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martes, 2 de abril de 2019

Inutilidad de discutir con los que no usan la mollera

TECETIPOS
Manual (realista) para sobrevivir a los ultras en redes
GERARDO TECÉ, en Público, 31 DE MARZO DE 2019

Fue hace un par de días. Acababa de compartir, desde mi cuenta de Twitter, una información de los amigos de Maldito Bulo en la que explicaban cómo unas supuestas imágenes –muy compartidas en redes sociales– de unos jóvenes rumanos jactándose de haber venido a España para robar con impunidad, correspondían en realidad al videoclip grabado hace diecisiete años por un grupo de música ruso.

Como nunca tiro papeles al suelo por la calle y siempre intento decir buenos días cuando me cruzo con algún vecino en el portal, pensé que también sería buena idea desmentir bulos racistas como pequeña contribución a la sociedad en la que vivo. Menudo ingenuo. Al cabo de unos segundos de la publicación de mi tuit compartiendo el desmentido al bulo llegaban las primeras respuestas. Todas en la misma dirección. Un tipo con la bandera de España en su foto de usuario pasaba olímpicamente del desmentido y me acusaba de defender la inmigración masiva porque, al parecer, alguien me paga por ello. Estuve muy tentado de responderle con datos: me llevo 15 céntimos por cada kilo de extranjero que llega a España. Después de tener escrita la respuesta, decidí no arriesgarme a publicarla por si Eduardo Inda andaba merodeando en busca de un titular para el día siguiente. Otro usuario, en este caso con la foto de un personaje de dibujos animados, me respondía con un collage de imágenes que demostraban claramente que Podemos es una tapadera para que violadores, etarras y traficantes de droga tomen el control del país. Mientras terminaba de reponerme del patatús y aún sin entender qué tenía todo aquello que ver con el vídeo de los rumanos, una pareja de usuarios se coordinaba como guardias civiles de tráfico, en mi muro de Twitter. Mientras uno de ellos me respondía al desmentido racista pidiéndome explicaciones por la tesis de Pedro Sánchez, el otro le daba la razón y subía la apuesta involucrándome en la hipoteca de “la mansión” de Pablo Iglesias. Como si no tuviera yo suficiente con pagar el alquiler de mi piso.

Fue entonces cuando me di cuenta –reconozco que me ha costado–. No merece la pena perder un segundo de vida en esto. Por muy importante que sea el asunto a tratar. Por muy de la misma especie que sea quien está al otro lado de la pantalla. No compensa. Como una plaga de cotorras verdes, los ultras han llenado de mierda y estupidez un espacio público como las redes quitándole la única utilidad que tenían: el debate, el buen ambiente. Los ultras no debaten y de buen ambiente ni hablamos. Los ultras son carteles con patas en los que en lugar de poner “Compro oro”, se lee “Vendo odio”. No hay debate posible con quien tiene como único oficio cagar en cada esquina. Ni en las redes sociales ni en otros espacios. La semana pasada, cuando por televisión le preguntaban a Ortega Smith, uno de los cabecillas del movimiento ultra, por una exclusiva de los compañeros de La Marea –en su partido había un neonazi condenado por una brutal agresión que le dejó secuelas a un profesor universitario en el pasado–, el cabecilla, que en un principio reaccionó diciendo no saber nada del asunto, se lo pensó un instante y decidió que sí sabía: eso es una fake news de un panfleto izquierdista, despachó el asunto sonriendo a cámara porque mandar a fusilar ya no se lleva. Es imposible hablar sobre la realidad con alguien a quien la realidad no le importa un carajo. Tiene el mismo sentido que hablar sobre la burbuja inmobiliaria con un ladrillo recién encementado. 

Estos meses que han pasado desde la puesta de largo institucional del fascismo hasta hoy me han dejado agotado. Tengo la conciencia tranquila. A pesar de los insultos diarios, lo he intentado. Sin ningún resultado, eso sí. Durante las semanas posteriores a la llegada de la extrema derecha al Parlamento de Andalucía, me puse en contacto con varios de los cabecillas del Sindicato Vertical Ultra-Sección Redes Sociales. Mi propósito era hacer un artículo basado en un debate entre personas de varias tendencias políticas con una pequeña trampa, había que usar para el debate fuentes que aportaran datos reales. La respuesta más habitual por parte de los ultras al ofrecimiento fue que me fuera de España, seguida muy de cerca por que me muriera. En la tercera posición del pódium, una tercera variable: “qué poco os queda para que se os acabe el cuento”. Más allá de insultos o amenazas ni uno solo aceptó participar.

Los medios de comunicación que gastan un mínimo sentido de la responsabilidad andan sumergidos en el mismo dilema. ¿Qué hacer ante la invasión real de cotorras verdes que todo lo ensucian? El consejo editorial de este medio, CTXT, decidió a principios de esta misma semana no hacerles el juego. En el debate interno que tuvimos yo tuve grandes dudas. No hablar de lo que sucede no es la solución nunca, pero el hecho es que lo que sucede es un ruido fachoso/infantil que impide el debate adulto. Esto provoca una situación de excepción que te obliga a aislar el ruido, por muy real que sea. 

Es exactamente el mismo dilema que cada día vivimos quienes estamos en redes sociales. Nos sabemos de memoria la teoría de que los ultras se alimentan del juego de la provocación y el desprecio a la realidad, pero qué difícil se hace mirar para otro lado y callar cuando tienes a un maleducado delante. Si los ignoramos, ¿estamos dejando de combatir la mala educación? Puede que sí, pero quizá no haya otra alternativa si queremos que el nivel de ruido baje. ¿Y si el no combatirlos los hace crecer? Pues que así sea. Si España decide darles poder a las cotorras verdes que todo lo cagan, será que eso es lo que España merece.

Por mi parte, no me queda otra, me agarraré al humor para sobrevivir a esto. El humor es el único refugio seguro que nos queda ante los maleducados. He tomado una decisión drástica que pienso aplicar hasta las últimas consecuencias. De ahora en adelante mi única respuesta cada vez que una cotorra venga a mi muro de Twitter a cagar sobre las mujeres maltratadas, los inmigrantes, la convivencia o la libertad, será una foto de Franco dibujando con sus manos un corazón cuqui. Si no puedes convencerlos, si no puedes ni entablar diálogo, al menos, confúndelos un poco

sábado, 3 de noviembre de 2018

La banalidad del mal en TV

"Sobre la banalidad del mal en la parrilla televisiva"

David Navarro Martínez, Doctorando en Estudios Literarios, Universidad Complutense de Madrid   y Carmen M. Méndez García, Profesora de literatura norteamericana, Universidad Complutense de Madrid. En Público,  03/11/2018:

Poco después de la muerte de Adolf Eichmann en 1962, Hannah Arendt publicó su libro Eichmann en Jerusalén (1963), en el cual la filósofa alemana de origen judío detalla el proceso judicial que culminó en la condena a muerte del que fuera coronel de las SS, por genocidio y crímenes contra la humanidad. En este ensayo, que hoy se ha convertido en texto de referencia para el estudio de la psicología nazi, Arendt intenta desentrañar las razones que pueden llevar a un ser humano corriente, aparentemente despojado de maldad innata (así define ella a Eichmann) a responsabilizarse de las atrocidades que se produjeron durante la época del Holocausto.

Las conclusiones de Arendt sembraron una considerable polémica: no se trataba de una cuestión moral. Para entender Ravensbrück, Mauthausen o Auschwitz, había que prescindir de los conceptos del bien y del mal, y aceptar que el motor del asesinato de seis millones de judíos era, simplemente, la fuerza de la fidelidad a una adscripción política. Así, Eichmann y los demás criminales de guerra no se llegaron a cuestionar (y esta es la clave) las implicaciones éticas de su participación en la Segunda Guerra Mundial. Actuaban motivados por un sentimiento de colectividad que les llevaba a dejar de lado cualquier reflexión moral. Los nazis no tenían que ser necesariamente “malas personas”. Y esto lo escribió una judía.

De esta manera, Arendt acuñó el concepto de “banalidad del mal”, que hoy por hoy puede ser aplicado (salvando las distancias) a multitud de fenómenos sociales. Es particularmente interesante analizar cómo el espectador de televisión, al incluirse a sí mismo dentro de la colectividad de la audiencia, pierde la perspectiva crítica de lo que ve y relativiza las categorías éticas.

Otros autores más modernos, como el sociólogo marroquí Gérard Imbert, añaden a la tesis de Arendt la posibilidad de que la violencia pueda funcionar como espectáculo.
 
Se conjugan dos perspectivas complementarias: por una parte, el espectador no reflexiona sobre las implicaciones morales de los contenidos que está consumiendo, y por otra, disfruta realmente viendo a otras personas sufrir.

Por poner un ejemplo, el escritor americano Don DeLillo es muy elocuente acerca de este hecho en su novela White Noise (1985): cuando vemos morir a alguien, nuestra posición de testigos nos tranquiliza de alguna manera, porque eso significa que nosotros seguimos vivos; le hemos ganado a la muerte, mientras otros han sucumbido a ella.

En la actualidad existe, según Imbert, una disolución de la categoría clásica “placer-dolor”, en la medida en que, como espectadores, reivindicamos el derecho colectivo del sadismo, de ver sufrir a otros desde nuestra cómoda posición de “individuos desindividualizados”. El espectador se convierte en testigo, y la maquinaria televisiva tiende a la producción del performance, porque la emoción del sufrimiento es real. El dolor, el tormento, se han erigido en show, en un espectáculo social al estilo del teatro sangriento de Séneca.

Todos recordamos dónde estábamos el 11 de septiembre de 2001, y en compañía de quién veíamos la televisión: una consecuencia directa de la ritualización del dolor, cuyos elementos coinciden con los elementos del espectáculo. De hecho, el cine ha reflexionado acerca de las características del espectador-testigo de la violencia en producciones como Funny Games (Michael Haneke, 1997) o la saga Saw (James Wan y otros, 2004-).

Los límites del humor amarillo

La banalidad del mal y el sadismo están detrás de una tradición de formatos televisivos más o menos inocentes o amables, encabezada por el concurso japonés Humor amarillo (1986-1989) y que en España siguió su curso con El Gran Prix del verano (1995-2009).

Hoy en día encontramos otros concursos en los que el error del concursante es penado con castigos físicos leves o un simulacro de ellos (Ahora caigo, Boom, Crush, la pasta te aplasta) o de reality shows en los que los participantes son sometidos, al menos aparentemente, a condiciones más o menos extremas de supervivencia (Supervivientes o La isla son los más populares, pero existen otros formatos mucho más duros, como Solos, Fear Factor o Kid Nation, entre otros).

Desde luego, y aunque el éxito de estos formatos pueda venir en parte justificado por el sentimiento sádico de la audiencia, sus consecuencias a nivel de sufrimiento ocasionado no pueden compararse de ninguna forma con las atrocidades de Eichmann. Pero, probablemente, sí pueden ser estudiados desde los mismos paradigmas.

¿Dónde está el límite? Recordamos el polémico caso de aquel reality show de supervivencia preparado para filmarse en Siberia en torno a 2017, en el cual, teóricamente, estarían permitidos los asesinatos entre concursantes (así lo decía el contrato del programa, aunque, lógicamente, las autoridades rusas no lo habrían permitido). Un proyecto, llamado Games 2 Winter en clara alusión a Los juegos del hambre, que tuvo que dar marcha atrás después incluso de que los concursantes estuvieran ya seleccionados, y que hoy en día es justificado por su productor como una mera estrategia de marketing para darse a conocer a sí mismo (en realidad, seguimos sin saber si esto es cierto o si, realmente, el proyecto tuvo que suspenderse por cuestiones legales).

