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jueves, 14 de abril de 2016

Mi vida y los libros

Los libros te crïaron en tu infancia
y juventud, cuando palabras no hubo
que en tu oído anidaran, ni sonaba
un beso porque a alguien le importaras.
Con ellos se olvidaba la amargura;
marchabas con Guillermo y sus amigos
o seguías a Holmes como Watson
o viajabas con Nemo bajo piélagos
de noche, o invadías otros mundos
con los longevos héroes de Heinlein, 
y armaste una sonrisa ante las lágrimas:
sin los libros te habrías vuelto loco,
al contrario que aquel gran caballero.
Y aunque torpe verdad venía luego
ya habías descubierto su gran truco:
lo simple siempre oculta un gran misterio,
y la vida se hacía soportable
a pesar del dolor que granjeaba
el triste narrador de lo que existe:
personaje quizá entre otros muchos
que en una confundía las historias
contándolas sin gracia y sin secreto.
Las fuiste desvelando con el tiempo,
mas ni siquiera este consuelo dieron
a tu madre encerrada en su castillo
de silencio y espinas que impedía
alumbrar con su voz adonde estabas.
Como un tango salido del infierno
escuchaba otras voces de sí misma
que buscaban llegara a la ribera
del guion que le escribieron en los genes.
En su propia ruina era un fantasma,
una niebla de harapos de recuerdos,
su sueño era su vida e ignoraba
que se puede volver la pesadilla
en algo que merezca ser soñado,
y pudiera haberle dicho el Caballero
que no es la vida sueño, sino magia.

Mi poesía

Hace mucho que escribo poesía y de hecho fue lo primero que escribí, aunque no con la frecuencia que me gustaría. De las tendencias que descubría en mí y que el tiempo ha venido jerarquizando poco a poco se ha privilegiado la llamada poesía de la conciencia. No en vano nací el mismo año que Jorge Riechmann, Francis Vaz y Josu Montero, apenas separado por uno o dos años de la mayoría de los integrantes de esta tendencia.

martes, 5 de abril de 2016

Un día en la piscina.

Entre los cuatrocientos textos estancados que tengo en este blog y de los que voy sacando y actualizando algunos desde hace unas horas, está este de hace años que he retocado algo:

He visto algunas películas en estos días pasados; La legión del águila, Harry Potter y las reliquias de la muerte, Guía del autoestopista galáctico y unas cuantas más, que podría recordar mejor si las guías de Internet estuvieran hechas para gente alfabetizada; ahora sólo domina el iconito, el vídeo y la imagen que no conduce a algo ni informa de nada. La imagen vale mucho... pero que mucho menos que mil palabras. La gente de hoy en día es, menos que analfabeta, atextual: es incapaz de comprender un texto de más de medio renglón. Ejemplos: twiter, facebook, chats, móviles y demás. Este fragmentarismo nos va a romper a todos la cabeza. Debería de aprenderse mecanografía desde el parvulario, pero, habida cuenta de que todo el mundo te quiere cobrar hasta por tener vergüenza (que, dicho sea de paso, sale muy cara), dejémoslo a la enseñanza privada de uno mismo, pues fui yo mismo quien me preocupé de enseñarme esa materia, y no otro. La cuestión parece baladí, pero, ¿a que no habéis pensado que, sin esa facilidad que tengo para teclear, no habría podido escribiros los cuatro mil reportes que llevo de momento en esta bitácora?

Esta mañana me he ido a la piscina de San Martín de Porres, que es la falangista antigua que llamaban de Educación y Descanso; los supraburgueses se suelen ir a la del Polideportivo Príncipe Juan Carlos, más monina y molona, y los ultrapijos a la cubierta del gimnasio que hay al lado del nuevo conservatorio; yo, un infraburgués, me siento mejor en esta, pues pocos me conocen y, aunque me roben de vez en cuando, uno aprende también a guardar la ropa y la gente te trata con más educación, esa educación castellana tan llana y castiza. Las hormigas rojas se mostraron también muy educadas, aunque algo confusas, porque algunas se despistaron y subieron a mi toalla; yo las devolví al sendero recto con mi mejor papirotazo; espero que el chichón no les haya dolido demasiado; después de todo están muy lucias y gordas por las tortillas y paellas del bar lateral. El sol estaba en la gloria, afotoneándome de lo suyo, y me dejó colorado cangrejo a pesar de la capa de óleo sobre mi castigado pellejo aún por tatuar; mis sandalias playeras de un euro demostraron que lo barato es caro, porque una se deshizo enseguida. Y mis hijas hacían largos y cortos y el pino en el agua. Yo, a la braza, y leyendo el periódico El Mundo, generando vitamina D y doliéndome de un calambre por falta de potasio. Y así, remojados y arrugados como garbanzos, nos volvimos a casa.

jueves, 24 de marzo de 2016

Artículos compuestos para la Wiki en estos días

Tengo un buen Diccionario de autores rusos. Siglos XI-XIX sumamente raro, así que lo he aprovechado para crear estos artículos y revisar y ampliar otros, contrastando la información con otras fuentes de la red; escogí a los autores porque tuvieran relación con la novela picaresca, artículo que ya redacté, reformé y amplié hace tiempo y cuya sección europea he ampliado:

Vasili Narezhny
Mijaíl Chulkov
Matvéi Komarov 
Johann Beer (escritor)

Como ya escribí una Métrica para la Wikipedia, todavía me siguen interesando esos temas y he escrito una métrica inglesa y otra árabe que de momento son bastante rudimentarias:

Métrica inglesa 
Métrica árabe

Estos otros artículos sobre cultura rusa me interesan sobre todo por su valor social, y la Tournemir porque era la madre del hispanista:

Fiódor Reshétnikov
Círculo de Liubomudry
Yelizaveta Vasílievna Salias de Tournemir ‎

Este es un enciclopedista manchego del siglo XV que anda bastante ignorado:

Alfonso de Toledo 

Me salió por casualidad un género literario árabe que no estaba delimitado, así que le escribí un artículo:

Adab (género literario) ‎ 

Estos personajes tuvieron relación con La Mancha ciudarrealeña (Almadén, Puertollano) y andaban muy ignorados, así que les escribí y documenté un artículo

Enrique Cristóbal Störr 
José Álvarez de Cienfuegos 
Alberto Álvarez de Cienfuegos y Peña ‎ 

Como estoy especializado en prensa histórica, me sabía mal que el más antiguo periodista no tuviera biografía, y se la escribí; algo parecido pasó con el otro periódico:

Andrés de Almansa
Correo de los Ciegos

Andaba corrigiendo y ampliando sobre tertulias culturales y creé un artículo para hablar de la de la de Lorca en Granada:

El Rinconcillo ‎

Varios de estos estaban relacionados con el krausista (institucionista, más bien) Centro de Estudios Históricos, CEH, de principios de siglo, y me parecía mal que no tuvieran su recuerdo; se lo hice:

Matías Martínez Burgos
Ramón Bermejo Mesa 
Abraham Shalom Yahuda 
Julio Broutá
Galo Sánchez
José Giner Pantoja
Francisco Candil Calvo 
Pedro Longás Bartibás

Estos archiveros eran hijos del famoso investigador manchego de Talavera, así que completé la dinastía con sus biobibliografías:

Ramón Paz
Julián Paz 

Todos estos artículos nacieron de mi curiosidad por la poesía del Posmodernismo hispanoamericano:

Baquiné ‎
Poesía negra 
Eduardo Jonquières
Posmodernismo (literatura) ‎ 
Rufino Blanco Fombona

Estos otros son autores a los que he leído o quería leer (Crispin, por ejemplo, que es inencontrable): novelistas policíacos o de aventuras:

Michael Innes 
Edmund Crispin 
Len Deighton ‎
James Oliver Curwood ‎

¿Por qué se saben tan poco de los traductores de latín y griego del siglo XX? Por eso le hice un artículo a este autor, varias de cuyas traducciones he leído.

