domingo, 29 de marzo de 2009

Mi pobre amigo y decimonónico poeta José Campo-Arana

Investigando sobre los desatendidos poetas del Posromanticismo, que redescubrí, tras haber visto lo mucho que valía Ferrán, cuando me topé con Güertero hace poco, leí un poema de José Campo-Arana (1847-1885) en Internet y en seguida me picó la curiosidad. Investigué, y descubro en él un espíritu afín, hasta el punto de que incluso leyó y tradujo a Leopardi y a románticos alemanes. Sus obras están baratas en las librerías de lance y conseguí una primera edición, algo manchada, de sus Impresiones (1876). Era amigo de los críticos Manuel Cañete y Eduardo de Cortázar, y de los poetas Ramos Carrión y José Antonio Paz; sabía tocar muy bien el piano. Le escribí una lápida en la Wikipedia. Era agnóstico, pesimista, culto y cuando le inspiración le atacaba, un grandísimo poeta. Por desgracia murió loco, después de haber publicado una serie de piezas dramáticas bastante originales para la época. Uno de sus mejores poemas es éste:

MELANCOLÍA.

Yo padezco, lector, frecuentemente,
(sin que sepa la causa verdadera
ni si es cosa del cuerpo o de la mente),
una tristeza amarga que, inclemente,
me domina, me rinde y desespera.

La sangre que en mis venas comprimida
caminaba en raudal impetüoso,
parece detenerse en su carrera,
y sin calor, sin fuerza, empobrecida
se desliza con paso perezoso
como si en mí la vida se extinguiera.
La luz no hiere con su lumbre pura
mis ojos apagados
donde antes su fulgor resplandecía,
y a través de una niebla siempre oscura
miro la alegre claridad del día.
No hay eco que hasta mí llegue distinto,
ni idea que despierte mi entusiasmo;
no hallo placer que excite en mí el instinto,
ni dolor que me saque del marasmo.
Dios, la gloria, el amor, la patria, el arte,
ídolos de mi ardiente desvarío,
solo me inspiran pesaroso hastío;
que parece domar mi ser inerte
la calma precursora de la muerte.
Un remedio a mi mal buscando en vano,
ya me siento al piano
y recorro con mano perezosa
las teclas de marfil de uno a otro extremo,
modulando en su marcha caprichosa
extrañas melodías
en las que siempre va del alma parte,
llenas de extravagantes fantasías,
sin hilacion, sin formas y sin arte,
brillantes una vez, y otra sombrías;
canto salvaje que mi mente eleva
sin que el arte lo cubra con su manto,
que el viento nunca lleva
a donde yo lo envío;
notas de una oracion o de un lamento
que nadie escuchar quiere,
y que van a perderse en el vacío
ignoradas y solas,
como el grito del náufrago que muere
en el rumor de las revueltas olas.
Ya el exánime cuerpo abandonando
a la extraña inacción que le avasalla,
los tristes ojos a la luz cerrando,
sin que la voluntad le oponga valla,
dejo a mi pensamiento libre vuelo;
mas de un sueño imposible en pos se lanza,
y vaga en loco anhelo
de un recuerdo a un dolor o a una esperanza,
de una idea a otra idea,
sin conseguir hallar lo que desea.
Ya queriendo fijar mi pensamiento,
sobre el blanco papel la mano puesta,
expresar con palabras mi ansia intento;
y comienzo novelas y canciones,
y poemas, y dramas, y cien cosas
que no pasan jamás de tres renglones.
Fragmentos que conservo en mi cartera,
que leo con el alma estremecida,
porque en esos fragmentos está entera
la historia de mi vida.

Mas todo en vano: ni en los dulces sones
de la rica armonía,
ni en las anchas regiones
donde mi pensamiento desvaría,
llenas de luz, de amor y de belleza,
puedo encontrar alivio a mi tristeza.

Si vuelvo a Dios el ánimo contrito
y piedad de mi pena le demando
con humilde fervor y acento blando,
el aliento maldito
de la duda cobarde y acerada
a envenenar mis pensamientos viene,
y en mis labios detiene
una oración apenas comenzada.

Vuelvo entonces los ojos a la tierra
y de mí se apodera horrible espanto
al ver los seres que en su seno encierra.

Unos con rabia atroz, otros con llanto,
alzan al cielo punzador gemido,
y el de unos en el de otros confundido,
en concierto infernal, que crece y crece
como el mar al alzarse enfurecido,
hacen llegar sin tregua hasta mi oído
un grito de dolor que me enloquece.

Por fin, tras largas horas
de ignorado martirio, el mal se aleja
trocándose en hondísima amargura
que ya nunca me deja.

Entónces, a mi afán suelto la llave
y escribo, sin pensar adquirir gloria
ni de fama o de títulos ansioso,
que esa ambicion en mí fuera irrisoria.
Escribo como llora el desgraciado,
como canta el alegre; porque el pecho
es para el hondo sentimiento estrecho
y se desborda el duelo o la alegría,
esta con expansiva carcajada,
aquel en una lágrima sombría.

Escribo sin buscar otra ventura,
sin anhelar más precio a mis canciones
que desahogar un poco mi amargura.

No busques pues, lector, en mí al poeta
ni al hablista galano, ni al pensador severo:
Dios me negó favor tan soberano
y yo, que fiel su voluntad venero,
a mi modesta inspiración me allano.
Dotes tan altas, ni fingirlas puede
el mortal a quien Él no las concede.
Mas no por eso cesará mi canto,
que en el concierto inmenso,
de la tibia mañana que la dulce y alegre primavera
con aromas y flores engalana,
del grillo entre las yerbas escondido
el ingrato chirrido, se une al canto de amores regalado
del pardo ruiseñor enamorado,
y al zumbido monótono y constante
del insecto infeliz, el tierno arrullo
de la tórtola amante
y del arroyo el plácido murmullo;
y de unos en la de otros confundida
la voz, esta apacible, aquella ingrata,
forman, por atracción desconocida,
el himno poderoso de la vida
que en los aires fermenta y se dilata.

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