LOS CLIENTES QUE MÁS ODIAN LOS CAMAREROS
Pelmazos. Déspotas. Babosos. Enfermos con el culo al aire. Varios camareros hablan de los peores clientes que han tenido que soportar, y sus anécdotas son oro puro.
A estos señores en algún momento les van a tocar las comandas.
MIGUEL ÁNGEL PALOMO 18/04/2018 - 08:03 CEST
“Jefe, ¿y mi cafelito?”. “¡Oye, pollo, la cuenta!” Cuando hay que insultar a España, se nos reduce a un país de camareros, pero uno de los gremios más desprestigiados aguanta estoico el peso de la rutina diaria. El primer carajillo del día, la comunión de la niña, el desfase nocturno, la comida de empresa, la despedida de soltero. El horror. Detrás de cada representación de esparcimiento hay un camarero sudando la gota gorda. Y frente a él, un cliente: el plasta, el borrachuzo, el intenso, el agonías, el gritón, el indeciso, el impaciente, el grosero y hasta el ladrón.
Si no reparamos en nuestra actitud como clientes, tampoco en la santa paciencia que estos currelas acumulan, en las toneladas de bilis que tragan o en el equilibrismo circense que demuestran al desfilar con una bandeja a pulso llena de peligros. Lidian con jornadas interminables, les obligan a veces a cobrar en negro y, de premio, han de memorizar comandas imposibles y sufrir la liberación ociosa del cuñadismo. Nos olvidamos de que trabajar en un chiringuito de playa equivale a muchos másteres de Cifuentes y derretirse con la pajarita anudada convalida una tesis doctoral en antropología cañí, donde la firma en el aire para pedir la cuenta es la marca del zorro del biotipo español.
Caballeros adormilados y argentinas que se embadurnan la cara con jamón. Chalados con el culo al aire y tuppers de pil-pil en la disco. Hasta fiestas salvajes de swingers, aunque esa sea una historia bajo secreto de sumario. Nos quejamos mucho de los camareros; que si no son profesionales, que si son bordes. Pero ¿cómo somos los que permanecemos al otro lado de la barra? Ellos nos retratan con su testimonio: necesitan desahogarse, porque el cliente no siempre tiene la razón.
El cliente plasta/impaciente/insufrible vs listillo
“Con los clientes pesados desarrollas un filtro que te permite apagar la frecuencia en la que emiten para centrarte en tu trabajo mientras contestas amable y mecánicamente con monosílabos”, se arranca Carmelo, un joven aunque ya experto camarero de un bar de tapeo del madrileño barrio de Conde Duque.
La tralla de 30 años como camarero, 24 de ellos dentro de uno de los locales imprescindibles en la noche bilbaína, explica el expediente de alguien como Íñigo que lo ha visto casi todo y que se las sabe todas. Sin el casi. “No soporto al impaciente. Es muy típico el que te dice que lleva media hora y acaba de llegar”, dispara Íñigo, que reconoce detectar a este tipo de listillo “a kilómetros”. El responsable del bar admite que “normalmente los camareros sabemos quién va a intentar irse sin pagar. Lo lleva escrito. Por su lenguaje corporal está diciendo te la voy a liar. Los fines de semana fuerzas para que te paguen al instante porque hay un tipo de cliente que parece estar mirando a la luna”. A Íñigo también le irrita el cagaprisas: “Podría entender más impaciencia en un sitio de menú del día, pero si vas a pasar la noche en el bar… ¿Qué prisa tienes?”; y los pesados: “Los que creen que en el precio está incluido el camarero psicólogo, los que te dan la chapa y tú te tienes que aguantar”. El plasta de diván, un clásico.
Una versión alternativa del cliente fatigoso es con la que suele lidiar Óscar, desde los 16 años trabajando en el restaurante familiar, en una localidad playera del norte del país, y hoy ya propietario. Por su cercanía con un hospital, al restaurante “vienen muchos médicos que son un poco altivos. Siempre tienen prisa y quieren que les atiendas rápido”, nos pone en antecedentes. “Y luego se tiran cuatro horas hablando en la mesa y quieren que les saques chupitos”, sentencia Óscar algo amargado.
"No soy fan de oír lo que la gente tiene que decir". EZGIF.COM
El cliente tostado
“Un día abro el bar a las diez de la mañana y se me cuela un tío todo pedo”, da comienzo a su vibrante relato una camarera de un bar de Alonso Martínez, en Madrid. “Como soy tan buena, le serví lo que me pidió, creo que un whisky, y se puso a darme la chapa. El pavo era un faltoso. Empezó a decir bobadas”, recuerda. “Me dijo: ‘¿No crees que el papel de las camareras es el de dar coba al cliente?’ Yo le dije que no pero él soltó: ‘pues haberte dedicado a otra cosa’. Ahí ya fue cuando le dije que se pirara”.
