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lunes, 3 de agosto de 2009

Las liras colgadas de los árboles, Athanasius Kircher y el arpa eolia

Investigando a Athanasius Kircher, di con que era el inventor del arpa eolia; hay hermosas leyendas unidas a ella. Actualicé los artículos de Wikipedia referentes a ambos, y copio el siguiente:

El arpa eolia fue creada en el siglo XVII por el científico e inventor jesuita Athanasius Kircher. Consta de doce a quince cuerdas que suenan con el paso de las corrientes de aire sobre una caja de resonancia rectangular, larga y angosta sobre la cual se extienden doce cuerdas de nylon para guitarra (cuatro de la nota sol, cuatro de la nota si y cuatro de la nota mi). Se fijan a clavos sin cabeza en un extremo y a pasadores de afinamiento en el otro; se sitúa en una ventana para que al fluir una corriente de aire fuerte sobre las cuerdas produzca un sonido etéreo que varía sus tonos musicales de forma aleatoria con la intensidad del viento. La leyenda dice que el rey Davidarpa a la cabecera de su lecho a medianoche para obtener este resultado y dormirse más plácidamente. 

Otra leyenda, relativa a San Dunstan de Canterbury, afirma que hacía sonar su lira sola dentro de su celda, con gran escándalo de los demás monjes, que sospechaban obra de la magia. a mitad del siglo decimosexto, Giovan Battista Della Porta, en su Magia naturalis, contemplaba la psibilidad de que los tradicionales instrumentos de cuerda, por ejemplo arpas o liras, pudieran «vento pulsentur» (ser pulsados por el viento), con motivo por ejemplo de una «vasta procella» o gran tempestad, de lo cual nacería un «suavissimum concentum». La noticia de Della Porta, aunque muy vaga y fundamentalmente inexacta, inspiró al padre Athanasius Kircher, el doctísimo jesuita alemán, curioso por toda materia e infatigable proyectista de los mas extraños artilugios, el diseño de la lira o arpa eolia en su Musurgia Universalis de 1650. En la quinta parte de su noveno libro, se ocupa de una «macchina armonica automatica» capaz de producir sonidos armoniosos por el único medio del viento y los aires, «nullo rotarum, follium, vel Cylindri phonotactici ministerio». Kircher mismo considera muy simple su construcción, e ilustra las características del instrumento con un dibujo: se trata de una caja «ex ligno pinus resonantissimo», del estilo de aquellos con los que se suelen fabricar los instrumentos de cuerda, con cinco palmos de largo dos de ancho y uno de alto; sobre la caja hay quince cuerdas tensas de igual extensión; uno de los lados de la caja, sobre la cual hay algunos agujeros en forma de roseta, presenta un soporte que permite tensar el arpa. Kircher no se arroga el mérito de la infención y se limita a decir no saber si el fenómeno acústico de sus sones producidos por el viento ha sido ya observado por alguno, aunque es cierto que no ha sido proyectado ni fabricado e «in meo Musaeo summa audientium admiratione percipitur»; describe también la maravilla de los que escuchan: «Silet instrumentum quamdiu fenestra fuerit clausa, mox vero ac ea aperta fuerit, ecce harmoniosus quidam sonus de repente exortus omnes veluti attonitos reddit; dum scire nequeunt, unde sonus proveniat, vel quodnam instrumentum sit, neque enim fidicinorum, neque pneumaticorum instrumentorum, sed medium quemdam et prorsus peregrinum sonum refert».

Las arpas eólicas fueron muy populares como instrumentos domésticos durante el Romanticismo. En la actualidad, siguen siendo construidas. Algunas están hechas ahora en la forma de esculturas sonoras monumentales de metal ubicadas en el tejado de una construcción o en una cima ventilada.

domingo, 29 de marzo de 2009

Mi pobre amigo y decimonónico poeta José Campo-Arana

Investigando sobre los desatendidos poetas del Posromanticismo, que redescubrí, tras haber visto lo mucho que valía Ferrán, cuando me topé con Güertero hace poco, leí un poema de José Campo-Arana (1847-1885) en Internet y en seguida me picó la curiosidad. Investigué, y descubro en él un espíritu afín, hasta el punto de que incluso leyó y tradujo a Leopardi y a románticos alemanes. Sus obras están baratas en las librerías de lance y conseguí una primera edición, algo manchada, de sus Impresiones (1876). Era amigo de los críticos Manuel Cañete y Eduardo de Cortázar, y de los poetas Ramos Carrión y José Antonio Paz; sabía tocar muy bien el piano. Le escribí una lápida en la Wikipedia. Era agnóstico, pesimista, culto y cuando le inspiración le atacaba, un grandísimo poeta. Por desgracia murió loco, después de haber publicado una serie de piezas dramáticas bastante originales para la época. Uno de sus mejores poemas es éste:

MELANCOLÍA.

Yo padezco, lector, frecuentemente,
(sin que sepa la causa verdadera
ni si es cosa del cuerpo o de la mente),
una tristeza amarga que, inclemente,
me domina, me rinde y desespera.

