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jueves, 14 de diciembre de 2017

Errores lingüísticos habituales

Miguel Ángel Bargueño, "17 disparates que cometemos todos los días con el español. En boca cerrada no entran moscas. Un consejo que los españoles, pasionales que somos, no tenemos en cuenta. Lo de dar patadas al diccionario es ya una opción de cada uno", en El País, 14 DIC 2017:

Somos animales sociales, nos pasamos el día hablando, y es comprensible que en nuestra desatada verborrea de vez en cuando se cuelen deslices. Otra cosa es ir por ahí dándole constantes patadas al diccionario, empleando con orgullo académico expresiones y palabros que en realidad constituyen una aberración. Hemos seleccionado algunos de los más habituales, y le hemos pedido a Juan Romeu, doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense y el CSIC, colaborador de la RAE y divulgador en la web sinfaltas.com, que nos indique por dónde hacen aguas y cuál sería la alternativa correcta.

Encima mío (o detrás tuyo)

Hay gente muy posesiva, qué le vamos a hacer. Sufren el complejo de ET: tienen su teléfono, su casa y su encima, como si el vacío que se cierne sobre su cabeza les perteneciera. También son generosos, y opinan que lo que tienes detrás es tuyo. Por desgracia, no es así. “Se recomienda evitar el uso de tuyo o mío con adverbios que no admitan tu o su delante”, decreta Romeu. “Así, como no se puede decir tu detrás o mi encima, tampoco se considera válido decir detrás tuyo o encima mío (y mucho menos detrás tuya y encima mía). Hay que decir detrás de ti y encima de mí. En cambio, son válidos al lado tuyo o en contra tuya porque se puede decir a tu lado o en tu contra”. No obstante, en su web matiza que si podemos decir a tu lado, tampoco sería un crimen decir a tu cerca.

Contra más

Contra más lo oímos, más nos subimos por las paredes. Pongamos un ejemplo: Contra más practico, mejor me sale. Estamos haciendo referencia al hecho de practicar mucho —cuantificando esa práctica—, así que lo lógico (y correcto) sería utilizar cuanto más. “Se justifica porque hay un sentido de oposición, pero no es un contexto en el que quepa la preposición contra. Tampoco se aceptan variantes como cuantimás, contrimás, contimás… Sí se acepta el uso de mientras (en el habla coloquial) y el de entre, típico de zonas como México y Centroamérica”, arguye el filólogo. El contra más también está muy extendido en el área de Mujeres, Hombres y Viceversa.

Bizarro

Esta es muy buena, porque quien lo usa quiere dárselas de cool y está quedando como todo lo contrario… por lo menos a día de hoy. Bizarre en inglés significa “raro”, pero si usas bizarro para describir ese cacofónico grupo de rock que has oído en Radio 3 estarás diciendo que es “valiente”, que es lo que significa en español (lo cierto es que osadía no les falta a algunos). Aun así, parece que el pulso entre modernos y la RAE ya tiene ganador. Lo explica Romeu: “En su origen, bizarro en italiano significaba ‘iracundo’, lo que pasó a ‘raro’ o ‘fantástico’ en italiano, pero a ‘valiente’ en español. El significado de ‘raro’ del italiano llegó al francés y al inglés, y hace no mucho al español, donde los pocos que conocían el término como ‘valiente’ dieron la voz de alarma. La RAE empezó censurando el uso de bizarro como ‘raro’, pero parece que, por la extensión del uso, ya lo va a admitir”.

Hay a veces que…

Propio de quienes piensan que enrevesar el lenguaje les hace más cultos. Hay veces que me despierto sobresaltado o A veces me despierto sobresaltado, pero las dos cosas juntas, no, por favor. “No es correcto porque haber necesita un nombre como complemento (hay leche). Decir Hay a veces que me da por reír sería como decir Hay de vez en cuando que me da por reír, lo cual tiene bastante poco sentido”, sentencia Romeu.

Ambos dos

Nuevo ejemplo de lenguaje pretenciosamente rococó que deja a la altura del betún a quien lo usa. Como explica la RAE, ambos significa ni más ni menos que “los dos, uno y otro”. Si queremos decir que dos personas se fueron de viaje, con decir ambos ya estaremos dejando claro que los dos hicieron las maletas. “Aunque algunas redundancias se pueden aceptar porque aportan algo, en un caso como ambos dos no parece que ambos aporte hoy nada que no tenga ya dos, por lo que es preferible o decir ambos o decir los dos”.

Cuanto menos

“En casos como La situación es, cuanto menos, complicada se debe usar cuando menos porque lo que se quiere expresar es ‘en la situación o en el momento en el que menos’, no ‘cuantas menos veces’. De igual manera que usaríamos cuando más y no cuanto más en Dice muchas tonterías y, cuando más (las dice), con dos copas de vino, no debemos usar cuanto menos en casos como el anterior”, expone el divulgador, autor también del libro Lo que el español esconde.

A nivel de

Se escucha hasta en el lenguaje periodístico: “A nivel de vestuario, los jugadores están con el míster”. Solo se puede usar cuando hablamos, de hecho, de niveles. Como explica Romeu, “no se debe abusar de a nivel de cuando no hay niveles o grados de una escala, sino simplemente diferentes áreas. Así, se puede hablar de a nivel de equipo, frente a nivel individual, pero tiene menos sentido hablar de a nivel de vestuario, sobre todo cuando simplemente se quiere decir en lo que respecta a o en lo que atañe a”.

Preveer

Nuestros sufridos oídos lo han escuchado hasta en forma de doloroso gerundio: preveyendo. Pocas cosas requieren una explicación más sencilla: prever significa “ver con anticipación”, y se conjuga exactamente igual que ver. Y todo porque tendemos a confundirlo con proveer. El experto nos ilustra acerca del origen de este disparate. “Aunque los dos verbos vienen de vidēre y podrían haber terminado en -veer, en prever (igual que en ver) se dio un paso más en la evolución y se simplificó la doble e. En cambio, proveer se quedó con la doble e. Por eso, prever se debe conjugar como ver (preví, previó, previendo…) y proveer como leer (proveí, proveyó, proveyendo…). Como curiosidad, aún se puede encontrar veer como forma desusada en el diccionario”.

La líbido

Si la sueltas así acentuada en los prolegómenos de una escaramuza sexual, tu amante pensará que, más que estar excitado, te ha dado un pasmo. Porque lívido (esdrújula y con uve) significa “intensamente pálido” o también “amoratado”. “El adjetivo lívido ha hecho que se pronuncie libido (‘deseo sexual’) también como esdrújula (líbido), aunque en verdad es llana”, indica Romeu. De una vez por todas: libido es tan llana como gemido o lamido. “La razón de que se pronuncien distintas se debe a que en latín la segunda i de livĭdus (de donde viene lívido) era breve, mientras que la de libīdo era larga”, aclara.

Totalmente gratuito

Si es gratuito, no lo es a medias. Según Romeu, “el español está lleno de supuestas redundancias que a veces pueden servir para dar énfasis o para precisar. Pasa con totalmente gratuito, que puede servir para aclarar que algo es gratis de verdad y no en apariencia, y en casos como lleno absoluto, otra alternativa, volver a repetir, concierto de música, arder en llamas… En español nos encanta dejar claro lo que queremos decir. De hecho, hay redundancias exigidas por la sintaxis, como la concordancia (Los hombres jóvenes vinieron), la duplicación de pronombres (a mí me gusta), la doble negación (no he ido nunca) o los casos de subir arriba, entrar dentro…”.

Surgió efecto

Estos engendros se conocen como malapropismos, y son muy comunes. “Se producen cuando una determinada expresión contiene una palabra que nos resulta menos familiar que otra a la que se parece (se dice que son parónimas). Así, como surtir es más rara que surgir, hay quien dice surgir efecto”. Esta expresión comparte desfachatez con estar en el candelabro o rebanarse los sesos. “Uno de estos casos, que es el uso de virulento (relacionado con los virus) por violento, está muy extendido. Se ha preferido la palabra rara, seguramente por expresividad”, añade Romeu.

En base a

Aquí base se utiliza con el significado de fundamento, término que no casa nada bien con la preposición a. “Lo normal es con base en”, opina el filólogo. “Por eso, dependiendo del contexto, se recomienda usar con base en o basándonos en o a juzgar por, sobre la base de, de acuerdo con...”. Su mejor sonoridad se impone en el uso cotidiano a su falta de sentido, y en eso el experto la compara a otras que tampoco lo tienen, como a medida que o al fin y al cabo.

Asuntos a tratar

Esta construcción y otras similares llevan ya un tiempo infiltradas en el español y están cada vez más asentadas. “Hay un uso de a raro (aquí por calco del francés) y se debe evitar, pero el problema es que la construcción es cómoda. La RAE recomienda evitar expresiones como temas a tratar, ejemplo a seguir. Mejor asuntos para tratar o, sencillamente, los asuntos que hay que tratar. "Pero va a ser difícil que se dejen de usar”, lamenta el experto. Y pone otros ejemplos: “Construcciones como camisa a rayas o falda a cuadros se consideran ahora tan válidas como camisa de rayas o falda de cuadros. Así que Hombres G cantaba bien cuando decía "voy a comprarme un jersey a rayas". Antes se desechaban por ser calcos del francés, pero hoy se van aceptando los distintos sentidos que la preposición a gana en español, lo que hace pensar que las construcciones del tipo de asuntos a tratar también se aceptarán”.

Y demás

Antaño decíamos etcétera, hasta que llegó Jesús Gil y, de un manotazo, implantó el y tal. Ahora ambas opciones han caído en desuso en favor de una expresión en boga entre los más jóvenes. Prácticamente todas sus frases terminan con y demás, incluso cuando no haya nada más que contar: He tenido que bajar al perro y demás, Fui a hacer unas fotocopias y demás… Como si quisieran enfatizar lo atareados que están. “Las muletillas son un clásico del español”, dice Romeu. “Ahora se usa en plan, ¿sabes? y, por lo que se ve, también y demás. Aportan poco, pero son necesarias en la comunicación oral. Las que insinúan que hay más de lo que se ha dicho aunque no lo haya son muy útiles para rellenar y hacernos los interesantes. Hay otras frecuentes como y eso o y esas cosas. Por supuesto, en el lenguaje cuidado es mejor evitar todo lo superfluo o poco informativo”.

Venir a ver esto

Recientemente, se ha hecho viral la imagen de un cartel en un baño en el que pone: Dejar limpio el inodoro. Como advierte Romeu, “en indicaciones generales, como carteles que no van dirigidos a nadie en particular, se admite el infinitivo. Es como si pusiera: Hay que dejar limpio el inodoro”. Otra cosa es decir a los compañeros de trabajo Venir a ver esto. “Es incorrecto porque estamos usando un infinitivo cuando es un contexto en el que hay que usar el imperativo”. Para no espantar a nadie, es mejor emplear Venid a ver esto.