En todo caso, no es descabellado pensar que parte de la producción televisiva de entretenimiento pueda ser analizada acogiéndose a las teorías de Arendt o Imbert.

Lo que sí está claro es que, cada día más, es necesario hacer una reflexión seria sobre los contenidos que demandamos como consumidores, y qué tipo de necesidades buscamos satisfacer con ellos.

martes, 9 de octubre de 2018

En la clase de lengua

En la clase de lengua. Hay aspectos de la enseñanza del lenguaje que alejan de lo fundamental: saber expresarse, leer con gusto y hablar en público

LOLA PONS RODRÍGUEZ

9 OCT 2018

De la larga lista de preposiciones que aprendíamos en el colegio dos me resultaban intrigantes: cabe y so. No recuerdo si alguna maestra se apiadó de nosotros y nos explicó que esas preposiciones ya no se usaban (como sí antiguamente: cabe el monte, so pena), pero igualmente ahí quedaron ambas en la lista, año tras año. Las preposiciones —en la gramática, básicamente palabras que vinculan elementos entre sí: lápiz con goma, libro sobre arte— se convirtieron para el alumnado de mi generación en una cadena de unidades que funcionaban solo en esa lista. Sabérsela era un fin en sí mismo.

Enseñar la lengua es, claro, enseñar un lenguaje especializado (que llamamos técnicamente metalenguaje, en tanto que usamos las palabras para hablar de las palabras); tecnicismos de la lingüística son etiquetas como sujeto, oración coordinada o la propia de preposición. Este metalenguaje respalda a una teoría que puede ayudar a mejorar nuestra práctica del idioma: saber de metalenguaje, entre otras cosas, sirve para conocer los componentes que usamos al hablar y sus estructuras subyacentes, y puede ser un buen auxilio cuando se aprende una segunda lengua. Nadie niega que este sea un contenido relevante en el proceso educativo, pero viendo cómo están las cosas en nuestros libros de textos y qué conseguimos con ellos en los resultados de nuestros alumnos, a lo mejor es necesario pararse a reflexionar sobre cuánto metalenguaje enseñamos y, sobre todo, cuándo lo hacemos.

Entre los contenidos que los escolares españoles de primaria estudian antes de los nueve años se incluyen conceptos como saber qué es un determinante, qué es la sílaba tónica o qué es un adjetivo. La que firma es una profesora de Lengua a la que esto le parece espeluznante, ya que, en la práctica, supone que al tiempo que se está enseñando a los niños a leer y a escribir, el maestro se ve obligado a explicar (lo dice la normativa, lo pone en los libros) que un adjetivo acompaña al sustantivo y lo explica o especifica según su posición, o a exponer que este y otro son determinantes, o que hay sílabas átonas y tónicas. La hipertrofia del metalenguaje en primaria resulta llamativa en tanto que estos contenidos no resultan particularmente difíciles de entender ni de aplicar en secundaria. Es lógico que los estudiantes piensen que la gramática sigue siendo para ellos un intangible que les causa extrañeza y es lícito que los profesores bufen porque los alumnos ya no recuerdan un contenido que se les lleva enseñando desde pequeños; transmitir ese metalenguaje en edades cortas roba tiempo para lo fundamental: aprender a expresarse, a leer con gusto, a saber hablar en público... Son los otros objetivos que se recogen en los programas y que resultan perjudicados por el peso de la enseñanza teórica: la inflación de contenidos metalingüísticos en las escuelas merma la capacidad de los profesores para enseñar a expresarse.

Desconfiaríamos de una profesora de flauta que no consiguiera tras un año entero de clases que nuestro hijo tocase al menos una melodía fácil

Desconfiaríamos de una profesora de flauta que no consiguiera tras un año entero de clases que nuestro hijo tocase al menos una melodía fácil con el instrumento. Pídale a un niño de primaria que explique qué pasó ayer por la tarde en la plaza y verá si es capaz de hacer un discurso coherente, con riqueza léxica y argumentando un punto de vista. Tal debería ser el objetivo de una clase de Lengua impartida a un niño. De su logro se beneficiarían todas las otras materias escolares.

Por supuesto, las sucesivas reformas educativas (o sea, la reforma de la contrarreforma de la enésima ley educativa no consensuada) han ido introduciendo la necesidad de enseñar a usar la lengua. Y claro que hay maestros que se esfuerzan por poner a sus alumnos a hacer cosas con palabras: los espacios docentes en la Red nos han permitido asomarnos a los blogs de clase de profesores que nos muestran a alumnos escribiendo de forma creativa, argumentando, explicándose. Pero, cuidado: también ellos han tenido que perder un buen rato explicando a los de segundo de primaria qué es un adjetivo.

No tiene sentido que saber usar la lengua sea lo que nos queda cuando olvidamos lo que aprendimos en las clases de Lengua del colegio. Por eso, si usted ve que el maestro de Lengua de su hijo lo pone a preparar una entrevista, o a hacer fotos de carteles de la calle para que entienda que vive en una sociedad multilingüe, si su hija tiene que hacer un trabajo de Lengua que consiste en leer y contar a los demás una noticia de prensa, si la profesora del niño monta una obra de teatro en clase, si entre los deberes del fin de semana está aprender un poema o ir a una biblioteca y hacer una ficha de un libro, o si en el colegio lo están estimulando a leer dos libros al mes, piense que su hijo está recibiendo la enseñanza de Lengua más importante. Está aprendiendo a hacer cosas con, contra, de, para, por, sobre las palabras. Y el resto de preposiciones de esta frase las puede completar el lector si aún recuerda la lista que le enseñaron en la clase de Lengua.

Lola Pons Rodríguez es profesora de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla.

martes, 25 de septiembre de 2018

Breve historia de la prohibición del humor

Javier Bilbao, "Humor, Ocio y Vicio. Breve historia de la prohibición del humor", en JotDown

Que tras contar un chiste no se ría nadie no es lo peor que uno puede esperar. Sótades de Maronea allá por el siglo III a. C. escribió unos versos humorísticos sobre ciertos aspectos de la vida sexual de Ptolomeo II y acabó encerrado en una caja de plomo y tirado al mar. Hay gente que no encaja bien las bromas. Especialmente cuando ostentan algo de poder, siempre tan necesitado de un aura de pompa y solemnidad. Así que no es de extrañar que a menudo la sátira y la caricatura hayan sido prohibidas y sus autores generalmente acabaran cayendo en desgracia, como veremos con algunos ejemplos.

Probablemente El nombre de la rosa es la mejor descripción que se haya hecho nunca de esa capacidad subversiva del humor. Como recordarán si han leído el libro o visto su fascinante adaptación al cine, a finales del año 1327 el erudito y audaz franciscano Guillermo de Baskerville llega acompañado de su novicio a una abadía en la que están sucediéndose una serie de crímenes. Durante su investigación nuestro protagonista acude al scriptorium, donde tendrá una disputa dialéctica con el bibliotecario ciego Jorge de Burgos (en evidente alusión a Jorge Luis Borges). Este sostiene que la risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono. La risa es signo de estulticia y hay que evitar los chistes como si fuesen veneno de áspid, concluye, puesto que Cristo no reía y además la risa fomenta la duda. Pero Guillermo no puede estar más en desacuerdo: no hay constancia de que Cristo riera pero tampoco de que no lo hiciera. La risa es signo de racionalidad, asegura, sirve además para confundir a los malvados y poner en evidencia su necedad. Esta primera discusión es una buena pista de la causa última de todas las muertes ocurridas en la abadía, debidas a que Jorge quería mantener a toda costa oculto el libro segundo de la Poética de Aristóteles. Una obra sobre la que hay varios indicios de que existió realmente y que estaba dedicada a analizar la comedia y su capacidad catártica en el espectador. Tal como dice en su discurso final, una vez desenmascarado por la investigación de Guillermo:

La risa distrae, por algunos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios. Y de este libro podría saltar la chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo (…) Si la risa es la distracción de la plebe, la licencia de la plebe debe ser refrenada y humillada y atemorizada mediante la severidad. Y la plebe carece de armas para afinar su risa hasta convertirla en un instrumento contra la seriedad de los pastores que deben conducirla hasta la vida eterna y sustraerla a las seducciones del vientre, de las partes pudendas, de la comida, de sus sórdidos deseos. Pero si algún día alguien, esgrimiendo las palabras del Filósofo y hablando por tanto como filósofo, elevase el arte de la risa al rango de arma sutil (…) si algún día alguien pudiese decir: me río de la Encarnación… Entonces no tendríamos armas para detener la blasfemia.

Como vemos Jorge simplemente está intentando mantener el orden establecido. El poder de la Iglesia podía ser enorme, pero como todo poder necesita ser aceptado y/o temido por sus súbditos. Sin ese acatamiento final de la base social, la autoridad se desmorona. Dado que la sátira y la burla atacan tales cimientos este anciano bibliotecario podía ser perverso, pero desde luego no estaba loco. Algo parecido debía pensar el emperador Septimio Severo cuando mandó ejecutar a varios senadores, según se recoge en Historia Augusta:

Eran condenados a muerte en gran número, unos por haber hecho algún chiste, otros por haberse callado, algunos por decir cosas de doble sentido como «he aquí un emperador que hace honor a su nombre, que es verdaderamente Pertinaz, verdaderamente Severo».

Por su parte, el antiguo escritor de comedias Éupolis ridiculizó a Alcibíades en una obra titulada Baptae («Los que se zambullen») y este no encontró mejor forma de vengarse que haciendo que se ahogara en el mar. Pero no todos los antiguos reyes, generales y emperadores eran tan ceñudos y susceptibles. El emperador y filósofo Marco Aurelio tenía una esposa que le era infiel y él, lejos de tomar represalias, incluso favoreció la carrera de algunos de sus amantes, como uno llamado Tertulo. Según se cuenta en cierta ocasión se representó ante el emperador una obra cómica sobre un marido cornudo que preguntaba a su esclavo quién era el amante de su mujer, a lo que le respondía que Tulo. Dado que debía ser algo duro de oído le pedía que le repitiera el nombre, por lo que el esclavo finalmente replicó: «ya te lo dije tres (ter) veces, Tulo se llama». Bueno, esto contado en latín tiene más gracia. La cuestión es que a Marco Aurelio no le debió sentar mal, dado que el osado autor no solo conservó la cabeza, sino también su empleo. Y es que para que haya censura y prohibición previamente se requiere que haya autores lo suficientemente audaces o inconscientes. Tras la instauración de la Inquisición uno de ellos fue Quevedo, que sería denunciado a tal institución por su «indecencia del discurrir, la libertad del satirizar, la impiedad del sentir, y la irreverencia del tratar las cosas soberanas y sagradas». Sería en el siglo XVIII, con los ilustrados, cuando la sátira alcanza su apogeo. Autores como Voltaire y Diderot alcanzarían gran renombre en Francia gracias a sus agudezas, y de vez en cuando algún encarcelamiento, paliza y quema pública de sus obras por parte de las autoridades. Mientras que en Inglaterra, publicaciones como The Spectator y The Tatler buscarían lo que denominaban «true satire», en la que no se dirigían las burlas contra alguien en concreto con intención de difamarlo —a la manera de las actuales tertulias televisivas, para entendernos—, sino que el objetivo era abstracto y el tono moderado y basado en la racionalidad.

