas pruebas. ¿Cuál es la principal idea de lo que acabo de leer? En caso de que se trate de una novela, ¿cuáles son las motivaciones de los protagonistas? Es algo muy semejante al papel que juegan las preguntas sobre comprensión escrita en los libros de texto de los alumnos de un colegio. Si nos cuesta desarrollar preguntas, podemos utilizar otra estrategia, que es contárselo a los demás. Al ordenar y sintetizar la información para explicarla de manera oral, estamos obligados a interactuar con ella y no ser simplemente receptores pasivos de lo que hemos leído. Si no eres capaz de hacerlo es porque, aunque pienses que sí, no has sido capaz de entenderlo.

Impresión, asociación y repetición

Los tres pasos de la memorización, según explica un usuario de 'Stack Exchange'. Por lo general, la mayor parte de nosotros nos quedamos en el primer paso, es decir, con la impresión que ha causado en nosotros lo que hemos leído. Por eso solemos recordar si una novela o una película nos han gustado, pero no podemos decir por qué.

Más complicado resulta pasar a la asociación, es decir, enlazar lo que hemos leído con lo que ya conocemos, y a la repetición. Es tan simple como volver sobre el mismo material hasta que conseguimos retener lo más importante. Como no tenemos tiempo para releer un libro una y otra vez, basta con volver sobre lo subrayado, lo que nos devuelve al consejo inicial de Howe.

Lee en diagonal primero

Puede parecer un consejo muy poco útil. ¿De verdad merece la pena echar un vistazo a todo el libro antes de meternos en profundidad en él? El doctor Bill Klemm, profesor de Neurociencia de la Universidad de Texas A&M, considera que sí, especialmente si (obviamente) se trata de género ensayístico. “Todo material que deba ser estudiado con cuidado debe ser leído por encima primero”, explica.

No debemos pegarnos atracones que nos dejarán resaca lectora. Es decir, dolor de cabeza y ni un solo recuerdo de lo que leímos la noche anterior

Tres son las ventajas de este método: favorece el recuerdo cuando nos sumergimos en el texto por segunda vez; orienta el pensamiento, porque te ayuda a conocer dónde se encuentra lo más importante; y, sobre todo, proporciona una idea general del texto en el que estás a punto de sumergirte, lo que hace más fácil recordarlo más tarde. Ni qué decir tiene que, cuanto más visual sea el libro (como ocurre con un manual), más útil es esta estrategia.

Piensa en imágenes

Una metodología muy parecida a la de las mansiones de la memoria de la que ya hablamos aquí. Nuestra memoria es mucho más visual que verbal o numérica, por lo que transformar las palabras que leemos en imágenes puede ayudarnos a recordarlas. “Una imagen puede no valer por mil palabras, pero sí puede capturar la esencia de docenas de ellas”, explica el profesor Klemm.

El profesor también recomienda utilizar una estrategia similar a la de los actores cuando memorizan un texto. Estos, recuerda, no lo aprenden palabra por palabra, sino que se meten en ello, “estudiando el significado del guión en profundidad, lo que parece que produce una memorización automática”. Conferir un significado concreto y meterse en el texto es la manera más sencilla de recordar aquello que se debe repetir más tarde.

No te pases

¿Quieres recordar lo que has leído? Pues más vale poco y bien que mucho y mal. Todos hemos reconocido en un momento u otro que, con el advenimiento de los teléfonos móviles y otros dispositivos, nos cuesta mucho más concentrarnos. Por eso debemos ser conscientes de nuestros límites y no pegarnos atracones que no nos dejarán más que una resaca lectora (es decir, dolor de cabeza y ni un solo recuerdo de lo que leímos la noche anterior). Aunque Klemm tira por lo bajo y propone períodos muy cortos, de entre 10 y 15 minutos –intenta terminar “Guerra y paz” a ese ritmo–, cada cual debe conocer su límite, que irá aumentando a medida que adoptemos mejores hábitos de lectura. Otro truco es parar cada X tiempo (aquí sí que viene bien el cuarto de hora) para reflexionar sobre aquello que acabamos de leer.

En un país como España, no se aplica la ley contra las asociaciones criminales mafiosas

Íñigo Domínguez, "La silenciosa infestación de mafias italianas en España. Operan desde los ochenta, han llegado a infiltrarse en la política y las fuerzas de seguridad advierten que es un fenómeno muy subestimado", en El País, 13 NOV 2016:

España es una de las principales sucursales de las mafias italianas en el mundo, pero de incógnito. En una situación de casi anonimato, ignorados por la opinión pública, sin hacer ruido ni matar a nadie, los mafiosos se han ido instalando y haciendo negocios en la península desde hace más de 30 años. Ser subestimada es la consideración predilecta de la mafia. “Es un problema totalmente infravalorado”, confirman altos mandos de la Guardia Civil, de la unidad especializada en la búsqueda y captura de fugitivos del crimen organizado italiano.