Vicente López Soto ‎ 

Estas son más o menos traducciones del francés y el italiano:

Roman de Silence ‎ (Trad. de la wiki francesa)
Charles Sorel ‎ (traducción referenciada de la wiki francesa)
Catherine-Dominique de Pérignon ‎ 
Giorgio Valla ‎
Daniel Jost de Villeneuve ‎
Cristina Rodríguez (escritora) ‎ 

Dos filólogos muy importantes que ya son viejos y hay que recordar (vaya lata la de escribir su larguísima bibliografía):

Leonardo Romero Tobar 
Humberto López Morales ‎ 

Artículos sobre conceptos literarios que la gente tiene poco claros:

Sinafía
Poesía impura 
Imagen visionaria ‎

Otros artículos que escribí por diferentes intereses y curiosidades:

Rafael María Liern ‎ 
Giorgio Busato ‎ 
Josephine Leslie
Manuel García-Viñó ‎ 
Principio de complementariedad (física) ‎ 
Ángel García Pintado ‎ 
Juan Bautista Monardes 
Memorias de un hombre de acción 

Este escritor tomellosero me surgió cuando corregía y ampliaba el artículo sobre su más famoso hermano:

Nicolás González Martínez ‎ 

martes, 23 de febrero de 2016

Sin forma definida. La transición cultural en Ciudad Real y IV.

Para mí la transición tiene su epifanía en cierto tipo de cine en el que a veces pueden encontrarse atisbos de quid divinum. Uno podía sentirlos, inconfundibles, en películas como El fantasma y la señora Muir de Mankiewicz, pero en el cine español esos fragmentos de eternidad se dejan ver más raramente, porque su volumen de producción es escaso y padece limitaciones de que otras cinematografías carecen.

Había frescura en el Fernando Trueba de Ópera prima, y la revivió más tarde en su La niña de tus ojos, que logra acuñar un neologismo tan híbrido como castañeten y descuelga la luna de un disparo; se le ve el buen plumero de Billy Wilder y un toqueteo abusón de Lubitsch; ahora amenaza con una segunda parte enjaretada en el legendario Bosque de acebo. Era la llamada entonces Escuela de Madrid, una especie de revoltijillo europeo-carpetano gobernado por una pagana e irreverente diosa Metragirta. En el campo de la imagen puramente emotiva, es difícil superar a Juanma Bajo Ulloa y sus brutolíricas Alas de mariposa, una mariposa negra como la terrible de Nicomedes Pastor Díaz o la de los Machado. Mucho se ha hablado y escrito sobre Pedro Almodóvar, en realidad solo un naturalista amante de épater le bourgeois, y en especial al necio partisano y païsano Diego Galán, dictador de la crítica celuloidítica de entonces, junto a Ángel Fernández-Santos, Augusto M. Torres y Carlos Boyero, igual de païsanos, o el infumable e infumativo Carlos Pumares, a cuál peor; les he leído mucho y sé de qué detesto. Pese a sus resabios norteamericanos, Almodóvar, dióscuro del missing McNamara (quien ha asomado la cabeza en su Fabiografía, 2014), vive aún de su autogénesis (que algún maligno diría es copiarse a sí mismo). Debe mucho (a espuertas incluso) a Eloy de la Iglesia, cineasta injustamente llevado al rincón de pensar y que impresiona con obras tan destorcidas y desenderezadas, quiero decir redondas, como Colegas, uno de los mejores papeles de un Enrique San Francisco que parece arrancado de un texto de Joaquín Dicenta, nuestro único maldito verdadero. Poco de lo que hizo después llega a la altura de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? pero como escritor, desde luego y desde ya, se disfruta mucho también (Patty Diphusa y otros textos) y, aunque solo fuera por cultivar esa faceta tan tipicomanchega que es el humor, de la que tantos hoy repulgan (pues es el género más difícil, que lo diga el maestro del monólogo humorístico manchego de anteguerra, Luis Esteso y López de Haro), ya merecería estar entre los mejores. Me gustó también el indefinible aroma de tiempos pasados que ofrenda el carca José Luis Garci de Las verdes praderas y los híbridos Crack, también por sus sermones de cura creyente sobre celuloide blanquinegro; y el Gonzalo Suárez (novelista igualmente, y no malo) de Remando al viento y su shakesperiano Epílogo, con canallesco Paco Rabal y todo. Debo mencionar, desde luego, la labor divulgante del cineclub Juventud Manchega (Juman) y su ya citado pirata informático sin loro electrónico Paco Badía, and José Luis Vázquez (y vaya por el Vázquez de la historieta, el acosado por sastres asesinos). Aunque para mí el cine de esa época que dicen prodigiosa y otros progidiota consiste también en unos cuantos autores y películas de las afueras de aquí. El Samuel Fuller de Uno rojo, con su fumador matabisoños Lee Marvin, o su filosófico y negrísimo Perro blanco, tan conductista como la genialoide Naranja mecánica de Kubrick, que me acuso de haber visto más de cuarenta veces; Peter Weir (El año que vivimos peligrosamente y otras); el ya citado David Lynch (con sus imágenes surrealistas, sus personajes dobles y triples, sus carreteras de Moebius y su "Club Silencio", en el que muchos ciertamente estamos tan sedentes o sedantes como (des)colocados); Ridley Scott, solamente por Los duelistas (1977) y su por Dios tocada Blade runner (1982); el último Bergman de Fanny y Alexander, con sus fantasmas latosos, sus judíos medio dormidos (o medio despiertos) y sus desoladadas memorias Linterna mágica; el Scorsese aparentemente ligero y milimetrado de Jo que noche; Alan Parker con su jodido Expreso de medianoche y su lírico El muro; el John Boorman de Excalibur (Merlín más poderoso como sueño que como realidad); los Monty Phyton, sin duda los cómicos de la década (con perdón de Les Luthiers) por su La vida de Brian, que me querían censurar los curas, y El sentido de la vida; El ansia, de Tony Scott, que me hace sentir muy, pero que muy viejo, casi a punto de guardarme en una caja; Feliz navidad mister Lawrence de Nagisa Oshima, con esos paganos recuerdos más desesperados e intensos que la misma vida; Paris, Texas de Wim Wenders: la descongelación de un espíritu; El beso de la mujer araña de Babenco, que enseña a amar sin libertad alguna; la diminuta flor que subsiste en los Sueños de Akira Kurosawa, que refleja lo poco y lo mucho que cabe esperar al borde de la existencia; Sangre fácil y Barton Fink de los Cohen, por su portentosa alquimia de lo tragicómico y lo mucho que agota ser nihilista; La tumba de las luciérnagas y El viaje de Chihiro de Takahata / Miyazaki, por sus mitologías dibujadas y remotas; Noche en la tierra de Jim Jarmusch, por su profunda humanidad y comicidad y su cura moribundo; Kevin Smith / Bob el Silencioso... y algunos otros que ahora no acierto a evocar, a veces por un simple minuto o una línea de guion.

En cuanto a la cultura en general de esa época en relación con las instituciones manchegas, salvo raras y honrosas excepciones, no se hizo nada (si es que es hacer algo una enésima y plagiaria edición del Quijote, para "variar"). En literatura al menos, que es de lo que menda entiende o "cree entender", como dice (o cree decir) Casado, esto parece especialmente grave, pues más allá del Quijote los municipayos y diputeros se ven en pelotas o como si no las tuvieran, con las neuronas colgando, suponiendo que tengan más de una, pues su falta de ancho de banda les impide alzar la vista más allá de las migas y el chorizo en que hozan. Confunden cultura y dolor de cabeza, pero no, no, no: no es un dolor de cabeza, es pensamiento. Y al pensamiento se llega muchas veces no por la charanga, la pandereta, las fotos y los dibujos de nuestros desarbolados paisajes, sin aire siquiera para sus molinos ni para dar un suspiro, sino por el esfuerzo y la recuperación de la cultura remota a través de las vías de los renglones escritos, la lectura y la investigación.