Con la llegada al poder de Napoléon vino también el cierre de las publicaciones satíricas francesas y fue precisamente un autor inglés, llamado James Gillray, el que lograría sacarlo de sus casillas con una parodia de su ceremonia de coronación. Le sentó realmente mal el dichoso dibujo, hasta el punto de prohibir la introducción de copias en el país y presentar una queja diplomática ante Londres. De hecho, unos años antes ya había intentado incluir una cláusula en el Tratado de Amiens para que los caricaturistas ingleses que lo retrataran fueran exiliados a Francia. Una vez reinstaurada la monarquía, Luis Felipe I pasaría por un mal trago equivalente cuando otro caricaturista, Charles Philipon, lo retrató con forma de pera (que en francés significa también bobo) en una revista llamada precisamente La Caricature. Los ejemplares fueron secuestrados por las autoridades y el autor llevado a juicio, donde se justificó diciendo que a quien realmente debían detener es a todas las peras de Francia, por parecerse al rey. Pasaría en total dos años en la cárcel a cuenta del chiste. La aprobación de leyes que requerían nada menos que la aprobación previa de la persona caricaturizada hacían que esta práctica se volviera realmente complicada. Pero las cosas siempre son susceptibles de empeorar.

peraLa llegada de los regímenes totalitarios del siglo XX llevarían estas preocupaciones hasta extremos en sí mismos involuntariamente cómicos. Tras la revolución soviética fue objeto de debate si las sátiras debían ser permitidas en el nuevo orden y, como era de esperar, la conclusión terminó siendo que no: dado que el sistema era perfecto la función de denuncia de la sátira ya no debía tener sentido. El nuevo código penal calificó las sátiras y los chistes como propaganda antisoviética penada con el gulag. Aun así siguieron contándose incluso aludiendo al propio castigo que suponía contarlos, como el referido a los trabajadores forzosos del canal entre el mar Báltico y el Blanco: «¿Quién cavó el canal? La parte derecha los que contaban chistes, y la izquierda, los que los escuchaban». Con la muerte de Stalin la situación mejoró, aunque ya en los años sesenta autores de sátiras como Valeri Tarsis fueron ingresados en centros psiquiátricos. Dado que el sistema era perfecto, quien lo cuestionase debía de estar loco. No cabía otra explicación. Mientras tanto, en la Alemania nazi, a partir de 1934 quedó prohibido difundir comentarios maliciosos, lo que incluía chistes contra el partido, el régimen o sus dirigentes. Aun así siguieron difundiéndose, o tal vez precisamente por ello, pues basta que no pueda bromearse con algo para resultar irresistiblemente gracioso. Pero las autoridades eran implacables y en 1943 una trabajadora resultó condenada a muerte por contar a una compañera el chiste: «Hitler y Göring están de pie, en lo alto de un radiotransmisor. Hitler dice que quiere dar a los berlineses un poco de alegría. Göring le replica: “¿Entonces por qué no saltamos desde la torre?”». Respecto a la situación en España durante el régimen franquista, poco podremos añadir a los innumerables estudios y comentarios en torno a su censura y a la existencia de figuras como Buñuel, Berlanga o Boadella.

Penas de cárcel o de psiquiátrico, palizas, asesinatos… ¿Y qué hay de la situación actual? Ahí está el ejemplo del caricaturista sirio Ali Ferzat, pero como no es cuestión de que hablando de humor acabemos deprimidos, recordemos también —por si alguien aún no lo conoce— uno de los más hilarantes discursos políticos que se han hecho durante los últimos años, obra de Stephen Colbert.

El autor desconocido denominado Pseudo-Jenofonte hacía una observación, hablando de la democracia ateniense, que me parece particularmente interesante: «No permiten que el pueblo sea objeto de burla en la comedia ni que se hable mal de él para que no se tenga mal concepto de ellos». Es decir, que cuando el poder pasa a manos del pueblo ya no está bien visto burlarse de él, puesto que la gente se dará por aludida y no tolerará ni una broma. La autoridad caprichosa de un tirano no pasa a ser sustituida por un paraíso de la libertad de expresión, sino por un enjambre de censores-ciudadanos no necesariamente más tolerantes. Personalmente, nunca deja de sorprenderme la inmensa provisión de gente dispuesta a indignarse muchísimo por cualquier ocurrencia. Desconozco si es que son los mismos que cada día se muestran airados por un motivo distinto o es que van turnándose, pero ya puedes bromear sobre un santo del siglo XII, una película candidata al Óscar, una exnovia imaginaria, un grupo de heavy o una facción política que inmediatamente surgirá algún lector que por la rabia que expresa parece sentirse él como persona directamente agredido. No sé cómo será en otros países, pero en España se diría que cada uno espera no solo respeto para sí mismo, cosa muy razonable, sino también una completa ausencia de burlas o chascarrillos en torno a cualquiera de sus aficiones, ideas, creencias, series favoritas o edificios de Calatrava que contenga su ciudad. La vida no es para reír, en definitiva. Lo peor de todo es que nuestra legislación ampara esta especie de sentido del ridículo hipertrofiado, como el artículo 525 del Código Penal que prohíbe «hacer escarnio de dogmas, creencias, ritos o ceremonias» de una confesión religiosa. Así que por ejemplo La vida de Brian difícilmente podría pasar ese filtro… y si lo hace entonces estamos ante una ley que se aplica arbitrariamente

viernes, 1 de junio de 2018

Inteligencia colectiva

Varias cabezas piensan mejor que una
ELENA SANZ, El Mundo, 30 may. 2018 01:59

Existen numerosas evidencias científicas que confirman que los colectivos son más listos que la mayoría de los individuos por separado

Año 1906. Feria de ganado en una campiña al oeste de Inglaterra. Una muchedumbre se agolpa alrededor de un colosal buey. "¡Hagan sus apuestas señores! ¡Atrévanse a adivinar a ojo de buen cubero cuánto pesa el ejemplar por sólo seis peniques!", grita alguien. Un divertido concurso rural que no hubiera tenido la menor importancia si no le hubiera dado por asomarse por allí a un estadista llamado Francis Galton, al que le encantaba analizarlo todo. Aquello despertó su curiosidad. Pidió copia de las 800 apuestas que habían hecho los agricultores y ganaderos locales. Y comprobó que, si las analizaba individualmente, había respuestas de todo tipo, algunas totalmente disparatadas, otras que no andaban demasiado lejos. Pero cuando calculaba la media de las respuestas, ¡'voilà'!, ésta coincidía casi exactamente (con un margen de error de sólo un 1%) con el peso del animal. Así fue como, en una recóndita feria de ganado, Galton llegó a una interesante conclusión: los colectivos son más listos que la mayoría de los individuos por separado. La inteligencia común supera a la de la suma de las inteligencias individuales.Ideas genialesLa teoría de Galton -que publicó la revista 'Nature'- no sólo no ha sido desmentida con el tiempo. Un siglo después, existen aún más evidencias de que en grupo pensamos mejor que solos. Incluso hay iniciativas exitosas basadas en este fenómeno, como las plataformas 'crowdsourcing', que tienen su máximo exponente en Wikipedia, o las iniciativas de co-creación e innovación abierta, que pretenden que surjan ideas geniales pensando en masa. Eso sí, en estos años hemos añadido algunos matices. El más importante de ellos es que las multitudes son más inteligentes que los individuos en muchas ocasiones pero, sobre todo, "en esas situaciones en las que hay opiniones muy diversas (no solamente 'sí' o 'no') y podemos conseguir que las personas las expresen de manera independiente", tal y como le explica a ZEN Bahador Bahrami, neurocientífico y experto en comportamiento humano del University College de Londres. En otras palabras, la inteligencia colectiva funciona mejor cuando ignoramos lo que responden los demás.Si las personas comparten información antes de contestar, empiezan a notarse los efectos de la influencia social, es decir, nuestra "tendencia a cambiar opiniones y preferencias observando lo que otros piensan", aclara Bahrami. Neurocientíficamente tiene sentido: somos animales sociales, y en cierto modo actualizamos nuestras ideas escuchando a los demás. "Nosotros mismos hemos demostrado incluso que somos más fácilmente influenciables cuanta más cantidad de materia gris tenemos en la corteza orbitofrontal lateral del cerebro", explica el investigador. Sin embargo, esta flexibilidad social no nos beneficia a la hora de resolver ciertos problemas en grupo, sino todo lo contrario.ExperimentoLa última prueba de ello la puso sobre la mesa el mes pasado un equipo de investigadores estadounidenses de la Universidad de Harvard y el Instituto de Santa Fe. En su experimento no trabajaban con bueyes sino con tarros de caramelos. Les pedían a distintos sujetos que dijeran una cifra "a ojo" de cuántas golosinas había en los botes. De esta forma, comprobaron que si a los participantes se les informaba de que otros compañeros habían propuesto cifras mucho más altas que las suyas, casi siempre modificaban su respuesta. Con un desastroso resultado, porque al "rectificar", la media se alejaba de la realidad. El cálculo era mucho más atinado cuando nadie compartía información. Dice Bahador Bahrami que también hay que tener en cuenta que la fiabilidad de la inteligencia grupal depende del tipo de problema que se aborde. "Si el asunto requiere conocimientos expertos, entonces los grupos no lo hacen tan bien; pero si la pregunta es una sobre la que cualquiera tiene alguna noción, aunque sea imperfecta, como por ejemplo '¿cuál es la altura de la Torre Eiffel?', ahí los colectivos son sin duda mucho más listos que los individuos por separado", aclara.

viernes, 18 de mayo de 2018

Un inglés agradecido

“A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo que en España todo es mejor”

En esta carta abierta, el pianista y escritor James Rhodes, que se instaló en Madrid en 2017, muestra verdadero entusiasmo con su país de acogida. Consiguió un enorme éxito con 'Instrumental', libro en el que narra cómo la música le ayudó a superar el trauma de los abusos sexuales cuando era niño

JAMES RHODES

18 MAY 2018 - 10:10 CEST

Nunca he entendido del todo eso de tener un hogar. Vale, es el sitio donde duermes y estás a cubierto, pero al margen de eso el concepto hogar no tenía para mí demasiado sentido. Supongo que me he pasado media vida huyendo. De mí o de los desastres que yo mismo he provocado, por norma general. Pero hace nueve meses dejé de huir. Me instalé en Madrid. Encontré un hogar. Y descubrí en qué consiste tenerlo.

Una cosa es conocer ese Madrid que nos ofrece el Prado, el Thyssen, el Reina Sofía. Escaparte a la hora de la comida para ir a ver el Guernica y después hacer un picnic en el Retiro, visitar el Palacio Real y tomarte una caña en la plaza Mayor. Pero enamorarse de la Cava Baja o de la calle del Espíritu Santo, que a vosotros os parecerán de lo más normal pero que para mí están llenas de magia, es otro nivel.

Ver a la gente de paseo, tan tranquila (imposible en Londres), o esperando a que el semáforo se ponga en verde (no lo había visto en la vida)

Ver a la gente de paseo, tan tranquila (imposible en Londres), o esperando a que el semáforo se ponga en verde (no lo había visto en la vida). Contar la cantidad de parejas que van por ahí de la mano. Sonreír al contemplar la majestuosidad de Serrano, donde una chaqueta cuesta lo mismo que un coche. Ver una obra increíble en El Pavón Teatro Kamikaze, picar unas croquetas que literalmente pueden cambiarte la vida en el restaurante Santerra, reírte de lo buenos que están los cruasanes del Café Comercial, presenciar cómo los profesionales de Sálvame analizan el lenguaje corporal de Letizia frente a un público embelesado.