Un informe del Ministerio de Interior italiano de 2013 destaca que España es el único país, fuera de Italia, en el que están presentes y con capacidad de acción sus cuatro mafias: Cosa Nostra siciliana, la ‘Ndrangheta calabresa, la Camorra de Nápoles y alrededores y Sacra Corona Unita, de Apulia. Pero no se habla mucho de ello porque, a diferencia de los episodios violentos y alarmantes que protagonizan grupos de otros países –rusos, latinos, irlandeses–, los clanes italianos saben que lo mejor para los negocios es la tranquilidad.

Hay todavía un abismo de percepción cultural de la mafia fuera de Italia. Solo cambiaría, evidentemente, con sucesos graves, pero por eso mismo las mafias italianas son muy cuidadosas. En una conversación grabada, un capo del clan Polverini le echó una bronca tremenda a uno de sus hombres que se vio envuelto en una pelea en una discoteca en Málaga y acabó en el hospital con un navajazo. Incluso en España se sienten seguros cuando hay guerras de clanes: para matar a alguien hay que hacerlo en Italia.

Más allá de las apariencias, los números son contundentes. De 1999 a 2009, casi un tercio de los mafiosos detenidos fuera de Italia fueron arrestados en España, según los datos de las autoridades italianas. Los más numerosos, de la Camorra: 34 de 74. Desde 2008 a 2015, solo la Guardia Civil ha detenido a 96 mafiosos en España, la mayor parte camorristas, en operaciones que en Italia han acarreado de forma paralela 267 arrestos. A estas hay que añadir las realizadas por el Cuerpo Nacional de Policía.

Desde hace años España es el país al que Italia pide más comisiones rogatorias –solicitudes internacionales de información entre tribunales– por investigaciones de mafia. En el último año contabilizado ascendieron a 23, de un total de 151, según el informe anual de 2015 de la Dirección Nacional Antimafia italiana (DNA). Siguen Suiza y Holanda con 14; Alemania, 11 y Estados Unidos, 9.

Lo interesante, y preocupante, es cómo organizaciones tan temidas por la fama de las películas han logrado introducirse en el tejido social español. Porque al final hay implicados y detenidos españoles. Abogados, empleados de banca, empresarios. Un mafioso, obviamente, no se presenta como tal. Suele ser un hombre de negocios italiano con mucho dinero y buenas maneras que propone cosas solo un poco más allá de la legalidad, lo normal. Pide favores, no figurar por su nombre o pasar por alto algún detalle raro. “Los españoles que se relacionan con ellos al principio no se dan cuenta de con quién se andan, o no se quieren dar, porque hay por medio un montón de pasta. Pero acaba llegando un momento en que se ponen las cartas sobre la mesa”. Por ejemplo, un mafioso regala un cochazo a un socio y lo pone a su nombre, con una sola condición: que de vez en cuando se lo va a pedir. Acepta, pero un día llega una multa, o se interesa la Policía y va a reclamarle al generoso mecenas. Que en ese momento, si no atiende a razones, se revela como es. Se acabó la ambigüedad. Si es necesario se recurre a la violencia, pero las víctimas nunca lo denuncian y no trasciende.

Esta penetración ponzoñosa en el tejido social, emulando el modelo de Italia, ha llegado ya a tocar a policías, magistrados, funcionarios y políticos, advierte la Guardia Civil. Hay ya un caso demostrado en el PP de Canarias, en el municipio de Adeje: un abogado italiano, Domenico Di Giorgio, vecino de la localidad, llegó a figurar en las listas electorales municipales de 2011, como número cuatro, antes de ser detenido. Hasta se hizo una foto con Mariano Rajoy. Fue en la operación Pozzaro contra los peligrosos clanes Nuvoletta y Polverino de la Camorra, aunque cinco años más tarde todos los acusados fueron absueltos. Las zonas con más presencia mafiosa son Barcelona, Alicante, Málaga, Cádiz, Baleares y Canarias, y también, pero más diluida, Madrid.

De 1999 a 2009, casi un tercio de los mafiosos detenidos fuera de Italia fueron arrestados en España

La mafia está en España al menos desde los años ochenta. Importantes capos han sido arrestados en el país, como Antonio Bardellino, en 1983, uno de los más potentes capos de la Camorra, o Tano Badalamenti, en 1984, peso pesado de Cosa Nostra. España es un país cercano, que les gusta, donde son ignorados y que es un importante nudo de comunicaciones en el narcotráfico de Latinoamérica y Marruecos. La ‘Ndrangheta, actual líder mundial del tráfico de cocaína, se reúne y relaciona con los carteles colombianos y mexicanos en Madrid. Las extradiciones eran complicadas y hasta la puesta en marcha del mandato de captura europeo, en 2004, los capos campaban a sus anchas, o eran detenidos y puestos en libertad.