Por eso seguramente sonará a marciano, en el contexto citado, que hable de eslavistas como el ya referido Díaz Pintado o Antonio Ríos Rojas, exalumno del mi ya mentado amigo y colega José Antonio Alcaide Negrillo, un doctor en Filosofía por Salamanca y profesor de la misma materia en Viena (que está al otro lado de Miguelturra, creo), especializado en filosofía medieval (Maimónides y el mundo judío) y contemporánea (Heidegger, Sloterdijk) desde hace años orientado a investigar la literatura universal, en particular Cervantes, como buen manchego, pero también León Tolstoy. Resulta sangrante que ni siquiera se haya publicado en estos lares ni una sola reseña de su monumental Lev Tolstoi. Vida y obra (Madrid: Rialp, 2006), pero, la verdad, a folletos de venta de melones como La Tribuna y Lanza, de contenido cultural menos que plano, tampoco se les puede pedir ni una rosquilla de Homer Simpson, cuando ni siquiera han reseñado la obra de la mayoría de los que escriben por acá; antes bien, puede hallarse todavía en la estratigrafía de sus páginas de fango a fósiles como el extinto Pérez Henares, al opusdeílatra Pedro Peral, los coprolitos de Camarena, algún molusco merkelibranquio de Miguel Ángel Rodríguez o a su mudo conmilitón, el áptero insecto José María Barreditas, de oficio endeudador de comunidades y cobrador de política (paleolítica, por lo que dura esta vergüenza bolsillizada), o peorcito aún, si cabe, que cabría, pues eso de cabrear se les da más que dabuten (o debuten, como escribe Galdós). Analfabetismo funcional, que se diz, y dureza tremenda de mollares esa de no leer a nadie cuando quieren que los lean a ellos. No hacen falta las cuatro operaciones y saber escribir sin faltas de ortografía para saber qué es lo que hay en lo que hay, cuando dicen solo que algo hubo en lo que hubo, en los tiempos de tocar la pera y hacer peradas, como decía mi sargento, que es lo que hacen lamiéndose mutuamente las prebendas y cagándose en el parque de lo público sin que nadie se ocupe de ponerles cadenas ni multen a sus dueños, los bancos. Que son gente muy redundante, dos veces ellos mismos o más, y además encantados de haberse conocido y reconocido y vuelto a representarse, y muy remirados y requeteremirados. Que es mucho lo que hay desde que hay merdocracia, en el espacio y en el tiempo, aunque sea en el seno tragaldabas de un agujero tan negro como el que hay entre la nalga derecha del PP y la izquierda del PSOE.

Por demás, y en cuanto a la languideciente, desconectada y marciana sucursal de Madrid que es la desuniversidad manchega o especie de organismo celebrador de simposios absurdos, reuniones pierdetiempo y viajes a tomar por culo siempre que no sea en estos sitios tan feúchos, cualquier excusa es válida para no ocuparse de imbricarse en el tejido productivo editorial o cultural "de aquí", despreciando por igual y muy democráticamente a alumnos, becarios, exalumnos y doctores y robando fondos de donde sea para satisfacer mezquinos proyectos de ego particulón, en vez de escribir libros o colaborar con los egresados en empresas colectivas que revitalicen la cultura local. La universidad manchega no habita en ninguna parte ni se encuentra siquiera fuera de La Mancha, en sus aledaños desconcentrados (que mala es la desconcentración para estudiar), que por no poseer no posee ni campus; ¿qué diríamos del dinero?

sábado, 13 de febrero de 2016

Sin forma definida. La transición cultural en Ciudad Real (III)

Cuando uno mira atrás, solo echa de menos la gente; eso decía Holden Caulfield al final de El guardián entre el centeno. Pero Holden Caulfield tenía el talón de Aquiles de su hermana Phoebe, que es el común de todos los adolescentes; y se lo dijo a la cara de esta manera: "No sabes lo que quieres". La juventud siempre está abierta a todo y es pura contradicción; es un rasgo tan característico como el de no estar para nuevos trotes en el caso de la vejez. Y eso nos pasaba a todos los adolescentes creciditos de entonces. Pero a estas alturas he de confesar sinceramente que no echo de menos a algunos a quienes preferiría olvidar o enviar a tomar por culo (y a alguno además le gustaría), mientras que a otros los evoco con pena porque se han ido o con satisfacción, porque pasamos buenos ratos juntos: son ese tipo de gente a la que gusta recordar. Y también a otros que poseían el don de saberlo todo sobre todos. Todavía he visto que hay algunos de esos, no diré cuáles. De ellos se puede decir lo que sobre sí mismo dice Nick Carraway al principio de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, o el hermano lego en Crónica del Alba de Ramón J. Sender: no juzgan a nadie y poseen almas líquidas, que se adaptan a la forma de cualquiera. Como el alma del pobre John Keats:

¿Dónde se halla el poeta? ¡Mostrádmelo, mostrádmelo, / oh Musas, que yo pueda conocerlo! / Es aquel hombre que, en presencia de otro, / se sentirá su igual, sea éste rey / o el más pobre del clan de los mendigos, / o cualquier otra cosa sorprendente / que entre un mono y Platón el hombre pueda ser. / Es aquel que ante un pájaro, / águila o reyezuelo, encuentra su camino / a todos sus instintos. Le ha escuchado / al león su rugido y puede hablar / de lo que su garganta endurecida expresa. / A él el grito del tigre / le llega articulado y se abre paso / como lengua materna entre su oído.

Y son estos los que podrían referir con más extensión y profundidad lo que yo cuento, pero tienen miedo, ese miedo tan característico del español y que tanto asombraba al César de Shakespeare. Son demasiado discretos y no divulgan lo que han visto o lo que han sacado en limpio de lo que han llegado a saber; una pena. Jamás escribirán sus experiencias. Nunca sacarán la prosa a pasear o hacer gimnasia, y se les morirá en la cabeza, como las últimas coplas populares en la de los viejos. El español, por lo general, es un avaro de sus propios recuerdos, no los comparte con nadie y se muestra remiso a escribir biografías o autobiografías: es “largo en hacerlas y corto en contarlas”, como dicen que escribió Santiago Ramón y Cajal, aunque ya en el historiador del XVII Francisco de Moncada se lee que somos “largos en hazañas, cortos en escribirlas”.

Yo mismo no digo todo lo que sé porque eso me metería en honduras que no darían término a esta serie, pero también porque temo implicarme o implicar a otros demasiado. Muchos se marcharon o murieron, o se quedaron aquí envueltos en la sábana del silencio, que es otra manera de inexistir. Este mismo escrito se debe solo a que alguien quiere que se escriba y se lea y por eso os pertenece más que a mí. Porque habla sobre la gente y lo que hacían y deseaban hacer entonces y, como he dicho, solo la gente es lo que interesa realmente. Solo ella puede dar significado a las cosas. Luego está la forma, quiero decir la poesía: para ello se requiere la ayuda del yo y unas pocas metáforas. Es lo único que puedo aportar a los hechos, pues, como ya dije en un poema, "escribo para ver si es verdad".

