domingo, 20 de noviembre de 2016

Recuerde el alma dormida

Venía, más o menos a las doce y media de la noche, de los cines Las Vías, después de ver La llegada, una obra magistral pero algo oscura y al borde del lirismo desmelenado del canadiense Denis Villeneuve, a quien ha elegido Ridley Scott para rodar la segunda parte de Blade Runner. Una penetrante crítica de esta película, que suscribo, de Jorge Loser, figura más abajo; lo que voy a comentar es un encuentro que tuve en la Plaza Mayor de Ciudad Real cuando volvía a mi casa.

Me encontré con un antiguo conocido, un personaje con algunos problemas psicológicos que está bien medicado y aprovechamos para intercambiar relaciones de desgracias; pasaré por alto las mías y contaré tan solo lo que me dijo, sin dar más detalles: que ahora vive con una chica de treinta y cinco años que es drogodependiente (o politoxicómana, como dicen ahora) de una especie de mezcla de cocaína y heroína, y se negaba a medicarse o a ir a psicólogos y demás. De vez en cuando ella roba para conseguirse una dosis y por eso bastante a menudo vienen con citaciones a su casa común para juicios o para que pase seis meses en la cárcel. Él había salido de casa porque la chica se había ido; lo más seguro era, decía, que estuviese bebiéndose un cartón de vino en algún parque, a pesar del frío que hacía. La chica no quería curarse. Él, me decía, lo único que podía hacer era darle ejemplo y tener esperanza en lugar de la chica. Pensé que estas derivaciones son la consecuencia de la política permisiva de tantos partidos políticos con el botellón. Nadie tiene el valor de atajar estos futuros negros porque nadie piensa en el futuro: viven en el presente, solamente. Pero si somos adultos -y los políticos deberían serlo- lo primero que hay que hacer es pensar en el futuro. Un futuro lleno de gente como esa chica. Lamentable. Me dejó sin palabras; pensé en cuántas desgracias son acogidas con palabras duras o sencillamente indiferentes, como más de una vez he tenido que padecer yo mismo en un lado o en el otro, y sencillamente me quedé mudo y lamentando el mal común; es lo mejor, no sé si lo único, cuando no se puede hacer nada.

Y esta es la crítica de Jorge Loser:

Un diseño, por cierto, bastante cthulhiano, que añade leña a los referentes literarios de los que bebe. Aunque no vamos a entrar en las múltiples influencias de cine de ciencia ficción que posee, es imposible no mencionar la obra de Carl Sagan, episodios de las serie ‘La Dimensión desconocida’ y ‘The Outer Limits’ o las reinterpretaciones modernas de Arthur C. Clarke de Richard Kelly.

Celebración del lenguaje como salvación

Lo más sorprendente y adulto de ‘La Llegada’ es su capacidad para reestablecer la escala del un blockbuster de ciencia ficción a un solo emplazamiento, a través de un conflicto basado, mayormente, en el proceso de comunicación con los alienígenas. Este detalle, todo sea dicho, genera un momento involuntariamente cómico cuando para reclutar a la traductora interpretada por Amy Adams, el ejército le pide si puede traducir, así a pelo, el gruñido de un alienígena grabado en audio. Glorioso.

Implausibilidades a parte, el desarrollo del grueso de la trama es un apasionante estudio del lenguaje de símbolos extraterrestres que estos les dibujan con su tinta de calamar del espacio exterior. Un detalle que no exime a los amigables visitantes de estar rodados de forma casi inquietante; aplausos al realizador por su fotografía ceniza y uso minimalista de la música en todas sus escenas. Se podría decir que su estilo es la antítesis de otras invasiones como ‘Independence Day: Contraataque’ (Independance Day: Resurgence, 2016)

El uso del juego de codificaciones y decodificaciones tiene un reconocimiento simbólico muy importante en la coda del film, una fascinante oda a la comunicación como llave del entendimiento global. Un análisis inteligente sobre la transparencia y la importancia de la concordia, a través de algo tan sencillo como las palabras, para desenmarañar el significado entero de otras culturas que nos resultan alienígenas.

El ambiguo mensaje provida

Llegado el momento de las explicaciones, la película entra en su fase más ‘Intellestelar’ (2014) uniendo sus elementos de ciencia ficción extraterrestre con postulados de viajes en el tiempo para, además, relacionarlos con una intensa experiencia emocional paternofilial. Es aquí dónde el guión revela sus cartas relacionando el doloroso prólogo de la muerte de la hija de la protagonista con el futuro y no con el pasado. Un golpe de efecto que deja el problema de la misión alienígena a un lado para centrarse en Louise.

El conflicto planteado, resumiendo, es que la recién obtenida clarividencia de Louise le permite adivinar que tendrá una hija y que esta sufrirá una muerte agónica a causa de un cáncer. Y, aún sabiéndolo, decide seguir adelante casándose con Ian (Jeremy Renner) y concibiendo a su hija condenada. Una decisión consciente que implica una vida corta para la niña, pero una vida plena, como se nos muestra con una bella escena de flashforward de estampas idílicas y una triste partitura. El conflicto moral de si su elección es o no errónea queda en el aire.

Por una parte, celebra el hecho de la vida en sí misma, en experimentarla el tiempo que dure, en disfrutar sin culpas ni miedos de su futilidad. Por otra, se alinea con argumentos clásicos de los grupos pro-vida, no cuestionando el aborto en sí mismo pero transmitiendo que la vida hay que dejarla salir, aunque acabe pronto y mal. La excusa fantástica enmascara la ambigüedad del mensaje, pero aún sin caer en lo que critica ‘Camino’(2010), el montaje de imágenes podría hacerse pasar por propaganda muy cara de foro de la familia.

Quizá su personaje no tenga más opción, pues no queda absolutamente claro su papel final en el devenir de la misión alienígena y hay preguntas en el aire, como si la decisión sobre su maternidad viene impuesta por la imposibilidad de romper la cadena de acontecimientos conocidos (quizá de ahí el símbolo del pájaro enjaulado). El debate filosófico sobre la maternidad, sobre las decisiones, está servido, pero no se debe reducir su complejo dilema metafísico y moral a un ejercicio de burda complacencia ideológica.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Algo de lo que pasa

Antonio Fernández Reymonde, "Democracia infeliz", en Miciudadreal, 15 noviembre, 2016:

No recuerdo que jamás se hayan reunido con tanta urgencia los ministros de asuntos exteriores de la Unión Europea para debatir su futuro, a raíz de la elección de un presidente en EEUU, como ha sucedido ahora con Donald Trump. Así pues, la alerta internacional no es ficticia.

La ciudadanía europea puede afirmar – muy socráticamente – que solo sabe que no sabe nada, porque en la habitual ceremonia de la confusión, no hay certeza de que las informaciones que nos llegan sean ciertas o completas, sencillas o complejas. No es lo mismo verosímil que verídico; y así, con relatos tejidos con medias verdades, “políticamente correctos”, estamos a merced del poder… aunque aquí sí que creo que habría que decir con propiedad “los poderes”, los ejecutivos, legislativos y fácticos de toda especie. Por ejemplo, a pesar de presumir de tener unas instituciones europeas respetuosas con sus ciudadanos – y dejémoslo ahí, no es necesario ahondar en la herida – apenas sabemos nada del TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones) porque los eurodiputados tenían absolutamente prohibido revelar ningún aspecto de las negociaciones secretas. Bien, pues estos mismos poderes europeos están preocupados por las decisiones que vaya a tomar Trump cuando sea presidente, y que se vislumbran en las personas que ya se anuncian para ocupar puestos clave en su organigrama.

Desde el día 9 de noviembre, las noticias y opiniones sobre la victoria de Trump son incesantes, apabullantes. Expertos, entendidos y sabiondos opinan sin empacho. Lo que más me sorprende de todo, es ese tipo de opinión simplona y reduccionista, que en pocas palabras explica la tendencia de miles y millones de personas, como si fuesen bloques monolíticos, como si “la clase media”, o “la clase baja”, o los “hispanos” (… ah, perdón, quería decir “latinos” – así que incluiremos en este grupo a los italianos y franceses, supongo), o “las mujeres”, etc. Si esa va a ser la óptica del análisis, no nos lamentemos luego del fracaso de las encuestas, ni de que nos vuelvan a tomar por memos.

Poca gente se había tomado en serio las posibilidades de victoria de Trump, simple y llanamente porque generalmente somos más felices confundiendo deseo con realidad. Trump barrió a sus oponentes en las primarias del Partido Republicano, mientras que Clinton probablemente haya sido la peor candidata de los demócratas en las últimas décadas, además de representar infaustamente los valores del “establishment”. No solo Trump: para la opinión pública norteamericana, la hoja de servicios de Hillary Clinton, sus actos y opiniones del pasado, no la dejan en demasiado buen lugar. Sepan, por ejemplo, que el muro fronterizo entre EEUU y Méjico que quiere hacer Trump, ya tiene un tramo de unos 563 km (casi la 5ª parte del total de los 3.000 km de frontera) construido desde 1994, bajo el mandato de Clinton, de Bill Clinton. Por si esto fuera poco, las encuestas daban una intención de voto muy similar – con un margen de error que hacia factible la victoria de Trump – y el sistema electoral en EEUU, para ser la mejor democracia del mundo, dista mucho de ser ejemplar.

De lo que sí estoy convencido profundamente, es de que – como tras la crisis económica de 1927 – todo el problema, todo el desencanto, procede de la crisis económica, generada en este caso por el neoliberalismo, la falta de regulación y el nuevo orden mundial, que ha convertido a China en la mayor potencia capitalista del mundo, que ha convertido a una Rusia excomunista en una potencia no solo militar, donde hay una serie de países emergentes como India o Brasil con una economía pujante, donde la tolerancia con el flujo de capitales a paraísos fiscales es total (a pesar del daño que provoca en las economías locales). La riqueza se ha repartido, y Europa (o sea, Reino Unido y la Unión Europea, la libra y el euro) ya no es el centro del mundo como en el siglo XX. Y está claro que la economía de EEUU también se resiente. Tras la II Guerra Mundial, la unidad económica dejó de ser el oro, para pasar a medirse en dólares. Ahora, tras la elección de Trump, el oro se ha revalorizado con respecto al dólar.