No lo caigas

No es tan habitual, pero lo hemos escuchado: le damos un vaso a un niño para que lo lleve al comedor y le decimos: Ten cuidado, no lo caigas. Si lo que nos preocupa es que se caiga el vaso, lo recomendable sería Ten cuidado, no dejes que se caiga. El niño podría caerse él o tirar el vaso, pero en ningún caso caerlo. “Son usos muy bonitos, llamados causativos, de determinados verbos. No se pueden considerar incorrectos, porque los usos causativos han variado a lo largo del tiempo, pero se recomienda evitarlos en el español general, ya que puede haber mucha gente que no los entienda. ¡Pero son preciosos!”, ironiza el experto.

Lo primero, decir que…

Romeu reconoce que es una de las cosas que más le molestan del habla actual. “Es el uso independiente del infinitivo. Lo correcto es incluir un elemento que introduzca ese infinitivo: Me gustaría decir que…, Hay que decir que…, Sería conveniente decir que… Es una forma de mostrar esmero a la hora de usar la lengua”.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Diccionarios en línea del cliché lingüístico

Jaime Rubio Hancock, "Este diccionario con 3.500 clichés te ayudará a no repetirte como el ajo. Hay que andarse con mil ojos en el campo de minas que es la hoja en blanco". El País, 24-XI-2017:

Para ver los diccionarios en línea, "pinchar" el enlace al artículo, y de todas formas es este

http://diccionariodelcliche.umh.es/


Es muy difícil leer un texto y no tropezar con cliché: las elecciones siempre son la fiesta de la democracia, las redes se ponen a arder en cuanto uno se despista y cada semana hay dos o tres partidos del siglo. Estas frases hechas crecen como setas, se repiten hasta la saciedad y acaban empachando al pobre lector.

José A. García Avilés, profesor en la Facultad de Periodismo de la Universidad Miguel Hernández de Elche (UMH), ha agarrado este toro por los cuernos y ha reunido 3.500 clichés en un diccionario online, con el objetivo, explica, de que los futuros periodistas “sean conscientes de que el lenguaje es su herramienta de trabajo”. Lo ha elaborado con aportaciones de sus alumnos y con la colaboración del también profesor de la UMH Miguel Carvajal.

Su diccionario no se deja casi nada en el tintero, sobre todo teniendo en cuenta que desde su publicación el martes 21 de noviembre ha recibido aún más contribuciones de los internautas, que nunca pierden comba. La página no es solo una lista negra de expresiones, sino que también enlaza a la búsqueda en Google de cada frase, por si alguien quiere meterse en faena.

Y en unas semanas, nos cuenta, tendrá listo “un editor de textos posmoderno”, llamado Chejov, que señalará “los clichés, anglicismos y expresiones redundantes” de nuestros escritos. Al loro, porque ya no habrá excusa para meter la pata.

El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra

Como se explica en la página de este proyecto, los periodistas debemos entonar un mea culpa y asumir la cruda realidad: hemos contribuido a la difusión de estos tópicos que si no hemos leído un millón de veces, no hemos leído nunca.

Deberíamos, por tanto, hacer propósito de enmienda y recordar el consejo de George Orwell, gran escritor y mejor persona, que recomendaba no escribir ninguna frase que ya hayamos leído con anterioridad.

Según nos explica García Avilés, los tópicos periodísticos se dan sobre todo en tres ámbitos, así que estemos ojo avizor cuando los tratemos:

- Las coberturas de tragedias y accidentes. ¿Cómo son los incendios? Dantescos. ¿Qué ocurre con todas las alarmas? Se encienden. ¿Cómo son las circunstancias? Trágicas.

- Los rituales, como elecciones, aniversarios, manifestaciones. ¿Cómo son todos los días? Históricos. ¿Qué hacen las polémicas? Se desatan. ¿Qué ocurre con las reacciones? Que nunca se hacen esperar.

- Los deportes. ¿Qué acecha en la parte baja de la tabla? El fantasma del descenso. ¿Qué son los penaltis? Una lotería. ¿Qué cualidad tienen los goles marcados antes del descanso? Son psicológicos.

Como se puede apreciar -y como confirma García Avilés-, muchas de estas expresiones fueron en su momento innovaciones muy originales. Pero después de usarse miles de veces, dejan de ser una imagen innovadora y se convierten en un lugar común. Es decir, acaban siendo víctimas de su propio éxito.

Eso sí, García Avilés está acercando la herramienta a estudiantes de otras facultades y carreras, “ya que los clichés no son solo patrimonio nuestro”. En efecto, no solo hay que leerle la cartilla a los plumillas: el diccionario puede ser útil para estudiantes de Derecho o, sobre todo, de Ciencias Políticas, teniendo en cuenta el uso que hacen nuestros representantes de muchos de estos tópicos. Desde luego, nadie pondría la mano en el fuego por su originalidad.

Las dos caras de la misma moneda

No es que los clichés sean siempre un craso error. Más bien son un arma de doble filo, explica García Avilés, ya que si los usamos es porque conocemos al dedillo su significado y, por tanto, para el lector queda claro como el agua lo que estamos intentando decir.

Sin embargo, casi siempre merece la pena estrujarse las meninges y dar con una solución que no sea tan manida como estas frases que están más vistas que el TBO. Este pequeño esfuerzo llevará a que el texto se comprenda al menos igual de bien y a que el lector aplauda con las orejas. En caso contrario, corremos el riesgo de quedar a la altura del betún.

Es decir, si hay que usar un tópico, que sea de higos a brevas y no a la brava. Mejor llamar a las cosas por su nombre y limpiar de polvo y paja nuestros textos, para que brillen como una patena y podamos dejar así el pabellón bien alto. Esperemos que esta iniciativa de García Avilés no caiga en saco roto.

Pasando a la historia

Durante seis semanas, José A. García Avilés, profesor en la Facultad de Periodismo de la Universidad Miguel Hernández de Elche, hizo inventario con ayuda de sus alumnos de estas expresiones, aunque quien más contribuyó fue su madre, maestra jubilada que le proporcionó 500 de estos clichés.

Esto le sirvió para darse cuenta de que a algunos tópicos están de rabiosa actualidad, pero otros pasan de moda y están más bien de capa caída. “Como, por ejemplo, a buenas horas mangas verdes. Merece la pena rescatar algunos de ellos y rastrear su origen para ver de qué tradiciones beben”.

Siguiendo el mismo ejemplo y según el Diccionario de dichos y frases hechas de Alberto Buitrago Jiménez, la expresión “a buenas horas mangas verdes” se remonta a finales del siglo XV, cuando los Reyes Católicos fundaron el cuerpo de cuadrilleros de la Santa Hermandad, una especie de policía rural que se hizo famosa por llegar siempre tarde. Su uniforme era una casaca con las mangas verdes.

Los clichés más habituales, explica García Avilés, vienen de campos como la religión (al fin y al cabo, doctores tiene la iglesia), las actividades del campo (porque de aquellos polvos vienen estos lodos), los juegos de azar (y deberíamos tomar cartas en este asunto), el deporte (en especial del boxeo y del fútbol, aunque eso no significa que tengamos que tirar la toalla), de la gastronomía (al pan, pan y al vino, vino), de la navegación (es evidente que urge tomar un rumbo nuevo) de la sexualidad (incluso aunque hablemos del sexo de los ángeles) y, cambiando de tercio, también de los toros.

Leísmo

Lola Pons Rodríguez, "Eres leísta… y no lo sabes. Si quieres a tu hermano, ¿le quieres o lo quieres?" El País, suplemento Verne, 8 - XII - 2017:

Si, hablando de tu padre, dices que le quieres, le respetas o le abrazas, además de ser un buen hijo, eres un leísta. No debes asustarte. Los Reyes Magos no se portarán peor contigo que con los que dicen lo quiero, lo respeto y lo abrazo, pero has de saber que ellos están siguiendo el uso no leísta de los pronombres lo / le y tú en cambio, estás desplazando a lo en favor de le. En suma, tú eres leísta... y no lo sabes.

¿Cómo reconocer un leísmo? Piensa que tenemos una pareja de pronombres: lo va con la (lo-la, como la autora de este artículo); y luego hay un pronombre suelto, un soltero de la vida, que es le. A grandes rasgos, puedes aplicar esta norma de andar por casa. Si pasas una frase a femenino y usas la es porque en masculino deberías usar lo. O sea, que si a tu madre la amas, la llamas, la ves todos los días y la acompañas a clases de alemán, a tu padre deberías amarlo (y no amarle), llamarlo, verlo a diario y acompañarlo a clases.

¿De dónde ha salido el leísmo? La pareja lo /la y el soltero de oro le (con sus respectivos plurales) son pronombres, y como tales sirven para sustituir a elementos que hemos dicho o vamos a decir en una frase. Por ejemplo, si tenemos los enunciados A mi hermano lo veo y A mi hermano le escribo, los pronombres lo y le, ambos completamente correctos, están reemplazando a mi hermano. Pero ¿por qué en un caso mi hermano es lo y en otro le? Ello depende del papel sintáctico, o sea, de la función que “mi hermano” representa en la frase. En veo a mi hermano, es un complemento directo (en latín lo llamarían acusativo) y en escribo a mi hermano es indirecto (en latín, dativo). Estamos ante un mismo elemento que juega distintos papeles, como cuando un futbolista juega a veces de defensa y a veces de centrocampista.

Pues bien, desde los orígenes del castellano (¡y desde el latín!) ha sido común que los pronombres asuman a veces un papel que no es el que les toca. Sobre todo, eso ha ocurrido con le, el pronombre que es el soltero-roba-parejas que muchas veces ha barrido a lo.

Los casos del tipo le quiero o le llamo corresponden al tipo de leísmo más extendido en el mundo hispánico, el leísmo de persona masculino singular. O sea, hay más leísmo cuando nos referimos a una sola entidad (se da más en a mi hermano le quiero que en a mis hermanos les quiero), cuando esa entidad es masculina y cuando nos referimos a una persona (a mi novio le llamo a diario), o a un ser animado conocido (a mi perro le quiero lo oímos con leísmo frente a al gato del restaurante no lo soporto, donde, en cambio, sería más raro encontrar un leísmo).

Este leísmo de persona masculino es muy usado cuando se asocia a formas de cortesía. Así, llevando a una señora a la puerta podemos decirle: no se preocupe, la acompaño, pero ¿y si fuese un señor?, ¿diríamos le o lo acompaño? Si aplicamos el esquema que decíamos antes, tenemos que ante un la para el femenino, la opción para el masculino sería lo. Si usas le acompaño, de nuevo eres leísta... y a lo mejor tampoco lo sabías.