La sangre que en mis venas comprimida
caminaba en raudal impetüoso,
parece detenerse en su carrera,
y sin calor, sin fuerza, empobrecida
se desliza con paso perezoso
como si en mí la vida se extinguiera.
La luz no hiere con su lumbre pura
mis ojos apagados
donde antes su fulgor resplandecía,
y a través de una niebla siempre oscura
miro la alegre claridad del día.
No hay eco que hasta mí llegue distinto,
ni idea que despierte mi entusiasmo;
no hallo placer que excite en mí el instinto,
ni dolor que me saque del marasmo.
Dios, la gloria, el amor, la patria, el arte,
ídolos de mi ardiente desvarío,
solo me inspiran pesaroso hastío;
que parece domar mi ser inerte
la calma precursora de la muerte.
Un remedio a mi mal buscando en vano,
ya me siento al piano
y recorro con mano perezosa
las teclas de marfil de uno a otro extremo,
modulando en su marcha caprichosa
extrañas melodías
en las que siempre va del alma parte,
llenas de extravagantes fantasías,
sin hilacion, sin formas y sin arte,
brillantes una vez, y otra sombrías;
canto salvaje que mi mente eleva
sin que el arte lo cubra con su manto,
que el viento nunca lleva
a donde yo lo envío;
notas de una oracion o de un lamento
que nadie escuchar quiere,
y que van a perderse en el vacío
ignoradas y solas,
como el grito del náufrago que muere
en el rumor de las revueltas olas.
Ya el exánime cuerpo abandonando
a la extraña inacción que le avasalla,
los tristes ojos a la luz cerrando,
sin que la voluntad le oponga valla,
dejo a mi pensamiento libre vuelo;
mas de un sueño imposible en pos se lanza,
y vaga en loco anhelo
de un recuerdo a un dolor o a una esperanza,
de una idea a otra idea,
sin conseguir hallar lo que desea.
Ya queriendo fijar mi pensamiento,
sobre el blanco papel la mano puesta,
expresar con palabras mi ansia intento;
y comienzo novelas y canciones,
y poemas, y dramas, y cien cosas
que no pasan jamás de tres renglones.
Fragmentos que conservo en mi cartera,
que leo con el alma estremecida,
porque en esos fragmentos está entera
la historia de mi vida.

Mas todo en vano: ni en los dulces sones
de la rica armonía,
ni en las anchas regiones
donde mi pensamiento desvaría,
llenas de luz, de amor y de belleza,
puedo encontrar alivio a mi tristeza.

Si vuelvo a Dios el ánimo contrito
y piedad de mi pena le demando
con humilde fervor y acento blando,
el aliento maldito
de la duda cobarde y acerada
a envenenar mis pensamientos viene,
y en mis labios detiene
una oración apenas comenzada.

Vuelvo entonces los ojos a la tierra
y de mí se apodera horrible espanto
al ver los seres que en su seno encierra.

Unos con rabia atroz, otros con llanto,
alzan al cielo punzador gemido,
y el de unos en el de otros confundido,
en concierto infernal, que crece y crece
como el mar al alzarse enfurecido,
hacen llegar sin tregua hasta mi oído
un grito de dolor que me enloquece.

Por fin, tras largas horas
de ignorado martirio, el mal se aleja
trocándose en hondísima amargura
que ya nunca me deja.

Entónces, a mi afán suelto la llave
y escribo, sin pensar adquirir gloria
ni de fama o de títulos ansioso,
que esa ambicion en mí fuera irrisoria.
Escribo como llora el desgraciado,
como canta el alegre; porque el pecho
es para el hondo sentimiento estrecho
y se desborda el duelo o la alegría,
esta con expansiva carcajada,
aquel en una lágrima sombría.

Escribo sin buscar otra ventura,
sin anhelar más precio a mis canciones
que desahogar un poco mi amargura.

No busques pues, lector, en mí al poeta
ni al hablista galano, ni al pensador severo:
Dios me negó favor tan soberano
y yo, que fiel su voluntad venero,
a mi modesta inspiración me allano.
Dotes tan altas, ni fingirlas puede
el mortal a quien Él no las concede.
Mas no por eso cesará mi canto,
que en el concierto inmenso,
de la tibia mañana que la dulce y alegre primavera
con aromas y flores engalana,
del grillo entre las yerbas escondido
el ingrato chirrido, se une al canto de amores regalado
del pardo ruiseñor enamorado,
y al zumbido monótono y constante
del insecto infeliz, el tierno arrullo
de la tórtola amante
y del arroyo el plácido murmullo;
y de unos en la de otros confundida
la voz, esta apacible, aquella ingrata,
forman, por atracción desconocida,
el himno poderoso de la vida
que en los aires fermenta y se dilata.

domingo, 25 de enero de 2009

A la memoria de Larmig

Pocos poetas suicidas tenemos en el Romanticismo los españoles. Enfermos incurables, locos, bohemios... pero suicidas, Larra solamente y Larmig. Y Larmig (anagrama y pseudónimo de Luis Antonio Ramírez Martínez y Güertero) merece una revisión, porque su poesía vale pero que mucho. He estado estudiándolo unas horas, le he escrito penosamente una biobibliografía que no había manera de reconstruir en la Wikipedia, y al fin me he encontrado con su palabra poética:

Sé que la dicha que el humano anhela
en este valle lóbrego no anida,
es ave cautelosa, que no vuela
sino en alta región desconocida.
¿Qué es la dicha? El amor que no recela,
que nada teme, que jamás olvida.
¿Dónde el perenne amor tiene su imperio?
Del cielo en el recóndito misterio.

Y, ¿qué fuera ese cielo prometido
sin el encanto del amor dichoso?
Un desierto sin linde conocido,
y cuanto más inmenso más penoso,
vasto templo con oro revestido
encerrando sepulcro silencioso:
y es la pena mayor del negro averno
eterna vida, sin amor eterno.

o

Amor que siempre acrece y nunca muere,
lluvia que alegra el prado y no lo anega,
mano que siempre cura y nunca hiere

La religiosidad en Larmig es auténtica, no impostada. Poseía la sensibilidad de un auténtico místico. Su libro Mujeres del Evangelio (1873) es uno de los mejores del Postromanticismo, es una pena que no le hayan dedicado la atención que merece.