Las diferencias entre este país y el Reino Unido son incontables. Estoy escribiendo esto enfermo, desde la cama, a las dos de la madrugada, tras un viaje de tres días en Reino Unido en el que he pillado la gripe del Brexit. Al llegar Madrid, llamé a mi seguro médico. Una hora después un médico se presentó en mi casa y me recetó antibióticos. Aquí pago treinta y cinco euros al mes por el seguro médico (puede parecer un lujo, pero lo necesito por mis operaciones de espalda pasadas). En Londres pagaba diez veces más. Y allí las visitas médicas en tu domicilio cuestan unos doscientos euros.

Estoy escribiendo esto enfermo, desde la cama, a las dos de la madrugada, tras un viaje de tres días en Reino Unido en el que he pillado la gripe del Brexit

A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo que aquí todo es mejor. Los trenes, el metro, los taxistas, los desconocidos amabilísimos, el ritmo de vida tranquilo, la asombrosa capacidad de insultaros los unos a los otros (pasando de la madre o de la actividad sexual de nadie, vosotros recurrís a peces, espárragos y leche, un arte digno de Cervantes), el idioma increíble (contáis con quisquilloso, rifirrafe, ñaca-ñaca, sollozo, zurdo o tiquismiquis, que podría ser mi apodo). Vuestro diccionario es el equivalente verbal de Chopin. Me parece guay de Paraguay la cantidad de fumadores empedernidos que hay aquí, mandando a la mierda a todos los médicos y a los gilipollas moralistas de Los Ángeles. Son asombrosas la cordialidad del vive y deja vivir y la generosidad. El premio a la croqueta del año. El respeto que os inspiran los libros, el arte, la música. El tiempo que dedicáis a la familia y al descanso. A las cosas que importan.

Impresiona también la cantidad de gente con talento que se llama Javier (Bardem, Cámara, Calvo, Ambrossi, Manquillo, Del Pino, Marías, Perianes, Navarrete, entre muchos otros. Adivinad cómo voy a llamar a mi próximo hijo).

Me parece guay de Paraguay la cantidad de fumadores empedernidos que hay aquí, mandando a la mierda a todos los médicos y a los gilipollas moralistas de Los Ángeles

Vosotros inventasteis la siesta, y aun así trabajáis más horas que casi en cualquier otro país de Europa.

He conocido a extraños en el metro con los que he acabado interpretando a Beethoven, a abuelas que me han hecho torrijas y me han hablado de cuando tocaban el piano, a pacientes de psiquiátricos cuya valentía me ha dejado flipado, a un chaval que toca el piano muchísimo mejor que yo a su edad y a quien he podido dar algunas clases gratis. Hasta Despacito suena de puta madre en el metro a las ocho y media de la mañana si la toca un anciano que sonríe, y al observar a los demás pasajeros me doy cuenta de que es una sonrisa contagiosa. Me he tirado horas en el Carrefour de Peñalver abrumado por los colores, los sabores, los olores y lo fresco que es todo (en Londres algo así es impensable), he visto tomates del tamaño de un balón de fútbol en la frutería de mi calle, he recibido bizcochos de unos vecinos que, en lugar de quejarse por el ruido, me piden que toque el piano un poco más fuerte. He descubierto las natillas.

Y así podría seguir horas.

Aquí hay un montón de cosas buenas, a veces escondidas. He sido testigo de la extraordinaria labor que llevan a cabo organizaciones como la Fundación Manantial, Save the Childen, la Fundación Vicki Bernadet, Plan International y tantas otras, grandes y pequeñas, capaces de aliviar parte del dolor que hay en este mundo. Y no piden elogios, premios ni agradecimientos.

Vosotros inventasteis la siesta, y aun así trabajáis más horas que casi en cualquier otro país de Europa.

Evidentemente también hay problemas. Cómo no iba a haberlos. Las leyes espantosas, ofensivas e inhumanas que se aplican a las agresiones sexuales (vistas en el caso de La Manada) que desde luego tienen que cambiar. Las drogas, la indigencia, el tráfico de personas, los abusos, los recortes en sanidad, las enfermedades mentales, los problemas económicos. La corrupción en el poder. Los políticos (en serio: ¿por qué no dejamos que Manuela Carmena, la superabuela, se encargue de España unos años y la arregle?). Los azotes diarios y desde tiempos inmemoriales. Sin embargo todo esto no os ha vuelto insensibles, fríos, desagradables y cerrados como ha pasado en tantos países, sino que os ha hecho abiertos, ha sacado a la luz un poquito de la pureza y de la bondad que hay en el mundo, y, joder, qué orgulloso estoy de ser una figura diminuta y solitaria que deambula por este país asombrándose por su vitalidad colectiva.

Este año, por trabajo, voy a ir a Ibiza, Sitges, Sevilla, Granada, la Costa Brava, Cuenca, Vigo, Vitoria, Zaragoza y a muchos otros sitios increíbles. He visitado docenas de ciudades a lo largo de los últimos dos años. Soy un extranjero, un huésped, y, en tanto que anglosajón, no creo que tenga el derecho de hablar de política, pero lo que sí puedo decir es que en Barcelona, Gijón, Madrid, Santiago o Girona, en todas partes, siempre me he encontrado lo mismo: cariño, hospitalidad, sonrisas, generosidad. Tambien distintas gastronomías: la paella valenciana es la única de verdad, obvio, y lo mismo pasa con los churros en Madrid y el salmorejo en Andalucía. Lo mejor que puedes llevarte a la boca lo encontrarás en San Sebastián (bueno, a lo mejor la estoy liando, así que mejor lo dejo). He encontrado diferentes acentos (Galicia, lo siento, pero no entiendo ni una sola palabra de lo que dicen tus habitantes, ni siquiera cuando veo First Dates con subtítulos; la culpa es mía, pero es que hablan demasiado deprisa), pero tras cara acento siempre había un corazón enorme, dedicación al trabajo, abrazos, una tremenda hospitalidad.

Antes nunca miraba hacia arriba; caminaba con la vista clavada en la acera o el móvil. Aquí en España lo miro todo con asombro

Me encanta este país. Para mí, está en lo más alto. Metafórica y literalmente. Antes nunca miraba hacia arriba; caminaba con la vista clavada en la acera o el móvil. Aquí en España lo miro todo con asombro. Os miro a vosotros y vuestra belleza me ciega. Ahora sí miro hacia arriba. Porque me siento a salvo. Y visible. Y apoyado. Y bienvenido.

Hace poco estuve en Londres y visité a Billy, mi psiquiatra. Me dijo que hace diez años dudaba de mi supervivencia. Que incluso hace un año no lo tenía nada claro, y con razón. Y que jamás me había visto tan bien como me ve ahora. Y ¿sabéis qué? Mucho se lo debo a España.

Algunos dirán que la gente me trata distinto debido a mi éxito relativo, al hecho de que me alojo en hoteles bonitos y ceno en buenos restaurantes. Así que permitidme que acabe con un recuerdo.

Qué orgulloso estoy de ser una figura diminuta y solitaria que deambula por este país asombrándose por su vitalidad colectiva

Hace mucho tiempo (demasiado), cuando era muy pequeño, veraneábamos en Mallorca todos los años. En agosto nos alojábamos un par de semanas en un apartamentito de mierda que estaba en la playa de Peguera. En mi memoria, esas vacaciones son el refugio más seguro, perfecto e increíble de mi infancia. Significaba alejarme de la zona en guerra que era mi vida en Londres: violenta, monocromática, dominada por las violaciones que sufría. Durante un breve período de tiempo, con ocho o nueve años, pude comprarle tabaco (un paquete de Fortuna por pocas pesetas), en la tiendecita de la playa de Pedro. Pude beber Rioja calentorro (gracias de nuevo, Pedro), contemplar las estrellas, bañarme en el mar, engañar de vez en cuando a alguien para que me invitara a hacer esquí acuático, disfrutar del sol. Y, sobre todo, disfrutar de la sensación de estar a salvo, protegido. Treinta años después, me brindáis lo mismo. Y nunca podré expresaros mi gratitud por ello.

miércoles, 18 de abril de 2018

Los clientes más odiosos para los camareros

LOS CLIENTES QUE MÁS ODIAN LOS CAMAREROS
Pelmazos. Déspotas. Babosos. Enfermos con el culo al aire. Varios camareros hablan de los peores clientes que han tenido que soportar, y sus anécdotas son oro puro.

A estos señores en algún momento les van a tocar las comandas. 

MIGUEL ÁNGEL PALOMO  18/04/2018 - 08:03 CEST

“Jefe, ¿y mi cafelito?”. “¡Oye, pollo, la cuenta!” Cuando hay que insultar a España, se nos reduce a un país de camareros, pero uno de los gremios más desprestigiados aguanta estoico el peso de la rutina diaria. El primer carajillo del día, la comunión de la niña, el desfase nocturno, la comida de empresa, la despedida de soltero. El horror. Detrás de cada representación de esparcimiento hay un camarero sudando la gota gorda. Y frente a él, un cliente: el plasta, el borrachuzo, el intenso, el agonías, el gritón, el indeciso, el impaciente, el grosero y hasta el ladrón.

Si no reparamos en nuestra actitud como clientes, tampoco en la santa paciencia que estos currelas acumulan, en las toneladas de bilis que tragan o en el equilibrismo circense que demuestran al desfilar con una bandeja a pulso llena de peligros. Lidian con jornadas interminables, les obligan a veces a cobrar en negro y, de premio, han de memorizar comandas imposibles y sufrir la liberación ociosa del cuñadismo. Nos olvidamos de que trabajar en un chiringuito de playa equivale a muchos másteres de Cifuentes y derretirse con la pajarita anudada convalida una tesis doctoral en antropología cañí, donde la firma en el aire para pedir la cuenta es la marca del zorro del biotipo español.

Caballeros adormilados y argentinas que se embadurnan la cara con jamón. Chalados con el culo al aire y tuppers de pil-pil en la disco. Hasta fiestas salvajes de swingers, aunque esa sea una historia bajo secreto de sumario. Nos quejamos mucho de los camareros; que si no son profesionales, que si son bordes. Pero ¿cómo somos los que permanecemos al otro lado de la barra? Ellos nos retratan con su testimonio: necesitan desahogarse, porque el cliente no siempre tiene la razón.

El cliente plasta/impaciente/insufrible vs listillo

“Con los clientes pesados desarrollas un filtro que te permite apagar la frecuencia en la que emiten para centrarte en tu trabajo mientras contestas amable y mecánicamente con monosílabos”, se arranca Carmelo, un joven aunque ya experto camarero de un bar de tapeo del madrileño barrio de Conde Duque.

La tralla de 30 años como camarero, 24 de ellos dentro de uno de los locales imprescindibles en la noche bilbaína, explica el expediente de alguien como Íñigo que lo ha visto casi todo y que se las sabe todas. Sin el casi. “No soporto al impaciente. Es muy típico el que te dice que lleva media hora y acaba de llegar”, dispara Íñigo, que reconoce detectar a este tipo de listillo “a kilómetros”. El responsable del bar admite que “normalmente los camareros sabemos quién va a intentar irse sin pagar. Lo lleva escrito. Por su lenguaje corporal está diciendo te la voy a liar. Los fines de semana fuerzas para que te paguen al instante porque hay un tipo de cliente que parece estar mirando a la luna”. A Íñigo también le irrita el cagaprisas: “Podría entender más impaciencia en un sitio de menú del día, pero si vas a pasar la noche en el bar… ¿Qué prisa tienes?”; y los pesados: “Los que creen que en el precio está incluido el camarero psicólogo, los que te dan la chapa y tú te tienes que aguantar”. El plasta de diván, un clásico.