No quedó ahí la cosa: “Lejos de hacerlo se acomodó en una mesa. Entonces amenacé con llamar a la policía, pero al tío le daba igual. Al final me vio bastante cabreada y se piró”. Un valiente, “un tonto”, en su retrato robot de este cliente que no pasaría de los treinta y pico. “El tío ya me estaba tocando la vaina como mujer”, continúa, “además de como persona. Estábamos solos en el bar y se me subió a la chepa.”
Es su peor vez, aunque no la primera: “Nada más abrir la gente ya quiere entrar en el bar. Me preguntan: ‘Oye, ¿ponéis música y servís?’ No sirvo alcohol hasta una hora para que no se metan los del after”, puntualiza. Otro trance de dudoso gusto fue con “un cliente que ya había venido el día anterior. Me había quedado con su cara, era como raruno. Estaba sin dormir o algo así, y me pidió vino. Se sentó y el tío se quedaba sopa. ¡Por la mañana!”, grita la pobre sin dar crédito. “Yo le decía: ‘Perdona, es que te estás quedando dormido’. Da una imagen bastante chunga. Y él: ‘Sí, lo siento’. Fui como tres veces a decírselo. La última me dijo: ‘Ay, es que se está tan a gusto aquí, con la musiquita… Si ves que me duermo, vienes y me lo dices’. Otro le hubiera echado, pero yo aguanté el chaparrón. Tampoco me estaba faltando al respeto”, acaba reconociendo.
Menos desagradable fue para Carmelo la siguiente situación kafkiana: “Tuve que convencer a un cliente, que llevaba una merluza importante, de que ya me había pagado y que no hacía falta que me diese otros 500 euros. Casi una hora enseñándole el recibo de la tarjeta con su propia firma y que él no reconocía. Cada mes te pasan de media dos bizarradas parecidas”.
El gorila que lo quiere todo
El cliente provecto
También el restaurante de Óscar se nutre de “gente mayor que se ha pasado el día con su familiar en el hospital y te quieren contar su vida”. Retrata así a esa tercera edad que “por el mero hecho de ser mayor piensa que tiene derecho a todo”. Pone un ejemplo ilustrativo: “Un señor que ya conozco y con el que tengo mucha paciencia estaba comiendo en una mesa y me llama:
– Oye, tú, ¡capullo! Este rabo estofado es el más rico que me he comido en mi vida. ¿Me puedes poner lo que sobra para llevar?
– Claro, pero ¿por eso me tiene que llamar capullo? ¿Era necesario?” El perfil mezcla edad vetusta y espíritu impertinente, véase a continuación.
El cliente faltón
Al actual responsable de la restauración de un grupo hotelero en Granada, con otros 4 años más de experiencia en un hotel de lujo en Ibiza, casi tuvimos que taparle la boca. “Los peores son los maleducados”, arremete José sin esperar a los preliminares. Una última “movida” en la que unas chicas reservaron un cumpleaños en el restaurante y le “montaron un pollo que no veas”, le sirve para defender que “el cliente muchas veces no lleva la razón”.
A tumba abierta, rememora alguna jugarreta sonada. “En Ibiza tuvimos un grupo de 300 judíos franceses celebrando la Semana Santa judía y fue la peor experiencia de mi vida laboral”, nos cuenta. “Las personas más maleducadas, exigentes y sinvergüenzas que te puedes echar a la cara. Te dan ganas de pelearte con el cliente: usted me revienta, yo le reviento… Alucinante”. Glups. José sigue con aquel infierno: “Tiraban los cubiertos al suelo para que los recogiéramos, como si fuéramos sus esclavos. Lo camareros hicimos un motín en mitad del restaurante para no servirles nada más hasta que la organización nos pidió perdón”.
“Aquí gozamos de un 95% de clientela de calidad”, nos cuenta al otro lado de la barra un camarero venezolano. Nótese que gradúa al público como lo haría con sus pócimas alcohólicas en un bar que prepara sus propios macerados. “No tenemos gente pesada, tenemos muy buenos clientes”, continúa con la sana publicidad. Habrá que quedarse entonces con el 5% restante. ¿Qué es lo que más odias de un cliente?, ataco. “Más que la indecisión, es la forma de hablar”, nos dice. Venden un tipo de alcohol distinto y al explicar de qué se trata “ese 5% suele ser un poco arrogante”. ¿En plan yo sé más que tú?, pregunto. “¡Sí!”, responde conciso. Bingo, nos suena de algo esa gente.