Durante la Movida el mundo era ligeramente distinto al actual. No había móviles y la gente conversaba mirándose a la cara... Pero ya empezaban a ponerse distancias de soledad: instalaron mirillas telescópicas en las puertas cuando antes se abría con confianza y la gente se empezaba a encerrar en sus habitaciones dentro de su misma casa como los otakus cuando empezaron a instalarse los primeros ordenadores con Internet y los móviles (que otros llamaban celulares o “manglanillos”). La gente dejó de ser gente y se transformaron en individuos metidos en celulillas de colmena; los móviles acompañaban hasta la cama y dormían con nosotros; eso provocó que la juventud se "socializase" demasiado (hipersocialización) y que las relaciones humanas se volvieran superfluas o degradantes, relaciones de mero consumo, incrementando exponencialmente los casos de acoso, bullying, ninismo, fobia social y patologías como la anorexia, la bulimia, la vigorexia y la ebriorexia en la juventud, víctima de esa excesiva conexión del individuo a su imagen, sometido a una expansión y deformación de su yo exterior (su "maquillaje", diría Mecano) y además a una publicidad sin control y sin escrúpulos y mucho más maleducada que antes. El mundo, además, excluía cada vez más la cultura y la identificaba con la moda; los libros eran cada vez más caros y con IVA cada vez crecido y las librerías dejaban de ser negocio y empezaban a cerrar y las sustituían las peluquerías y los bares. Se leía ya solo por obligación, no por gusto; ni siquiera apoyaba el Estado, como antes, colecciones sociales de libros baratos o la industria de la historieta o tebeo, que algunos llaman comic, y que tan importante es para extender el hábito de la lectura en edades infantiles y juveniles.

Antes de transformarme en un ludita por el estilo de Ray Bradbury y escribir un artículo sobre la quema de libros en la cultura (que fue bastante comentado), fui uno de los primeros en comprarle un PC1 a mi novia que me costó el sueldo de un mes; también me pasé años colaborando en una Wikipedia entonces muy verde, donde redacté unos tres mil artículos, corregí muchos más y me peleé con otros wikipedistas; todavía sigo haciéndolo, pero ya con pocas ganas, porque cada vez encuentro menos sentido a esa tarea y a la muerte más cerca. Nunca me arrepentiré bastante de haber envidiado a los muertos, como Leopardi: la vida, sí, es mil veces mejor, pese a todos sus cansancios; y también me arrepiento de haber escrito tanto. Primum vivere, deinde philosophare. Pero yo entonces no hacía ningún caso: aprendí lenguaje de marcas y levanté algunos portales que derribaron luego los mismos que los albergaban, como el de Geocities; todavía quedan otros, pero no dudo que tendrán la misma suerte. Nada interesa lo que otro ha escrito; lo borrarán para escribir encima, y ni siquiera quedará el palimpsesto. Me maravillaba ver que mis hijas aprendían ese lenguaje con más facilidad que yo, pero no seguían ese camino, a pesar de dárseles muy bien la escritura y el dibujo. Me desencanté de la tecnología al sufrir sus obsolescencias programadas y su servil seguimiento del dinero, como en esos asqueabundos cajeros automáticos. Hoy por hoy una tercera revolución industrial, la de la robótica, destruirá cinco veces más empleos de los que cree... Y todavía creemos que la tecnología mejorará a la especie humana. Lo que si lo hará será una mejora de las instituciones sociales. Hoy en día soy uno de esos que no usan móvil, por lo que nunca podré ser de Podemos, esa paradoja, y tendré que poner en mi tumba el pingüino Tux de Linux o nada en absoluto, como hacen las monjas de clausura (véase Cementerio de Ciudad Real).

Por entonces Jesús Barrajón, uno de la movida valdepeñera de mis tiempos universitarios con el que coincidí en alguna oposición madrileña, que ahora es profesor en la Universidad de Castilla-La Mancha, publicó una edición eminente del Teatro completo de Francisco Nieva con magníficos grabados (como artista plástico es casi mejor que como escritor). Nieva, un antiguo postista, como Ángel Crespo, publicó luego sus magníficas memorias bajo el título Las cosas como fueron, que recomiendo os leáis, pues más friki que este abuelo nunca nadie lo podrá ser en La Mancha. Junto con el toledano Antonio Martínez Ballesteros (siempre atento a la actualidad, por más que la actualidad no esté atento a él: ha pasado desapercibida su obrita Desahucio, de 2013) y Domingo Miras, autor de La Saturna (1973), son los únicos dramaturgos manchegos que merecen crédito hoy y están realmente vivos, cuando insisten en estrenar cualquier gilipollez extranjera o moderniense. Un defecto les veo, la verbosidad y la pedantería; él único que no la padece es Martínez Ballesteros.

Siempre he sido asiduo lector de autobiografías, que prefiero a las novelas por tratarse de experiencia genuina calificada por quien la sufrió: no hay nada más directo que eso, cuando en todo busco a la gente, como he dicho. También en la lírica y en el ensayo se puede encontrarla, o más bien sus sentimientos, sus ideas, su concepción del mundo. La narrativa, por el contrario, es biografía degradada con mentira... salvo la que tenga componentes autobiográficos, que es la más rara. Pero lo peor de todo son los que confunden la literatura con el paisaje: para algunos escritores, en realidad aficionados, no hay otra cosa que el paisaje, la pintura y el cromo de chaval y se pondrían malos si tuvieran que escribir sobre personas o sobre sí mismos (véase lo dicho sobre la autobiografía).

Poco a poco me fui transformando en un ácrata barojiano sin espoleta (ya en la bachillería me había leído esa especie de breviario de dogmatofagia que es Juventud, egolatría) y era incapaz de negarme a considerar cuestión alguna y ponerme límites, algo que incluso ahora padezco y lamento. Por eso procuraba entender incluso a fanáticos que no querían entender, los tradicionalistas, entre ellos algún colega profesor del Opus al que llegué a tomar afecto pese a su pornográfico amor a un papa polaco que lo hizo prelatura personal. Las chaladuras poseen algo de admirable, pero solo terminan pareciéndome tolerables si cuentan con ancho de banda o perspectivas que no embotellen el entendimiento aislándolo de otros mundos, de otras gentes y de otras ideas y sentimientos. Y el Opus, del que me maravilla no lo que ha hecho, sino todo lo que no ha hecho más todo lo que ha impedido, posee las perspectivas de un pozo en que algunos pueden caer y no salir y aun si salen llevarlo puesto. De hecho, desde que el Opus hace de las suyas el Diablo no para de matar moscas con el rabo.

Una parte muy grande de los católicos que he conocido es profundamente hipócrita (si es que un hipócrita puede ser profundo), perdona al enemigo después de haberlo matado y, como decía Gandhi, son muy poco seguidores de su Cristo y muy remisos a soltar sus bienes, sus prejuicios y sus ideologías para seguirlo con más soltura. El protestantismo (que estudié en la persona del hereje manchego y exfranciscano Juan Calderón), el budismo, y la lectura de los Pensamientos sobre la muerte de Feuerbach y las Preguntas de Zapata de Voltaire, entre otros, me permitieron liberarme de concepciones cristianas cerriles como las que entonces "dominaban" en / a España, fuera de que pronto reparé en que en la Iglesia Católica andaban encerrados entonces (y ahora) bastantes orates, cuando no almas programadas por su entorno social y pederastas confesos o inconfesos al lado de personas admirables que eran capaces de salvar el proyecto como Dios salvaba ciudades llenas de sodomitas solo con que hubiera un inocente. Y en la Iglesia católica hubo, hay y habrá muchos inocentes y solo unos pocos sinvergüenzas que viven de ellos. Se salvará, claro, y salvará a muchos también, si asume realmente su limpieza, que ha empezado al parecer y al padecer con el pobre Francisco. Pero los católicos, con su falta de fe en el hombre, que la historia parece justificar en parte, jamás admitirán que la ética es una categoría de orden superior a toda religión, por más que siempre constituyan con su mala conciencia uno de los dos pilares de la cultura occidental: otras culturas no han poseído nunca esa mala conciencia.