Otra ventaja son las cárceles: en comparación con Italia, las españolas son hoteles de cuatro estrellas y, sobre todo, no tienen vigilancia especial para los mafiosos. Pueden recibir visitas y dirigir sus negocios por teléfono, algo impensable en Italia. Maurizio Prestieri, capo de la Camorra arrestado en Marbella en 2003, declaró que era como estar en un complejo de vacaciones. Según las normas españolas, los mafiosos no entran en la categoría FIES (Ficheros de Internos de Especial Seguimiento), los reclusos con restricciones y medidas de seguridad excepcionales. Suelen ser tranquilos y no son considerados peligrosos ni problemáticos. En Italia muchos van directos al régimen de aislamiento total.

Los años locos de la construcción y la burbuja inmobiliaria de la pasada década en España fueron magníficos para la mafia. Invirtieron en construcción, turismo, hoteles, restaurantes. Se calcula que, en conjunto, unos 50 kilómetros de costa española ha sido edificada por mafias italianas, un dato de fuentes policiales italianas que cita en su libro Mafia Export el expresidente de la comisión parlamentaria antimafia italiana, Francesco Forgione. “No me extrañaría”, confirman sin dudar altos mandos de la Guardia Civil. En Tarragona, por ejemplo, un clan de la Camorra construyó una urbanización de 25 chalés. Cuatro eran para los jefes y el resto los pusieron a la venta. La gran operación contra el clan Polverino de 2013 incluyó la confiscación de 257 propiedades inmobiliarias.

El panorama solo cambió a partir de 2008. Ese año es la primera operación conjunta de la Guardia Civil con los Carabinieri, pero hasta 2012 el instituto armado no establece una coordinación permanente en operaciones abiertas. No tanto por los agentes españoles como por la desconfianza total de los cuerpos italianos, muy reacios a compartir información con otros países. Ahora la relación es intensa y fluida –las fuerzas de seguridad españolas ya han gestionado arrepentidos italianos–, pero sigue habiendo obstáculos legales. Es en 2010 cuando se introduce en el código penal español el delito de crimen organizado, pero los investigadores lamentan que apenas se aplica. “Siempre tiene que ir asociado a otro delito, que suele ser el blanqueo, es un agravante. Ningún juez te lo admite por sí solo. Tú puedes probar que hay una organización, con un jefe, que trafica con droga, pero si no coges un alijo no te vale. Cuando se lo cuentas a los Carabinieri no se lo creen”, explica un alto mando de la Guardia Civil. La Audiencia Nacional, por ejemplo, absolvió hace seis meses a los 20 acusados de blanquear dinero para el clan Polverino en Canarias, la operación donde apareció un concejal del PP, y ni siquiera consideró probado que pertenecieran a una asociación criminal. Decir esto de Giuseppe Polverino, capo del clan, que cumple varias condenas en su país, y de hecho declaró en el juicio en videoconferencia desde prisión, en Italia es incomprensible.

En Italia, con lógica experiencia en afrontar el fenómeno, el delito de asociación mafiosa fue introducido en 1982, un pilar fundamental en una lucha contra estas organizaciones que dura ya más de un siglo. La sola pertenencia a una organización mafiosa basta para una condena. Para los investigadores, solo hay un juez de la Audiencia Nacional sensible y consciente del fenómeno, Eloy Velasco, que ha viajado en varias ocasiones a Italia.

Forgione admite que a nivel policial en España ya se ha tomado conciencia del problema, pero no basta. “No ha cambiado casi nada”, afirma en conversación telefónica desde Italia. “Por dos problemas principales. Uno, la UE no tiene una normativa común capaz de combatir la mafia, depende de las leyes de cada país. Dos, en España la mafia no interesa, no está en el debate público ni político, no hay una percepción del problema, de su capacidad de contaminar la economía”

El machismo de los alumnos de ahora

Pablo Poo Gallardo, profesor de Lengua castellana y Literatura en la ESO, "Tus hijos hubiesen votado a Trump", en Huffington Post, 13-XI-2016:

Tus hijos, que son mis alumnos, vaya, hubieran votado a Trump. Las nuevas generaciones se están idiotizando a velocidades ilegales por autovía, y esto es algo que constato a diario en mi puesto de trabajo: soy profesor de Lengua y Literatura en un instituto público.

Hace unos años solía ser bastante frecuente, cuando llegaba a casa después de un día de clase especialmente frustrante, volcar toda mi basura mental en las charlas con mi novia y decirle: "Joder, es el curso con menos nivel que he tenido nunca". El año académico siguiente me devolvía a hostias a la realidad: "Madre mía, si son peores que los del curso pasado".

Entonces recordaba las charlas en clase del año anterior, los "sin el título de la ESO no vais a ningún sitio"; los "yo soy de los pocos de mi grupo de amigos que son todos licenciados, que tiene trabajo"; los "estáis perdiendo la capacidad de reflexión"; los "van a hacer con vosotros lo que quieran"... Una mezcla entre arrepentimiento y pena comenzaba a juguetear con mi bilis, que se volvía extrañamente más amarga cada año.

Mis alumnos hubiesen votado a Trump, os lo juro. Los estoy viendo en fila en el colegio electoral, como los abuelitos hoy día con Felipe, preguntando a los policías locales: "¿La papeleta de Trump cuál es?". Ni perdone ni mierdas, no les hemos enseñado eso, a lo mejor se hubiesen traumatizado por la existencia de una jerarquía donde ellos no fueran la cúspide.