Y me pregunto:

¿Por qué no se arregló el mundo en 2008, cuando se produjo el crack financiero que supuso la caída de Lehman Brothers? La respuesta es obvia: porque quienes tenían los medios para hacerlo, no ganaban nada con ello.

¿Quiénes pagan las consecuencias de este desaguisado? Aunque también parezca una obviedad, todo el mundo, salvo los que han sacado tal beneficio que ha supuesto queel índice de la brecha entre pobres y ricos haya aumentado considerablemente

¿A quién hay que responsabilizar? Los poderes fácticos están fuera de los focos, y no es fácil culparles porque hay que ser un experto para opinar de economía con propiedad y detalle; así pues, responsabilicemos a los poderes visibles, a los poderes políticos que representan el “establishment”, al bipartidismo

¿Y cómo hacer visible el problema? Con la amenaza de los distintos, los migrantes que vienen en oleadas en busca de trabajo y un porvenir digno, con la misma facilidad que se desplazan por el mundo los vehículos y los capitales. Y también con la amenazadel terrorismo, palabra simple que encierra una realidad compleja que excluye todo tipo de análisis sobre causas, financiación del petrodólar, marginación social de ciudadanos europeos (2ª o 3ª generación de inmigrantes de las colonias), etc.

¿Y cómo hacer reaccionar a la gente? Incentivando el miedo: a la caída del poder adquisitivo, a la inseguridad en el trabajo, al empeoramiento de unas condiciones laborales ya precarias, a un futuro incierto para los jóvenes, a la pérdida de identidad cultural, a los fantasmas del pasado, a los fantasmas de otras latitudes… y sobre todo, al “establishment”, ese Estado endeble que ya no nos protege porque la Unión Europea se ha convertido en una Unión monetaria (ni económica ni política), donde no se garantizan los derechos ciudadanos y donde cada país pugna por no hundirse,a costa de hundir a los vecinos – especialmente a los de otras razas, a los “PIGS latinos” (portugueses, italianos, griegos, españoles).

Y por último ¿Cómo se manifiesta esta reacción? Aliándose con aquellos que consiguen mayor credibilidad denunciando con más ahínco a los culpables de la crisis, con frases simples, de fácil alcance, con promesas esperanzadoras de renovación contundente… los populistas.
En 2008, en España no tuvimos populistas emergentes, pero fueron los “populares” quienes sacaron tajada de aquella frase célebre: “la culpa es de Zapatero”. En 2011 el PP promete un cambio a mejor, basado en una supuesta solvencia en la gestión económica. Pero la primera legislatura de Rajoy será recordada para siempre por sus recortes de todo tipo, por habernos sacado de la crisis de las cifras (al 21% del IVA en los chuches), y aumentar la brecha entre pobres y ricos, dejando la crisis social en estado crónico y agónico, y la hucha de las pensiones temblando. Rubalcaba – ausente, acrítico y condescendiente – llevó a mucha gente a perder definitivamente la confianza en el PSOE, llevándolo a una crisis que está por resolver. En 2014, la emergencia de Podemos en las elecciones europeas (favorecida por el nivel de abstención y el sistema de reparto de escaños a nivel nacional) fue otra “sorpresa”; y desde entonces, gracias a su presencia insistente en los medios, para bien o para mal (lo importante es aparecer) se presentó como una nueva alternativade izquierdas. La nueva política, decían. Pero las relaciones de Pablo Iglesias, Errejón o Monedero con Venezuela, por anecdóticas que fueran, bastaron para identificar amillones de seguidores con el “populismo” de Chaves/Maduro, de un modo paradójicamente populista. La amenaza se cauterizó contundentemente en la campaña de mayo de 2016: contra los venezolanos, “todos a una, Fuenteovejuna”; y Rajoy repite gobierno (a pesar de la corrupción – cosa inimaginable en cualquier otro país europeo con solera democrática). La segunda legislatura ha comenzado como la anterior, con la imposición de unos 5.000.000.000 € en recortes, debido a la propia gestión económica de la anterior legislatura del PP. Pero no voy a hacer más interpretaciones sobre el populismo en España, ya me he manifestado en otra ocasión.

Ante el fracaso de los regímenes totalitarios (desde Chile hasta la URSS) siempre se ha impuesto la idea de que la democracia es el mejor de los sistemas posibles. La palabra democracia tiene un aroma embaucador, pacífico, tranquilizador: el poder emana de los votos de los ciudadanos y sostiene el orden económico. El pleno convencimiento del valor regenerador del sistema democrático, debería hacer que los líderes de estos países presionaran a los países más autoritarios, como se hizo en su día con Sudáfrica. Pero es evidente que se trata de una posición puramente retórica: a estas alturas, no hay líder en Europa que le enmiende la plana a China o a Arabia Saudí. También se supone que hay sistemas democráticos en países como Marruecos o Turquía (con un Erdogán que se ha comportado como un déspota agresivo): Da igual la calidad o el respeto a los derechos humanos, que mientras haya elecciones periódicamente, un país será reconocido y respetado en su condición de país democrático. Yo entiendo que aquí radica el verdadero problema, en llamar democracia a un sistema que desincentiva la participación ciudadanay el control efectivo del poder y del gobierno. Así pues, los ciudadanos delegan en los políticos, pero no se puede uno fiar de los políticos, son todos unos corruptos y unos mentirosos. Pero mira por dónde, tampoco te puedes fiar de pedir la opinión del pueblo, porque caen sistemáticamente en las redes del populismo. Conclusión lógica (atención al paso siguiente): sin políticos ni pueblo, lo mejor es la democracia orgánica, de la que además ya tuvimos una larga experiencia en este país. Probablemente no veamos uniformes, como en los años 30, pero viendo cómo se las gasta “Amanecer Dorado” en Grecia, no puede decirse que esta situación no vuelva a reproducirse si los poderes fácticos (que siempre fueron aliados del totalitarismo) se sienten amenazados.

Ahora, lo que más me preocupa, es el comportamiento y la responsabilidad de los medios en este asunto, porque son ellos los que crean los estados de opinión en las poblaciones de todo el mundo. El cuarto poder, que también es un poder incontrolable. La consecuencia de la abundante presencia del discurso y la singularidad del personaje de Trump en toda clase de “shows”, ha sido darle un valor cotidiano, verosímil y de normalidad. Los medios de comunicación (en especial las televisiones) siempre han exprimido los asuntos morbosos de cualquier tipo como una fuente de ingresos, hasta agotarse. Ahora toca hablar de la amenaza de Le Pen, y esperar acontecimientos.

martes, 15 de noviembre de 2016

La inteligencia

Daniel Mediavilla, "¿Puede decirte la ciencia si eres más inteligente que los demás?", en El País, 26-III-2016:

Los test de inteligencia miden una capacidad humana relacionada con el éxito académico o económico, pero se cuestiona en qué medida depende de la biología o del entorno.

Muchos estudios han encontrado relación entre el cociente intelectual y el éxito económico
Muchos estudios han encontrado relación entre el cociente intelectual y el éxito económico  GTRES
Hace unos días, la escritora Lucía Etxebarría opinó sobre la homeopatía durante un programa radiofónico. Algunos tuiteros consideraron que no estaba capacitada para hacerlo y ella esgrimió su carné de Mensa, una asociación de personas superdotadas, como fuente de autoridad. La marabunta tuitera se lanzó contra ella y Etxebarría acabó lamentando que en España se siente aversión por la gente inteligente.

Si en un grupo de amigos alguien afirma que es el más alto o el que puede correr más rápido, es posible que ni siquiera se genere una discusión porque las pruebas son evidentes. Sin embargo, si a alguno se le ocurre asegurar que es el más inteligente será tachado de arrogante por muchos exámenes de inteligencia que esgrima a su favor. La inteligencia se considera en muchos casos la capacidad que define a los seres humanos, y afirmar que se es más inteligente equivale a decir que nuestros pensamientos, incluidas nuestras opiniones, son mejores que los del resto.

La ciencia lleva décadas tratando de medir la inteligencia. Los test, que ponen a prueba el uso del lenguaje, de los números o de figuras abstractas, se han perfeccionado con los años y sirven para predecir el potencial de éxito (o lo que se suele considerar éxito convencionalmente) de las personas. Los niños que tienen mejores resultados en estas pruebas suelen ser mejores estudiantes, tienen más éxito profesional y económico y hasta mejor salud. Incluso dentro de la misma familia, los niños con un cociente intelectual más elevado acaban teniendo mayores ingresos que sus parientes menos brillantes.

Afirmar que la inteligencia es una y de origen genético puede utilizarse para justificar las desigualdades como algo natural e inamovible

Roberto Colom, catedrático de Psicología Diferencial en la Universidad Autónoma de Madrid, defiende el valor de las pruebas para medir la inteligencia como “el fenómeno psicológico más replicado”. En su opinión, es un predictor de las capacidades humanas tan interesante que sería la prueba perfecta para que las empresas seleccionasen a su personal. “Sería la forma más neutral y más justa”, asegura Colom. “Ahora, un criterio típico y erróneo que se pide en las empresas es la experiencia previa, algo que se ha demostrado que incrementa el rendimiento durante los tres primeros meses, pero pierde su efecto después”, añade. Un test de inteligencia serviría, según el investigador, para seleccionar a las personas con mayor potencial. Además, esta prueba serviría “para cualquier negocio”, desde el periodismo a la ingeniería.

Más allá del valor de los exámenes de inteligencia para medir una capacidad general, algo que defienden científicos como Colom, hay un debate ético relacionado con las discrepancias sobre el origen de las diferencias en el rendimiento en estas pruebas dependiendo del entorno socioeconómico o la raza. “El problema de estos planteamientos que afirman que la inteligencia humana es lo que miden las pruebas de inteligencia, que esa inteligencia tiene un fundamento genético y que el éxito social depende de la inteligencia es que conduce a una conclusión perversa: ¿Para qué vamos a luchar contra las desigualdades si las diferencias sociales y económicas son consecuencia de nuestra biología?”, plantea Luis Fernández Ríos, profesor de psicología de la Universidad de Santiago de Compostela. Además, añade, “no existen test libres de cultura”.