Otras clases de leísmo son más raras, como el de cosa (el coche le aparqué lejos) o el femenino (a mi madre le quiero). También son más infrecuentes otros “ismos” relacionados con los pronombres de tercera persona del singular del español: el laísmo (a ella la gusta el espectáculo) y el aún más raro loísmo (los escribí una carta a mis hermanos). Obviamente, este truco de buscarle a la siempre una pareja en lo no te sirve si eres laísta, o sea, si dices la dije cuatro cosas.

Si eres leísta de persona masculina... estate tranquilo: lo más probable es que el resto de leístas que te rodea tampoco se haya dado cuenta. Esta clase de leísmo es la más extendida en el mundo hispánico: se da en España y en América, aunque mucho más en la Península ibérica que en el español americano. Por su difusión, este es el leísmo más aceptado en los medios y en España suele pasar desapercibido para correctores o hablantes que, en cambio, identificarían claramente el laísmo y loísmo. Estos prácticamente no se dan en América y solo en algunas zonas centrales y norteñas de España.

Curiosamente, la norma académica del español respecto al leísmo ha sido muy cambiante. Así como ahora se declara que el leísmo de persona masculino se ha generalizado y es parte del uso estándar, la Real Academia en el siglo XIX no solo aceptaba el leísmo sino que incluso hasta 1854 censuraba el uso de lo para masculino singular. Esa postura lanzó a muchos autores literarios andaluces y extremeños a hacerse leístas, alejándose del uso vernáculo que tenían espontáneamente en origen. La postura cambiante ante este asunto resulta una buena muestra de hasta qué punto el prestigio de los fenómenos lingüísticos es fluctuante por fechas y áreas. El leísmo de persona, el más extendido en centro y norte, ha sido el más generalizado históricamente por influencia de la corte. Hoy es el aceptado por la norma académica, aunque utilizar lo para formas como lo abrazo o lo quiero siga siendo la opción completamente correcta.

¿Por qué somos leístas? Los hablantes han tendido a convertir la pareja lo/la y al soltero le en un trío de pronombres muy bien avenido, no separado por el papel que tienen en la frase sino por su género: la para femenino, le para masculino y lo para elementos no personales (algo parecido a lo que ocurre con los demostrativos este, esta y esto).

Pero junto a esta razón hay otra causa histórica que explica el inicio de lo que llamamos hoy leísmo, laísmo y loísmo: un fenómeno de contacto lingüístico, de cómo se comportan los hablantes cuando aprenden algo que es nuevo para ellos. Ocurrió cuando los vascos aprendieron a hablar el castellano: modificaron ese sistema porque ellos no tenían género en su lengua de partida. Luego los cántabros se pusieron en contacto con ese sistema, y gradualmente, el sistema modificado se fue expandiendo hacia el centro y sur conforme se extendía el castellano en la Edad Media. Laísmo y loísmo no rebasaron el área central de la Península, y tampoco el leísmo de cosa. Esta teoría, formulada por la filóloga Inés Fernández-Ordóñez, ha modificado la idea tradicional que teníamos del surgimiento del leísmo.

Tengamos en cuenta que ha sido justamente en las zonas en que el español se ha puesto en contacto con otras lenguas no romances donde han surgido fenómenos más interesantes relativos al leísmo y sus hermanos. Así, hay zonas de Ecuador que solo conocen le como único pronombre (ni lo, ni la, adiós a la pareja) y dicen le conoció a Luisa o la casa le vendió. En parte del español andino lo y le han barrido a la, y dicen a Luisa lo acompañaban sus amigos). En el centro y oriente de Asturias usan lo cuando se refieren a un elemento que se expresa de forma no contable, no separable (o sea, una caja de leche es separable, pero la leche o el agua mencionadas sin cuantificar no lo son, por eso dicen la leche lo echo aquí).

Como en otras ocasiones hemos visto, pararnos en un asunto de variación interna del español nos muestra que la clave está siempre en la historia y que la valoración que damos a los hechos de lengua es cambiante. Si nos parece aceptable el leísmo de persona masculino, es simplemente porque hay más gente que lo practica. Si nos parece poco recomendable el laísmo es porque es un fenómeno muy restringido dentro de la comunidad hispánica. Pero ser laísta, loísta o leísta no debe de ser un gran pecado. Al fin y al cabo, durante siglos en el Padre Nuestro pedíamos a Dios “el pan nuestro de cada día dánosle hoy” con un pedazo de leísmo de cosa que no causó, que sepamos, ningún enfado divino.

sábado, 29 de julio de 2017

Modismos últimos en la lengua

Lola Pons Rodríguez, "Esta expresión se ha puesto de moda no, lo siguiente. "Mazo de bueno", "taco de bueno"... Nos encantan los intensificadores", en El País, 29 de julio de 2017:

Los que dicen “bueno no, lo siguiente” y los que jamás dirían algo así. El mundo (al menos el mundo hispanohablante) parece dividirse entre los que aman y los que odian esta expresión. Como todas las modas lingüísticas, hay quienes se abrazan a ellas y quienes las ven más feas que un pie de otro. Entre los que no son partidarios, está la divertidísima cuenta que gestiona Óscar Mora en Twitter, @eslosiguiente, que se dedica a “ayudar a la gente a encontrar lo siguiente”, rastreando todos los tuits de gente que ha usado la expresión y rectificándolos:

Los antisiguientistas que han iniciado esta cruzada nos hacen preguntarnos: ¿qué es lo siguiente? Lo que sigue a “bueno” podría ser “muy bueno” o “buenísimo” o “megabueno” o “hiperbueno” o “requetebueno” o “tela de bueno” o “la pera de bueno” o... Todos estos elementos del español se llaman elementos de superlación, y los usamos para hacer que una palabra intensifique su significado. Con ellos hacemos que suba peldaños en una especie de escalera de significación.

Tenemos muchísimas expresiones para intensificar. Algunas son históricas y constantes en nuestra lengua, como “muy bueno”. Otras son más o menos recientes. Los lectores de Verne recordarán que este “no, lo siguiente” se empezó a poner de moda hace unos diez años como mucho. Nuestros hijos tal vez digan “las croquetas de mi madre son espectaculares no, lo siguiente”, pero de chicos, nosotros no lo decíamos de las croquetas de nuestras madres (y eso que lo merecían).

Y esto es porque con los elementos que indican valoración estamos siempre ante la misma batalla: los utilizamos, parece que se gastan, como se gasta la suela de un zapato, y nos gusta reemplazarlos por otros nuevos. Por eso, hay modas de intensificadores que aparecen y otras que desaparecen o se quedan conviviendo con las nuevas expresiones. Normalmente, la mecha prende en el lenguaje juvenil y de ahí salta a otros sectores. Tal fue el caso de “mazo”, usado solo o acompañando a un adjetivo (“me gusta mazo; mazo de caro”), que entró en el lenguaje de los jóvenes hace unos años. No se usa en toda la comunidad hispanohablante: en Andalucía se prefiere “taco de bueno” o “un viaje de bueno” antes que “mazo bueno” aunque, obviamente, Camilo Sesto es mucho Camilo y esto no hay nadie que no lo cante en cualquier guateque que se precie de la geografía hispanohablante:

La intemporalidad de Camilo Sesto contrasta con la temporalidad de los intensificadores. Este carácter cambiante es, de hecho, uno de sus rasgos típicos. El otro, para el caso del español, es que nos gusta más la intensificación por la izquierda que por la derecha. Y no nos referimos a esta frase de Rajoy (los españoles son mucho españoles y muy españoles):

Lo que queremos decir es que típicamente el español pone los intensificadores antes de los elementos que valora: super, mega, ultra, mazo, hiper… E incluso los acumula: lo has visto en el hiper mega ahorro del supermercado o en el super ultra limpio de la oferta de detergente. El tamaño sí importa en la lengua, y tendemos a pensar que las palabras más largas significan más.

De hecho, es de alguna forma raro que en español usemos de forma tan extendida la terminación superlativa “–ísimo”, que existía en latín (-issimus) y que otras lenguas hermanas, como el francés, usan poquísimo (o muy poco, tela de poco). Es una intensificación a la derecha, y su rareza se explica porque se extendió desde el lenguaje culto. ¿Cómo te suena decir en español actual “guapérrimo”? Pues algo así era usar “-ísimo” en español hasta finales del siglo XV, cuando por moda y desde sectores literarios se empezó a propagar este -ísimo. De todas formas, todavía en el siglo XVII había muchos españoles que no lo usaban, sobre todo los más alejados de esos sectores literario: por eso Cervantes, siempre tan acertado recreando el lenguaje de la calle, pone a Sancho Panza liándose al usarlo: “Aquí está y el don Quijotísimo asimismo, y, así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos” (Cervantes, Quijote, II, 38).

La subida de los escalones de la intensificación se hace, pues, con elementos muy cambiantes. E incluso en esa escalera podemos observar que hacemos subir a palabras que aparentemente no pueden subir más peldaños: “perfecto”, “infinito”... ¿Algo puede ser más perfecto que “perfecto” o aún más infinito? ¿Hay un “lo siguiente” para “perfecto”? Parece que sí. En lo de intensificar, no son los significados de las palabras quienes ponen los límites, sino los hablantes, dueñísimos de la lengua, aunque a veces se nos olvide.

viernes, 28 de julio de 2017

Una inteligencia artificial se inventa un inglés mejor para hablar con otras máquinas y es apagada.

Ángel Jiménez de Luis, "Facebook apaga una inteligencia artificial que había inventado su propio idioma", en El País, 28-VII-2017:

La máquina se comunicaba en un inglés incorrecto y repetitivo que, sin embargo, para ella tenía un sentido muy concreto. Lejos de ser una mera curiosidad, subraya un problema con esta tecnología: que en el futuro no comprendamos la comunicación entre máquinas.

En el laboratorio de investigación de inteligencia artificial de la Universidad Tecnológica de Georgia, un proyecto para crear una inteligencia artificial capaz de aprender y desarrollar nuevas tácticas de negociación ha dado un giro inesperado, para sorpresa de la empresa que lo ha financiado en parte: Facebook.Los responsables del proyecto han tenido que apagar el proceso porque la inteligencia artificial había desarrollado su propio lenguaje, casi imposible de descifrar para los investigadores pero mucho más apto y lógico para la tarea que debía desempeñar.El lenguaje parece una corrupción del inglés -el idioma en el que originalmente se programó la inteligencia artificial- pero carente de sentido por la extraña repetición de pronombres y determinantes.Al analizar las oraciones, sin embargo, los investigadores descubrieron que en el aparente desorden había una estructura lógica coherente que permitía a la inteligencia artificial negociar entre distintos agentes usando menos palabras o con menor riesgo de equivocación."No programamos una recompensa para que la inteligencia artificial no se desviara de las reglas del lenguaje natural" y por tanto su red neural -el conjunto de rutinas que optimiza su funcionamiento- fue favoreciendo abreviaturas y nuevas expresiones que hacían mucho más rápida o sencilla su tarea, asegura en la publicación FastCo uno de los responsables del proyecto.

sábado, 3 de junio de 2017

Palabras creadas por error

Poco después de la publicación del tuit, covfefe fue incluido en Urban Dictionary, web que recopila la jerga popular angloparlante. El blog oficial del diccionario Oxford publicó una entrada explicando que, aunque seguían "intentando elaborar una deficinición adecuada" para covfefe, muchas palabras de las que habían llegado a su diccionario lo habían hecho por errores como este. "En España también ocurre", explica por teléfono a Verne Juan Romeu, lingüista y editor en la Real Academia Española. "Hay palabras que, por un fallo de pronunciación o escritura, empiezan a utilizarse deformadas y acaban imponiéndose por presión social". 