El instituto más cercano a una capital, de los 14 en los que he trabajado, estaba situado a unos 60 kilómetros. Allí, y más adentro, lejos de las urbes, donde aún no hacen falta medidores de la calidad del aire ni semáforos, los rumanos vienen a quitarnos el trabajo. Que, a ver, que quizá tu padre cobre a la vez el paro y sea albañil, pero los que de verdad son unos hijos de puta son los gitanos, que no hacen nada y viven de las ayudas y los turnos del ayuntamiento. Que, yo qué sé, a lo mejor tienes una beca 6.000 y más de mil olivas, bueno, puede, pero los moros vienen para varear tres días y arreglarse la boca en el dentista, que es gratis para ellos. Así piensan.

A mis alumnos se la sopla todo, o casi todo. No les toques el móvil. Tú, si te lo pide tu novio, se lo das, que es algo celoso, pero es que "TKMMM 6/09/16 nunka t boy a djar". "¿Es que tú no le miras el móvil a tu novia, maestro?". No, cenutrio, no.

Para muchos de mis alumnos no hay homosexuales, hay "maricones de mierda". Y a algún compañero, porque lo he vivido, se lo han gritado desde las ventanas de la primera planta cuando salía para casa. "Bah, déjalo, Pablo, no merece la pena". Entonces mi sangre alcanzaba temperatura Varoma y, de mis orejas, como en los antiguos dibujitos de la Warner, se escapan silbando, en forma de vapor, todos los desencantos acumulados.

Desde el momento en que el sistema educativo pierde su papel de ascensor social, la educación en sí deja de tener sentido. Y les ponemos las cosas muy fáciles: solo hay que echar un vistazo a los modelos de triunfo social que exportamos a través de los medios de comunicación. Mis alumnos ya no quieren ser médicos, quieren entrar en Gran Hermano.

Pero no hay que irse tan lejos, echar la culpa a Telecinco es muy fácil; es el propio sistema educativo el que se está fagocitando desde dentro. Durante los cuatro años de la ESO y los dos de Bachillerato (eso que, con suerte, se cursa en tu mismo pueblo), el alumno vive en una burbuja que explotará sin remedio alguno cuando salga del centro y se enfrente a lo que llamamos vida, donde cobras un sueldo de mierda, donde si eres un vago te despiden, donde hay muy pocas segundas oportunidades y donde, si quieres mejorar, "fueras estudiao".

Hoy día, los docentes tenemos que motivar a los alumnos que el propio sistema desmotiva. Y si repites curso, no te preocupes, voy a enterrar en papeleo al desgraciado de tu profesor y tú, nenito, tranquilo, que vas a promocionar aunque suspendas todas las asignaturas. Es lo que se conoce como Promoción por Imperativo Legal; me gustaría tomarme unas cervezas con quien la ideó.

El problema ya no es que nuestros alumnos, tus hijos, no sepan; es que ya ni hacen. Los estamos dejando sin unos instrumentos mínimos para desenvolverse autónomamente en la vida. Hagan la prueba: lean juntos un texto y pídanle interpretaciones personales, relaciones con otros hechos similares, extracción de conclusiones. Luego, lloramos juntos.

Yo hago con mis alumnos lo que quiero: los convenzo, luego los disuado, los manipulo, los confundo... Al final de la clase les digo lo que he hecho y les doy permiso, entre risas, para que me digan: "Maestro, eres un cabrón". Pero soy un cabrón porque me lo he currado, porque no me lo han dado todo hecho, porque me he tenido que esforzar para conseguir las cosas. He tenido que sufrir injusticias, y así aprendí a reconocerlas y combatirlas. Y todo ello me ha otorgado capacidad de análisis y reflexión. Y eso es lo que no tienen mis alumnos, por eso votarían a Trump, porque se lo creen todo y porque no dice cosas tan alejadas de su forma pleistocénica de pensar.

Hoy estábamos leyendo una crónica cultural sobre los Oscar de Hollywood y les pedí que identificaran cinco títulos con sus correspondientes premios, y no eran capaces de diferenciarme entre el apellido de algunos actores, algunos topónimos y los títulos en sí de las cintas. Entonces paré la clase y les expliqué su error comparándolo con la elección del Balón de Oro, para que se dieran cuenta de que me estaban mezclando a Messi con Suiza y con el Real Madrid. Y en sus risas vi dos cosas: ignorancia y complacencia.

Luego les pregunté por Trump, y uno de ellos me dijo que era un tipo muy malo.