Investigadores como Richard Nisbett, psicólogo de la Universidad de Míchigan (EE UU), han tratado de comprender qué parte de la diferencia en las mediciones del cociente intelectual depende de la genética y qué parte del entorno. Tomando la diferencia entre blancos y negros en EE UU, Nisbett argumenta que la ventaja de los primeros sobre los segundos es fundamentalmente consecuencia de los distintos entornos en los que se desarrollan. Un dato a favor de este argumento es que la distancia media del cociente intelectual de estadounidenses de 12 años de origen africano y los de origen europeo se ha reducido de los 15 puntos de hace 30 años a los 9,5 en la actualidad.

Gran parte de las personas que vivieron hace cien años serían consideradas retrasadas según los test de inteligencia actuales

En esta misma línea, Nisbett explica que los afroamericanos tienen un 20% de genes europeos de media, pero las diferencias individuales entre ellos varían desde la casi total ausencia de genes blancos hasta más del 80%. Si las diferencias de cociente intelectual dependiesen principalmente de la genética, los negros con mayor herencia europea deberían tener de media un cociente superior, pero no sucede así.

Otro de los argumentos que se emplean para cuestionar que se pueda actuar para incrementar la capacidad intelectual de la población es un descubrimiento realizado por el psicólogo neozelandés James Flynn. En los 80, observó que la inteligencia media medida en los test se estaba incrementando en todo el mundo a un ritmo de tres puntos por década. Eso, según comentaba Malcom Gladwell en un artículo publicado en The New Yorker, significa que el cociente intelectual de los escolares de principios del siglo XX en EE UU rondaría los 70 puntos, lo que llevaría a concluir que gran parte de la población del país entonces sería retrasada mental según los estándares actuales. Flynn atribuye estas diferencias a la influencia del entorno sobre las capacidades cognitivas. El mundo se ha vuelto más complejo con el tiempo y eso ha empujado la capacidad media de los humanos para adaptarse a las nuevas circunstancias.

Regresando al ejemplo de la brecha entre negros y blancos, Flynn señala que la diferencia entre ambos grupos crece con la edad. A los cuatro años, el cociente intelectual medio de un niño de origen africano es de 95.4, solo cuatro puntos y medio por debajo de los de origen europeo. Sin embargo, en los siguientes veinte años, su inteligencia según la miden los test desciende hasta los 83.4 puntos. Para el investigador, la explicación parece encontrarse en el entorno. Es más probable que los niños negros se críen en hogares monoparentales, menos complejos cognitivamente que los que cuentan con dos padres, un porcentaje muy elevado de los jóvenes negros acaba en la cárcel y el menor cociente intelectual medio del entorno hace que los jóvenes afroamericanos no tengan que esforzarse tanto por destacar. “El cociente intelectual no mide tanto la calidad de la mente de una persona sino la calidad del mundo en el que vive”, concluye Gladwell.

La importancia de la motivación

Colom, citando un informe publicado en 1997 en la revista Intelligence, afirma que “la inteligencia es una capacidad mental muy general que, entre otras cosas, implica la capacidad para razonar, planificar, resolver problemas, pensar de modo abstracto, comprender ideas complejas, aprender con rapidez y aprender de la experiencia”. Sin embargo, niega que otras capacidades como la empatía o las habilidades sociales sean capacidades intelectuales, pese a que sean buenas herramientas para resolver problemas.

Los test tampoco medían bien aspectos como la motivación. En 2011, Angela Lee Duckworth, psicóloga de la Universidad de Pensilvania, publicó un trabajo que analizaba el efecto de la motivación en los resultados en los test de inteligencia. Varios estudios han mostrado que no todo el mundo se esfuerza al máximo cuando participa en ellos y que era posible mejorar los resultados en los tests ofreciendo a los participantes recompensas económicas. Según observó la psicóloga estadounidense, una recompensa de más de 10 dólares podía hacer que una persona mejorase su resultado en el test en 20 puntos mientras que con menos de un dolar solo se incrementaba el rendimiento en dos puntos. No obstante, tomando los resultados de esos estudios y realizando un seguimiento a los participantes en aquellas pruebas, la investigadora también descubrió que, independientemente de la motivación, la inteligencia que ella llama nativa tenía importancia en los logros académicos o el éxito profesional.

La motivación, además de en los resultados de los test, también influye en quién tiene un carné de superdotado. Elena Sanz, presidenta de Mensa España, comenta que solo el 19,5% de los miembros de este club de personas con alto cociente intelectual son mujeres. El índice de aprobados entre los que se presentan es ligeramente favorable a los hombres, pero muy lejos de justificar que ellos representen el 80,5% de los socios. Además de la diferencia entre sexos, también hay una inclinación por determinados perfiles profesionales. “El perfil típico es un ingeniero o un informático”, apunta Sanz, que añade que también hay muchos químicos como ella. “Las humanidades están menos representadas”, reconoce.

Los test de inteligencia no miden capacidades como la inteligencia interpersonal o la empatía

Luis Muiño, terapeuta y divulgador, afirma que en la práctica los test “no se usan”, en parte porque miden solo “una determinada capacidad analítica, matemática y lingüística”. “Se obvian otras inteligencias, como la inteligencia interpersonal”, señala. “En selección de personal para empresas, algo en lo que yo he trabajado, jamás se hacen test de inteligencia, y tampoco en las oposiciones”, añade. “En la práctica se han quedado en nada, se han pasado de moda”, asegura Muiño. Esta última opinión la comparte con Colom, aunque para el catedrático de la Universidad Autónoma este hecho se deba “a una cuestión de moda” en sentido negativo.

Muiño considera que los test de inteligencia tienen cierta vigencia en la escuela. “El diagnóstico de altas capacidades puede tener atractivo para algunos padres”, explica. “A tu hijo no le aguanta nadie, pero en lugar de decirte que tiene que aprender habilidades sociales, te dicen que es superdotado y te suena mejor”, continúa. La idea de que las personas con alto cociente intelectual son torpes socialmente o tienden al fracaso escolar también la rechaza el profesor de psicología de la Universidad de Zaragoza Juan Ramón Barrada. “No tiene fundamento en la investigación; en las musarañas y desmotivado se puede estar desde una capacidad intelectual alta y desde una baja”, indica. Elena Sanz, que reconoce que hay un cierto número de socios de Mensa que se apuntan al club después de “malas experiencias en su entorno educativo”, añade que “no son la mayoría”. También, “hay personas que confunden el origen de sus problemas. A algunos les han dicho en casa que eran superdotados y eso les ha llevado a comportarse como engreídos y a raíz de eso, tener dificultades en sus relaciones con los demás”, explica.

La afirmación de Sanz ayuda a entender también por qué es tan difícil que una medida única de la inteligencia sea aceptada en una sociedad que valora la igualdad incluso en el caso de que obtener esa medida fuese posible. Una inteligencia superior daría derecho a imponerse sobre los demás, y un alto cociente intelectual puede servir, como muestra el ejemplo de Lucía Etxebarría, para justificar una opinión sin mucho fundamento. Para que las evaluaciones de la inteligencia sean socialmente asumibles será necesario que se redefina esa capacidad humana como otra entre muchas y no como la mejor medida del valor de los seres humanos.

lunes, 14 de noviembre de 2016

El aburrimiento

ESE ABURRIMIENTO MORTAL. LA BANALIDAD DEL BIEN

Hugo Castignani

«El mundo... vive de sí mismo, sus excrementos son su alimento.» Nietzsche, en El libro de los pasajes de Walter Benjamin

La ciudad de París ha proporcionado al mundo tantas imágenes icónicas a lo largo de la historia que no es extraño que de allí provenga también uno de los mejores retratos de la condición turista del hombre moderno. Me refiero naturalmente al pont des Arts y los llamados «candados del amor». Como es sabido, en los últimos años ese lugar se había convertido en el escenario de un curioso ritual, consistente en cerrar en los barrotes de las barandas del puente un candado con los nombres de una pareja de enamorados o con cualquier otro mensaje inscrito en él. A continuación, la llave del candado se arrojaba al Sena. Esta práctica, quizás viralizada a partir de una película o de un libro, alcanzó tal popularidad que los candados llegaron a ocupar todo el puente, aunque periódicamente los servicios del ayuntamiento de París cambiaran las vallas para aligerarlas. Un estudiante, que se dedicó a fotografiar los candados uno a uno, publicó en su sitio de internet más de cuarenta mil imágenes. Le Monde los cifró por encima de los setecientos mil.

Finalmente, tras el derrumbe de una parte de las barandillas, la alcaldía ordenó la retirada de los candados y la sustitución de las verjas por paneles de otro material que impidieran en un futuro esta práctica. De todos modos, la medida gubernamental solo ha servido para que la costumbre se propague por otros lugares de la ciudad: a la pasarela Léopold-Sédar-Senghor, muy cerca del escenario original, o a las barandillas del square du Vert-Galant, la plazoleta en forma de proa de barco situada en la punta de la Île de la Cité; o, un poco más lejos, a la pasarela Simone de Beauvoir frente a la Biblioteca Nacional o, cerca de Notre Dame, al pont de l'Archevêché donde los turistas se funden con los pakis vendedores de souvenirs, entre los cuales ocupan un lugar prominente los candados ya listos para ser colocados. En general pueden encontrarse candados en cualquiera de las farolas de los alrededores del Sena.