En su libro Lo que el español esconde: todo lo que no sabes que estás diciendo cuando hablas, Romeu habla de algunos de esos covfefes españoles que se utilizan de forma común y son fruto de errores tipográficos o de pronunciación. Ha seleccionado algunos para Verne:

Zenit

Tal y como explica su entrada en la RAE, esta palabra se ha acabado imponiendo por una confunsión entre dos letras. Es una forma errónea de Zemt, en la que la "m" acabó siento interpretada como "ni".

Cerrojo

El caso de cerrojo es lo que se conoce como etimología popular, una palabra que ha cambiado su forma para parecerse a su significado. Lo correcto era verrojo (todavía en la RAE) pero, como sirve para cerrar, acabó utilizándose como cerrojo. Lo mismo ocurre con las muy populares mondarina (que viene de mandarina y monda) o esparatrapo (de esparadrapo y trapo), aunque éstas no aparecen en el diccionario.

Pizarra

Según el lingüista Joan Corominas, la palabra pizarra proviene del vasco lapizarra. Al pasar al español se confundió el "la" inicial de la palabra con el artículo "la", quedando como "la pizarra" cuando lo correcto hubiera sido "la lapizarra". Ocurre lo mismo con "atril", que originalmente era "latril", y con el vulgarismo incluido en la RAE "andalias", que proviene de sandalias. 

Moratón

Mucha gente duda sobre cuál es la forma correcta de llamar a un cardenal en la piel, si moratón o moretón. La correcta es moretón pero, al igual que ocurre con cerrojo, el parecido con la palabra morado ha hecho que se popularice la forma moratón, que también aparece en el diccionario.

Pokémon

Las reglas de acentuación en español dicen que las palabras llanas llevan tilde si no acaban en "n" ni "s". ¿Por qué entonces ponemos una tilde a pokémon y hacemos el plural como pokémones? Por una mala interpretación de una tilde inglesa. Aunque en inglés es raro ver una tilde, se utilizan para saber que la letra "e" se pronuncia. Por ejemplo, la bebida sake se escribe "saké" para dar a entender que se pronuncia sake y no séik. La tilde en pokémon indica que se pronuncia pókemon. Justo al contrario que en España. No está en la RAE pero la Fundéu se pronunció sobre ella.

Apacible

El diccionario de la RAE todavía conserva –aunque como adjetivos en desuso– la forma correcta de apacible, aplacible, y su antónimo, desaplacible. La palabra proviene de "placer". Romeu indica que probablemente perdió la letra "l" por la influencia de la palabra "paz".

Astérix y Obélix

Otro caso ajeno a la RAE pero ilustrativo. Con los personajes de Goscinny y Uderzo ocurre algo similar a lo que sucede con Pokémon, aunque en este caso no por una tilde inglesa sino francesa. Esa tilde indica que la "e" se pronuncia de una manera determinada, pero no que el acento recaiga en esa sílaba. La pronunciación correcta sería Asteríx y Obelíx.

Busilis

La RAE, a veces, es cruel en sus explicaciones. En la del origen de busilis recoge literalmente que proviene "de la expresión latina in diēbus illis (en aquellos días), mal separada por un ignorante que dijo no entender qué significaba el busillis". El error cambió, por tanto, tanto la forma de escribir la frase como su significado: ahora, busilis se utiliza para expresar dónde está la dificultad de algo.

Élite

A la tilde de esta la palabra le ocurre lo mismo que a la de Astérix y Obélix: es un acento tónico del frances, que no indica que la palabra sea esdrújula. De hecho, en el diccionario se conserva también la forma llana elite, sin acento.

viernes, 26 de mayo de 2017

Aprender a leer provoca cambios neurológicos profundos en el cerebro

Judith de Jorge Gama, "La lectura cambia el cerebro hasta lo más profundo", en Abc, 24-V-2017:

Un estudio con mujeres indias analfabetas demuestra que aprender a leer y escribir, incluso en la edad adulta, tiene impresionantes efectos en la estructura cerebral

La lectura supone un reto enorme para el cerebro y sus efectos en el mismo son asombrosos, hasta el punto de que puede moldearlo y transformarlo profundamente, incluso cuando somos adultos. Esta es la principal conclusión de un nuevo estudio realizado con mujeres indias en la treintena, completamente analfabetas, cuyo cerebro se transformó de forma extraordinaria cuando aprendieron a leer y escribir por primera vez. La investigación, publicada en la revista Science Advances, viene a reforzar la idea de la increíble plasticidad del órgano que rige nuestras vidas y puede arrojar luz sobre algunos trastornos de la lectura, como la dislexia.

Leer es una capacidad tan nueva en nuestra historia evolutiva que no puede estar «grabada» en los genes. Cuando aprendemos a hacerlo, el cerebro debe pasar por una especie de «reciclaje»: Las áreas destinadas al reconocimiento de objetos complejos, como las caras, tienen que participar en la traducción de las letras. Y algunas regiones de nuestro sistema visual se convierten en «interfaces» entre lo que el ojo ve y el lenguaje.

La cuestión es que, hasta ahora, los científicos suponían que esos cambios se limitaban a la capa externa del cerebro, la corteza, que se adapta rápidamente a los nuevos desafíos. Pero resulta que la transformación que provoca abrir un libro y comprenderlo va mucho más allá. Investigadores alemanes del Instituto Max Planck de Psicolingüística y del Max Planck de Cognición humana y Ciencias del Cerebro, junto con científicos indios del Centro de Investigación Biomédica Lucknow y la Universidad de Hyderabad, descubrieron que cuando una persona adulta aprende a leer, su cerebro pasa por una reorganización que se extiende a estructuras profundas en el tálamo y el tallo cerebral. El relativamente joven fenómeno de la escritura humana, por tanto, cambia regiones cerebrales que son muy antiguas en términos evolutivos, e incluso partes centrales del cerebro de los ratones y otros cerebros de los mamíferos.

«Observamos que los llamados colículos superiores, una parte del tronco cerebral, y el pulvinar, situado en el tálamo, adaptan su actividad a la de la corteza visual», explica Michael Skeide, investigador en el Instituto Max Planck de Cognición Humana y Ciencias del Cerebro en Leipzig y primer autor del estudio. «Estas estructuras profundas ayudan a nuestra corteza visual a filtrar información importante, incluso antes de que la percibamos conscientemente». Curiosamente, cuanto más tiempo pasen sincronizadas las señales entre las dos regiones del cerebro, mejores serán las capacidades de lectura. «Creemos que estos sistemas cerebrales afinan su comunicación cada vez más al tiempo que los estudiantes se vuelven más y más competentes en la lectura», señala el neurólogo. «Esto podría explicar por qué los lectores experimentados se mueven de manera más eficiente a través de un texto».

Mujeres analfabetas

El equipo obtuvo estos resultados en la India, un país con una tasa de analfabetismo de alrededor del 39%. La pobreza sigue limitando el acceso a la educación en algunas partes del país, especialmente a las mujeres. Por lo tanto, casi todos los participantes del estudio , treinta en total, fueron mujeres en su treintena. Al comienzo de la formación, la mayoría no era capaz de descifrar una sola palabra escrita de su lengua materna Hindi. Se trata de uno de los idiomas oficiales de la India, basado en devanagari, una escritura con caracteres complejos que describen sílabas o palabras enteras en lugar de letras individuales.

Mujeres analfabetas de dos aldeas de la India aprendieron a leer y escribir su lengua materna Hindi durante seis meses

Mujeres analfabetas de dos aldeas de la India aprendieron a leer y escribir su lengua materna Hindi durante seis meses- Instituto Max Planck de Psicolingüística
Las participantes llegaron a un nivel comparable al de un niño de primer grado después de apenas seis meses de formación. «Este crecimiento del conocimiento es notable», dice Falk Huettig, del Max Planck de Psicolingüística y líder del proyecto. «Si bien es bastante difícil para nosotros aprender un nuevo idioma, parece ser mucho más fácil aprender a leer. El cerebro adulto resulta ser increíblemente flexible», afirma a ABC.

Los investigadores dicen que, en principio, el estudio también podría haber tenido lugar en Europa. Sin embargo, el analfabetismo es considerado como un tabú en Occidente, por lo que habría sido «inmensamente difícil» encontrar voluntarios. Incluso en la India, donde la capacidad de leer y escribir está fuertemente conectada a la clase social, el proyecto fue «un tremendo desafío, porque los retos logísticos eran inmensos». Los científicos reclutaron a voluntarias de la misma clase social en dos aldeas en el norte del país para asegurarse de que los factores sociales no podían influir en los resultados. Los escáneres cerebrales (resonancia magnética) se realizaron en la ciudad de Lucknow, a tres horas en taxi de los hogares de las participantes.

Luz sobre la dislexia

Según los investigadores, los impresionantes logros de aprendizaje de los voluntarios no sólo proporcionan esperanza para los adultos analfabetos, sino que también arrojan luz sobre la posible causa de trastornos de la lectura como la dislexia, que se cree puede deberse a disfunciones en el tálamo, una parte del cerebro que se modificó en el experimento con solo unos pocos meses de entrenamiento en la lectura.

Para Huettig, la «increíble» flexibilidad del cerebro humano «es una buena noticia. Nunca es demasiado tarde para aprender una nueva habilidad. Puede que aprender cosas nuevas complejas no sea tan rápido ni tan fácil para los adultos como lo es para los niños, pero es posible», asegura.

jueves, 25 de mayo de 2017

Reseña de la Historia mínima de la lengua española de Luis Fernando Lara

Reseña:

Lara, Luis Fernando. 2013. Historia mínima de la lengua española. México: El Colegio de México

Autor/a de la reseña: Soledad Chávez Fajardo

Información en la web de Infoling:
http://infoling.org/resenas/Review224.html

Con un texto voluminoso, que comprende veintidós capítulos1 y un apartado de apéndices2, esta Historia mínima viene a engrosar la lista de esa suerte de panteón para quien se quiera internar en el mundo de la historia de la lengua española, es decir, esas “obras fundamentales” a las que se refiere el autor mismo: la Historia de Lapesa ([1942] 1980), la Historia que coordinó Rafael Cano (2005) y los Orígenes de Menéndez Pidal, editada por Diego Catalán (2006); sin dejar de lado el Manual de gramática histórica (1904) y la Crestomatía del español medieval  (1966), ambas del mismo Menéndez Pidal, así como From Latin to Spanish (1987) de Paul M. Lloyd y la Gramática histórica del español de Ralph Penny (2006).