- ¿Por qué? ¡Cuéntanos!
- Porque lo dice la tele, maestro.

domingo, 13 de noviembre de 2016

"Les bourgeois", que cantaba Jacques Brel, y otras

(Mi traducción, no demasiado libre, salvo el estribillo, está más abajo, dedicada a los dañosos politiquines. Creo que por Trois Faisans se refiere en realidad al cabaret Trois Baudets de Pigalle; Jojó es su mánager, amigo personal e incluso chófer Georges Pasquier)

I

Le coeur bien au chaud
Les yeux dans la bière
Chez la grosse Adrienne de Montalant
Avec l'ami Jojo
Et avec l'ami Pierre
On allait boire nos vingt ans
Jojo se prenait pour Voltaire
Et Pierre pour Casanova
Et moi, moi qui étais le plus fier
Moi, moi je me prenais pour moi
Et quand vers minuit passaient les notaires
Qui sortaient de l'hôtel des "Trois Faisans"
On leur montrait notre cul et nos bonnes manières
En leur chantant

Les bourgeois c'est comme les cochons
Plus ça devient vieux plus ça devient bête
Les bourgeois c'est comme les cochons
Plus ça devient vieux plus ça devient c...

Le coeur bien au chaud
Les yeux dans la bière
Chez la grosse Adrienne de Montalant
Avec l'ami Jojo
Et avec l'ami Pierre
On allait boire nos vingt ans
Voltaire dansait comme un vicaire
Et Casanova n'osait pas
Et moi, moi qui restait le plus fier
Moi j'étais presque aussi saoul que moi
Et quand vers minuit passaient les notaires
Qui sortaient de l'hôtel des "Trois Faisans"
On leur montrait notre cul et nos bonnes manières
En leur chantant

Les bourgeois c'est comme les cochons
Plus ça devient vieux plus ça devient bête
Les bourgeois c'est comme les cochons
Plus ça devient vieux plus ça devient c...

Le coeur au repos
Les yeux bien sur terre
Au bar de l'hôtel des "Trois Faisans"
Avec maître Jojo
Et avec maître Pierre
Entre notaires on passe le temps
Jojo parle de Voltaire
Et Pierre de Casanova
Et moi, moi qui suis resté le plus fier
Moi, moi je parle encore de moi
Et c'est en sortant vers minuit Monsieur le Commissaire
Que tous les soirs de chez la Montalant
De jeunes "peigne-culs" nous montrent leur derrière
En nous chantant

Les bourgeois c'est comme les cochons
Plus ça devient vieux plus ça devient bête
Les bourgeois c'est comme les cochons
Plus ça devient vieux plus ça devient c...

II

Con el corazón calentito, 
los ojos inundados en cerveza, 
en casa de la gorda Adriana Montalant, 
con el amigo Jojó 
y el amigo Pierre,
bebíamos nuestros veinte años. 
Jojo se creía Voltaire 
y Pierre Casanova; 
y yo, yo que era el más orgulloso, 
me tomaba por mí mismo. 
Y cuando hacia medianoche pasaban los notarios 
saliendo del hotel "Tres Faisanes" 
les mostrábamos el culo con buenas maneras 
cantándoles:

Los burgueses son como los cerdos 
cuanto más viejos se vuelven, más tontos son 
Los burgueses son como los cerdos 
y [más culo crían] cuanto más viejos son.

Con el corazón calentito, 
los ojos en cerveza, 
en casa de la gorda Adriana Montalant, 
con el amigo Jojó 
y el amigo Pierre,
bebíamos nuestros veinte años. 
Voltaire bailaba como un párroco 
y Casanova no se atrevía 
Y yo, yo, que estaba más orgulloso 
y casi más borracho que yo mismo,
cuando hacia medianoche pasaban los notarios
saliendo del hotel "Tres Faisanes" 
les mostrábamos el culo y nuestras buenas maneras 
cantándoles:

Los burgueses son como los cochinos 
cuanto más viejos se vuelven, más tontos son 
Los burgueses son como los cochinos 
y [más culo crían] cuanto más viejos son.

El corazón ya en paz,
los ojos en el suelo,
en el bar del hotel "Tres Faisanes" 
con el maestro Jojó
y el maestro Pierre,
entre notarios se nos pasa el tiempo. 
Jojó habla de Voltaire 
y Pierre de Casanova 
y yo, yo que aún andaba más henchido de mí mismo,
yo, todavía más aún hablo de mí,
al salir de pronto hacia medianoche, señor comisario,
como todas las noches de casa de la Montalant,
jóvenes groseros nos muestran su trasero
cantándonos:

Los burgueses son como los cochinos 
cuanto más viejos se vuelven, más tontos son 
Los burgueses son como los cochinos 
y [más culo crían] cuanto más viejos son.