Una versión alternativa del cliente fatigoso es con la que suele lidiar Óscar, desde los 16 años trabajando en el restaurante familiar, en una localidad playera del norte del país, y hoy ya propietario. Por su cercanía con un hospital, al restaurante “vienen muchos médicos que son un poco altivos. Siempre tienen prisa y quieren que les atiendas rápido”, nos pone en antecedentes. “Y luego se tiran cuatro horas hablando en la mesa y quieren que les saques chupitos”, sentencia Óscar algo amargado.


"No soy fan de oír lo que la gente tiene que decir". EZGIF.COM
El cliente tostado

“Un día abro el bar a las diez de la mañana y se me cuela un tío todo pedo”, da comienzo a su vibrante relato una camarera de un bar de Alonso Martínez, en Madrid. “Como soy tan buena, le serví lo que me pidió, creo que un whisky, y se puso a darme la chapa. El pavo era un faltoso. Empezó a decir bobadas”, recuerda. “Me dijo: ‘¿No crees que el papel de las camareras es el de dar coba al cliente?’ Yo le dije que no pero él soltó: ‘pues haberte dedicado a otra cosa’. Ahí ya fue cuando le dije que se pirara”.

No quedó ahí la cosa: “Lejos de hacerlo se acomodó en una mesa. Entonces amenacé con llamar a la policía, pero al tío le daba igual. Al final me vio bastante cabreada y se piró”. Un valiente, “un tonto”, en su retrato robot de este cliente que no pasaría de los treinta y pico. “El tío ya me estaba tocando la vaina como mujer”, continúa, “además de como persona. Estábamos solos en el bar y se me subió a la chepa.”

Es su peor vez, aunque no la primera: “Nada más abrir la gente ya quiere entrar en el bar. Me preguntan: ‘Oye, ¿ponéis música y servís?’ No sirvo alcohol hasta una hora para que no se metan los del after”, puntualiza. Otro trance de dudoso gusto fue con “un cliente que ya había venido el día anterior. Me había quedado con su cara, era como raruno. Estaba sin dormir o algo así, y me pidió vino. Se sentó y el tío se quedaba sopa. ¡Por la mañana!”, grita la pobre sin dar crédito. “Yo le decía: ‘Perdona, es que te estás quedando dormido’. Da una imagen bastante chunga. Y él: ‘Sí, lo siento’. Fui como tres veces a decírselo. La última me dijo: ‘Ay, es que se está tan a gusto aquí, con la musiquita… Si ves que me duermo, vienes y me lo dices’. Otro le hubiera echado, pero yo aguanté el chaparrón. Tampoco me estaba faltando al respeto”, acaba reconociendo.

Menos desagradable fue para Carmelo la siguiente situación kafkiana: “Tuve que convencer a un cliente, que llevaba una merluza importante, de que ya me había pagado y que no hacía falta que me diese otros 500 euros. Casi una hora enseñándole el recibo de la tarjeta con su propia firma y que él no reconocía. Cada mes te pasan de media dos bizarradas parecidas”.


El gorila que lo quiere todo 
El cliente provecto

También el restaurante de Óscar se nutre de “gente mayor que se ha pasado el día con su familiar en el hospital y te quieren contar su vida”. Retrata así a esa tercera edad que “por el mero hecho de ser mayor piensa que tiene derecho a todo”. Pone un ejemplo ilustrativo: “Un señor que ya conozco y con el que tengo mucha paciencia estaba comiendo en una mesa y me llama:

– Oye, tú, ¡capullo! Este rabo estofado es el más rico que me he comido en mi vida. ¿Me puedes poner lo que sobra para llevar?

– Claro, pero ¿por eso me tiene que llamar capullo? ¿Era necesario?” El perfil mezcla edad vetusta y espíritu impertinente, véase a continuación.

El cliente faltón

Al actual responsable de la restauración de un grupo hotelero en Granada, con otros 4 años más de experiencia en un hotel de lujo en Ibiza, casi tuvimos que taparle la boca. “Los peores son los maleducados”, arremete José sin esperar a los preliminares. Una última “movida” en la que unas chicas reservaron un cumpleaños en el restaurante y le “montaron un pollo que no veas”, le sirve para defender que “el cliente muchas veces no lleva la razón”.

A tumba abierta, rememora alguna jugarreta sonada. “En Ibiza tuvimos un grupo de 300 judíos franceses celebrando la Semana Santa judía y fue la peor experiencia de mi vida laboral”, nos cuenta. “Las personas más maleducadas, exigentes y sinvergüenzas que te puedes echar a la cara. Te dan ganas de pelearte con el cliente: usted me revienta, yo le reviento… Alucinante”. Glups. José sigue con aquel infierno: “Tiraban los cubiertos al suelo para que los recogiéramos, como si fuéramos sus esclavos. Lo camareros hicimos un motín en mitad del restaurante para no servirles nada más hasta que la organización nos pidió perdón”.

“Aquí gozamos de un 95% de clientela de calidad”, nos cuenta al otro lado de la barra un camarero venezolano. Nótese que gradúa al público como lo haría con sus pócimas alcohólicas en un bar que prepara sus propios macerados. “No tenemos gente pesada, tenemos muy buenos clientes”, continúa con la sana publicidad. Habrá que quedarse entonces con el 5% restante. ¿Qué es lo que más odias de un cliente?, ataco. “Más que la indecisión, es la forma de hablar”, nos dice. Venden un tipo de alcohol distinto y al explicar de qué se trata “ese 5% suele ser un poco arrogante”. ¿En plan yo sé más que tú?, pregunto. “¡Sí!”, responde conciso. Bingo, nos suena de algo esa gente.

“Tengo un restaurante de menú y doy con gente que se las da de millonario”, nos cuenta Óscar. “El típico que te da palmaditas o que te chista, gente muy maleducada que luego resulta ser la más miserable. Gente que te pide que le hagas descuento por cualquier razón. Y si no, se lleva las naranjas, las manzanas o las botellas de agua”. A José le silban no por piropearle sino para pedirle la cuenta. “Yo me acerco educadamente”, recrea el camarero andaluz, “y le digo: disculpe caballero, no veo ningún perro por aquí”.

El cliente guiri

Además de explicarnos la extraña manera de pedir la cuenta que tienen los japoneses, “haciendo una cruz con los dedos”, al tirar de anecdotario profesional Carmelo se acuerda de una clienta argentina “a la que le habían dicho que la grasa del jamón era buena para la piel, por lo que se frotó una ración de jamón ibérico por los brazos y la cara ante la atónita mirada del personal del bar”. Un testimonio espeluznante que merecería sin duda engrosar asimismo la categoría de cliente rarito.

Sin embargo, si para la joven camarera de Alonso Martínez, la “gente borde, desagradable y maleducada es el pan de cada día”, coincide con el camarero venezolano en su análisis del cliente español, al que según él le falta “un poquito a la hora de pedir por favor, dar las gracias, entrar y decir buenos días, buenas tardes”.

 El cliente rencoroso y cibernauta

Nuestro Óscar no evita tocar un tema espinoso: TripAdvisor. “Un señor me había reservado una mesa en pleno verano, un sábado a las tres. Eran las tres menos cinco y el señor muy nervioso. A las tres y tres minutos tenía la mesa lista, pero con sus santos cojones me puso en TripAdvisor un pésimo como una catedral. Tiempo después, el hombre volvió. Me dijo que lo sentía, que se había equivocado. Pero con sus santos cojones no rectificó en TripAdvisor”, concluye demostrando que lo tiene superado. “Otro vino con una familia de ocho personas sin reserva en pleno verano”, prosigue un Óscar lanzado. “Les hice esperar un poco, obviamente, pero les puse una mesa y quedaron todos encantados. Menos este tocahuevos que me plantó una nota negativa en Tripadvisor diciendo que no iba a volver. La familia sigue viniendo y él también. Sé que es él, pero no le he dicho nada”, revela resignado.

“Tienes que tragar ahora con demasiadas cosas para no recibir una mala crítica”, admite. “Te dicen que has tardado más de la cuenta, que no les gusta como está decorado el local, que el papel del baño les raspa el culo. Me parece injustísimo”, se queja Óscar antes de brindarnos el extra de un bonito simpa: “Un matrimonio se levantó, dijeron que se iban a fumar un cigarro y se piraron”.

El cliente rarito

“Das con cada loco que alucinas”, conviene el mismo Óscar. “Me ha llegado a salir un tipo del hospital con la bata y el culo al aire a tomarse chupitos porque le iban a dar una mala noticia y venir luego a buscarle los enfermeros”.

El pozo inagotable de batallitas que es José comparte su recuerdo más álgido. “Lo más gracioso que me ha pasado fue en Ibiza cuando tuvimos a un grupo de 400 swingers”, recuerda divertido. Ante mi estupor por la impresionante cifra y mi consiguiente avidez de detalles, José sólo nos contó que “un hombre se acercó a la barra a pedir un cóctel fuerte porque su mujer se estaba cepillando a otro enfrente de él”. Mal de Amores, se llamaba el cóctel. Un contrato de confidencialidad le impide hacer más sangre de aquello.

El cliente comidista

Un bar como el de Íñigo ha visto pasar varias generaciones de clientes fieles, por lo que su anecdotario tiene mucho de inconfesable. Para compensar nos regala un par de chascarrillos que rebosan espíritu 100% Comidista. “Las cosas gastronómicas más raras que nos hemos encontrado en el bar…”, anticipa. “¡A una señora se le cayó un tupper con bacalao al pil-pil a las cinco de la mañana!”, clama todavía pasmado. Cosas de Bilbao. “Hace un par de semanas a una señora”, otra distinta, suponemos, “se le cayó una botella de aceite de oliva. Imagina la que lías en un bar, ¡cómo patina!” La gente viene a tu bar con cosas muy raras, hacemos ver a Íñigo. “Sí, ese es el rollo”, y se parte la caja. “Y un tío, del que nunca supimos nada”, insiste a modo de colofón, “se dejó una paella de metro y medio de diámetro. Nunca volvió. Vendría de un txoko, iría muy pedo, no sé… ¿Por qué vas con una paella de metro y medio? En aquella época no debíamos tener portero”, apunta intentando hacer memoria. Está claro: la noche es infinita. Y más en Bilbao.

martes, 3 de abril de 2018

50 años de los Novísimos

Antonio Lucas, en El Mundo, 1 de abril de 2018: "50 años de los novísimos: la última tormenta de la poesía española":

Una nueva estética sacudió el final de los 60. Gimferrer, Félix de Azúa, Carnero, Vázquez Montalbán, Panero, Martínez Sarrión... rompieron amarras y tripularon la modernidad en tiempo de miseria