Lara, con esta Historia mínima, quiere presentarnos, nos enuncia, una obra completa, exhaustiva, así como nueva y en esto último radica, valga la redundancia, su novedad. Respecto al título, puede extrañarnos el adjetivo mínima elegido para la nominación del libro, por tener una extensión este de 580 páginas: ¿Será por la definición de mínimo en tanto “minucioso”? ¿O habrá algo de irónico en eso de adjetivar como “lo más pequeño en su especie” a un texto como este? Nos quedamos con la primera posibilidad, pues en ello de completo y exhaustivo hay mucho de minuciosidad. Hay, además, una propuesta ideológica en esta Historia mínima de la lengua española, que el autor revela en el último párrafo de su libro, y tiene que ver con tres –los llama él– valores: el entendimiento, la identidad y la unidad en la lengua española, valores que, por diferentes mecanismos, lineamientos y temáticas, desarrollará a lo largo de este libro, los cuales se concretan, a fin de cuentas, por medio de la fijación de una tradición culta (cfr. cap. XXII, p. 502), concepto de cuño propio de Lara y  que bien se encarga de definir y delimitar, como veremos más adelante. De esta forma, Lara cierra el texto con esta propuesta ideológica, la de: “impulsar todas las tradiciones verbales cultas en la comunicación internacional hispánica, mediante la difusión de textos escritos, películas, programas de televisión” (p. 502), para, así, conservar la unidad idiomática en el siglo XXI. De alguna forma, creemos, allí radica la novedad de este libro, así como por otros aspectos que queremos presentar en esta reseña.

Los receptores de esta Historia mínima, precisa Lara, serán estudiantes españoles e hispanoamericanos que empiezan con estudios de lingüística, literatura e historia. Estos, las más veces, no manejan los conceptos técnicos que suelen utilizarse en la historiografía de la lengua española. Por lo mismo, Lara reducirá los conceptos instrumentales, así como los datos técnicos; asimismo, para una lectura fluida, el libro no posee notas al pie. Además, esta Historia mínima tiene un DVD para reforzar e ilustrar el texto con mapas, gráficos, escritos y una serie de apéndices ilustrativos. Sin embargo, creemos, este anexo material debería modificarse por otro tipo de refuerzo, más práctico (¿quizás algún link en una página de internet?), puesto que no siempre tenemos a la mano un lector de DVD.

1. Un hito glotopolítico.

Luis Fernando Lara presenta a Ramón Menéndez Pidal como una figura intelectual fundamental dentro de la generación del 98 (y lo que esto, histórica e ideológicamente implica), así como una figura clave en la fundación de un modelo historiográfico que se ha impuesto, por su indiscutible solidez, en la forma de hacer historia de la lengua española hasta el día de hoy. Del momento que Lara quiere cambiar este paradigma con una propuesta historiográfica otra habrá, sin lugar a dudas, un hito glotopolítico. Vamos por partes: este modelo de historia de la lengua española pidaliana se ha estructurado como una historia nacional española, en donde se nos presenta, incluso, una elevación de Castilla, más que “una historia de la lengua compartida” con Hispanoamérica, sobre todo. Lara, por el contrario, sostiene que la historia de la lengua española, con referencia a Hispanoamérica, se ha construido siempre como un capítulo marginal, al que solo se le concede un capítulo en las obras generales y no integrada a la historia a partir del siglo XVI3. Pues la propuesta de Lara será presentar, por un lado, una historia de la lengua española “sin el sesgo nacional característico españolista” y, por otro lado, que el español de América se presente como materia de estudio y no como parte de la propia historia. Su propósito, entonces, será dar cuenta de una historia que sea libre de la tradición castellanista, heredera de Menéndez Pidal y de Lapesa (empero, “sin dejar de valorar su magisterio”, afirma Lara).

Veamos algunos casos en la Historia mínima que reflejan esta óptica nueva y crítica: por ejemplo, con referencia a las Glosas emilianenses insiste Lara en que “son documentos, más bien, de una situación de los romances en la península en la época, en que hay constantes vacilaciones, ultracorrecciones e ignorancia. Son documentos, por lo tanto, de lo que debe haber sucedido por todas partes y en ese sentido tienen su verdadero valor” (p. 137), más que los primeros documentos “del castellano”. O las referencias críticas

–características del discurso de Lara– por ejemplo, respecto a esa suerte de imperialismo en la lengua, por medio de sus entidades españolas: “El estatuto académico de 1870 definió a las academias hispanoamericanas como meras sucursales de la española, sin libertad para organizarse por sí mismas” (p. 452). Además, con estas academias correspondientes entendidas como “sucursales”, no se ha apreciado un trabajo de investigación, desarrollo y divulgación, digamos, estrictamente lingüístico respecto a las propias variedades de español: “[las academias correspondientes] casi no tuvieron ningún papel en el estudio [de] sus propios dialectos, ni en la elaboración de ideas propias acerca de la lengua durante el siglo XIX y la mayor parte del XX. La Española se fue convirtiendo cada vez más en parte del aparato político del Estado español” (p. 452). De hecho, nuestro autor concluye su libro insistiendo en este tipo de reflexiones, por ejemplo, respecto a qué se ha entendido como lengua ejemplar: “España ha supuesto siempre que el español de Castilla es la lengua ejemplar. Durante siglos los miembros de la Real Academia y de las academias hispanoamericanas han pensando lo mismo. Esta idea es monocéntrica: sólo reconoce un centro de irradiación y de establecimiento de los criterios de corrección, que es la Academia madrileña; reproduce el esquema colonial de una metrópoli española y una periferia hispanoamericana” (p. 496). Es más, Lara insiste en su postura, la cual se adscribe a la tesis de que la lengua española es policéntrica: “Cada país forma un centro de irradiación y de establecimientos de normas para su propia comunidad, y ninguno puede suponer que su español sea mejor o no deba imponerse sobre los otros” (p. 499) y multipolar: “algunos de los centros de la lengua española son más poderosos en su difusión del español que otros y se convierten en polos de difusión” (p. 501), aspectos que refuerzan la tesis anteriormente referida, de la instalación de una tradición culta, la cual, en lengua española, debería ser necesariamente policéntrica y multipolar.

2. El discurso crítico de Lara.

Un punto especial, frente a lo novedoso que pueda resultar un texto como este, merece el conjunto de capítulos donde se puede ver claramente la actitud del autor frente a determinados momentos de la historia; es decir, cómo construye Lara su discurso y qué tipos de juicios de valor podemos determinar en su discurso historiográfico. Veamos algunos casos, por ejemplo, su posición frente al mundo sefardí (las cursivas son nuestras): “llevaron a cabo una trágica y repugnante política de expulsión” (p. 223); “Sobre esta acusación, falsa e injusta, pero fácilmente adaptable por varias ideologías [esto es, culpar a los judíos de la muerte de Jesucristo]” (p. 223); “En general, eran más educados que los cristianos” (p. 224); “Cuando los Reyes Católicos volvieron más intensa la persecución e introdujeron la obligación de llevar un círculo amarillo o rojo en sus ropas para distinguirlos (la señal infamante que Hitler copió en el siglo XX)” (p. 224); “La expulsión de los judíos fue una fuerte sangría, no solo a la población de la península, sino a su economía y su cultura” (p. 225).

O cómo expone los datos que tienen que ver con la situación crítica en la conquista de América: “Pero además, la explotación del trabajo humano en tareas que no solían realizar –o al menos no con la intensidad demandada por los españoles–, como el buceo de perlas en las islas, o el trabajo en las minas, y después con el cultivo de caña de azúcar, llevado por los colonizadores, contribuyeron aun más que los enfrentamientos armados a acabar con las poblaciones indígenas” (p. 247); “El primer siglo de la colonización produjo en todo el continente un despoblamiento catastrófico, debido principalmente a las enfermedades, la explotación en el trabajo, las guerras y el “desgano vital”, como lo llama Sánchez de Albornoz: la depresión que sufrieron los indios ante la desaparición de su mundo y el consecuente rechazo a reproducirse” (p. 254); “al grado de que se puede hablar de verdadero exterminio de sus habitantes” (p. 256). O cuando, en el capítulo XVIII, hace mención a la Pragmática de 1770 que ordenó Carlos III: “[…] pero en vez de resultar una ventaja, lo que lograron fue enmascarar y negar la existencia de los indios, y someterlos aun más a la explotación” (p. 398). O, posteriormente, el papel del ciudadano hispanoamericano en las Cortes de Cádiz: “Cádiz se implantó un sistema de representación proporcional de las regiones y municipios españoles, incluida América; aunque con retraso […] llegaron los representantes americanos, cuyo considerable número hizo que los españoles los redujeran de manera injusta e inequitativa” (p. 410).

No solo el discurso es crítico respecto a la cuestión indígena, sino con la africana, por ejemplo, cuando critica el rol de figuras clave en la defensa del indio, frente la situación del esclavismo negro: “Es grotesco y profundamente trágico, más que paradójico que, en tanto fray Bartolomé de las Casas y fray Antonio de Montesinos defendían, con cierto éxito, la naturaleza de los indios y atacaban la esclavitud a la que los sometían los colonizadores, no pusieran reparos a la esclavitud de los negros” (p. 265). Así como desde una óptica que toca la lingüística misionera: “[lenguas africanas] no se consideraban dignas de atención por parte de los colonizadores y los misioneros (el jesuita Sandoval o san Pedro Clavé, que hicieron labor religiosa entre los negros que llegaban a Cartagena de Indias y a Lima, y que llegaron a conocer un poco de esas lenguas, no se interesaron lo suficiente por ellas como para apoyar su conservación; todo lo contrario, se trataba de hispanizarlos al mismo tiempo que los evangelizaban)” (p. 267).

Pero no solo en el mismo discurso de nuestro autor se puede ver su posición crítica, sino, además, en la construcción del discurso histórico en sí. Pongamos, como ejemplo, el manejo de las estadísticas en la historia, con los datos de la población india en América en los diferentes momentos de la Conquista. Lara lo ejemplifica con dos polos: por un lado, con Ángel Rosenblat, quien intentó “reducir el tamaño de la tragedia demográfica que significó la colonización española, en un aparente afán de engrandecimiento del papel de los conquistadores y disminución del de los indios” o, por el contrario, Henry Farmer Dobyns, ejemplo de quien tendió a aumentarla.