La canción puede verse en Youtube. Pero mi favorita es el Tango fúnebre. A Javier Lumbreras le gusta mucho Les vieux amants, y en efecto hay mucha  verdad humana en esta obra. Parecida, y tan cruel como la anterior, es Ces gens, là. También es suya la que dicen es una de las mejores canciones de amor de todos los tiempos, dedicada a una Suzanne, como la de Leonard Cohen, Ne me quitte pas, "No me dejes":

'Ne me quitte pas'

Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Il faut oublier
Tout peut s'oublier
Qui s'enfuit déjà
Oublier le temps
Des malentendus
Et le temps perdu
A savoir comment
Oublier ces heures
Qui tuaient parfois
A coups de pourquoi
Le coeur du bonheur
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Moi je t'offrirai
Des perles de pluie
Venues de pays
Où il ne pleut pas
Je creuserais la terre
Jusqu'après ma mort
Pour couvrir ton corps
D'or et de lumière
Je ferai un domaine
Où l'amour sera roi
Où l'amour sera loi
Où tu seras ma reine
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Je t'inventerai
Des mots insensés
Que tu comprendras
Je te parlerai
De ces amants là
Qui ont vu deux fois
Leurs coeurs s'embraser
Je te raconterai
L'histoire de ce roi
Mort de n'avoir pas
Pu te rencontrer
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
On a vu souvent
Rejaillir le feu
D'un ancien volcan
Qu'on croyait trop vieux
Il est paraît-il
Des terres brûlées
Donnant plus de blé
Qu'un meilleur avril
Et quand vient le soir
Pour qu'un ciel flamboie
Le rouge et le noir
Ne s'épousent-ils pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Je ne vais plus pleurer
Je ne vais plus parler
Je me cacherai là
A te regarder
Danser et sourire
Et à t'écouter
Chanter et puis rire
Laisse-moi devenir
L'ombre de ton ombre
L'ombre de ta main
L'ombre de ton chien
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas.

IV

No me dejes

No me dejes:
hay que olvidar,
todo se puede olvidar;
lo que ya huya,
olvidar el tiempo
de los malentendidos
y el tiempo perdido
a saber cómo;
olvidar estas horas
que mataban a veces,
a golpes de porqué,
el corazón
de la felicidad;
no me dejes.

Yo te ofreceré
unas perlas de lluvia
venidas de países
donde no llueve,
cavaré la tierra
hasta después de mi muerte,
para cubrir tu cuerpo
de oro y de luz;
crearé un dominio
donde el amor será rey,
donde el amor será ley,
donde tu serás mi reina:
no me dejes.

Te inventaré
palabras insensatas
que entenderás;
te hablaré
de aquellos amantes
que han visto dos veces
abrasar sus corazones;
te contaré
la historia de este rey
muerto por no poder
encontrarte:
no me dejes.

A menudo hemos visto
renacer el fuego
de un antiguo volcán
que pensábamos muy viejo;
y puede ser que haya
tierras abrasadas
que den mejor trigo
que el mejor abril;
y cuando llega la tarde,
para que el cielo brille
el rojo y el negro
¿no se abrazan?
No me dejes.

No lloraré más,
no hablaré más:
me esconderé aquí,
viéndote bailar
y sonreír
para escucharte cantar
y después reír;
déjame volverme
la sombra de tu sombra
la sombra de tu mano
la sombra de tu perro:
no me dejes.

La madre de Javier Marías

Javier Marías, "Mayor que Lolita", en El País, 13-XI-2016:

Una madre es una madre. Tardamos en pararnos a pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento. Y, en el caso de la mía, era excesivo.

Llevaba tanto tiempo en contacto con Maite Nieto, que se encarga de recibir y revisar mis artículos, que cuando hace poco nos vimos las caras por primera vez, me creí en confianza y se me escaparon un par de comentarios personales. No tengo más que simpatía y agradecimiento hacia ella (como antes hacia Julia Luzán, que cuidó mis textos durante mi primera etapa), así que le hablé como si estuviéramos en una de nuestras charlas telefónicas y, en el reportaje que hizo para el número celebratorio de los cuarenta años de EPS, apareció el detalle de que acabo de cumplir sesenta y cinco y de que para mí es una edad “simbólica”, porque fue a la que murió mi madre. De modo que ya no hay por qué no hablar de ello. De hecho, a mi madre, Lolita, aún le faltaba una semana para cumplirla, ya que falleció el 24 de diciembre de 1977 y había nacido el 31 de ese mes. Desde hace cierto tiempo –hay supersticiones que superan al razonamiento– he temido la llegada de esa cifra. También es la que tenía al morir otra persona sumamente importante en mi vida, Juan Benet. No son infrecuentes esas ideas, esas aprensiones. Una gran amiga, que perdió a su madre cuando ésta contaba sólo treinta y nueve, estaba convencida de que le tocaría seguir sus pasos. Por fortuna, ya ha cumplido los cincuenta y cuatro y está estupendamente, de salud y de aspecto. Conozco muchos más casos.