Es bastante corriente adoptar una actitud severa o desdeñosa hacia este fenómeno que, como en el caso del banco de madera de Loiba, implica la banalización del espacio provocada por el turismo de masas y, por extensión, cierta estupidez inherente al género humano, y muy particularmente al de nuestra época. En París se lanzó la campaña «No Love Locks» para desalentar el uso del candado y el ayuntamiento se sumó a ella con prospectos oficiales en los que se pueden leer frases tan plagadas de tópicos y de mayúsculas como la siguiente: «París era la Ciudad del Amor ANTES de los candados, y lo será todavía más DESPUÉS de los candados». Más revelador era el siguiente mensaje institucional: «Porque nuestros puentes no resistirán vuestro amor, cambiad vuestro candado por un selfie». Lo que se exigiría por lo tanto es sustituir un tipo de selfie por otro que no molesta. Y de hecho, siguiendo la lógica de ese eslogan, las instituciones no quieren terminar con el fenómeno, sino encauzarlo hacia lo que se concibe como la normalidad de las vacaciones contemporáneas. La razón parecería clara, pues el selfie descontrolado deja una huella más o menos enojosa en el entorno, al contrario de la foto, que no deja rastro alguno más allá de la insignificante vanidad de la operación.

Sin embargo, esto último es también cuestionable; al fin y al cabo, siempre que las multitudes se entusiasman o se encaprichan con un sitio determinado, éste se ve condenado a una inevitable y profunda modificación, a una desubstanciación, por así decirlo, de su naturaleza original, de aquello que pudo haber convocado allí a los turistas en un primer momento, transformándose de esa manera en una extraña modalidad del no-lugar. En este caso, la principal diferencia respecto a lo que ya son destinos tradicionales de peregrinación turística –como la torre Eiffel, la explanada frente a la catedral de Notre Dame en París, o el Obradoiro en Santiago– sería que a través de un proceso tan reciente como veloz se les confiere a ciertos lugares un carácter espectacular basado en la arbitrariedad, dejando al albur de la publicidad o de una foto viral la elección de los sitios que conviene visitar: por ejemplo ese puente derrumbándose bajo el peso de la banalidad humana, y que pone de manifiesto las enormes masas que pueden llegar a movilizarse abducidas por los caprichos del turismo. Pero, ¿qué es lo que convierte en insoportable este fenómeno, exponiéndolo a la crítica fácil e incitando a las autoridades a ajustarlo a la norma social? ¿Y si fuera simplemente su propia magnitud, muestra cruda de una excrecencia propia del ser humano que no conviene mostrar, de aquello que, aventurándonos un poco, podríamos considerar como su intrínseca banalidad?

Resulta extraño atravesar estos lugares cuando uno no se siente directamente implicado en lo que ahí sucede, en ese pequeño teatro del absurdo protagonizado por turistas con palos de selfie y vendedores ambulantes. ¿Están atentos a la porción de utopía que les ofrece el paisaje, o simplemente –tal como sugiere Bruce Bégout en Lugar común, el libro donde analiza el motel americano como uno de los espacios paradigmáticos de nuestro tiempo– esos visitantes errantes se han entregado a una búsqueda insaciable de lo familiar y lo banal? Quizás no debamos ser tan críticos con ellos, pues ¿quién no ha formado parte de esa masa alguna vez, de una u otra forma? El género humano se rige por la ley de los grandes números, y la banalidad no sería más que su mínimo común denominador. En efecto, lo banal es todo aquello que carece de interés, lo común, trivial o insustancial, y como tal es una noción ligada al elusivo concepto de lo bello, pero por eso mismo también es aquello a lo que el ser humano se ve condenado cuando ejecuta ciertas acciones básicas. No por casualidad el origen del término implica la idea de lo común: las banalidades eran en el feudalismo francés las instalaciones que el señor feudal tenía que poner a disposición de los habitantes de sus dominios para que trabajaran en ellas. Por otro lado, el hombre contemporáneo es un animal adicto al significado. Sin él, tiene un problema; sin él, no puede vivir, pues la vida se convierte en algo radicalmente aburrido. Y para llenar ese vacío, los seres humanos se entregan a diversos tipos de ocupaciones: no es raro entonces que, en esta búsqueda de sentido, se agolpen unos junto a otros cuando creen haber encontrado algo que les llene, y que lo que antaño era un reducto de paz espiritual se encuentre ahora devorado por las masas buscándose a sí mismas, o a la caza de una experiencia única en sus vidas.

El modo de producción del capitalismo contemporáneo no es capaz de ofrecer otra cosa que una repetición de la novedad, en una especie de tiempo infernal que todo espectador ocasional en uno de estos lugares habrá podido comprobar por sí mismo. ¿Cómo llamar si no a la repetición hasta el infinito de los mismos gestos, a esa variante particularmente pesada del eterno retorno de lo mismo –eterno retorno de la banalidad– con su sucesión de turistas anónimos haciéndose fotos exactamente iguales? Y sin embargo, si se le pregunta a uno de ellos seguramente contestará que está admirando esa vista espléndida, ese lugar único, o incluso que está viviendo una de las experiencias más asombrosas y felices de su existencia.

Resulta difícil calibrar cuánto hay de verdad en una afirmación de ese tipo. En las encuestas, son más quienes se declaran satisfechos con su vida que los que se confiesan infelices, aunque una encuesta reciente aseguraba que casi la mitad de los franceses tenían la sensación de haber «malgastado su vida». Por otro lado, es difícil que, contempladas desde el exterior, estas actividades y aspiraciones provoquen otra cosa que aburrimiento. Los encuestados ocupan su tiempo de ocio con aficiones más bien anodinas, como pasear o ver la tele; pensemos también en esos interminables barrios de negocios de las ciudades industrializadas, por los que cada mañana desfilan miles de personas vestidas con traje y corbata, acudiendo a su trabajo entre la grisura de las inmensas torres de cristal. Y dado que el aburrimiento se sitúa en un punto intermedio entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el nosotros y el mundo de las cosas, es difícil, por no decir imposible, distinguir entre lo que aburre y aquel que se aburre. En suma, es difícil no pensar que ellos también se aburren.

Que la vida es en nuestro tiempo aburrida podría demostrarse por la importancia que se le concede a la originalidad y a la innovación, conformando una ética que es en realidad una estética –la de «lo interesante»– a la que le resulta imposible ir más allá de la imagen en su vertiente más superficial. Bruce Bégout piensa que el tiempo de ocio permite desplegar el «fun», la diversión de uno mismo, esa «sensación extraña pero relativamente común en la que se alternan la exaltación repentina y la pasividad sin consecuencias». Es un ocio y al mismo tiempo una pasividad, una entrega al transcurrir del tiempo, en lo que este tiene de más insípido, para alejarnos del abismo del aburrimiento y de la confrontación con nuestro propio ser, convertido en una entidad ausente. Pero, ¿qué esperar cuando la diversión que nos ofrece la sociedad no nos distrae de la angustia, y no solo eso sino que la destila en pequeñas dosis; qué esperar cuando el ocio se hace tan aburrido e insoportable como el vacío existencial que se supone tiene que llenar?

Kierkegaard aseguraba que los dioses se aburrían y por eso crearon al hombre. Lo cierto es que el aburrimiento tiene una larga historia. Ya en la Antigüedad, se hablaba de la acedia (literalmente «falta de cuidado») como el desorden del corazón propio de las personas solitarias, término que durante la Edad Media pasó a designar también la enfermedad del alma propia de la vida en el monasterio. Paralelamente, las lenguas romances forjaban nuevas formas para describir ese sentimiento, como el ennui francés o la noia italiana. Con su raíz en el verbo latino inodiare («odiar»), eran palabras que comenzaban a expresar la idea de un aburrimiento mortal como odio al presente (y a uno mismo) y la incitación a «matar el tiempo». Sin embargo, esa terminología seguía estando vinculada a la acedia, a la melancolía, a la tristeza en general. El aburrimiento en su sentido moderno no aparecerá como tal hasta el siglo XVIII, cuando el ennui francés comienza a desarrollar su connotación existencial, y surgen el concepto alemán langeweile –evocador de un tiempo que se alarga demasiado–, el verbo to bore en inglés –formado a partir de la palabra que designa algo punzante– o la variante española, que proviene del latín abhorrere y se asocia por lo tanto con el horror. Son palabras sintomáticas, con toda su carga secularizada, de la democratización de un privilegio hasta entonces reservado a los aristócratas y a los monjes. «La gente se aburre en todas partes, en la Corte y en el campo, en los sitios relevantes y en la oscuridad», decía en 1771 El arte de no aburrirse, pequeño tratado de un autor hoy olvidado. Es ese aburrimiento del que hablarán los filósofos ilustrados y que poco a poco ocupará un lugar preponderante la vida social.

Hacia mediados del XIX, aparece por primera vez el sustantivo abstracto boredom, y lo hace no por casualidad en la novela Casa desolada de Charles Dickens, uno de los grandes retratistas de la sociedad decimonónica. En ese sentido, el aburrimiento es un estado de ánimo típicamente burgués. Es el producto del proceso de industrialización, urbanización y desencantamiento del mundo moderno, de una transformación singular de la experiencia del hombre que le arranca de sus referentes tradicionales y le obliga a buscar nuevas fuentes de sentido. Es el tormento de las personas cultivadas, la enfermedad propia de los «pueblos civilizados», de una Emma Bovary entregada a los libros y al sentimentalismo como vías de escape al tedio de su existencia. La naciente sociedad industrial permite inundar el mercado con nuevas necesidades y deseos que se propagan desde las clases altas hacia las medias, generando un gusto por la novedad que pretende ser la solución para el aburrimiento, pero que a su vez, al fijarlo y materializarlo, da forma precisamente al mismo sentimiento que dice combatir. Los hijos del siglo XIX sentían que el paréntesis de la Revolución, con su anuncio de un mundo nuevo, quedaba muy atrás: estaban convencidos de que a partir de ese momento otra forma de vida iba a ser imposible. La antigua melancolía –inversión del orden del tiempo, como si todavía se pudiera actuar sobre el pasado («si lo hubiera sabido»)– había encontrado por fin su antítesis en esta boredom moderna en la que pasado, presente y futuro se fundían en una única e insulsa temporalidad («sé lo que pasará, pues siempre ha pasado lo mismo»).