No sé cómo, se empezó a reunir en el Guridi, un local de la pintoresca larga calle Libertad (con su nueva Gata Loca, con su Compás, su Hermandad de la Flagelación y sus prolongaciones y cortes ácratas y tabernarios y sus tres cipreses) que había comprado un ebanista de Piedrabuena llamado Juan, un grupillo de gente de todas edades y sesgos. Me condujo  a esa guarida Javier Trujillo Sánchez, prematuramente fallecido con 57 años de un tumor cerebral. Era un tullido del brazo derecho que pasaba mucho tiempo en la calle y llegó a ser mi más fraternal amistad en una época en que andaba buscando una Arcadia imposible y un amigo verdadero. Lo conocí cuando "echaban" por la televisión una serie que me hizo mucho efecto sobre una novela de Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead. Sus escenas de decadencia y calaveradas juveniles eran muy de nuestra época, aun correspondiendo los felices veinte: nos sentíamos así. En mi biografía, la entrada de Javier Trujillo fue providencial: fue la ventana por la que entró a raudales un aire vivo que me hizo descubrir a muchos otros buenos amigos y fertilizó un tiempo muerto de estéril sequedad. Cantaba en el Coro de la Universidad y todavía lo echo en falta, como él mismo echaba en falta mover su brazo derecho a causa de una meningitis que lo dejó tullido a edad muy temprana; esa pérdida tuvo unas consecuencias encadenadas imprevisibles: siendo de suyo apuesto, esta minusvalía lo transformó en un paria bohemio y greñudo, que no podía andar correctamente y aparecía desaliñado porque no podía manejar el peine y ajustarse la ropa con el arte que todos los que usamos la extremidad natural damos por supuesto. Era difícil también distinguir sus palabras, porque el tener que usar el brazo izquierdo siendo diestro y la mitad derecha del cerebro le había provocado una dislexia oral que perdía al momento cuando arrancaba a cantar como los ángeles (si linguis angelicis / loquar, et humanis...). Era muy devoto del Cristo de la Buena Muerte y la Hermandad del Silencio, a cuya procesión no faltó nunca. Ahora podrá integrarse en los coros de los serafines e incluso tocar la guitarra celestial con un brazo nuevo. Su minusvalía, que podría haberle hecho  solitario y gruñón, era compensada y superada con una gran nobleza y bonhomía y facultad para hacer amigos hasta en las cloacas. Le dedico estas palabras de afectuoso recuerdo, donde quiera que esté, por los buenos ratos que me hizo pasar; a él, a una de esas pocas personas que siempre es grato recordar.

La tertulia reunía al escritor y sociólogo Francisco Chaves Guzmán, gran lector de Pier Paolo Pasolini y apasionado denigrador de la modernidad; a José Luis Margotón (un  cineasta y escritor que era además factor de RENFE, y marxista y sindicalista irredento; al juez de menores, dramaturgo, crítico  y poeta Carlos Cezón, al pintor Paco Carrión, a mí mismo y a unos cuantos más. Juntos editamos los cuatro números trimestrales de la revista Ucronía, que dirigía y componía yo, con vistosas portadas de Paco Carrión. Por la órbita de la tertulia circulaban de vez en cuando personajes como el novelista y profesor de informática en la Universidad Macario Polo Usaola, quien junto a Teo Serna, es el único al que con justeza se le puede llamar novelista Afterpop y el único al que se le puede asignar la ración de humor, de intrascendencia y de ludismo que se asocian a esta estética, y el filósofo, poeta y novelista inédito Javier Lumbreras, envuelto en una nube de humo, Gran Duque del Bartolillo y Marqués de La Poblachuela, amigo, por cierto, del gran poeta satírico "fray Josepho", pseudónimo del historiador José Aguilar Jurado; el poeta ciego y premio Tiflos Maximiliano Mariblanca, un amigo mío de lengua satírica peor que la mía, que ya es decir, Mari Carmen Matute, autora de brutales cuentos y poemas, el jurista Fernando Martínez Valencia, amante de los aforismos y los cigarros de hoja, y la pintora Olga Alarcón, responsable por cierto de la vistosa decoración del local conocido como La gata loca y adaptadora de los dibujos con que un premiado pintor madrileño, de cuyo nombre no alcanzo a acordarme, decoró mi primer y hasta ahora único libro de versos impreso, Palabras acabadas (1992). De Carlos Cezón guardo el manuscrito de El discípulo amado, una tragedia al estilo "inmersión" de Buero Vallejo donde se desmonta de forma realista la farsa de la muerte y resurrección de Cristo, y su libro de poemas La tumba de Julio II. Por cierto que la asociación Quijote 2000, ideada en 1994 por un pepero llamado José Luis Aguilera que se estaba muriendo y que no odiaba la cultura (que reducía a un solo libro), al contrario que otros de esa mierda, nos requirió para organizar algunos actos antes del Cuatricentenario del Quijote y luego nos olvidó cuando hicimos un viaje a Tomelloso, creo, con el fin de organizar unas conferencias. Siempre recordaré que, al bajarnos del coche a medio camino, la vistosa pluma de un cometa lucía en el firmamento.

Junto a esta tertulia seguía la añosa del Grupo Guadiana, a la que pertenecí tangencialmente. Llevé unos cuantos poemas al fallecido Vicente Cano, ya por entonces devorado por un cáncer, que gentilmente accedió a publicarlos. En seguida percibí en él a un hombre que ansiaba comunicarse y un verdadero poeta, de los que nacen con el verso en la boca, que tuvo la escasa fortuna de no poder formarse regularmente. Me llamaron la atención sus vistosas estanterías de tablas y ladrillos de obra que siempre he soñado reproducir: puro Ikea desmontable y prolongable. Vicente Cano fue un excelente antologista, de gusto infalible para cribar los poemas que recibía la revista del grupo, Manxa, muchos de ellos de Hispanoamérica. Cuando murió la revista dejó de ser lo que era y entró en una decadencia que nadie ha podido ya detener.

El grupo Guadiana, tan odiado por los de Cálamo y por Arcos en particular, y que se había llevado a los niños de papá que no quisieron seguir en el Postismo ciudarrealeño (cuyas máximas figuras eran Ángel Crespo y Francisco Nieva, además del tempranamente fallecido Chicharro, que prometía tanto como los otros dos), tuvo después a excelentes sonetistas, como mi amigo y colega Jerónimo Anaya, Julián Márquez Rodríguez y Raimundo Escribano, pero siempre se mostró poco abierto a corrientes innovadoras. En su seno había un cierto regionalismo manchego y un formalismo que impedía la entrada de cualquier aire fresco, no en vano el crítico Pedro Antonio González Moreno tachó a la mayor parte de su grey con el marbete, bastante ajustado, de "devocionalismo". No es así totalmente y yo salvaría y salvo a esos cuatro autores citados, cuyos versos perduran en mi selectiva memoria. 