Asimismo, no podía faltar (es Luis Fernando Lara) la visión crítica hacia la Real Academia Española en relación con la política lingüística referida al español hablado en América. Para ello no escatima en información, por ejemplo, dentro de los procesos independentistas: “La Academia Española todavía no se quería dar por enterada de las independencias americanas” (p. 449), así como, en definitiva, llegar a sus propias evaluaciones historiográficas respecto a la Academia: “De ahí que, entre ese desdén, ese sentimiento de metrópoli que no sabía cómo volverse a relacionar con sus antiguas posesiones; su restricción al lenguaje literario, seleccionando al gusto de los diversos integrantes de la Academia, y la necesidad de una unidad de la lengua, que añadió Bello al juego de valores sociales que dan lugar a la normatividad, se haya operado una clara distinción en la evaluación del español en América y en España” (p. 450). Hasta llegar a la idea de que el español de Madrid se considera el español general y patrón de corrección de la lengua, frente a los dialectos hispánicos “no solo de América, sino incluso de las Islas Canarias, de Andalucía, de Extremadura o de Murcia, se consideraron periféricos, “provinciales” y proclives al barbarismo” (p. 450).

3. Norma lingüística.

Destacamos, además, el rastreo histórico que Lara hace de las políticas lingüísticas. Tomemos el caso de posturas casticista o purista ante el uso de la lengua. La primera, el casticismo, se fija y refuerza en pleno neoclasicismo: “es una ideología defensiva, pero dispuesta a la creación de neologismos, necesarios para significar todas las experiencias nuevas” (p. 400-401), junto con la segunda, el purismo: “más rígida y empobrecida […] refractaria a la evolución histórica y al contacto e influencia mutuas con otras lenguas” (p. 401), herencia directa de las lecturas de Malherbe en la España del XVIII, algo que Lara  justifica con una pertinente radiografía de la época: “si se considera que la España del siglo XVIII, sumida en la confusión entre la conservación de sus valores tradicionales, fuertemente sometidos por la moral católica, y la necesidad de adoptar los nuevos, que procedían de la Ilustración francesa, era un terreno fértil para que aparecieran individuos que sublimaban su temor al pensamiento ilustrado y su odio al dominio francés atacando la influencia de la lengua y buscando la pureza lingüística y moral del español” (p. 403).

Estrechamente relacionada con esta dicotomía normativa y tal como nos referimos hace unos párrafos atrás, Lara se encargará de definir qué entiende por tradición culta, concepto clave en Historia mínima: “no es un conjunto de normas prescriptivas de uso del español, ni una idea fosilizada de la lengua, como la sostiene el purismo, sino un resultado múltiple de la práctica de la lengua en cada una de sus funciones sociales; se manifiesta en las obras literarias, jurídicas, científicas, en diccionarios y gramáticas. Esta tradición es el objetivo fundamental de la educación en español y requiere conocimiento y cultivo” (p. 501), una tradición que “no tiene nacionalidad, no está atada a una historia patria y no se puede someter a una agencia normativa, por consecuente y poderosa que sea” (p. 501-2) y un concepto que, en rigor, es la idea fundante del presente libro.

4. Cómo textualizar la historia.

Luis Fernando Lara, además, se interesa por desentrañar las condiciones geográficas, demográficas, sociales, políticas y culturales en las que se desenvolvió la evolución de la lengua española. Es decir, esa, en sus palabras: “relación intrínseca, de relaciones concomitantes, causales o condicionantes, entre los acontecimientos sociales y culturales y su evolución” (p. 15), por ello se propone revisar críticamente los datos de los que se dispone.  Es innovador, para este caso, y tal como él lo va informando, el uso de las nuevas tecnologías para hacerse de datos, como Wikipedia, la Biblioteca virtual Cervantes o Creative Commons y CORDE, para las citas de fuentes. El libro, entonces, abunda en mapas, ilustraciones y ejemplos textuales, la mayoría a disposición como anexo en el DVD.

Lara insiste, además, en la descripción geográfica porque “tiene un papel central en la historia antigua de la lengua”, de ahí que se agradecen los datos específicos que ayudan a tener un mayor contexto, como los del cuarto y quinto capítulos, por ejemplo, en relación con la expansión musulmana. Otros ejemplos que queremos destacar son varios pasajes por su síntesis y prosa clarificadora, como la llegada del cristianismo con el usual discurso crítico de Lara: “[el cristianismo], que después de ser perseguido y masacrado, se volvió fanático, perseguidor y masacrador” (p. 39). Además, la magnífica síntesis respecto a la situación musulmana desde sus orígenes, tan cara sobre todo en nuestros días. Así como las exhaustivas explicaciones de algunos de los grandes hitos de la historia de España, como el reinado de Alfonso X, con la relevancia fundamental y única en la historia de ser una monarquía que fusionó conocimiento y autoridad. Misma cosa el contexto de la llegada de Carlos I a España, con una breve, pero relevante referencia a la Guerra de las Comunidades de Castilla. Destacamos, además, las objetivas descripciones de las personalidades y reinados de Felipe II (cap. XVI), Felipe V (cap. XVII) o Fernando VII (cap. XIX), entre otros. Misma cosa con algunos contextos relevantes, como la crisis y decadencia de los Habsburgo, con detalles fundamentales para poder comprender la sociedad española del siglo XVII (cap. XVI), más cercanos a una prosa de historia social y destacables en un texto de historia de la lengua.

Nos interesa, además, los datos con que Lara ilustra algunos aspectos fundamentales de la conquista y colonización americana, como estadísticas relacionadas con la población aborigen en continente americano, así como su decrecimiento acelerado (cap. XIII). Destacamos, además, la estadística relacionada con la población española en América (cap. XIII) o la población africana (cap. XIV). En este último aspecto es relevante, en el capítulo XIII, la información que se entrega acerca de las lenguas que hablaban los africanos, respecto de su procedencia y cuáles podrían haber sido las lenguas predominantes, así como ciertas características generales de estas.

5. Hispanoamérica, sus problemáticas historiográficas.

Uno de los aportes más significativos de esta Historia mínima es el detenimiento con que el autor trata el tema Hispanoamérica, el cual empieza a aparecer en el capítulo XIII (siglo XV para Europa) con un subcapítulo llamado “La prehistoria americana”. Son constantes las reflexiones relacionadas con el origen de las lenguas americanas y su posible filiación con las lenguas orientales, así como la conciencia de que los intentos de emparentar las lenguas indígenas son todo un desafío, sobre todo por falta de datos; misma cosa las problemáticas que generan las lenguas extintas y ágrafas existentes durante la llegada de los conquistadores. Por las problemáticas que este aspecto genera, concluye Lara: “Es imposible pasar a un recuento pormenorizado de las lenguas amerindias durante la colonia y de sus diversos aportes al español como lenguas de sustrato. Ni el espacio disponible, ni la investigación actual, tan dispersa, permiten formar un cuadro de conjunto” (p. 279).

Por otro lado, destacamos algunas comparaciones pedagógicamente pertinentes, por ejemplo, la de las civilizaciones según épocas: “Es decir, la época Preclásica Tardía de Cuicuilco es relativamente contemporánea de los pueblos celtíberos, íberos y cantábricos, en tanto que Teotihuacán es contemporáneo del último periodo del imperio romano” (p. 249); “El clásico, de 200 a 900 d. C es la época de gran esplendor de las culturas teotihuacana, maya de Copán, Tikal, Palenque y Calakmul, y zapoteca de Montealbán; corresponde a la Alta Edad Media europea, antes de que se escribieran las glosas emilianenses” (p. 249). Así como el orden cronológico de algunas zonas conquistadas, como la de las Antillas, por ejemplo, con un orden riguroso de rutas, descubrimientos y colonizaciones. Así como la presencia de tablas estadísticas relacionadas con la población indígena y su descenso (cap. XIII) o de la cantidad de españoles o africanos que llegaron a América, dando cuenta de las falencias en los estudios históricos de estos últimos. O críticas reflexiones relacionadas con el mestizaje: “las indias tenían otro particular estímulo para unirse con los foráneos, aun prefiriéndoles a hombres de su propia raza. Los hijos con los advenedizos quedarían exentos de tributos y otras cargas propias de los indios y gozarían de mayor reputación social” (p. 277), citando la clásica historiografía de Magnus Mörner.

Sin embargo, no podemos obviar que, frente a los detalles que Lara entrega de Mesoamérica, los de Sudamérica son escasos y altamente criticables. Si bien se aprecia una detención en la zona peruana, es menor en extensión y detalles. La información correspondiente a Chile y Argentina es parcial e imprecisa: “hay que destacar los araucanos [sic.] y los mapuches; en el sur de Argentina a los patagones; en el noroeste de Argentina, Uruguay, Paraguay y el sur de Brasil, los guaraníes” (p. 250). La misma situación la apreciamos, ya en la colonia, en relación con la detallada información entregada para Nueva España, por ejemplo, con los datos referidos a la población negra (p. 266). O, más adelante, en el caso de los movimientos independentistas, omitir información relacionada con ciertas colonias (ver p. 415). O con ciertos detalles relacionados con la historiografía lingüística, como datar el diccionario de Pichardo para 1862, siendo que la primera edición fue de 1836.

El mismo autor, empero,  argumenta las razones de por qué, muchas veces, se centra en el caso de Nueva España: “Como no hay todavía suficiente investigación de la caída demográfica en el resto del continente y, en cambio, en cuanto a México se dispone de suficientes datos, se tomará lo sucedido en la Nueva España como ejemplo” (p. 255); “Por eso y puesto que el autor de este libro es mexicano y, en consecuencia, dispone de mayor información a propósito de este territorio, se tratará la influencia del náhuatl sobre la expansión del español por México, para ilustrar el conjunto de fenómenos semejantes que deben haberse producido en el resto de Hispanoamérica” (279). Asimismo, nos respondemos nosotros, junto con el autor, sobre todo por estas falencias, que ya no se puede elaborar una historia de la lengua por medio de una autoría, por lo que, si bien estamos ante una historia con autoría singular (Luis Fernando Lara) se aboga, en las investigaciones venideras, por un trabajo colectivo, sobre todo por la complejidad de que uno solo pueda abarcar un trabajo de investigación con estas características, justamente, por aspectos como el que acabamos de criticar.