Cuando Mayo del 68 en París, algunos de los poetas españoles que forzarían un cambio de agujas en la literatura del final de la dictadura no habían publicado aún su primer libro. Estaban haciéndose a su manera y mirando a los predecesores con recelo aniquilador. Varios de aquellos pimpollos dieron cuerpo algo después, en 1970, a la antología firmada por el crítico Josep Maria Castellet, Nueve novísimos poetas españoles (Seix Barral). No fue el único trabajo de la época que intentó acuñar un relevo de juventud en la poesía. (Antes lo apuntaron José-Miguel Ullán en la revista malagueña Caracola; la selección de nuevos poetas en la revista leonesa Claraboya; o las ediciones de Enrique Martín Pardo y de Francisco J. Carrillo en la colección El Bardo). Pero la de Castellet levantó más ruido, más estímulo y más animadversión. Fue el trabajo que determinó que algo mudaba de nuevo en la poesía. Y no sólo anunciaba un cambio modal, sino de espíritu. Los Nueve novísimos (y Castellet como zahorí) apostaban por fundar una nueva astronomía con la potencia del que busca inaugurar su sitio. En sólo unos meses la antología vendió los 5.000 ejemplares de la primera edición, una cifra insólita para el momento y, sobre todo, para la poesía de un grupo de jóvenes aún por descubrir.Los escogidos eran ocho hombres y una mujer: Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, Pedro (hoy Pere) Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Ana María Moix y Leopoldo María Panero. Habían nacido entre 1939 y 1948. Tenían Barcelona y Madrid como sedes comerciales. Casi todo sucedía entre las dos ciudades, infestadas de franquismo. Ellos ondeaban contra la dictadura un fuerte desprecio. «Aunque no todos podíamos ser considerados activistas de izquierdas. Y los cambios políticos y culturales no empezaron en este país ni en 1968 ni en 1970. En ese mismo año, por ejemplo, ocurre el Proceso de Burgos. Y en 1974 el asesinato de Puig Antich», apunta Gimferrer. Eran días de soflamas en medio mundo. De apetito por lo nuevo. En España existía la censura, dominaba el ambiente un nacionalcatolicismo paralizante, la mojigatería sexual y una moral cuartelera y casposa. Aquellos jóvenes buscaban otras tradiciones literarias fuera de este terruño, que a la vez mostraba algunos síntomas postizos de evolución en el ámbito del arte: el informalismo español se había desplegado en la Bienal de Venecia de 1958 y algunos de esos creadores protagonizaron en 1960 la exposición New Spanish Painting and Sculpture en el MoMA de Nueva York. Aún así, la cutrez medioambiental todavía tiznaba como el monóxido. Los poetas de la Generación del 68 (término acuñado, entre otros, por el profesor Juan José Lanz) acumulaban referentes mundanos que extraían del cine europeo y norteamericano («verdadero aglutinante del grupo», según Molina Foix), de la música, del pensamiento, del arte. Lo sugerente venía para ellos de cualquier lugar que no fuese este. Rechazaban el intimismo primario y el realismo social que habían sido seña de identidad de generaciones anteriores. Su desafecto era el correlato estético de una corriente de cambio social y político. Mantenían, de algún modo, afinidad con el espíritu volatinero que impulsaron los hombres y mujeres del 27, rebanado pronto por la Guerra Civil. Los jóvenes poetas que dieron sentido a la Generación del 68 tomaron el testigo contra todo lo demás. Contra todos los demás. «Éramos gente culta y muy exhibicionista», subraya Martínez Sarrión. Algunos de sus primeros libros pasaron a ser casi manifiestos fundacionales de lo por venir: Teatro de operaciones (1967), de Martínez Sarrión; Museo de cera (1978), de José María Álvarez; La muerte en Beverly Hills (1968), de Gimferrer; Dibujo de la muerte (1967), de Guillermo Carnero; Baladas del dulce Jim (1969), de Ana María Moix; Así se fundó Carnaby Street (1970), de Leopoldo María Panero.Castellet tomó la idea de su antología de aquella otra que Einaudi publicó en Italia, I novíssimi (1961). El grupo que confeccionó el crítico catalán, con Gimferrer de consejero áulico, no tenía vocación generacional, pero sí articulaba una promoción. Tampoco practicaban una estética común, aunque sí cómplice. No todos eran amigos. Y entre los mayores y los más jóvenes existía una cierta distancia emocional. Pero la propuesta funcionó. Medio siglo después de aquella aventura, seis de los protagonistas (tres han fallecido) repasan aquel tiempo que algunos de ellos han fijado en libros de memorias, en textos misceláneos o en novelas documentales. Medio siglo después, mantienen impresiones dispares sobre lo que entonces sucedía. Lo único más o menos claro es esto: unos jóvenes vinieron a postularse como recambio de la poesía española. Aunque algunos de esos jóvenes (con otros que quedaron fuera de la antología tutelar) se dispersaron después por distintas sendas (todas literarias). España estaba revolviéndose contra el bozal de otro modo. Y el hombre, entretanto, ensayaba saltitos para pisar la Luna.

MAYO DEL 68 ESTABA IMPLÍCITO EN EL ÁNIMO DE MATAR A TODOS LOS PADRES POSIBLES Y EN EL INTENTO DE ESCRIBIR DE OTRO MODO. EN NUESTRA POESÍA Y EN NUESTRA INTENCIÓN
VICENTE MOLINA FOIX

¿Qué significó Mayo del 68 para los poetas novísimos? Antonio Martínez Sarrión dispara: «Influyó, pero creo que de una manera bastante oblicua. Por mandato de las autoridades fascistas, la prensa obvió menciones sobre el asunto que pudieran perjudicar a la dictadura. Algunos pudimos ir a París y a Londres, donde vimos mucho cine y comprábamos libros que en España no se encontraban. En los que teníamos la suerte de poder salir, Mayo del 68 sí influyó de algún modo». Félix de Azúa no cree, sin embargo, que aquello dejara huella clara en lo que fueron los Novísimos: «Poco o casi nada. Se cabrearon los poetas del Régimen y también los del Partido Comunista. Hubo críticas histéricas y comentarios soeces, pero ni un sólo artículo serio. Típico». Guillermo Carnero sí encuentra algún eco favorable: «Entre el Mayo de 1968 en París y la resistencia antifranquista de los 60 hay semejanzas y analogías que los historiadores y los sociólogos conocen mejor que nadie. Para quienes éramos jóvenes entonces, aquel tiempo significó el descubrimiento de la lectura, del cine, del sexo y de la escritura en una Barcelona que fue enormemente generosa con nosotros. Viva moneda que nunca se volverá a repetir». Y Vicente Molina Foix detecta algún vaso comunicante entre lo que ocurrió en París y ellos: «El espíritu de Mayo del 68 estaba implícito en el ánimo de matar a todos los padres posibles (salvando a Luis Cernuda, Vicente Aleixandre y algunos autores extranjeros) y en el intento de escribir de otro modo. Eso estaba en nuestra poesía y en nuestra intención. Era una lucha pública y privada a la vez».Junto a los Novísimos había también otros poetas que buscaban senda nueva de expresión y completaban la Generación del 68: Antonio Colinas, Jaime Siles, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, Antonio Carvajal, Marcos-Ricardo Barnatán, Diego Jesús Jiménez, José-Miguel Ullán... La aparición de Arde el mar de Pere Gimferrer, en 1966, fue un acontecimiento que comenzó de algún modo el principio de desalojo. Preferían a autores como Ezra Pound, T.S. Eliot y ee cummings frente a Celaya, Blas de Otero o José Hierro. Respetaban a Valente y a Gil de Biedma, pero arremetían contra el realismo social con más desinterés que esfuerzo. Rescataban a autores coetáneos. «Uno de los que más me interesan de los mayores es Carlos Edmundo de Ory, que vivió una suerte de olvido quizá porque pasó más de la mitad de su vida en Francia. No tenía nada que ver con nadie», recuerda Gimferrer. Carnero también echó la vista a los poetas del Grupo Cántico. La poesía que entonces circulaba era de alta gradación masculina. Los referentes también buscaban otros espacios distintos: cine, jazz, el barroco, lo camp. El poema asumía una condición collage y los estímulos eran múltiples y lejos de cualquier sentimentalismo. Su escritura significaba un ventarrón necesario. Les asestaron el título de venecianos (por la Oda a Venecia ante el mar de los teatros, de Gimferrer) y culturalistas. La suya era una militancia cultural que apostaba por romper costuras en todas direcciones. Incordiaban y eso les seducía. Aunque hoy no se ponen de acuerdo en concretar si eran o no una generación, a la manera del 27. Gimferrer lo plantea así: «Más que una generación fuimos un momento y un movimiento respecto a otras poesías. Estábamos menos configurados que los poetas del 27 cuando aparecen en la antología de Gerardo Diego de 1931. Luego hay quien afirmó que los Novísimos fueron la última manifestación sociológica del franquismo, que suena paradójico». Molina Foix también descarta la vitola generacional: «Compartíamos intereses, nos leíamos, pero no teníamos ese espíritu. Predominaba una mezcla de lo político con lo pop, igual que un extremo esteticismo con un cierto desgarro de lo popular en algunos. Fueron los detractores que nos salieron al paso los que hicieron de los Novísimos una generación, no nosotros». Carnero carga con distinta pólvora: «No éramos un grupo cohesionado. Castellet hizo una apuesta con gran riesgo, y sólo en parte acertó. La antología se limitaba a los poetas, y varios de los nueve no habían demostrado serlo entonces, ni lo han demostrado después, aunque hayan destacado en novela o ensayo. La antología era sólo una parte, prematuramente configurada, de la generación, si bien algunos habíamos publicado libros que permitían presentir un fenómeno colectivo. Pero creo que sí nos considerábamos generación».

NO ÉRAMOS NI GRUPO NI NADA. GOZÁBAMOS DE LA BOBERÍA PROPIA DE LA EDAD Y TENÍAMOS FOBIAS COMUNES, PERO DESDE LA INDIFERENCIA DE LOS SOMETIDOS A LA DICTADURA 
FÉLIX DE AZÚA

Y Félix de Azúa huye al galope de esa acepción: «No éramos ni grupo ni nada. Algunos teníamos amistad, pero no todos. Y aunque inusualmente leídos, gozábamos de la bobería propia de la edad. Eso de las generaciones nos daba más bien un poco de risa. Teníamos algunas fobias comunes, pero más bien veíamos el panorama con la indiferencia de los sometidos a la dictadura. Con el humor negro de los pobres súbditos soviéticos».El caso es que Nueve novísimos se hizo con el centro de la poesía española de los años 70 y fue uno de los pernios en los que apoyó la hoja de ventana que se abría. Los 80 tuvieron a su grupo opositor, La nueva sentimentalidad o llamada a lo bruto poesía de la experiencia, pero esa es otra historia: guerrillas poéticas que hoy nada dicen. La herencia de la estética novísima tiene su rastro en algunos poetas (mujeres y hombres) de las últimas promociones. Sigue pesando su apuesta. Quizá no fuesen lo que pareció, pero dentro de aquella antología estaba el destello de algo distinto, de una nueva posibilidad de expresión poética por desencofrar. Medio siglo después de la que se denominó (años más tarde) Generación del 68, la poesía española les debe la apertura de compuertas hacia una expresión más libre, más abierta, más dispersa. Un mejor cuarto final de siglo XX.
Gimferrer, la mano que armó a los 'novísimos'

En marzo de 2001 la editorial Península reeditó 'Nueve novísimos'. Se cumplía poco más de 30 años de la antología armada por Josep Maria Castellet. Y de nuevo volvió el bullebulle de lo que supuso la aparición de aquel volumen en el proceloso mundo de la poesía española. Muchos de los convocados volvieron a apuntar a Pere Gimferrer como hacedor en la sombra de la sonora escudería. Él no niega intervención, pero rebaja la leyenda. "Sólo sugerí algunos nombres y di información". El resultado fue un pleno acierto. La poesía tuvo una boya nueva. Castellet le debe mucho (en este caso) a su informante.

miércoles, 28 de marzo de 2018

La sensatez no se oye. Entrevista a Emilio Lledó.