Pero, más allá de esas supersticiones, da que pensar, se hace raro, descubrir que “de pronto” –no es así, sino muy lentamente– uno es mayor que su propia madre, de lo que ella llegó a serlo nunca. Cuando escribo esto, mi edad ha superado en mes y medio la que alcanzó Lolita, aquel 24 de diciembre. Y a uno se le formulan preguntas improcedentes y absurdas. ¿Por qué? Soy hijo suyo, ¿acaso merezco una vida más larga? ¿Qué la llevó a morir cuando, según la longevidad de nuestra época, era aún “joven” relativamente? Entonces uno hace repaso, en la medida de sus conocimientos, y se da cuenta de que su existencia fue mucho más dura y difícil que la propia. De niño y de joven uno no sabe, o si sabe no calibra la magnitud del pasado que las personas más queridas y próximas llevan a cuestas. El mundo empieza con nosotros y lo anterior no nos atañe. Una madre es una madre, normalmente volcada en sus hijos, que la reclaman para cualquier menudencia. Tardamos muchísimo en pararnos a pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento. Y, en el caso de la mía, era excesivo, supongo. Lolita fue la mayor de nueve hermanos, y al más pequeño le sacaba unos veinte años. Como mi abuela estaba mal del corazón, a Lolita le tocó hacer de semimadre de los menores desde muy jovencita. Perdió a dos de ellos cuando eran poco más que adolescentes: a uno se lo llevó la enfermedad, al otro lo mataron milicianos en Madrid durante la Guerra, por nada. Sufrió eso, la Guerra, las carencias, el hambre, los bombardeos franquistas, con mi abuelo refugiado en una embajada (era médico militar) y mi tío Ricardo oculto quién sabe dónde (era falangista). Sé que Lolita le llevaba víveres, procurando despistar a las autoridades. Al que sería su marido, mi padre, lo encarceló el régimen franquista en mayo del 39 bajo graves y falsas acusaciones, y entonces ella removió cielo y tierra para sacarlo de la prisión y salvarle la vida. Según él, mi padre, Lolita era la persona más valiente que jamás había conocido. Se casaron en 1941, ella publicó un libro con dificultades, y su primogénito (mi hermano Julianín, al que no conocí) murió súbitamente a los tres años y medio. Luego nacimos otros cuatro varones, pero es seguro que ninguno la compensamos de la tristeza de ver desaparecer sin aviso al primero, sin duda al que más quiso. Hablé de ello en un libro, Negra espalda del tiempo, y allí creo que dije algo parecido a esto: era el que ya no podía hacerla sufrir ni darle disgustos, el que nunca le contestaría mal como suelen hacer los adolescentes, el que siempre la querría con el querer inigualable y sin reservas de los niños pequeños, el que no pudo cumplir con las expectativas pero tampoco con las decepciones, el que siempre permanecería intacto. Seguro que empleé otras palabras más cuidadas.

Sin duda todo eso desgasta. El esfuerzo temprano, la asunción de papeles que no le correspondían, la muerte de los hermanos, una gratuita y violenta; la Guerra, la represión feroz posterior, el novio en la cárcel y amenazado de muerte, la pérdida del primer niño. Esa biografía la comparte mi madre con millares de españoles, y las hay peores. Sin ir más lejos, no es muy distinta de la de mi padre, que en cambio vivió hasta los noventa y uno. Pero uno no puede por menos de pensar, retrospectivamente, que cuanto se padece va pesando, mina el ánimo y tal vez la salud, quita energías y resistencia para lo que resta. Quita ilusión, aunque ésta se renueve inverosímilmente. Mi madre la renovó en sus últimos años con su primera nieta, Laura (“Por fin una niña en esta familia”, decía), pero la disfrutó poco tiempo. Y ahora que ya soy mayor que Lolita, muchas noches pienso que ella se merecía vivir más tiempo que yo, y que nada puedo hacer al respecto. Qué extraño es todo.

Fernando Savater: "¡Peligro: democracia!"

Fernando Savater, "¡Peligro: democracia!. El poder más temible en un sistema político libre es la saludable capacidad de toda la ciudadanía de poder elegir, aunque vaya en contra de la argumentación más racional", en El País, 11-XI-2016:

“Esta edad vanidosa
que se alimenta de vacuas esperanzas,
ama los cuentos y odia la virtud;
esta edad que adora lo útil
(G. Leopardi, ‘El pensamiento dominante’)

Confieso sentir un perverso placer cuando las predicciones de los especialistas sobre algún comportamiento colectivo fracasan estrepitosamente. Y ello aunque lo que realmente ocurre sea para mí más inquietante que lo que parecía que iba a pasar. Mi regocijo agridulce es del mismo tipo que expresa la repetidísima exclamación de Voltaire (apócrifa, por otra parte): “Estoy en completo desacuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida por que pudiera seguir diciéndolo”. De semejante modo, lamento que los votantes en una consulta o en unas elecciones se pronuncien mayoritariamente contra lo que aconsejan los expertos más fiables o la simple argumentación racional, pero me alegro de que tal desvío pueda ocurrir, porque la capacidad masiva de disparatar a coro es una prueba de salud democrática. De hecho, esta temible disposición es el argumento derogatorio que han empleado siempre contra la democracia sus adversarios más insignes, desde Platón a Borges. Y hoy continúa escandalizando a muchos de menor talento. Pero precisamente en ese punto estriba lo característicamente democrático. Jean Cocteau aconsejaba: “Lo que todos te censuran, cultívalo… porque eso eres tú”. Con algo de prosopopeya, también podríamos decírselo a Doña Democracia.