6. Textualizaciones, escritura.

Destacamos, además, la inclusión de fragmentos relacionados con producciones textuales, sean literarias o no. Por ello valoramos, por su función de ejemplificar o clarificar ciertos aspectos, algunos fragmentos como los que se toman de El cerco de Numancia de Cervantes, para ilustrar la segunda guerra púnica. En las referencias breves, pero fundamentales, a la historia de la lengua latina, aplaudimos que haya fragmentos de la Eneida o el detallado espacio que le da a Probo. Especial atención le da Lara a una de las más grandes y primeras textualizaciones: el Cantar del mío Cid. (cap. VIII), donde se establece una maravillosa síntesis del poema respecto a su escritura y a la dificultad de establecer qué castellano es. Así como referencias a personajes históricos en relación con una semblanza más real, como equiparar al Cid con un condottiero.  Ya, con las primeras textualizaciones en nuestra propia tradición, destacamos fragmentos de los romances de Don Rodrigo, del Juramento de Santa Gadea, del Libro de Alexandre, de obras de Berceo, de Don Juan Manuel, de Sem Tob o del Arcipreste de Hita. Misma cosa con extractos del Arte de trovar de Enrique de Villena o del Amadís. También comparaciones, como la escritura de sonetos entre Petrarca y Pedro de Padilla, carísimas al momento de ver cómo se genera esta introducción en la tradición hispánica. Así como la maravillosa comparación entre epistolarios del siglo XV entre una carta con distancia comunicativa (Hernán Cortés a Carlos V) o de proximidad (Diego de Ordaz a su sobrino). Con la entrada de los siglos de oro, encontramos sonetos de Boscán, de Garcilaso o extractos la Tragicomedia de Calisto y Melibea, así como fragmentos de poesías de Góngora y sor Juana Inés de la Cruz. A propósito de esta última, destacamos las primeras textualizaciones en Latinoamérica que nos entrega Lara, desde las primeras cartas de Cristóbal Colón, pasando por los catálogos de Francisco Hernández (catálogos del mundo natural, en particular el de las plantas), de Juan de Cárdenas (hierbas medicinales); de Carlos de Sigüenza y Góngora (estudios cosmográficos e hidrológicos) y de Alejandro Malaspina (mapas marinos, noticias del mundo natural).

Recalcamos, por lo demás, la importancia que Lara le da a algunos autores, como Quevedo y Cervantes. Del primero, partes del Buscón, así como constantes ejemplificaciones y reflexiones de su obra. Del segundo, hay un amplio espacio dedicado al Quijote. Ya, dentro de la crisis de la lengua literaria barroquizante, encontramos un extracto del Fray Gerundio o fragmentos de las Cartas eruditas de Feijoo, así como de curiosos autores dieciochescos, como Diego de Torres Villarroel o Juan Pablo Forner. Ya, con una tradición hispanoamericana independentista, tenemos un fragmento del ensayo de Simón Bolívar, posteriormente denominado “Doctrina del Libertador” o su Carta de Jamaica, también de fray Servando Teresa de Mier; misma cosa de algún contemporáneo liberal español, como José María Blanco White Crespo y fragmentos de su autobiografía. También nos encontramos con muestras de las tradiciones discursivas hispanoamericanas donde se presenta el continente en tanto referente exótico, como el Lazarillo de ciegos caminantes de Carrió de la Vandera, el Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi o las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, contemporáneas a un costumbrismo de Mariano José de Larra con un fragmento de “El café”. Así como presentar fragmentos de poesías contemporáneas entre sí y compararlas, como en el caso de “El dos de mayo” de Juan Nicasio Gallego y “La victoria de Junín. Canto a Bolívar” de José Joaquín de Olmedo. O dar cuenta de la poesía romántica con un fragmento del “incansablemente leído” (p. 474) Gustavo Adolfo Bécquer o de tradiciones modernistas y noventayochistas, como Antonio Machado y Rubén Darío. Dentro de las tradiciones hispanoamericanas más específicas, aplaudimos que existan partes de la “Silva a la agricultura de la zona tórrida” de Andrés Bello o un fragmento del prólogo de su Gramática, así como una entrada del Diccionario de Construcción y régimen de Rufino José Cuervo o algunas definiciones del “Vocabulario” de Alcedo; parte del prólogo del diccionario de Pichardo, otro de García Icazbalceta o ensayos críticos, acerca del español de América, del mismo García Icazbalceta. Destacamos, además, la inclusión de otras tradiciones, caras al momento de hacer historia de la lengua, como las indoamericanas, por ejemplo, con parte de un canto nahua o una elegía quechua a la muerte de Atahualpa, ambas acopiadas por León Portilla en su El reverso de la Conquista. Junto con estas tradiciones discursivas, tenemos perlas, como muestras de poesía anónima del español bozal o un texto del papiamento. O la presentación, en el último capítulo, de diferentes muestras (con el apoyo del DVD) de atlas lingüísticos.

Fuera de las textualizaciones, encontramos aportes interesantísimos, muchos de los cuales los relacionamos más con la microhistoria que con la historia de la lengua española clásica. Por ejemplo, con reflexiones en torno a la historia de la escritura en el segundo y cuarto capítulos (pp. 46-50), así como noticias relacionadas, por ejemplo, con la llegada del papel a la Península, en el siglo IX, en el emirato de Abderramán II (p. 95) o a la llegada de la imprenta y lo que implica que se eliminara la variación en los tipos de letras y, posteriormente, la variación ortográfica (cap. XII), así como la misma difusión de los textos “que se volvieron más baratos y asequibles, lo cual dio un nuevo impulso a la lectura y a la capacidad de los escritores para dar a conocer sus textos y multiplicar su variedad” (227).

7. Tradiciones discursivas.

Destacamos, además, cómo organiza Lara su historia de la lengua a partir de la relevancia de estas textualizaciones, marcando cada una de sus apariciones, en tanto esquemas o patrones de género, es decir, como tradiciones discursivas. Lara, entonces, hace historia de la lengua por medio de estas tradiciones discursivas, por lo que va refiriéndose a las que se van consolidando, como el discurso jurídico, con Alfonso X o la inclusión de nuevas tradiciones discursivas, como las novelas de caballería en el XV (cap. XV) o el esplendor, en los siglos de oro, con el Quijote o con ejemplos de un discurso elevado que solo podría generar una reflexión satírica del metalenguaje, con Quevedo (cap. XVII). Así como la crisis en el lenguaje literario barroquizante (cap. XVII), con ejemplos extremos, como los de Francisco de Soto Marne o fray Félix Valles, frente a las indicaciones de estilo de un Bartolomé Jiménez Patón, cuyo desenlace sería, ni más ni menos, que la fundación de la RAE (cap. XVIII). O la aparición de discursos extendidos a las ciencias, con la obra de Diego Mateo Zapata, Tomás Vicente Tosca o Juan Caramuel. Misma cosa, dentro de la consolidación del neoclasicismo, al rechazo a todo discurso barroquizante, incluso el de los siglos de oro, hasta llegar a la prohibición de los auto sacramentales barrocos, como los de Calderón, en la época de Carlos III. Lo mismo con la importancia de la prensa y del epistolario en el XIX para dar cuenta del sustento ideológico y el estado de las cosas en España e Hispanoamérica o la interesante inclusión de tradiciones discursivas populares, como las adivinanzas o coplas.

8. Estandarización.

Quizás uno de los aspectos más destacables de esta Historia mínima sea el tratamiento de la estandarización como proceso esperable en la consolidación de lo que entendemos por Estado moderno, a partir de la conformación de las grandes monarquías europeas. Por ejemplo, cuando en el siglo XII empieza a manifestarse una conciencia propia de hablar de los castellanos (cap. VIII) o, en el capítulo X, cuando se insiste en la fase de institucionalización del castellano en el reinado de Alfonso X, con la escritura de leyes en esta lengua, siendo que “lo importante para él no era fijar una lengua, declarar una lengua oficial, sino aprovechar aquellas lenguas que, para lograr el entendimiento con sus súbditos y los trovadores que llegaban a vivir por cierto tiempo en su corte, le resultaban más eficaces” (p. 185). Institucionalización que empezará a determinarse con Nebrija (cap. XII), a partir de la necesidad de un arte que fije la lengua y contribuya a conservarla; asimismo, un arte contribuya a dar al Estado “el lustre que corresponde a los grandes imperios, como Grecia y Roma” (p. 234), por lo que Nebrija, según Lara, da vida a un nuevo valor: la identidad de la lengua, “un valor que no solo la identifica, sino que la instituye como unidad” (p. 235). O casi, simultáneamente, su internacionalización (cap. XVI): “El deslumbrante florecimiento de la tradición culta del español, que en el siglo XVI y después en el XVII se destaca en relación con toda la evolución anterior, y realmente pone una marca de calidad en los años posteriores de la lengua, unido al predominio político de España sobre Europa hizo que el español comenzara a influir sobre las demás lenguas; es decir, se invirtió la relación de influencia, por ejemplo hacia el francés y el italiano […] el español se volvió una lengua que cualquier europeo culto debía saber hablar” (p. 334) o que se impusiera como lengua oficial en la administración española, con Felipe V (p. 371), así como el mandato, en 1768, de publicar solo en español, con el objetivo de acelerar la integración lingüística.

En esta dinámica de la estandarización, son relevantes los datos que Lara va entregando respecto a los procesos de codificación, como el Arte de trovar de Enrique de Villena, el que “viene siendo una especie de primer tratado de fonética y escritura castellana” (p. 216) o, gracias a la influencia del humanismo italiano, la aparición por el interés filológico, con la edición, bajo el reinado de los reyes católicos, de la Biblia Políglota o complutense. Así como, y volvemos nuevamente a él, la obra de Nebrija, fundamental tanto por su relevancia política como por su enorme influencia en tradiciones lingüísticas posteriores, con su Diccionario latino-español (1492), su Vocabulario español-latino (1495) o sus Reglas de orthographia en la lengua castellana (1517), con el principio fonológico que retoma a Quintiliano: “Así tenemos de escrevir como hablamos, i hablar como escribimos”. Sin embargo, su gran obra fue la Gramática de la lengua castellana (1492), la primera de una lengua europea moderna, gestada bajo la lógica humanista, es decir, donde un arte tenía un objetivo preciso: fijar y guiar el uso de una lengua para evitar que, al paso del tiempo, como le sucedió al latín, al griego, al hebreo, se “corrompiera” (p. 232) y, claro está, con el esquema de las lenguas clásicas. Destacamos, respecto a la Gramática, las reflexiones de Lara cercanas a las nuevas escuelas de teoría de la recepción: “El haberse adelantado a escribir una gramática de la lengua que hablaba la gente hizo de su obra un libro raro, pues no se entendía qué valor podría tener un estudio de lo que todos, más o menos, manejaban espontáneamente” (p. 233). O cuando reflexiona en relación, por ejemplo, con una posible reforma ortográfica, la de Correas: “No tuvo éxito porque, como muchos otros después de él, no pudo comprender que la ortografía no depende del arbitrio de una persona o de unas cuantas, sino de la eficacia de la comunicación escrita que, ya para entonces, llevaba 400 años de práctica en español” (p. 353).