El aburrimiento decimonónico no es tanto un sentimiento diferente como una nueva manera de sentir, o mejor dicho, una forma de distanciarse reflexivamente de sí mismo que se convierte en una nueva actitud hacia lo que se siente. En todas las épocas de la humanidad ha habido gente que se aburre, pero en algunos momentos ese sentir fue más intenso o encontró nuevas formas de expresión y de conciencia de sí. Hacer la historia del aburrimiento es precisamente demostrar la imposibilidad de entenderlo fuera de su contexto; descubrir que, en tanto que humor a la vez externo e interno al individuo, aburrirse es un acto eminentemente material. Y podemos estar seguros de ello si observamos cómo la desestabilización radical de la ecuación burguesa en las últimas décadas –a raíz de la liberalización de la economía y de la crisis del Estado del bienestar creado a partir del siglo XIX– ha ido propiciando una nueva mutación del aburrimiento.

Un rasgo esencial de este nuevo sentir habría que buscarlo en la transformación del espacio. Decía Walter Benjamin que el aburrimiento moderno nació con y en la ciudad. Y, aunque uno pueda recordar la confesión con la que Bernanos abre su Diario de un cura de pueblo («Mi parroquia es una parroquia consumida por el aburrimiento; esa es la palabra exacta. ¡Como tantas otras parroquias!»), es cierto que el lugar donde acontece la historia durante la modernidad son las ciudades y, por lo tanto el aburrimiento específicamente moderno solo puede darse en ellas, pues es ahí donde el proceso de abstracción de la economía de mercado se hace efectivo, creando la base estructural necesaria para poder aburrirse. Ahora bien, en nuestras sociedades contemporáneas el medio urbano ha pasado el testigo al medio virtual como espacio privilegiado de interacción, producción y consumo. Son dos ámbitos que están sometidos por igual a las imposiciones de la racionalidad económica, y que por eso mismo modifican radicalmente la experiencia que pueden vivir los seres humanos, si bien lo hacen de formas distintas.

En las sociedades virtualizadas, todo sujeto que no quiera aislarse del vínculo social debe aceptar situarse en un estado de disponibilidad permanente. Provisto de uno o más aparatos electrónicos que lo conectan a la red, el individuo se somete a un flujo constante de informaciones y requerimientos. Eso provoca que, como señala Evgeny Morozov, vivamos constantemente asaltados por lo interesante. Las empresas tecnológicas nos prometen un porvenir en el que gracias a ellas el aburrimiento será imposible: los que se sientan momentáneamente aburridos, siempre podrán informarse acerca de un lugar que les libre del tedio, o incluso visitarlo virtualmente. Y esa capacidad de llegar a cualquier sitio, aunque sea en forma de simulacro, supone un desencantamiento del mundo todavía más radical. ¿Dónde queda ahora el flâneur, el distraído paseante por la ciudad que, según Benjamin, era el único remedio contra el aburrimiento gracias a su capacidad de transgredir el espacio publico y reapropiarse de él? En nuestra época no es tanto la actitud del flâneur lo que ha desaparecido, sino su marginalidad, su condición de figura específica imposible e inesperada: la flânerie resulta hoy imposible en su sentido emancipador, pues es instantáneamente asimilada o absorbida por el sistema.

Las nuevas formas de aburrirse no son solo una desertificación de la temporalidad, lo son también del espacio (el idioma alemán cuenta con una palabra que transmite bien esta idea, öde, que significa aburrimiento y hastío, pero también sirve para describir algo desierto o vacío). La sociedad virtual ha conseguido universalizar el entretenimiento y fundirlo en una amalgama indistinguible con las horas de trabajo y las de ocio, pero eso no significa que la gente se aburra menos, más bien al contrario, pues el continuo flujo de información ha esterilizado la gama de sentimientos y deseos que uno puede experimentar. Creemos que somos más libres que nunca para hacer lo que queramos, cuando en realidad estamos determinados por los azares de la viralidad y las leyes del big data. Somos prisioneros de nuestra propia banalidad y por eso nos entregamos a la rueda del aburrimiento. El marketing ha sabido captar esta paradoja y vende sus productos gracias a la filosofía del #YOLO, del «you only live once», acrónimo con el que se justifica cualquier acción que conduzca a un instante cargado de sentido e interés: «la vida es una sucesión de momentos», decía un reclamo publicitario que presentaba un coche como sinónimo de aventura y exploración de paisajes maravillosos, aunque lo más probable es que en la vida real acabe pasando la mayor parte del día de atasco en atasco.

Hace tiempo que Lacan vinculó audazmente a Kant con Sade: uno sería el reverso paradójicamente simétrico del otro, pues ambos excluyen cualquier atisbo de sensibilidad en nuestra facultad de juzgar moralmente. Los personajes sadianos se ven impelidos por la obediencia ciega a una ley moral estructuralmente idéntica al mínimo factor común que representa el imperativo categórico kantiano; o, en otros términos, universalizar puede llevar tanto a la moral más absoluta como a la más disoluta inmoralidad. ¿Pero qué ocurre cuando lo que se universaliza es la máxima «haz que tu vida sea interesante», mediatizada a través del poder de la publicidad? Nada nos preparaba para este estado intermedio, amoral, en el que los ciudadanos expresan su individualidad en una repetición ad infinitum de sus gestos más ínfimos, en la que se universaliza es nuestra propia banalidad: aquello que tenemos de mínimamente humano.

En la constante competición por encontrar estímulos interesantes, la violencia parte con ventaja. Los actos violentos brotan de manera natural del hastío de la vida contemporánea: Baudelaire hablaba del instinto suicida de quien un buen día decide fumarse un cigarro al lado de un tonel de pólvora como «una especie de energía que brota del aburrimiento y la ensoñación». Pero la violencia también ejerce una fascinación sobre el espectador, es en sí misma «interesante»; como decía Walter Benjamin, para la gente de ahora solo hay una cosa radicalmente nueva, y siempre la misma: la muerte. La violencia rompe la monotonía de nuestras vidas y quizás por eso sentimos una atracción estética hacia ella a la vez que una repulsión moral contra de ella.

La estética y la política se hallan así intrínsecamente ligadas a través del aburrimiento y la banalidad. Cualquiera ha podido experimentar ese vínculo en conversaciones sobre temas políticos en las que sabemos exactamente lo que cada interlocutor va a decir, pues todos repiten una y otra vez las mismas ideas, obtenidas quién sabe dónde. Los asuntos de actualidad retornan circularmente a la escena pública para ofrecerse ante espectadores impotentes y desaparecer a continuación tan estúpidamente como habían aparecido, en un flujo de informaciones que materializa aquella descripción que hizo Marx de uno de los momentos más aburridos de la historia, «pasiones sin verdad, verdades sin pasión; héroes sin heroísmo, historia sin acontecimientos; un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos».

Si no existe una virtualidad intrínseca de la tecnología –es decir, si esta depende de lo que de ella hagan los actores sociales o las relaciones de fuerza entre ciudadanos e instituciones– no podremos diagnosticar una catástrofe pero tampoco proponer una utopía; simplemente nos limitaremos a observar y, a lo mejor, postular una vía de escape al aburrimiento. Por un lado, se vislumbra un distópico mundo de vigilancia continua, con todo lo que conlleva de control, de monopolización, de angustia existencial del individuo; y sin embargo, por otro lado es evidente que la vida electrónica posee también un potencial emancipador: realizar al fin el viejo sueño ilustrado y más concretamente kantiano de un uso público de la razón, constituyendo un espacio donde el ciudadano pueda compartir conocimientos y ejercer una labor crítica de control sobre las instituciones. El estado de un mundo sometido al incesante trabajo del eterno retorno –desprovisto de toda finalidad teleológica y de todo objetivo final– comparte así una característica esencial con el aburrimiento, pero a la vez deja entrever una superación, una liberación posible, una interrupción del curso mismo de las cosas. Siegfried Kracauer también veía en el aburrimiento una fuerza liberadora, pues al fin y al cabo aburriéndonos estamos seguros de seguir participando de la esfera de lo real: «La gente que aún tiene tiempo para el aburrimiento y que, sin embargo, no se aburre, es tan aburrida como la que nunca tiene tiempo para aburrirse».

Es por eso que no debemos ser excesivamente negativos con el aburrimiento. Tiene la virtud de situarnos ante a nuestra propia banalidad, de enfrentarnos al fondo común del ser humano, de suscitar una nueva formulación de la cuestión ya olvidada y denostada del sentido de nuestras vidas: la pregunta de cómo utilizar nuestro tiempo. El sujeto que se aburre es también el que está listo para ser liberado. A lo mejor, después de todo, aburrirse y querer aburrirse es el acto más revolucionario que ahora mismo podemos concebir.

Entrevista a Felipe Pedraza sobre Cervantes en Daimiel

Encuentros con Cervantes en Daimiel. Felipe Pedraza: "Hoy corremos el peligro de convertir a Cervantes en un santo literario", en Lanza, hoy:

El historiador y cervantista Felipe Pedraza indagará en la cultura de Cervantes en Daimiel el próximo miércoles, con motivo de los Encuentros con Cervantes. En esta entrevista el estudioso  acerca al público en general a la figura de nuestro grande de las letras

Pregunta.- ‘La cultura de Cervantes y la construcción de la novela moderna’, desgrane las claves de su ponencia.

Respuesta.-Hablaré sobre cómo pudo construir El Quijote Cervantes, de donde partía, de qué lecturas, conocimientos, porque no tuvo una formación académica regular, de hecho podemos rastrear en su biografía las etapas de su formación y no acudió a la universidad. Su formación humanística fue tardía y, digamos, precaria, por lo que en su siglo se consideró un ingenio lego, es decir, un ingenio sin estudios; una persona que tenía intuición, pero carecía de la formación académica correspondiente, y justamente en esa clave puede ser que se encuentre uno de los elementos fundamentales para entender la originalidad del Quijote.