Junto a estos añadiría yo también a unos cuantos amigos míos escritores. Al eslavista Ángel Enrique Díez-Pintado Hilario lo conocí en la entrega de premios de poesía de El Doncel; yo había ganado el primero y el el tercero. Se sacó tres carreras de filología en Granada: la de Hispánica, la de Inglesa y la de Eslava y ahora es profesor de su Universidad. Mantuvimos correspondencia sobre Cernuda y tradujimos a medias poemas del polaco Adam Zagajewski para la revista de la tertulia que dirigía yo entonces, Ucronía. Solo recuerdo un verso: "¿Ha venido por el Vístula?" y vagos poemas sobre la reconstrucción después de la desolación nazi. La feminista Aurora Gómez Campos escribía entonces en Canfali (hoy publica todos los miércoles un artículo en La Tribuna) y me pedía colaboraciones para su periódico a través de su hermana Paloma, una profesora de lengua de Valdepeñas amiga mía. Se le da ese género y el relato corto y erótico muy bien, como el artículo sesudo a Rafael Torres, un filósofo islamófilo (e incluso iranólogo) que se ha trotado todos los países del mundo, desde Estados Unidos a China, Irán y la República Checa; una cabeza de primer orden que de vez en cuando asoma por Miciudadreal, Lanza o La Tribuna, con varios libros publicados (entre ellos Leer Don Quijote en Teherán) y que es bloguero, como yo mismo y Macario Polo, autor este de deliciosas y divertidas novelas como Tendiendo al equilibrio, premio de narrativa de la Universidad de Sevilla, o La ruta no natural, cuyos capítulos estuvo publicando por entregas en el corcho del Guridi. También publicamos un cuento suyo en Ucronía. Por demás, y volviendo a Torres, siempre me he quedado con ganas de preguntarle qué piensa sobre Marjane Satrapí y su Persépolis. En cuanto a mi amigo Julián Martín-Albo, autor de Los poemas para un dios (1989), un libro muy marcado por los sonetos de William Shakespeare, de quien es gran estudioso, hay que decir que es un gran director teatral. Conseguí que viniera como profesor a mi instituto entonces, el Hernán Pérez del Pulgar, y allí consiguió levantar un formidable montaje, de rango profesional, de El mercader de Venecia de Shakespeare, crear un notable grupo de actores, montar varios happenings y dejar a todo el mundo patidifuso, incluido el director del centro, un matemático que, asustado, cerró cuando al fin se trasladó de centro la asignatura de teatro porque todos los chavales se querían apuntar a ella. Ahora Julián reside en Valencia felizmente casado con su esposo (con -o). Otro novelista interesante era mi amigo Paco Arenas, profe ultradedicado a sus alumnos y que en esos tiempos andaba enredado en una embarullada relación sentimental, de la que salió felizmente casado hoy, bloguero también, marxiano y autor de Los manuscritos de Teresa Panza entre otros libros de los que, si me extendiera, no podría jamás terminar. De otros autores un poco más alejados del Guridi y de mí ya hablaré más adelante.

Los gustos musicales de mi familia iban del Juanito Valderrama y Pepe Marchena de mi padre al muy Asperger de mi hermano, quien no dejaba de machacarme con los lisérgicos Emerson, Lake & Palmer, las versiones a sintetizador Moog de Bach del transexual Walter/Wendy Carlos, el caos dentro de un orden del jazz rag dixie Nueva Orleáns y la melancolitis biteliana de The Mamas and the Papas, que pasaban mucho frío en Nueva Inglaterra y parecían creados a propósito para generar trastornos alimentarios.

De ahí pasamos a las grandes canciones de los ochenta, que a mi juicio no son precisamente las punteras de las listas. Había de todo, incluso diagnósticos sociales como el que pinta el comienzo de una letra de Mecano: "No pintamos nada / no opinamos nada / todo lo deciden / y sin preguntarnos nada. / Dicen que preparan / una gran batalla / el este contra el oeste / y nuestra casa / destrozada". Si se lee Derecha por Este e Izquierda por Oeste, se entenderá lo que ya decía Sting en su Russians. Por demás, la canción sigue con una profecía de Isaías respecto a la Gran Depresión de 2008: "No pintamos nada / no pedimos nada / va a haber una fiesta / y después no va a haber nada". O sea, lo que hoy.

Quiero apercibir, sin embargo, que hay dos canciones de la Movida verdaderamente ponzoñosas que constituyen un eje cósmico entre el cenit del despegue afectivo  y el nadir de la dependencia total: "Déjame", de Los Secretos, con sus eneasílabos estirados, y "El amante de fuego", de Mecano, que evoca el incendio de la discoteca Alcalá-20 y cuatro o cinco lecturas más, todas perturbadoras. Esa es la única materia oscura que he podido hallar en las noches de luna y vinilo de entonces, cuando además todavía se acostumbraban los casetes. Los Cano tenían el coco comido con Lorca (sus letras están llenas de reminiscencidas del poeta a quien los falangistas llamaban García "Loca") y se les dio bien su duende. Se lo leía mucho, además de al liberador Cernuda y al reciente nobeliano Aleixandre (al que hay que ser un auténtico desesperado para entender), pero la gente nunca apercibía el carácter homosexual y marginado de los tres, como desconocía y sigue desconociendo el asexualismo del impotente Dalí, al que su padre, un notario carca, había vuelto lacio para el amor enseñándole desde niño grabados y fotos de sexos purulentos comidos por enfermedades venéreas. Tal vez por ello se inventó la anécdota de que se hizo una paja ante su padre y se la tiró diciendo: "¡Toma: lo que te debo!".

El pasotismo individualista e impotente de la época está perfectamente resumido en esos versillos de Mecano: "No sé si seré sensato / lo que sé es que me cuesta un rato / hacer las cosas sin querer". Por demás, la música de entonces era el mero jolgorio de lo intrascendente que ya expresaba como característico de esa juventud el citado Tierno Galván ("la realidad tiene el sentido que tiene en su momento... y no tiene otro") y se lo reparte la crítica taurina de los Toreros muertos (que citan ocasionalmente a Góngora en "Dejadme llorar" y carecen de las señas de identidad de llamarse Javier), Objetivo Birmania (cuyas birmettes son perseguidas por todo el sofá), Siniestro total (con sus pequeños y liberales renacuajos), Radio Futura (poetianos más que poetas en su "Annabel Lee", cuyo protagonista es el perro melancólico de una niña sureña ante su tumba, no vayan a pensar), la erudita, ronca y mínima Alaska (de quien me encanta su mistérica "Isis" y su vivísimo y elegebetiano "A quién le importa", coreado hasta por las niñas de la guardería) y, por qué no decirlo, todos los demás, brillantes a su modo, incluso la hipstérica Chica de ayer, que podría ser hasta mi abuela, que esa sí que es remota.

martes, 9 de febrero de 2016

Sin forma definida. La transición cultural en Ciudad Real (II)

Como es natural, unos jóvenes con estas apetencias tuvieron que terminar estudiando Filologías en el reciente Colegio Universitario de Ciudad Real. Era esta una institución que, al abrirse las puertas del empleo con la naciente democracia, había servido de coladero a los que tuvieron el aviso de pegarse a un carnet del PSOE; estaba llenito de profesores de ese sesgo, aunque también de algunos fachas que se habían rellenado muy bien el currículo con notas hinchadas en coles privados e innumerables artículos publicados en revistas del Opus Dei; sirvió, en fin, para taponar las vías de acceso al poder a los que venían de una generación posterior sin coleguillas ideológicos y por eso les llamaron con alguna justicia la “generación tapón”. 

En el primer año un catedrático venido de las estepas leonesas, Joaquín González Cuenca, que descabezaba colillas contra el suelo con tal furia que les hacía soltar chispazos de soldadura autógena, nos advirtió de que nos iría bastante mejor si poníamos una ferretería; éramos entonces unos sesenta estudiantes; en segundo ya éramos treinta y en tercero quedábamos unos diez tontolhabas (dos de ellos venidos del llamado “curso puente” de Magisterio). Yo era uno; la mayoría ya estaban desencantados o buscaron acomodo en otros estudios, en parte huyendo del griego y de un legendario profesor de latín, Luis de Cañigral (al que llamaba yo “indeclinable” cuando González Cuenca me corrigió a “defectivo y semideponente”); entre nosotros algunas chicas prometedoras fueron abducidas por el matrimonio pueblerino y la cría de niños y melones, así que no ejercieron otra cosa que sus labores; en la enseñanza solo acabamos cinco, de los cuales tres resultamos plumillas: Fernando Carretero Zabala, José Antonio Alcaide Negrillo (un benetiano que me enganchó a Celine con el extraordinario Viaje al fin de la noche) y yo; otros, sin duda con papás más forrados, prefirieron irse a continuar estudios a Madrid, donde había profesores más blanditos, o más lejos incluso. 