La historia de codificaciones, dentro de un panorama de la historia de la estandarización, se engrosa con otros grandes hitos, como los del segundo siglo de oro (cap. XVI), con Del origen y principio de la lengua castellana o romance que oi se usa en España de Bernardo de Alderete (1606); la Ortografía de Mateo Alemán (1608); el Vocabulario de refranes de Gonzalo Correas (1627) o su revolucionaria Arte grande de la lengua española castellana (1626), así como el adelantado  Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Sebastián de Covarrubias.  Misma cosa los hitos institucionales en el siglo XVIII, como la fundación de la Biblioteca Nacional de España (1712) o la fundación de la Real Academia Española (1714) y una especial descripción del primer diccionario que publica esta entidad, conocido como Diccionario de Autoridades (1726-1739), así como una sesgada crítica al diccionario usual (1780), referencias a la Orthographia española (1741) y su Gramática (1771). Así como otros hitos lexicográficos, como el diccionario del jesuita Esteban Terreros y Pando, el Diccionario del castellano con las voces de ciencias y artes (1767-1783). Así como el rol fundamental de ciertos intelectuales, como Gregorio Mayans y Siscar, con textos en donde se genera otro tipo de textualización: el de la consagración de la lengua española con, por ejemplo, sus Orígenes de la lengua española (1737), donde se dan a conocer los Diálogos de la lengua de Juan de Valdés, así como una Rhetórica (1757), que es una suerte de antología de la literatura española, donde aparece la primera biografía de Cervantes. Así como grandes hitos peninsulares del XIX, como el Nuevo diccionario de la lengua castellana de Vicente Salvá (1845) o el Diccionario nacional o gran diccionario clásico de la lengua española de Ramón Joaquín Domínguez (1847).

Otros datos que destacamos son los relacionados, por ejemplo, con las fuentes que influyeron en la redacción de determinadas gramáticas, tal es el caso de la repercusión de la filosofía de Locke, sobre todo con su discípulo francés más radical, Bonnot de Condillac, cuya filosofía repercutió en España, con la traducción de Bernardo María de la Calzada de su La lógica o los elementos primeros del pensar (1784). Algo similar ocurrió con Antoine Luis Claude Destutt de Tracy, de cuya escuela e influjo surgen las primeras gramáticas generales: la Gramática filosófica de la lengua española, de José de Jesús Muñoz Capilla (1831), los Principios de gramática general (1826) y los Elementos de gramática general (1835), de José Gómez Hermosilla y, en Latinoamérica, específicamente en México, Del pensamiento y su enunciación considerado en sí mismo (1852) de Clemente de Jesús Munguía; Apuntaciones sobre gramática general (1877) de José Zalce o la Gramática teórica y práctica de la lengua castellana, de Rafael Ángel de la Peña (1898). Sin dejar de lado al mismo Andrés Bello quien, en el prólogo de su Gramática, deja ver el conocimiento que tuvo de esta corriente de gramática general. Es esta Gramática, la de Bello, según Lara, la gramática más importante y con la mayor repercusión “incluso, hasta nuestros días” (p. 432), misma cosa el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de Rufino José Cuervo (comenzado en París en 1872, su primer tomo se publicó en 1886).

Asimismo, valiosas son las reflexiones en torno al castellano, por ejemplo, en relación con su importancia transversal: “El castellano, además, no se gestaba como lengua exclusiva de los letrados y los eruditos, sino como lengua del pueblo, compartida con aquellos, ejercida desde el trono: una lengua popular, en el sentido más legítimo de la palabra” (p. 199), algo que se ejemplifica con algunos autores clave, como el marqués de Santillana (cap XII) con la reivindicación de la poesía popular en castellano y, al mismo tiempo, al componer en versos de arte mayor. Un ejemplo emblemático, en este caso, lo confirmamos con el Quijote (cap. XVI), símbolo internacional de la lengua española, afirma Lara. Así como la cientificidad en el discurso, con la producción de textos, sobre todo en el siglo XVIII, con la llegada del racionalismo (cap. XVII) y la presencia de los novatores, como Diego Mateo Zapata (medicina), Tomás Vicente Tosca (matemáticas y arquitectura), Juan Caramuel (matemáticas, lingüística, arquitectura), entre otros.

Así, como, finalmente, la consolidación de la estandarización: “producto de la formación de comunidades y espacios de comunicación, determinados por la consolidación de los estados nacionales mediante la educación pública universal, la formación de culturas nacionales, el poder de difusión de noticias, ideas y valores de la prensa, el cine, el [sic.] radio y la televisión, los aparatos jurídicos, las redes carreteras y de ferrocarril que comunican localidades, etc.” (p. 491). Pues Lara sigue celebrando el castellano y lo califica como la más temprana y adelantada lengua de cultura entre las modernas de Europa  a fines de la Edad Media, puesto que se usó, antes que otra lengua,  para nuevas tradiciones discursivas como la filosofía, la teología y el pensamiento orientado a la ciencia: “el latín se implantó en el resto de Europa como lengua de comunicación culta, a diferencia de lo que sucedía en España, en donde el conocimiento transmitido por el árabe y la fuerte presencia de la civilización musulmana contribuyeron a determinar su horizonte histórico de tal manera, que el castellano resultaba la solución más práctica para transmitir el conocimiento, reducido el latín al uso clerical y diplomático” (pp. 198-199).

9. Las tablas en la escritura de Lara.

En síntesis, constatamos, por lo demás, en el estilo escritural, a un autor que ya tiene familiaridad con el arte este de componer y redactar. Por ejemplo, se presenta un manejo escritural que le permite jugar con prolepsis y analepsis (vid. final capítulo V y cap. XVIII); asimismo, puede darse el gusto de escribir párrafos de 12 a 13 líneas sin puntos y seguido (cfr. p. 199). Encontramos, además, un acercamiento familiar al lector, por ejemplo, con exclamaciones, al explicar la fundación mítica de la identidad castellana (p. 110); la sorpresa con ciertos datos, para lograr un efectismo en el lector (p. 119). Así como comentarios amenos: “Las tradiciones discursivas de la prosa se ampliaron con la aparición de las novelas de caballería (que tanto daño hicieron a don Quijote de la Mancha)” (p. 217); “([…] parece que se les decía así a los habitantes de Cantabria, güeros y de ojos claros)” (p. 340); “[…] y se dirigió a Napoleón como árbitro para dirimir el litigio con su hijo. ¡A buen juez se encomendaron!” (p. 406); “Se convocó a una asamblea nacional –por supuesto, sin representantes hispanoamericanos– y se impuso la Constitución de Bayona” (p. 406). Así como dar manifiesta cuenta de sus gustos, sin tapujos: “Pese a lo retorcido que son estos versos, y a la dificultad de la lectura de la poesía de Góngora, he aquí estos bellísimos fragmentos” (p. 345); “Pues una cosa es la lengua de los grandes escritores, como Góngora, Quevedo o sor Juana, y otra la lengua de sus imitadores de mala calidad […] la mayoría de los que siguieron el estilo barroco produjeron verdaderos adefesios” (p. 362); “Destaca entre los autores de la época –y no por su calidad literaria, sino por la pobreza de sus ideas–Ignacio Luzán, quien publicó en 1737 su famosa Poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies” (p. 399). Hay mucho, además, de afán pedagógico, por ejemplo, cuando explica las tradiciones discursivas como el cantar de gesta, da cuenta de su continuidad y actualidad con el actual corrido mexicano. Destacamos, asimismo, ciertos cuidados y detenimientos en ciertas temáticas, como con las jarchas, detalladamente explicadas y ejemplificadas (pp. 108-109), lo mismo con las Glosas emilianenses (pp. 132-134), las explicaciones métricas, relacionadas con los cambios en las composiciones poéticas en el siglo XV (cap. XII) o las sucintas pero eficaces explicaciones de fonología y fonética en relación a lo expuesto por Villena (cap. XII). Se da, por lo demás, un tiempo considerable para explicar el contexto lingüístico de finales del siglo XIX y comienzos del XX para poder dar cuenta de los avances en la historia de la lengua y cómo, claro está, se empezaron a confeccionar estos manuales de historia de la lengua.

10. Por hacer.

A lo largo del texto el autor reclama una serie de aspectos que deben profundizarse; por ejemplo, el estudio del español del siglo XIX, cuyo estado de lengua no se ha investigado lo suficiente. O retomar los estudios dialectológicos, con una interesante demanda: “La dialectología y la geografía lingüística constituyen la base de todo estudio lingüístico, por cuanto llevan a cabo la taxonomía de los fenómenos lingüísticos que después sistematizará y teorizará la lingüística. Lamentablemente, en lingüística, como en muchas actividades humanas, hay modas, y ahora no están de moda los estudios dialectológicos y de geografía lingüística, a pesar de la necesidad que tenemos de ellos para formarnos una idea más real del estado de las lenguas y del español en particular” (p. 484). Asimismo, por la virtud de la multipolaridad, queda por hacer un estudio sociológico basado en datos como el tamaño de la población hispanohablante, el grado de alfabetismo y de educación de la población, su producción de libros, revistas y periódicos, radio y televisión y de las actitudes compartidas por las comunidades hacia sus propios dialectos y los de los demás países y, de esta forma, no imponer centros, sino irradiar la tradición culta de cada uno de estos (cfr. cap. XXII). Además, desde una perspectiva histórica, es necesario, reclama Lara, por los pocos datos que se tienen, hacer un estudio pormenorizado de cada una de las zonas hispanoamericanas. Sirva este defecto, dice el autor, para hacer historia de estas: “Hacen falta muchos estudios sobre la población de América entre los siglos XVI y XIX, así como sobre las características que fueron tomando las sociedades hispanoamericanas” (p. 271).

Como se ve, entonces, y como una patente característica al hacer historia e historiografía, quedan muchos aspectos por desarrollar, así como constatamos, después de leer esta Historia mínima, cómo se enriquecen ciertos puntos de vista por medio de nuevas formas de hacer historia.


Notas

1 Con un orden, diríamos, usual dentro de la bibliografía existente: I. Sustrato prerromano; II. La colonización latina; III. Caracterización del latín hispánico; IV. Las invasiones germánicas y la decadencia del Imperio; V. Al-Andalús; VI. El surgimiento de los reinos cristianos y la influencia franca; VII. Los primeros documentos romance; VIII. Primer reconocimiento del castellano; IX. Las primeras tradiciones discursivas del castellano; X. El castellano de Alfonso el Sabio; XI. El castellano al comienzo del Renacimiento; XII. El castellano de los reyes católicos; XIII. La época de Carlos V y la colonización de América; XIV. El español que llegó a América; XV. Sevilla frente a Madrid; XVI. Los siglos de oro; XVII. La reacción contra el barroco y el neoclasicismo; XVIII. La Real Academia Española y el Neoclásico; XIX. El siglo de las independencias; XX. Concepciones de la lengua en el siglo XIX; XXI. Las tradiciones discursivas del siglo XIX; XXII. El español contemporáneo: estudio y situación.
2 Con un apartado que comprende seis apéndices: 1. Aparato fonatorio; 2. Correspondencia letras-fonemas; 3. Glosario de términos especializados de lingüística; 4. Vocabulario; 5. Topónimos; 6. Nombres propios.
3 Una excepción sería el libro de divulgación  Los mil y un años de la lengua española, de  Antonio Alatorre (1979).