Deplorando el resultado de las elecciones presidenciales norte­americanas, una portavoz de Podemos dijo: “Hoy es un día triste para la democracia”. Lo repitió varias veces y luego, ya lanzada, dijo también que “era un día triste para la humanidad”. Pasemos por alto esta última hipérbole, porque a todos se nos puede calentar la boca. Pero ¿por qué es un día triste para la democracia? Sin duda es una jornada poco radiante para quienes, como esa señorita y yo mismo, aborrecemos el ideario agresivamente xenófobo, clasista, machista y sobre todo apoyado en descaradas exageraciones y falsedades del ya presidente Trump. Pero ni la portavoz ni yo somos dueños de las instituciones, debemos compartirlas con otros millones de personas que desdichadamente no piensan como nosotros. En cambio, desde otra perspectiva, unas elecciones donde los ciudadanos prefieren contra todo pronóstico a un candidato al que no apoyan ni en su propio partido (mientras a su rival la recomendaba el presidente anterior, los periódicos de referencia, artistas, intelectuales, etcétera), que vomita barbaridades, se comporta públicamente como un patán, ofende a todos los grupos sociales imaginarios, promete medidas políticas autoritarias, belicistas o que amenazan mejoras sociales, demuestra ser un ignorante en casi todo y elogia demagógicamente a quienes lo son aún más que él… Pues vaya, caramba, eso sí que es una muestra estremecedora pero indudable de libertad. Porque elegir según recomienda la lógica, la fuerza de las razones, la opinión de los expertos políticos y morales, puede ser socialmente beneficioso, pero deja un regusto de que es “lo que hay que hacer”, lo obligado; mientras que ir contra lo que parece conveniente y cuerdo es peligrosísimo, pero sin duda revela que uno sigue su real gana. Cuando se incendia la casa, el que sale corriendo para salvar el pellejo hace muy bien, pero obedece a las circunstancias; libre, lo que se dice grandiosamente libre, es el que se queda dentro cantando salmos entre las llamas.

La libertad política es algo muy deseable de tener pero peligroso de utilizar. Nos hemos criado oyendo mencionar al poder como el coco que quiere devorarnos: el lenguaje del poder, las asechanzas del poder, la cara oculta del poder… Lo imaginamos oculto en cenáculos restringidos donde conspiran unos cuantos plutócratas desalmados. Seguro que hay algo de verdad en esta caricatura siniestra, pero el poder más temible en democracia es precisamente el que comparten todos y cada uno de los ciudadanos: el poder de elegir. Temblamos con razón ante los autócratas que monopolizan el mando, pero en nuestras democracias es lógico sentir escalofríos al pensar en las multitudes que deciden quién debe ostentarlo. Algunos tratan de aliviar este recelo asegurando que la mayoría de los ciudadanos no pueden ser llamados realmente libres porque son ignorantes en las cuestiones de gobierno, se dejan engañar o seducir con promesas vanas, se asustan ante amenazas imaginarias, son venales, xenófobos, intolerantes… Pero todo esto sólo quiere decir que son humanos: esos mismos defectos existen en todas partes, aunque no haya libertades políticas. En democracia la diferencia es que pueden expresarse y elegir lo que prefieren: quizá no sean más felices que otros vasallos, pero al menos son tratados como realmente humanos. No se les reconocen sus virtudes, sino su dignidad. La democracia no es ante todo el asilo de la lucidez, la solidaridad, el buen gusto o la creación artística, sino que es “la tierra de los libres”, como dice el himno de Estados Unidos.

Para evitar que el devenir democrático sea una serie de dictaduras electivas contrapuestas, están las leyes. Los ciudadanos basan las garantías de su libertad participativa en el acatamiento de la Constitución. Los que hablan de fascismo y caos tras la victoria de Trump fantasean tétricamente. Lo único que verdaderamente sonó inquietante en el discurso electoralista de Trump fue la amenaza de no respetar el resultado de las elecciones si no le gustaba. Algo parecido a lo que hoy berrean por las calles —espero que por poco tiempo— los modernos caprichosos del “No es mi presidente” o “No me representa”, que se consideran por encima de la democracia y capacitados para decidir cuándo la libertad ha optado por el bien y cuándo no.

En España ya estamos acostumbrados a quienes piensan que la democracia funciona mejor sin leyes que la coarten, como la paloma de Kant creía volar mejor en el vacío… Sin duda Trump es populista, como en nuestro país Podemos y sus siete enanitos: no porque prediquen lo mismo sino porque predican del mismo modo, empleando la retórica demagógica para conseguir aunar la heterogeneidad de los descontentos.

En la era de Internet, el populismo tiene campo abonado. Y es inútil empeñarse en regañar a la gente por sus preferencias (todos son “gente”, los que piensan como nosotros y los demás), mejor es perseverar en educarla para argumentar y comprender en lugar de aclamar. También hay que proponer alternativas ideológicas fuertes, no simplemente apelar al pragmatismo y la rentabilidad. Hagamos lo que hagamos, seguiremos remando en lo imprevisible. Porque la incertidumbre no la ha traído Trump, sino la libertad.