Tras el mentado filtro darwinista los que quedábamos aquí éramos unos voraces ratones de biblioteca y bastante chalados, la verdad. Éramos tan pocos que conocíamos a los otros de promociones anteriores o posteriores, entre ellos mi amiga María Elena Arenas Cruz, luego mujer del citado Joseantonio, gran cabeza que ha dejado estudios de primer orden sobre el ensayo como género y sobre el afrancesado daimieleño Pedro Estala, a quien llamaban “Damón” los arcades no por ser un pastorcillo arcádico o evocar al escritor griego precisamente, sino por ser aumentativo de “dama” (por nuestro XVIII mariposeaba además un Gran Inquisidor, el obispo Bertrán, y un poeta pedófilo y deslenguado como el padre José Iglesias de la Casa, gran perseguidor de culos tiernos). Yo me había topado con ese tema de investigación y se lo indiqué a Elena, que nos dio luego el libro magistral sobre el personaje que nos faltaba. Yo lo habría hecho sin duda peor. Ella correspondió dedicándome el libro... junto al ninot Luis de Cañigral, quien, a pesar de ser un grecizante por muchos motivos, no tenía ni idea de quién era este quídam.

Por entonces, en 1980, empecé a escribir poesía, arribada ya la Movida. Yo había ido a hacer los dos últimos cursos de la carrera a Madrid porque aún no podían hacerse en Ciudad Real. Me instalé en Canillas, al extremo de la línea marrón o cuatro del metro, dos horas de ida y dos horas de vuelta desde la facultad, en el apartamento de un solo dormitorio de mi hermano, un ingeniero de telecomunicaciones medio autista, y estuve durmiendo en el sofá cama de su salón durante dos años, muy encogido, porque soy muy alto y me asomaban los pies. Cuando se me agotaba el presupuesto me pasaba hasta tres días sin comer, pues mi hermano tenía un ligue y había fines de semana en que no venía por casa; me nutría de una mezcolanza que entonces denominaba “ensaladilla universal” y cuando se acababa el combustible no había otra manera que mantenerse del aire en esa orilla de Madrid (más allá de campiña y estercoleros, se atisbaba el aeropuerto de Barajas) hasta que venían los fondos. Pasaba tardes enteras en la biblioteca resumiendo libros. Por cierto que un día intentó forzar la puerta el marido divorciado del ligue de mi hermano sin saber que yo estaba; abrí, lo pillé en bragas y el interfecto salió corriendo despavorido, no sé si por mi aspecto barbudo y feísimo o porque no se lo esperaba.

Mis notas, bastante desiguales en Ciudad Real, aumentaron prodigiosamente; tal vez los profesores de Madrid eran más blandos que los zurrados de aquí. La verdad, algunos eran muy vagos, incluso en el sentido de “difusos”, como Antonio Prieto, a cuyo libro homenaje de jubilación contribuí con un artículo, porque para ahorrarse papeleo y tiempo recurría al examen oral. En fin, leía y anotaba muchísimo, no como ahora, que casi todo se me cae de las manos; me despaché a los clásicos: Lope, Quevedo y Góngora, Cervantes, rarillos del XVI y del XVII como Aldana, Bocángel, Villamediana. Poesía francesa (Paul Valéry, sobre todo, y luego Leiris y Jude Stefan, comprados en el boulevard Saint Germain en una excursión para jóvenes -todavía no he conseguido traducir la Letanía del escriba; desafío a cualquiera a hacerlo, si puede), alemana (Goethe, especialmente sus Epigramas venecianos y las Elegías romanas, G. Benn, Brecht, Celan) italiana (el genial y deprimente Leopardi, el irredento Pasolini, y buenas ediciones de Dante y Cecco Angiolieri, compradas en el viaje de fin de curso a Roma, llena de gatos), española (entre los modernos, especialmente Ángel González, el José Ángel Valente de Mandorla, Cernuda y el último Aleixandre; admiré el J. R. J. modernista y el de Espacio, pero no conseguí entusiasmarme con el seco Guillén)... Conocía al hijo de Ángel Crespo, pero en esa época solo lo leí como traductor de la Divina Comedia; después compré y admiré los aforismos de su Claroscuro, sus ensayos y sus últimos poemarios, los mejores. 
Sin embargo, la lírica que más me atrajo entonces porque la encontré verdaderamente cercana a mí fue la anglosajona, que ya conocía de tiempos del bachillerato cuando F. J. Carretero me interesó por el canadiense Leonard Cohen, “el depresivo no químico más fuerte del mundo”. Compré una antología bilingüe de Claribel Alegría y D. J. Flakoll, Nuevas voces de Norteamérica (Barcelona: Plaza y Janés, 1981) de la que me impresionó definitivamente la llamada “Escuela del cuarto cerrado”: Mark Strand, ante todo, aunque también poetisas rebeldes, sociales y feministas como Susan Griffin. De ahí pasé a sus antecesores de la generación Beat: Allen Ginsberg y Gary Snyder; por supuesto, y remontando aún más en el tiempo se añadió un puñado de clásicos imprescindibles: a la Balada de la cárcel de Reading de Wilde se añadieron Walt Whitman y Emily Dickinson, mal vistos, Poe, disfrutado como nunca, T. S. Eliot y lo poco que pude descifrar de los frikis decimonónicos Robert Browning y Charles A. Swinburne, ambos aún sin traducir (que parece mentira).

Los sábados me iba a la Cuesta de Moyano en busca de gangas y empecé a frecuentar la Biblioteca Nacional con motivo de mi tesina sobre el cervantista, gramático y protestante manchego Juan Calderón, cuya Autobiografía estudié viajando en busca de documentos además a varios pueblos y al sótano del colegio El porvenir de Madrid, en busca de la tercera edición barcelonesa, que doy definitivamente por perdida. En Madrid encontré a otros estudiantes con más dinero o con mejor acomodo que se habían instalado allí desde primero sin pasar por el Colegio Universitario de Ciudad Real. Alguno que logró entrar en el círculo del llorado Bousoño, a quien llamaban Bucéfalo no diré por qué, se fue a Italia, como el budista valdepeñero Fernando Martínez de Calzada. 

Yo ya era cinéfilo desde que me colaba en el hoy destruido Gran Teatro de Puertollano, calado por manchas de humedad, para ver programas dobles; costaba cinco duros que no siempre tenía y me veía cada película dos veces muchas tardes; como procuraba reducir a letra todas mis aficiones me compré libros sobre cine y escribí un pequeño trabajo sobre la materia, además de estudiar más tarde el coleccionismo de programas de mano (de los que me gustaban especialmente esos alucinantes carteles de color antirrealista por Josep Saligó). Pero la generación siguiente era aún más cinéfila: un curso después de mí en el instituto ya venía un tal José Luis Vázquez, a quien recuerdo llevaban en silla de la reina por los pasillos del instituto. Entre mis compañeros tenía algún proyecto de novia que siempre terminaba desastrado; eran unas Antimusas gamusinas y aburridas, aunque con más curvas que la cara oculta del As. La más estimulante fue una con la que vi Terciopelo azul en Madrid del neosurrealista David Lynch; andando el tiempo la dejó embarazada un fotógrafo y pasados los años me hizo una de esas llamadas telefónicas descolgadas en el tiempo que son como una llamada de arrepentimiento y auxilio ya imposible; al menos he recibido dos de esas que sin duda algunos de mis lectores habrán también recibido. Solo vi Blade runner cuando nadie entonces le hacía caso y que fue una de las grandes películas de entonces. En esa época solo lograron conmoverme además filmes como La commare seca, de Bertolucci, y las obras maestras de Bergman en las incómodas lunetas del cine club Juman, cada vez menos “dirigido” por el característico Long Silver Paco Badía (otro coleccionista de programas de cine).  

Contemplo todo eso a la vez con melancolía y algo de grima, pero cuando veo hoy que hacen tertulia solamente las viejas en cafés donde antes habitaba la inteligencia, y la muerte pura y dura de la cultura asesinada por el pepeísmo, sin esperanza de resurrección o metempsicosis, la verdad es que siento que las cosas, sí, han ido a peor, definitiva e irremediablemente.