Cervantes tuvo una formación humanística y literaria al margen de los cauces regulares, pero todo indica que fue muy intensa porque su estancia en Italia le permitió conocer la literatura italiana en profundidad, y aunque los estudios que hizo de literatura clásica, del mundo latino y griego fueron limitados también le pusieron en contacto con una serie de modelos que pudo adaptar a su forma de ser, a su carácter y pudo conectar con un público que, en cierta media, desde el punto de vista intelectual estaba en un plano similar al suyo. Todo ello, lo libro de cierto escolasticismo, que lastra la creación en cierto momento y le permitió intuir una forma manera de hacer literatura y conectar con el público. Por lo que, no hay mal que por bien no venga…ni la formación académica lo es todo…

Si hiciéramos un estudio sociológico sobre la procedencia social y cultural de los creadores de la nueva literatura, lo que hoy llamamos literatura moderna, o sea la gran literatura de finales de los siglos finales del XVI y el XVII, si vamos a los grandes genios, Shakespeare, Cervantes, Lope, veríamos que pertenecen a un mismo grupo social, que son esas clases medias con estudios amplios pero no regulados, y que es justamente esa falta de formación académica sistemática lo que probablemente les permite conectar con el público, y al mismo tiempo la pasión que sienten por la literatura también les permite ampliar horizontes; entonces esa combinación de una cultura amplia, pero no la habitual, y ese contacto con el público es lo que finalmente crea la nueva literatura.

P.-Usted que es autor de un libro que recoge las complejas relaciones entre Lope y Cervantes, ¿hasta qué punto influyó esa enemistad en sus respectivas obras?

R.-En El Quijote hay quien opina que uno de los elementos inspiradores, claves, fueron las relaciones conflictivas que tuvo Cervantes con Lope, e incluso hay quien ha ido más lejos e incluso ha pensado que la propia figura de Don Quijote es una caricatura de Lope de Vega, que también tenía unas fantasías literarias parecidas a Don Quijote, un ansia de aventura, que en la realidad no se daba y que la proyectaba sobre el romance, el teatro y algunas de sus novelas. Y, efectivamente, entre los dos escritores hubo una época primera de amistad, de camaradería, colaboración, pero entre 1602 y 1604 esas relaciones se agriaron; se han dado muchas explicaciones, pero a mí la que me parece más probable es que el éxito de Lope en el teatro creó entre ellos un abismo. En esa época, la fama de Lope provoca una serie de sátiras, de poemas ridiculizadores, de parodias y, con razón o sin razón, Lope acabo convencido de que Cervantes colaboraba en esos poemas satíricos contra él, y a partir de ahí se rompieron las relaciones que se complican hasta la muerte de Cervantes, tras la que Lope se acerca a su obra porque escribe novelas al estilo cervantino, y en la última que publica en vida aparecen muchos rasgos del humor cervantino, de la fantasía quijotesca y de la ridiculización de esas mismas fantasías, de modo que efectivamente se influyeron mutuamente mucho.

P.-Como historiador y cervantista, ¿cree que los últimos nuevos datos biográficos arrojan luz sobre el personaje real alejándolo del mito?

R.-Desde luego, hay mucha literatura enteramente mítica, muchas fantasías, a veces incluso delirantes, y aportaciones nuevas documentales ha habido pero en un número limitado; se han descubierto nuevos documentos, pero son documentos que nos hablan fundamentalmente de la actividad funcionarial de Cervantes, de cuestiones económicas, pero muy poco de lo que sentía y pensaba. Lo que sí ha habido últimos tiempos ha sido intentos serios de interpretar los datos que ya teníamos. En este sentido, José Manuel Lucía acaba de escribir un libro interesantísimo sobre la juventud de Cervantes, que trata justamente de desmontar muchos de los mitos que existen sobre su figura.

P.-¿Quién fue Cervantes en realidad?

Cervantes era un hombre de clase media baja, y aunque su padre era cirujano, en el siglo XVII era como una especie entre barbero y sacamolero, además con muchos problemas económicos, por lo que tuvo que trasladarse en varias ocasiones de una ciudad a otra. Por eso Cervantes nace en Alcalá, pero su formación fundamentalmente es andaluza. Siendo ya joven vuelve a Castilla, se instala en Madrid e intenta estudiar, pero como no ve otras expectativas decide irse a Italia y enrolarse en el ejército, y desarrolla una carrera militar con mucha pasión, aunque con unos resultados contradictorios, fue herido en la primera batalla, cuando vuelve lo cautivan, etc.; él intenta continuar con la carrera militar, y la sigue un tiempo en lo que hoy llamaríamos Servicios de Inteligencia, espionaje e intenta acceder a cargos políticos, pero ya no cuenta con los valedores correspondientes, y a partir de ahí trata de convertirse en un escritor famoso con la Galatea, el teatro, pero fracasa, y ya cuando está prácticamente desahuciado aparece una novela que se convierte en un gran éxito, pero que no le da mucho dinero, y en consecuencia tiene que seguir luchando constantemente.

P.-Una vida intensa, llena de visicitudes, de múltiples caminos, por lo que sus obras tan heterogéneas se pueden entender como ¿fruto de su propia trayectoria?

R.-Tuvo una vida dolorosa, con muchas dificultades, y Cervantes no debía ser ese personaje bondadoso y tierno, que nos han querido hacer llegar, sino más bien un personaje modélico, enemistado con buena parte de los literatos de su época, y en cierta medida aislado en el ambiente madrileño de principios del siglo XVII. En cuanto a sus obras, hay algunas que son de una excepcional genialidad que abren nuevos panoramas, y en cambio otras que probamente miran al pasado y que seguramente no tenga más interés que el ser de Cervantes; y no sólo obras de muy variadas en estilos, géneros sino también en lo que puede representar y siguen representado, y no todas son lo mismo ni tienen el mismo valor ni la misma significación, ni para nosotros ni para sus contemporáneos. Cervantes es autor de un teatro fracasado, por ejemplo, y que hoy recuperamos, pero que tiene mucho de homenaje al creador del Quijote; no es una recuperación sustantiva porque el teatro suyo en su época no gustó y en la nuestra también tiene muchos problemas porque está escrito en unos versos duros, que no tienen fluidez, cadencia ni las virtudes estructurales que tenía el teatro de Lope, Calderón ni sus discípulos. 

P.-No se puede ser bueno en todo…

R.-No, claro que no; no todos lo pueden todo, eso lo dijo el propio Cervantes. Sin embargo, ahora sí corremos un peligro mitográfico, que es convertir a Cervantes en un santo literario, que por fuerza tiene que ser bueno en todo, excelente en todo y creo no es así, y mantengo la posición frente a otros de que Cervantes tiene aspectos muy diversos, y todos nos interesan por ser de Cervantes, pero no de la misma manera.

P.-Tampoco debería ser un drama, ¿no? Eso mismo le ocurrió a muchos otros autores como Lope, que era muy bueno en teatro, pero con la novela no llegó…

R.-Exactamente. Cada escritor, cada hombre tiene campos en los que se desarrolla a gusto y con plenitud, y logrando transmitir lo que desea, y otros en los que se atasca, e incluso en campos queridos; hay muchos escritores de fama frustrados porque en un campo que para ellos es muy querido no han sido capaces de acertar.

Recordar las lecturas

Héctor G. Barnés, "Cómo conseguir que no se te olvide nada de lo que lees", en El Confidencial, 13-XI-2016:

Todos lo sabemos: por mucho que nos concentremos en lo que leemos, apenas un par de semanas después de terminar un libro, no recordamos casi nada. Hay solución.

“No me acuerdo ni de lo que comí ayer”; “sí, esa película la vi hace poco, pero no estoy seguro de cómo terminaba”; “leo mucho, pero los libros se me olvidan nada más acabarlos”. Estas son tres frases que oímos de manera habitual en nuestro día a y a día, y que vienen a resumir una triste realidad: cada vez nos cuesta más recordar nuestras experiencias. Muy probablemente, porque apenas causan un impacto en nosotros. Comemos, vemos una película o leemos un libro para olvidarlo casi en el acto, en cuanto pasamos a otra cosa.

La única manera de conseguir que esto no ocurra es convertir la lectura en algo significativo, de igual manera que ocurre con los niños cuando aprenden algo nuevo. Hay mucho escrito sobre las pequeñas estrategias que se pueden adoptar para conseguir recordar lo que se ha leído, así que a continuación recogemos algunas de las más útiles si no queremos que la lectura se convierta en un acto tan inocuo e insípido como beber un vaso de agua. 

Lo mejor que puedes hacer es resumir el libro y reenviarte periódicamente un email con lo más importante que has aprendido

Recapitula y mándate un correo electrónico

De entre todas las estrategias personales que se han desarrollado para memorizar lo leído, quizá esta que Shay Howe de BellyCard expone en 'Medium' sea una de las más interesantes, ya que le ha permitido leer un libro cada dos semanas y estrujar al máximo su contenido. Su método consiste, básicamente, en subrayar lo más importante. Poco sorprendente, ya que es lo que recomiendan la mayor parte de expertos.

Sin embargo, para Howe esto no es más que el principio: una vez terminado el libro, merece la pena releer lo destacado, con el objetivo de “reforzar las lecciones y los conceptos clave”. Con una hora debería ser suficiente. Una vez terminado, el directivo hace un resumen por escrito en un correo electrónico y se lo envía a sí mismo. Howe no se corta a la hora de enriquecer el texto con gráficas, infografías o fotografías de las páginas del libro.

La cosa no termina ahí. No solo se envía una copia del resumen, sino que, además, programa el servicio de correo electrónico para volver a recibirlo un tiempo después. “La mayor parte de las veces, estos emails llegan cuando mis recuerdos del libro empiezan a desvanecerse, igual que mi instinto para aplicar lo aprendido”, explica. “¡El momento perfecto! Entonces lo vuelvo a programar para reenviármelo en una fecha posterior”. Howe sigue haciendo lo mismo a medida que pasa el tiempo, con el objetivo de refrescar periódicamente lo aprendido.