“Tengo un restaurante de menú y doy con gente que se las da de millonario”, nos cuenta Óscar. “El típico que te da palmaditas o que te chista, gente muy maleducada que luego resulta ser la más miserable. Gente que te pide que le hagas descuento por cualquier razón. Y si no, se lleva las naranjas, las manzanas o las botellas de agua”. A José le silban no por piropearle sino para pedirle la cuenta. “Yo me acerco educadamente”, recrea el camarero andaluz, “y le digo: disculpe caballero, no veo ningún perro por aquí”.
El cliente guiri
Además de explicarnos la extraña manera de pedir la cuenta que tienen los japoneses, “haciendo una cruz con los dedos”, al tirar de anecdotario profesional Carmelo se acuerda de una clienta argentina “a la que le habían dicho que la grasa del jamón era buena para la piel, por lo que se frotó una ración de jamón ibérico por los brazos y la cara ante la atónita mirada del personal del bar”. Un testimonio espeluznante que merecería sin duda engrosar asimismo la categoría de cliente rarito.
Sin embargo, si para la joven camarera de Alonso Martínez, la “gente borde, desagradable y maleducada es el pan de cada día”, coincide con el camarero venezolano en su análisis del cliente español, al que según él le falta “un poquito a la hora de pedir por favor, dar las gracias, entrar y decir buenos días, buenas tardes”.
El cliente rencoroso y cibernauta
Nuestro Óscar no evita tocar un tema espinoso: TripAdvisor. “Un señor me había reservado una mesa en pleno verano, un sábado a las tres. Eran las tres menos cinco y el señor muy nervioso. A las tres y tres minutos tenía la mesa lista, pero con sus santos cojones me puso en TripAdvisor un pésimo como una catedral. Tiempo después, el hombre volvió. Me dijo que lo sentía, que se había equivocado. Pero con sus santos cojones no rectificó en TripAdvisor”, concluye demostrando que lo tiene superado. “Otro vino con una familia de ocho personas sin reserva en pleno verano”, prosigue un Óscar lanzado. “Les hice esperar un poco, obviamente, pero les puse una mesa y quedaron todos encantados. Menos este tocahuevos que me plantó una nota negativa en Tripadvisor diciendo que no iba a volver. La familia sigue viniendo y él también. Sé que es él, pero no le he dicho nada”, revela resignado.
“Tienes que tragar ahora con demasiadas cosas para no recibir una mala crítica”, admite. “Te dicen que has tardado más de la cuenta, que no les gusta como está decorado el local, que el papel del baño les raspa el culo. Me parece injustísimo”, se queja Óscar antes de brindarnos el extra de un bonito simpa: “Un matrimonio se levantó, dijeron que se iban a fumar un cigarro y se piraron”.
El cliente rarito
“Das con cada loco que alucinas”, conviene el mismo Óscar. “Me ha llegado a salir un tipo del hospital con la bata y el culo al aire a tomarse chupitos porque le iban a dar una mala noticia y venir luego a buscarle los enfermeros”.
El pozo inagotable de batallitas que es José comparte su recuerdo más álgido. “Lo más gracioso que me ha pasado fue en Ibiza cuando tuvimos a un grupo de 400 swingers”, recuerda divertido. Ante mi estupor por la impresionante cifra y mi consiguiente avidez de detalles, José sólo nos contó que “un hombre se acercó a la barra a pedir un cóctel fuerte porque su mujer se estaba cepillando a otro enfrente de él”. Mal de Amores, se llamaba el cóctel. Un contrato de confidencialidad le impide hacer más sangre de aquello.
El cliente comidista
Un bar como el de Íñigo ha visto pasar varias generaciones de clientes fieles, por lo que su anecdotario tiene mucho de inconfesable. Para compensar nos regala un par de chascarrillos que rebosan espíritu 100% Comidista. “Las cosas gastronómicas más raras que nos hemos encontrado en el bar…”, anticipa. “¡A una señora se le cayó un tupper con bacalao al pil-pil a las cinco de la mañana!”, clama todavía pasmado. Cosas de Bilbao. “Hace un par de semanas a una señora”, otra distinta, suponemos, “se le cayó una botella de aceite de oliva. Imagina la que lías en un bar, ¡cómo patina!” La gente viene a tu bar con cosas muy raras, hacemos ver a Íñigo. “Sí, ese es el rollo”, y se parte la caja. “Y un tío, del que nunca supimos nada”, insiste a modo de colofón, “se dejó una paella de metro y medio de diámetro. Nunca volvió. Vendría de un txoko, iría muy pedo, no sé… ¿Por qué vas con una paella de metro y medio? En aquella época no debíamos tener portero”, apunta intentando hacer memoria. Está claro: la noche es infinita. Y más en Bilbao.
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