Antonio Lucas entrevista a Emilio Lledó: "Sin las humanidades, nada es posible". El Mundo, 28 MAR. 2018:

Este ilustre profesor que ha enseñado Filosofía durante décadas publica ahora 'Sobre la educación', y del libro y de lo que ahora nos acontece (Universidad, posverdad, nacionalismo, Humanidades) habla aquí

Antes de nada, Emilio Lledó (Sevilla, 1925) es el profesor que no ha perdido la vocación de las aulas, que no ha desfibrado su entusiasmo por enseñar. En Valladolid, en Heildelberg (Alemania), en La Laguna, en Barcelona, en Madrid. En institutos y universidades. Lledó es de esos hombres honestos y satisfechos que han desplegado Filosofía en miles de alumnos, generando gratitudes y una irremediable vocación de pensar. El lenguaje es otra de sus jurisdicciones razonadas. Y todo se concreta en un humanismo claro, desenvuelto, provisto de la lucidez de saber mirar al otro. Lledó no juega a impostar modales de posmodernidad, sabe que la lucidez de su pensamiento tiene mucho de plena vigencia. Como aprende en Platón, Aristóteles, Kant y Nietzsche. La verdad es lo sencillo. Este hombre habla acumulando sentido en lo que dice. El último de sus libros de ensayos y artículos es Sobre la educación (Taurus), donde insiste en algunos de los temas principales de su ideario: la necesidad de la literatura y la vigencia del pensamiento. Por dentro de estos textos asoman igual Juan de Mairena y Clineas, Schiller y Ortega.

La cultura, el saber, es una de las últimas coartadas sociales para la multitud. De ahí el desafío de este conjunto de ensayos. De ahí la palabra de Lledó.

Pero este libro no nace con afán de desafío. Es sólo el resultado de mi experiencia como profesor, que suma más de 50 años. La escritura de estos textos ha sido una tarea espontánea a lo largo del tiempo. Me alegra dejar testimonio de una vida, aunque parezca un desafío cuando tendría que ser una normalidad.

La tecnología va tomando cada vez más espacios de realidad, algo que de algún modo colisiona con los propósitos del Humanismo que usted reivindica, fomenta y defiende. ¿Los pone en peligro?

Ya lo están. Y no es fácil especular hasta dónde aguantará la filosofía y la literatura, tan necesarias sin embargo, en los planes de estudio y en la sociedad. Yo no me encuentro muy cómodo en este presente. Es nuestro mundo, lo sé, aunque también sospecho que estamos cometiendo entre todos un grave error.

¿Cuál?

Creer que las Humanidades son algo secundario de la vida humana. Es cierto que el aspecto utilitario en las Humanidades no parece inmediato como el de la tecnología, pero sin ellas no es posible nada. Nos aportan conocimiento y capacidad de reflexión crítica. La importancia y necesidad de los grandes conceptos (Justicia, Bien, Verdad) es algo que aprendemos de leer filosofía, de leer literatura.

Y en el auge de la confusión irrumpe el concepto de «posverdad».

Ese término me inquieta mucho. No sé qué significa exactamente: quizá sea el suplemento de pasión que ponemos en lo que creemos verdad y luego no lo es. La posverdad desfigura aquello que intentamos interpretar. Es un grave error de la política educativa el que se pueda tener en cuenta la posibilidad, aunque sea de un modo solapado, de abandonar lo que se llama Humanidades. En ellas reside la esencia misma de los seres humanos: la literatura, el lenguaje, el sentido exacto de las palabras para poder detectar quién nos manipula y para qué nos manipulan.

Y a la vez se estrecha la idea de libertad individual.

Naturalmente, la libertad es la libertad de poder cambiar, de poder pensar, de poder mejorar. Y para mejorar hay que ser libre. Si estás atado a unos conceptos que no tienen futuro en tu mente no eres libre, estás esclavizado. La libertad es fluencia y, a la vez, una manera de aprender cómo hay que vivir. Cómo es la vida colectiva, no sólo la individual. Por eso me sorprende tanto el resurgir del nacionalismo.

Que va a más.

El nacionalismo es un error, más cuando lo que necesitamos urgentemente es globalizar algunos sentimientos humanos.

Y razonarlos, ¿no hay un cierto miedo a razonar?

Lo hay. Y es muy desalentador. Hemos aceptado el que sean otros los que nos resuelvan el pensamiento, los que razonen por nosotros. En este sentido, la tecnología también tiene una gran responsabilidad.

Y la política también, que se ha ido vaciando de referentes vitales.

Eso es tremendo. Tiene que ver con la pérdida generalizada de sentido crítico. La cantidad de medios de comunicación que tenemos facilita resbalar si no se tiene una mínima base de comprensión. De ahí que sea tan importante que los chicos y chicas se acostumbren a leer desde temprano, que se familiaricen con la riqueza del lenguaje y con la posibilidad de impregnar de libertad las palabras.

Defiende también el lenguaje como uno de los rasgos constitutivos de la identidad de los individuos.

Lo creo plenamente. Lo más difícil, ya lo decía la tradición griega, es conocerse a uno mismo. Y a esa posibilidad sólo se accede desde el lenguaje. Con un lenguaje lleno de humanidad, de sentimientos, de ideas. No vale sólo patinar por el lenguaje que se nos entrega, sino que hay que profundizar en él.

Las últimas noticias sobre una de las universidades públicas de la Comunidad de Madrid no son muy alentadoras sobre esto que habla, parece que la inmundicia de cierta forma de entender la política se ha instalado en ella.

La Universidad es una apertura, nada tiene que ver con esa inmundicia a la que algunos y algunas la someten. La Universidad ha sido mi vida, así que sé bien de lo que hablo. Al releer estos textos veo que reúnen algunas de mis preocupaciones esenciales, que vienen directamente de la experiencia.

De ahí esa defensa sin fisuras del educador.

Claro. Frente a esos políticos que piden un ordenador por cada alumno, yo reivindico más profesores para más alumnos. Los ordenadores, sin alguien que los llene de sentido, te atropellan.

jueves, 22 de febrero de 2018

Anecdotario del insulto

Breve antología del insulto
Publicado por Marcos Pereda

Lo sientes nacer en un espacio indeterminado de tu estómago. Lentamente. Al principio es poco menos que un borborigmo amorfo, el equivalente en sonido de las criaturas fungosas de Lovecraft. Poco a poco se va componiendo, de manera lánguida, deliciosa, puliendo las aristas. Dibuja el alcance, paladea el impacto. Asciende desde tus más profundas entrañas, toma aire en los pulmones, saca fuerzas de tu corazón, se encamina hacia tu boca. Subglotis, glotis, epiglotis, cuerdas vocales que cimbrean alegres el adecuado tono. Y llega hasta tus labios. Pam. Seco, sonoro, contundente. Miradas aterradas, pequeños gritos que se ahogan, gestos de incredulidad, a lo mejor cierta sonrisa condescendiente. Notas como si te hubieses quitado un peso de encima. Qué bien sienta.

El insulto en la historia

No manejo el dato, pero tengo pocas dudas de que las primeras palabras expresadas con claridad por la boca de algo que podemos denominar Homo sapiens serían un insulto. Posiblemente llamando feo a su interlocutor, o por el estilo. Y es que si de aguzar el ingenio y forzar las meninges se trata lo de la falta de respeto es campo insuperable…

Lo podemos constatar desde la antigüedad. La Epopeya de Gilgamesh, la narración épica más ancestral conocida, está trufada de insultos. Insultitos, podríamos decir, cosas como «hediondo» apareciendo aquí y allá para solaz de G. R. R. Martin, imagino (o de Cristina Macía, su traductora, vaya). Brota también, de forma paralela, la mímica para acompañar a estas palabras. Ya desde los textos homéricos se coloca la mano abierta con los dedos muy extendidos y separados entre sí, la palma dirigida directamente a quien se está injuriando. Esto se utiliza aún en Grecia, así que cuidado si están de vacaciones y pretenden pedir cinco copas en un pub, porque pueden salir a hostias…

Como les digo, imprecaciones sin mayor maldad, más allá de desear que te pudras en los infiernos y toda tu parentela perezca. Pero sin calidad rítmica, sin magia. Para eso debemos esperar a los romanos, que eran unos tipos mucho más pragmáticos, y con un estilo decadente casi desde el principio que vuelve loco al amante de lo corrompido. Una civilización que deja plasmado, en los famosos restos de Pompeya, el relieve de un pene rodeado por la leyenda HIC HABITAT FELICITAS («aquí se encuentra la felicidad»). Ya ven, los poetas de los urinarios públicos tienen sus propios clásicos. Pues bien, estos romanos sí que nos legaron ciertas creaciones interesantes en el muy noble arte del insulto. Cosas como planissimus (el que se pasa de plano, de llano… el tonto, vamos), verbero (quien merece azotes como castigo, no como placer) o el muy sonoro furcifer, que designa al ladrón (prueben a repetirlo….furcifer…furcifer…se le llena a uno la boca). Además serán los romanos quienes entreguen al mundo un insulto aun hoy muy utilizado, aunque desprovisto de su contexto: pathicus. O cabrón, vaya.

¿Echan de menos los muy eufónicos insultos ibéricos? Pues no deberían porque los hay, y conocidísimos. Tenemos idiotas censados desde el siglo XIII (el insulto, no las personas, que aparecen ya en el principio de los tiempos), tenemos imbéciles desde 1524, zoquetes desde 1655 (aunque dado su origen árabe es probable que el término u otro similar se usase durante toda la Edad Media), tarugos desde 1386, y pendejos desde la época de los Trastámara. Por cierto que con este último ha ocurrido algo desafortunadamente habitual cuando del noble arte del insulto hablamos: se ha perdido su significado original. Porque un pendejo es un pelo que brota del pubis. No me negarán que es una bella forma de faltar al respeto.

Pero hay más, algunos con su explicación y todo. El primer gilipollas de la historia de España, por ejemplo, dicen que fue un ministro de Hacienda, inaugurando a juicio de algunos glosadores una larga relación entre el cargo y la consideración. Esto, quede claro, no lo afirma el autor del texto, ¿eh?, no se me vengan arriba.

Resulta que don Baltasar Gil Imón de la Mota tenía un cierto complejo por sus orígenes humildes. Extraño, quizá, porque pese a eso nuestro Gil había logrado ganarse, entre el siglo XVI y el XVII, la confianza de dos reyes (Felipe III y Felipe IV) y otros tantos validos (el duque de Lerma y el conde-duque de Olivares), ascendiendo en la alta sociedad madrileña hasta puestos tan importantes como los de contador mayor de cuentas o gobernador del Consejo de Hacienda. Pero, ay, no tenía un titulazo de esos de poner en la tarjeta de visita y dejar a todo el mundo boquiabierto. Así que, hombre emprendedor, decidió que iba a emparentar con las altas dignidades vía prole. Dos hijas nada menos, Fabiana y Feliciana (otras fuentes dicen que tres), a quienes buscaba casar con alguien de buen copete, por lo que no perdía oportunidad, fiesta o sarao para exhibirlas como si de preciado trofeo se tratasen. Sucede que, al parecer, las muchachas no eran demasiado agraciadas pero, sobre todo, resultaban algo estólidas, por lo que la insistencia de don Baltasar resultaba ya comidilla y chanza entre los pisaverdes (los pijitos…otro insulto a recuperar) de la Corte. Hasta tal punto que cuando se veía aparecer a padre y herederas por la puerta de los bailes todos cuchicheaban. Por ahí vienen don Gil y sus pollas (una forma despectiva de referirse a las muchachas jóvenes en la época), decían. O, abreviando, por ahí llegan los Gil-y-pollas. Ya ven. De ahí al infinito, que se non è vero è ben trovatto.