Toma notas

La táctica de memorización más habitual. Si no quieres pintarrajear las páginas de tu libro –algo razonable–, siempre puedes tomar notas en post-it o en un cuaderno aparte, aunque en este caso se pierda la capacidad de interactuar con el objeto-libro. Como explica un artículo publicado en 'Business Insider' a partir de las opiniones de los usuarios de 'Quora', nunca debemos leer sin un lápiz en la mano. “Subraya las frases que encuentres confusas, interesantes, o importantes”, señala uno de ello. “Traza líneas en el margen de los párrafos más importantes. Dibuja diagramas para ver la estructura de las ideas clave”.

Si no eres capaz de contarle a otra persona lo que acabas de leer, es porque no lo has entendido lo suficientemente bien y lo vas a olvidar

Hazte preguntas

Piensa en el libro como en un examen que debes aprobar, pero sin la carga estresante asociada a estas pruebas. ¿Cuál es la principal idea de lo que acabo de leer? En caso de que se trate de una novela, ¿cuáles son las motivaciones de los protagonistas? Es algo muy semejante al papel que juegan las preguntas sobre comprensión escrita en los libros de texto de los alumnos de un colegio. Si nos cuesta desarrollar preguntas, podemos utilizar otra estrategia, que es contárselo a los demás. Al ordenar y sintetizar la información para explicarla de manera oral, estamos obligados a interactuar con ella y no ser simplemente receptores pasivos de lo que hemos leído. Si no eres capaz de hacerlo es porque, aunque pienses que sí, no has sido capaz de entenderlo.

Impresión, asociación y repetición

Los tres pasos de la memorización, según explica un usuario de 'Stack Exchange'. Por lo general, la mayor parte de nosotros nos quedamos en el primer paso, es decir, con la impresión que ha causado en nosotros lo que hemos leído. Por eso solemos recordar si una novela o una película nos han gustado, pero no podemos decir por qué.

Más complicado resulta pasar a la asociación, es decir, enlazar lo que hemos leído con lo que ya conocemos, y a la repetición. Es tan simple como volver sobre el mismo material hasta que conseguimos retener lo más importante. Como no tenemos tiempo para releer un libro una y otra vez, basta con volver sobre lo subrayado, lo que nos devuelve al consejo inicial de Howe.

Lee en diagonal primero

Puede parecer un consejo muy poco útil. ¿De verdad merece la pena echar un vistazo a todo el libro antes de meternos en profundidad en él? El doctor Bill Klemm, profesor de Neurociencia de la Universidad de Texas A&M, considera que sí, especialmente si (obviamente) se trata de género ensayístico. “Todo material que deba ser estudiado con cuidado debe ser leído por encima primero”, explica.

No debemos pegarnos atracones que nos dejarán resaca lectora. Es decir, dolor de cabeza y ni un solo recuerdo de lo que leímos la noche anterior

Tres son las ventajas de este método: favorece el recuerdo cuando nos sumergimos en el texto por segunda vez; orienta el pensamiento, porque te ayuda a conocer dónde se encuentra lo más importante; y, sobre todo, proporciona una idea general del texto en el que estás a punto de sumergirte, lo que hace más fácil recordarlo más tarde. Ni qué decir tiene que, cuanto más visual sea el libro (como ocurre con un manual), más útil es esta estrategia.

Piensa en imágenes

Una metodología muy parecida a la de las mansiones de la memoria de la que ya hablamos aquí. Nuestra memoria es mucho más visual que verbal o numérica, por lo que transformar las palabras que leemos en imágenes puede ayudarnos a recordarlas. “Una imagen puede no valer por mil palabras, pero sí puede capturar la esencia de docenas de ellas”, explica el profesor Klemm.

El profesor también recomienda utilizar una estrategia similar a la de los actores cuando memorizan un texto. Estos, recuerda, no lo aprenden palabra por palabra, sino que se meten en ello, “estudiando el significado del guión en profundidad, lo que parece que produce una memorización automática”. Conferir un significado concreto y meterse en el texto es la manera más sencilla de recordar aquello que se debe repetir más tarde.

No te pases

¿Quieres recordar lo que has leído? Pues más vale poco y bien que mucho y mal. Todos hemos reconocido en un momento u otro que, con el advenimiento de los teléfonos móviles y otros dispositivos, nos cuesta mucho más concentrarnos. Por eso debemos ser conscientes de nuestros límites y no pegarnos atracones que no nos dejarán más que una resaca lectora (es decir, dolor de cabeza y ni un solo recuerdo de lo que leímos la noche anterior). Aunque Klemm tira por lo bajo y propone períodos muy cortos, de entre 10 y 15 minutos –intenta terminar “Guerra y paz” a ese ritmo–, cada cual debe conocer su límite, que irá aumentando a medida que adoptemos mejores hábitos de lectura. Otro truco es parar cada X tiempo (aquí sí que viene bien el cuarto de hora) para reflexionar sobre aquello que acabamos de leer.

En un país como España, no se aplica la ley contra las asociaciones criminales mafiosas

Íñigo Domínguez, "La silenciosa infestación de mafias italianas en España. Operan desde los ochenta, han llegado a infiltrarse en la política y las fuerzas de seguridad advierten que es un fenómeno muy subestimado", en El País, 13 NOV 2016:

España es una de las principales sucursales de las mafias italianas en el mundo, pero de incógnito. En una situación de casi anonimato, ignorados por la opinión pública, sin hacer ruido ni matar a nadie, los mafiosos se han ido instalando y haciendo negocios en la península desde hace más de 30 años. Ser subestimada es la consideración predilecta de la mafia. “Es un problema totalmente infravalorado”, confirman altos mandos de la Guardia Civil, de la unidad especializada en la búsqueda y captura de fugitivos del crimen organizado italiano.

Un informe del Ministerio de Interior italiano de 2013 destaca que España es el único país, fuera de Italia, en el que están presentes y con capacidad de acción sus cuatro mafias: Cosa Nostra siciliana, la ‘Ndrangheta calabresa, la Camorra de Nápoles y alrededores y Sacra Corona Unita, de Apulia. Pero no se habla mucho de ello porque, a diferencia de los episodios violentos y alarmantes que protagonizan grupos de otros países –rusos, latinos, irlandeses–, los clanes italianos saben que lo mejor para los negocios es la tranquilidad.

Hay todavía un abismo de percepción cultural de la mafia fuera de Italia. Solo cambiaría, evidentemente, con sucesos graves, pero por eso mismo las mafias italianas son muy cuidadosas. En una conversación grabada, un capo del clan Polverini le echó una bronca tremenda a uno de sus hombres que se vio envuelto en una pelea en una discoteca en Málaga y acabó en el hospital con un navajazo. Incluso en España se sienten seguros cuando hay guerras de clanes: para matar a alguien hay que hacerlo en Italia.

Más allá de las apariencias, los números son contundentes. De 1999 a 2009, casi un tercio de los mafiosos detenidos fuera de Italia fueron arrestados en España, según los datos de las autoridades italianas. Los más numerosos, de la Camorra: 34 de 74. Desde 2008 a 2015, solo la Guardia Civil ha detenido a 96 mafiosos en España, la mayor parte camorristas, en operaciones que en Italia han acarreado de forma paralela 267 arrestos. A estas hay que añadir las realizadas por el Cuerpo Nacional de Policía.

Desde hace años España es el país al que Italia pide más comisiones rogatorias –solicitudes internacionales de información entre tribunales– por investigaciones de mafia. En el último año contabilizado ascendieron a 23, de un total de 151, según el informe anual de 2015 de la Dirección Nacional Antimafia italiana (DNA). Siguen Suiza y Holanda con 14; Alemania, 11 y Estados Unidos, 9.

Lo interesante, y preocupante, es cómo organizaciones tan temidas por la fama de las películas han logrado introducirse en el tejido social español. Porque al final hay implicados y detenidos españoles. Abogados, empleados de banca, empresarios. Un mafioso, obviamente, no se presenta como tal. Suele ser un hombre de negocios italiano con mucho dinero y buenas maneras que propone cosas solo un poco más allá de la legalidad, lo normal. Pide favores, no figurar por su nombre o pasar por alto algún detalle raro. “Los españoles que se relacionan con ellos al principio no se dan cuenta de con quién se andan, o no se quieren dar, porque hay por medio un montón de pasta. Pero acaba llegando un momento en que se ponen las cartas sobre la mesa”. Por ejemplo, un mafioso regala un cochazo a un socio y lo pone a su nombre, con una sola condición: que de vez en cuando se lo va a pedir. Acepta, pero un día llega una multa, o se interesa la Policía y va a reclamarle al generoso mecenas. Que en ese momento, si no atiende a razones, se revela como es. Se acabó la ambigüedad. Si es necesario se recurre a la violencia, pero las víctimas nunca lo denuncian y no trasciende.

Esta penetración ponzoñosa en el tejido social, emulando el modelo de Italia, ha llegado ya a tocar a policías, magistrados, funcionarios y políticos, advierte la Guardia Civil. Hay ya un caso demostrado en el PP de Canarias, en el municipio de Adeje: un abogado italiano, Domenico Di Giorgio, vecino de la localidad, llegó a figurar en las listas electorales municipales de 2011, como número cuatro, antes de ser detenido. Hasta se hizo una foto con Mariano Rajoy. Fue en la operación Pozzaro contra los peligrosos clanes Nuvoletta y Polverino de la Camorra, aunque cinco años más tarde todos los acusados fueron absueltos. Las zonas con más presencia mafiosa son Barcelona, Alicante, Málaga, Cádiz, Baleares y Canarias, y también, pero más diluida, Madrid.

De 1999 a 2009, casi un tercio de los mafiosos detenidos fuera de Italia fueron arrestados en España

La mafia está en España al menos desde los años ochenta. Importantes capos han sido arrestados en el país, como Antonio Bardellino, en 1983, uno de los más potentes capos de la Camorra, o Tano Badalamenti, en 1984, peso pesado de Cosa Nostra. España es un país cercano, que les gusta, donde son ignorados y que es un importante nudo de comunicaciones en el narcotráfico de Latinoamérica y Marruecos. La ‘Ndrangheta, actual líder mundial del tráfico de cocaína, se reúne y relaciona con los carteles colombianos y mexicanos en Madrid. Las extradiciones eran complicadas y hasta la puesta en marcha del mandato de captura europeo, en 2004, los capos campaban a sus anchas, o eran detenidos y puestos en libertad.

Otra ventaja son las cárceles: en comparación con Italia, las españolas son hoteles de cuatro estrellas y, sobre todo, no tienen vigilancia especial para los mafiosos. Pueden recibir visitas y dirigir sus negocios por teléfono, algo impensable en Italia. Maurizio Prestieri, capo de la Camorra arrestado en Marbella en 2003, declaró que era como estar en un complejo de vacaciones. Según las normas españolas, los mafiosos no entran en la categoría FIES (Ficheros de Internos de Especial Seguimiento), los reclusos con restricciones y medidas de seguridad excepcionales. Suelen ser tranquilos y no son considerados peligrosos ni problemáticos. En Italia muchos van directos al régimen de aislamiento total.

Los años locos de la construcción y la burbuja inmobiliaria de la pasada década en España fueron magníficos para la mafia. Invirtieron en construcción, turismo, hoteles, restaurantes. Se calcula que, en conjunto, unos 50 kilómetros de costa española ha sido edificada por mafias italianas, un dato de fuentes policiales italianas que cita en su libro Mafia Export el expresidente de la comisión parlamentaria antimafia italiana, Francesco Forgione. “No me extrañaría”, confirman sin dudar altos mandos de la Guardia Civil. En Tarragona, por ejemplo, un clan de la Camorra construyó una urbanización de 25 chalés. Cuatro eran para los jefes y el resto los pusieron a la venta. La gran operación contra el clan Polverino de 2013 incluyó la confiscación de 257 propiedades inmobiliarias.

El panorama solo cambió a partir de 2008. Ese año es la primera operación conjunta de la Guardia Civil con los Carabinieri, pero hasta 2012 el instituto armado no establece una coordinación permanente en operaciones abiertas. No tanto por los agentes españoles como por la desconfianza total de los cuerpos italianos, muy reacios a compartir información con otros países. Ahora la relación es intensa y fluida –las fuerzas de seguridad españolas ya han gestionado arrepentidos italianos–, pero sigue habiendo obstáculos legales. Es en 2010 cuando se introduce en el código penal español el delito de crimen organizado, pero los investigadores lamentan que apenas se aplica. “Siempre tiene que ir asociado a otro delito, que suele ser el blanqueo, es un agravante. Ningún juez te lo admite por sí solo. Tú puedes probar que hay una organización, con un jefe, que trafica con droga, pero si no coges un alijo no te vale. Cuando se lo cuentas a los Carabinieri no se lo creen”, explica un alto mando de la Guardia Civil. La Audiencia Nacional, por ejemplo, absolvió hace seis meses a los 20 acusados de blanquear dinero para el clan Polverino en Canarias, la operación donde apareció un concejal del PP, y ni siquiera consideró probado que pertenecieran a una asociación criminal. Decir esto de Giuseppe Polverino, capo del clan, que cumple varias condenas en su país, y de hecho declaró en el juicio en videoconferencia desde prisión, en Italia es incomprensible.

En Italia, con lógica experiencia en afrontar el fenómeno, el delito de asociación mafiosa fue introducido en 1982, un pilar fundamental en una lucha contra estas organizaciones que dura ya más de un siglo. La sola pertenencia a una organización mafiosa basta para una condena. Para los investigadores, solo hay un juez de la Audiencia Nacional sensible y consciente del fenómeno, Eloy Velasco, que ha viajado en varias ocasiones a Italia.

Forgione admite que a nivel policial en España ya se ha tomado conciencia del problema, pero no basta. “No ha cambiado casi nada”, afirma en conversación telefónica desde Italia. “Por dos problemas principales. Uno, la UE no tiene una normativa común capaz de combatir la mafia, depende de las leyes de cada país. Dos, en España la mafia no interesa, no está en el debate público ni político, no hay una percepción del problema, de su capacidad de contaminar la economía”

El machismo de los alumnos de ahora

Pablo Poo Gallardo, profesor de Lengua castellana y Literatura en la ESO, "Tus hijos hubiesen votado a Trump", en Huffington Post, 13-XI-2016:

Tus hijos, que son mis alumnos, vaya, hubieran votado a Trump. Las nuevas generaciones se están idiotizando a velocidades ilegales por autovía, y esto es algo que constato a diario en mi puesto de trabajo: soy profesor de Lengua y Literatura en un instituto público.

Hace unos años solía ser bastante frecuente, cuando llegaba a casa después de un día de clase especialmente frustrante, volcar toda mi basura mental en las charlas con mi novia y decirle: "Joder, es el curso con menos nivel que he tenido nunca". El año académico siguiente me devolvía a hostias a la realidad: "Madre mía, si son peores que los del curso pasado".

Entonces recordaba las charlas en clase del año anterior, los "sin el título de la ESO no vais a ningún sitio"; los "yo soy de los pocos de mi grupo de amigos que son todos licenciados, que tiene trabajo"; los "estáis perdiendo la capacidad de reflexión"; los "van a hacer con vosotros lo que quieran"... Una mezcla entre arrepentimiento y pena comenzaba a juguetear con mi bilis, que se volvía extrañamente más amarga cada año.

Mis alumnos hubiesen votado a Trump, os lo juro. Los estoy viendo en fila en el colegio electoral, como los abuelitos hoy día con Felipe, preguntando a los policías locales: "¿La papeleta de Trump cuál es?". Ni perdone ni mierdas, no les hemos enseñado eso, a lo mejor se hubiesen traumatizado por la existencia de una jerarquía donde ellos no fueran la cúspide.

El instituto más cercano a una capital, de los 14 en los que he trabajado, estaba situado a unos 60 kilómetros. Allí, y más adentro, lejos de las urbes, donde aún no hacen falta medidores de la calidad del aire ni semáforos, los rumanos vienen a quitarnos el trabajo. Que, a ver, que quizá tu padre cobre a la vez el paro y sea albañil, pero los que de verdad son unos hijos de puta son los gitanos, que no hacen nada y viven de las ayudas y los turnos del ayuntamiento. Que, yo qué sé, a lo mejor tienes una beca 6.000 y más de mil olivas, bueno, puede, pero los moros vienen para varear tres días y arreglarse la boca en el dentista, que es gratis para ellos. Así piensan.

A mis alumnos se la sopla todo, o casi todo. No les toques el móvil. Tú, si te lo pide tu novio, se lo das, que es algo celoso, pero es que "TKMMM 6/09/16 nunka t boy a djar". "¿Es que tú no le miras el móvil a tu novia, maestro?". No, cenutrio, no.

Para muchos de mis alumnos no hay homosexuales, hay "maricones de mierda". Y a algún compañero, porque lo he vivido, se lo han gritado desde las ventanas de la primera planta cuando salía para casa. "Bah, déjalo, Pablo, no merece la pena". Entonces mi sangre alcanzaba temperatura Varoma y, de mis orejas, como en los antiguos dibujitos de la Warner, se escapan silbando, en forma de vapor, todos los desencantos acumulados.

Desde el momento en que el sistema educativo pierde su papel de ascensor social, la educación en sí deja de tener sentido. Y les ponemos las cosas muy fáciles: solo hay que echar un vistazo a los modelos de triunfo social que exportamos a través de los medios de comunicación. Mis alumnos ya no quieren ser médicos, quieren entrar en Gran Hermano.

Pero no hay que irse tan lejos, echar la culpa a Telecinco es muy fácil; es el propio sistema educativo el que se está fagocitando desde dentro. Durante los cuatro años de la ESO y los dos de Bachillerato (eso que, con suerte, se cursa en tu mismo pueblo), el alumno vive en una burbuja que explotará sin remedio alguno cuando salga del centro y se enfrente a lo que llamamos vida, donde cobras un sueldo de mierda, donde si eres un vago te despiden, donde hay muy pocas segundas oportunidades y donde, si quieres mejorar, "fueras estudiao".

Hoy día, los docentes tenemos que motivar a los alumnos que el propio sistema desmotiva. Y si repites curso, no te preocupes, voy a enterrar en papeleo al desgraciado de tu profesor y tú, nenito, tranquilo, que vas a promocionar aunque suspendas todas las asignaturas. Es lo que se conoce como Promoción por Imperativo Legal; me gustaría tomarme unas cervezas con quien la ideó.

El problema ya no es que nuestros alumnos, tus hijos, no sepan; es que ya ni hacen. Los estamos dejando sin unos instrumentos mínimos para desenvolverse autónomamente en la vida. Hagan la prueba: lean juntos un texto y pídanle interpretaciones personales, relaciones con otros hechos similares, extracción de conclusiones. Luego, lloramos juntos.

Yo hago con mis alumnos lo que quiero: los convenzo, luego los disuado, los manipulo, los confundo... Al final de la clase les digo lo que he hecho y les doy permiso, entre risas, para que me digan: "Maestro, eres un cabrón". Pero soy un cabrón porque me lo he currado, porque no me lo han dado todo hecho, porque me he tenido que esforzar para conseguir las cosas. He tenido que sufrir injusticias, y así aprendí a reconocerlas y combatirlas. Y todo ello me ha otorgado capacidad de análisis y reflexión. Y eso es lo que no tienen mis alumnos, por eso votarían a Trump, porque se lo creen todo y porque no dice cosas tan alejadas de su forma pleistocénica de pensar.

Hoy estábamos leyendo una crónica cultural sobre los Oscar de Hollywood y les pedí que identificaran cinco títulos con sus correspondientes premios, y no eran capaces de diferenciarme entre el apellido de algunos actores, algunos topónimos y los títulos en sí de las cintas. Entonces paré la clase y les expliqué su error comparándolo con la elección del Balón de Oro, para que se dieran cuenta de que me estaban mezclando a Messi con Suiza y con el Real Madrid. Y en sus risas vi dos cosas: ignorancia y complacencia.

Luego les pregunté por Trump, y uno de ellos me dijo que era un tipo muy malo.

- ¿Por qué? ¡Cuéntanos!
- Porque lo dice la tele, maestro.