Ni siquiera los eclesiásticos se libran de ese gustirrinín que deja en el cuerpo un insulto bien lanzado. Lo que no es de extrañar, ojo, que ya la Biblia recoge todo un reguero de imprecaciones dichas con acierto, y hasta el mismo Jesús, nos cuentan los evangelistas, tenía a veces en los labios un «hipócrita», «serpiente» o «malvado» presto a brotar…

Mi intercambio dialéctico preferido en este campo data del siglo VIII, y tiene como protagonistas a Elipando, un arzobispo de Toledo, y a Beato de Liébana, el monje autor de los «Comentarios al Apocalipsis» que luego serán profusamente copiados, e iluminados, durante toda la Edad Media (de hecho esos tomos serán conocidos como Beatos). Todo muy El nombre de la rosa, para entendernos. Pues bien, estos dos tipos tenían una polémica bastante gorda en torno al año 785 (invierno arriba o abajo) sobre una herejía que se llama adopcionismo y que, básicamente, permitía a Elipando vivir cojonudamente en el Toledo musulmán mientras otros cristianos, entre ellos Beato, chupaban frío y humedad en las tierras del norte. Se hacen una idea. El caso es que el amable intercambio epistolar que se dedicaron los sujetos contiene algunas de las mejores muestras de hostias dialécticas que jamás fueran creadas. Elipando dice de Beato que era un milenarista (al parecer esto era cierto, y Beato convenció a la alta sociedad lebaniega para que esperasen el fin del mundo en un monte durante una especie de fiesta rave que acabó con todos satisfaciendo sus apetitos) y Beato le contesta, cuidado, que Elipando es el cojón del Anticristo. Ojo, el Cojón del Anticristo. Detengámonos en el término y analicémoslo. Luego pensemos dónde se sitúa el tal cojón y las cosas que podrá ver durante toda la eternidad. Escalofriante. Elipando, ni corto ni perezoso, dice de Beato que tiene la boca hedionda y es fetidísimo (lo que en la Edad Media parece poca ofensa, la verdad) y después le llama antifrasto, que es un insulto muy elegante y distinguido, demostrando gran inteligencia y una puntería aguda al dirigirlo a quien lleva por nombre Beato (la antífrasis consiste en afirmar lo contrario de lo que se quiere decir, con lo que nuestro Elipando viene a señalar la ironía de que alguien llamado Beato sea un pecador de la pradera). Todo un arsenal, como ven los lectores, de dialéctica postpatrística y mala leche.

Escribiendo faltas de respeto

Si lo del insulto es género literario de por sí, y a estas alturas nos va quedando bien claro, es menester pensar que quienes mejor lo manejen sean los propios escritores, ¿verdad? Y de entre todos podemos destacar a los gigantes del Siglo de Oro español, no en vano reúnen dos grandes facultades que los hacen gigantescos creadores de ofensas: su maravilloso dominio del lenguaje y su gran condición de hijos de puta resentidos, envidiosos y crueles.

Seguramente el más conocido en estos menesteres sea Quevedo, en quien convivían admirablemente todas las características antes señaladas. A Góngora le llamaba desde bujarrón hasta marrano (por tener sangre sucia, no por cerdo…aunque ya entrados en materia al bueno de don Francisco no creo que le importase el equívoco), además de lo de la nariz (también por lo hebraico) y otras pequeñas minucias más mundanas, como comprar la casa donde vivía para luego desahuciarlo, cual si de un banco cualquiera se tratase. Pero no era el único. El mismo cordobés no dudaba en responderle, tachándolo de ignorante, borracho o cojo (acertaba dos de tres). También solicitó, en una ocasión, las traducciones que hacía Quevedo del griego para leerlas con su ojo ciego (el que es poeta es poeta)… es decir, para limpiarse el culo con ellas (con perdón del copista, aclaramos). También reparte a Lope, de quien dice que es un necio, un zote, un tagarote (el escribano de un notario… coincidirán conmigo en que llamar notario a un poeta es el insulto más grave de todos los recogidos aquí). El Fénix trufa sus comedias con perlitas de todo tipo, desde babieca hasta sandio, pasando por zamacuco, tuturuto, sansirolé, mamacallos (razonen el significado específico de este), tolondro, cipote (ejem) o estólido, que es uno de los que más utilizo en mi vida diaria. Ah, también se mete con alguien llamándole zurdo, para que vean cómo cambia la historia. Y de Cervantes qué decir… leer El Quijote es encontrarse con toda una retahíla de desprecios y repulsas. Claro que, como dice Sancho Panza, «no es deshonra llamar hijo de puta a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle». Un poco lo que hacen hoy algunos, que pasan del «usted» al «qué tal, cabronazo» con (insultante) facilidad.

Luego los grandes escritores tienen ese je ne sais quoi que les hace responder raudos con un insulto certero en momentos de máxima tensión. Porque esa, y no otra, es la mayor muestra de genialidad que se puede exponer. Como aquella vez que Emilia Pardo Bazán se cruzó con Benito Pérez Galdós en una escalera (ambos traían detrás toda una historia que acabó mal, porque menudos dos torrentes, amigos) y le espetó, muy digna, «viejo chocho», a lo que don Benito respondió, con toda su tranquilidad y su cara de billete de mil pesetas, lo mismo pero cambiando el orden de los términos.

Claro que el campeón invicto de los insultos fue un belga catolicote y aburrido que firmaba como Hergé. Vale, en las páginas de los veintitrés álbumes protagonizados por el sosainas de Tintín no hay sexo, no hay muerte (y cuando la hay aparece representada con diablillos naíf), no hay demasiada sangre. Pero insultos…vaya, en eso Hergé mostró tener una enorme inventiva, y una mala uva que se agradece un montón. Ambrosía para los paladares más exigentes, sí, cuando Archibaldo Haddock saca a relucir su muy extenso lenguaje, seguramente aprendido en tabernas (igual hasta en burdeles) de barrios portuarios por medio mundo. Un total de doscientos sesenta y cinco insultos hay censados en las quince aventuras donde aparece Haddock, lo que nos da una maravillosa media de casi dieciocho por libro. Extensa lista que destaca, además, por su originalidad: desde anacoluto hasta grotesco polichinela, pasando por Atila de guardarropía, logaritmo, mujik, Mussolini de carnaval, coloquíntido, zapoteca de truenos y rayos o, mi preferido, bachi-buzuk de los Cárpatos. Ojo, muchos de ellos definen realidades poco o nada ofensivas (un bachi-buzuk, por ejemplo, es un mercenario otomano) con lo que podemos inferir otra de las características principales del insulto: su intención. No importa qué llames al otro, sino hacerlo con el tono correcto.

El Hergé español, al menos en cuanto a los insultos, es sin duda (en pie todos, por favor, y aplaudan con fuerza) Francisco Ibáñez. Sus creaciones están salpicadas de ofensas bien dichas, destacando las descacharrantes últimas viñetas que (casi) siempre muestran a sus personajes persiguiéndose en una orgía de violencia física y verbal que hoy sería sin duda censurada por traumática para los niños. Berzotas, merluzo, alcornoque, botarate, mentecato…a uno se le llena la boca de miel solo con decir esas palabras. Lo mejor, háganme caso, es repasar la obra de este artista genial para disfrutar con la luminosidad de sus insultos.

Delicias endémicas

Si hay algo que une a toda la humanidad, por encima de credos, procedencia o ideologías, es su tendencia natural por insultar a sus semejantes. Lo cual no quita, evidentemente, para que cada cultura tenga sus propias formas de cagarse en los muertos ajenos, muchas veces en base a criterios de carácter geográfico, evolutivo o, simplemente, en atención al capricho del momento.

Existen una serie de bases que pueden resultar intercambiables en todo el mundo. Las palabras, por ejemplo, que se refieren al pene (cazzo), a la vagina (figa) o a la vida pública de la progenitora (figlio di puttana), todos en italiano. También, claro, las maldiciones familiares (el serbio «me cago en todos los de la primera fila de tu funeral» me parece especialmente acertado) o las que te invitan amablemente a irte a ciertos lugares o realizar ciertas actividades (en francés te dicen va te faire mettre y claro, como suena tan bien, te cuesta hasta ofenderte).

Pero después hay toda una caterva de particularidades idiomáticas e incluso regionales que merece la pena destacar. Algunas, de tan repetidas, hasta parecen haber perdido su significado original, como las inglesas asshole o motherfucker, con cuya traducción literal quizá deberíamos solazarnos cada vez que las escuchamos en una serie. Los daneses, ese país con unicornios y contratos únicos, tienen una expresión bastante gráfica que es kors i røven, y que significa literalmente «(que te metan) una cruz por el culo». Ya ven, tanto Kierkegaard para esto. En el educadísimo idioma japonés nos pueden decir kuttabare y nos tenemos que joder, o llamarnos manuke y a lo mejor no lo entendemos, por tontos. Y los habitualmente chiflados rusos también extienden esa extravagante visión del universo a sus imprecaciones, con cosas tan llamativas como yob tvoyu mat (que puede significar, dependiendo del contexto, desde el literal «he besado a tu madre» hasta «vete fuera de mi vista»…ya me dirán la relación) o júy (que lo mismo sirve para hablar del pene que para designar a un imbécil).  

Con el otro lado del Atlántico compartimos el uso del castellano y la mala baba para insultar. Ya hablamos, oh sí, de los pendejos, pero también están los boludos, los perros, los huevones, la chingada, el verraco o el chimpapo. Incluso tenemos gozosas expresiones compuestas, hallazgos felicísimos de nuestro maravilloso idioma que, una vez más, usamos sin tener en cuenta su significado literal. Así, que te manden a la «concha de tu madre» o a comer un «pingo» resulta toda una experiencia. Hay que aplaudir desde aquí el esfuerzo que la conocida serie Narcos ha hecho para dar a conocer por todo el mundo alguna delicatesen verbal como «hijueputa» (hay que decirlo más), «gonorrea» o «sapo». Gracias, mil veces gracias, han enriquecido ustedes profundamente mis cenas de amigos.

También tenemos, por último, diferentes formas de entender las faltas de respeto dependiendo de los lugares de estas dos Españas, una te helará el corazón, donde te estén mandando a esparragar. Así, por ejemplo, si aquí en Cantabria le dicen que es usted un palajustrán sepa que lo llaman liante, que sí, que tiene mala idea, algo parecido a un talingón, o a un venigoso; y si lo tildan de mondregote le están haciendo saber que se lo tiene usted muy creído, pedazo de imbécil. Ah, las mujeres tienen sus insultos propios, claro, por lo de la paridad, y así las rámilas son hembras de mucho genio, las lumias son aquellas (sobre todo niñas) algo sabihondillas y repelentes, y bardaliega será la que gusta de pasar mucho tiempo detrás de los bardales o las zarzas, preferentemente en posición horizontal y acompañada…

En Galicia llamarán parvo al poco espabilado, y será babayu cuando pase a Asturias, babarrión en Cantabria o kaiku al llegar a Euskadi. Al mismo tipo le llamarán ababol en Aragón, faba en Catalunya, borinot en Valencia o penco en Andalucía. Si logra arribar, quién sabe cómo, hasta los pueblos de la montaña palentina se referirán a él como aberado, Por el camino le habrán escupido un bolo en Toledo, un fato en Valladolid y un zurumbático si se cruzó con Pérez-Reverte a la salida de la Real Academia de la Lengua. Al final toda una vuelta a España de lo más entretenida y didáctica. Aunque igual ni se ha dado cuenta, el muy estafermo.

Ya ven, mis queridos gaznápiros, que esta es materia extensa y de mucho solaz, por lo que nos apena especialmente tener que dejarla aquí, recién expuestos los grandes principios de nuestras tesis y apenas avanzada la investigación sobre el terreno. Eso sí, la certeza de haber contribuido a un enriquecimiento de su vocabulario más irrespetuoso es recompensa suficiente para nuestro esfuerzo.

Sean originales en sus reuniones familiares y de amigos. Insulten con creatividad.