La Facultad de Letras del antiguo Colegio Universitario de Ciudad Real era un bar en cuyo entorno se daban más o menos clases; por entonces estaba decorado con pinturas rupestres, y es cierto que era una nada platónica taberna con tabernícolas que iban a dar clase medio mamados. En su biblioteca, presidida por una marmórea señorita Prado de ojos azules como el mar, me pasé interminables horas traduciendo y midiendo hexámetros de Virgilio y dísticos elegíacos de Ovidio, aunque el latín que había aprendido me había venido más de forma auditiva e infusa, como la paloma a los apóstoles, que por arte de codos. Un cierto tipo de conocimiento no se aprende, se contagia. Y yo me contagié de latín, no sé muy bien como. Se nota que virus ("veneno") es una palabra latina.

Yo me juntaba con una pandilla de raros de los que luego surgió la tertulia del Guridi. En aquella árida Ciudad Real iba a comprar pipas a una lesbiana llamada H. que luego resultó ser una dolida poetisa; luego di clases de Instituto y la veía venir a recoger a su novia, una rubia virago que estudiaba COU y apenas le hacía caso; anda por Toledo y publicó un libro de versos. Un empleado de banco, Federico, que colaboró luego con cuentos en la revista que dirigí, Ucronía, terminó por hacer de conductor suicida en la carretera de La Coruña y se cargó a una familia entera, además de a él mismo. Nunca se me ocurrió pensar que terminaría así una mosquita muerta (o más bien suicida) como él, al que ya le habían salvado la vida unos amigos de la tertulia; no sirvió de nada. Otro personaje de ese grupo era mi amigo Paquillo, con más cociente que Einstein y que no pudo acabar la Secundaria, expulsado del PSOE por faltón y que fue víctima de penosas circunstancias familiares que me ahorro mencionar. Pasamos noches interminables hablando de libros y mujeres, jugando al ajedrez y analizando todo lo habido y por haber. Se lio porque quiso con una profesora divorciada en Murcia y ganó algún que otro concurso de poesía. No lo he vuelto a ver, pero sé dónde está y desde luego no voy a decir dónde, pues eso solo le incumbe a él. Si entonces andaba en la Movida ciudarrealeña no me daba cuenta porque, la verdad es estuve tangente, secante e incluso circunscrito en algunos de sus grupúsculos, unas veces dentro, otras fuera y otras mirando desde el burladero. Pero ya contaré.

lunes, 1 de febrero de 2016

Sin forma definida. La transición cultural en Ciudad Real (I)

Al analizar la, digamos, “Movida” cultural entre 1978 y 2000 en Ciudad Real me mostraré (solo al principio) subjetivo, pues tuve una minúscula parte en ella. Contaba dieciséis años cuando nacía la Constitución de 1978 y poco después mis circunstancias familiares se volvieron tan desagradables que he tenido que hacer un cierto esfuerzo para poder remembrar la década que siguió a ese año, que algunos consideran prodigiosa. 

Por entonces me hallaba muy lejos de saber que investigaría al más feroz defensor de otra Constitución, la de 1812, el ciudarrealeño Félix Mejía, pues la vida me parecía entonces una película mal montada, llena de tedio y angustia. No he visto ni un capítulo de Cuéntame, así que creo estar libre de la maldición que el Eclesiastés, VII, 10 depara a los melancólicos; nunca he idealizado el pasado, con lo que empiezo a decir aquello que Françoise Sagan: "la nostalgia ya no es lo que era". Me hago viejo, o, mejor dicho, me han hecho viejo, y de las batallitas que tengo que contar más me escuecen los tiros y navajazos que me envanecen las victorias.

Los que dudan de la existencia de una Movida gijonesa o madrileña rechazarán definitivamente la existencia de una manchega; pero he de decir, con los papeles en la mano, que para los que vivimos entonces la hubo (o la inventaron, si es que no es lo mismo) aunque fuera en parte abducida por Madrid (Juan Gracia, Miguel Galanes, González Moreno, el notorio Pedro "Almodólar", el Macario Polo de ida y vuelta, etc.) y Barcelona (Gallego Ripoll); aquí lo demostraré. Porque efectivamente algo se movía "sin embargo", como en la frase atribuida a Galileo, aunque el magma creativo y revolucionario que contenía esa superficial corteza de naranjito afterpop nunca pudo trascender o surtir muy lejos. Pero tocó algo de la realidad y dejó testimonios que hoy podemos estudiar.

Para encontrar algo verdadero habría que esperar muchos años después, a movimientos tectónicos más profundos y de verdad despreciados por el poder, como el 15-M. Es mucho más genuino, motivado y manipulado que la misma “Movida”, pues esta existía en la superficie, pero por debajo todo permanecía plácida e intrahistóricamente igual, muy al contrario que ahora, cuando el malestar se ha vuelto sísmico y deriva de la angustia cruda y dura. 

Enrique Tierno Galván, en el ensayo liminar "Existencialismo sin angustia" de su El miedo a la razón, (Madrid: Tecnos, 1986) apercibió claramente la superficialidad del fenómeno y dio cuenta de cómo se podía manipular este tipo de epifenómeno para crear un cisma generacional y cortar toda posible relación de la juventud con el impulso revolucionario que las víctimas de la represión anterior auspiciaban; UCD, PSOE y PP evitaban cuidadosamente la verdadera “democratización” en los tres poderes o polos de la sociedad y la transformaron en una mera apariencia. Hicieron a España “parecida” a Europa, como concluyó el historiador Fernando García de Cortázar en su muy leída Breve historia de España (Madrid: Alianza, 2012). Demasiado pronto esa carta otorgada, compuesta para garantizarle un sillón al rey, se inactivó en lo que tenía de esperanzador y se volvió solo un instrumento para legitimar las aspiraciones de unos pocos. Un teórico del constitucionalismo internacional, Karl Loewenstein, no habría dudado en clasificarla como una Constitución semántica o Pseudoconstitución, esto es, "la aplicada, pero no tanto para regular el proceso político cuanto para formalizar y legalizar el monopolio de poder de determinados grupos sociales o económicos". Recuerdo que cuando debatimos este tema en el Guridi alguien citó el informe sobre la juventud española que Felipe González encargó a un discípulo de Noam Chomsky, el sociólogo estadounidense James Petras, que luego censuró; solo algunos nos enteramos porque lo publicó la desaparecida y minoritaria revista Ajoblanco en 1996 y circuló entre nosotros. Más o menos se venía a decir que las directivas culturales del poder habían desimplicado a la nueva generación, vaciándola de ideas anteriores: mirar atrás se volvió “feo” y la juventud perdió su fuerza, motivación y agresividad volviéndose paradójicamente reaccionaria cuando los tiempos pedían un progreso verdadero. La evolución, que no revolución, se había detenido sustituida por una rebeldía sin objetivos, esto es, por una moda. Muchos notaron esa falta de sentido, se drogaron, se murieron, se suicidaron o se escondieron. Y... sin embargo, algo hubo. Los jóvenes éramos sinceros hasta cuando nos mentíamos.

Me pasé el bachillerato entre libros (clásicos, policiacos y de ficción científica), siendo uno más entre raritos o frikis y unas pocas chicas demasiado formales, porque todavía no se había generalizado la coeducación; había huelgas de enseñanza y unos pocos profesores adorados entre muchos aborrecibles. Entre los primeros estaba doña Hortensia, que me inculcó un amor sin límites a la Historia del Arte; esperaba con verdadera ansia sus clases, sus filminas, sus excursiones a museos y castillos, algunas junto a su perra “Melibea”. Ya jubilada, aún la he visto pasearse con un pin oval en la solapa en que aparecía la Joven de la perla de Vermeer. Por otra parte, un temible profesor de filosofía, López se llamaba, iluminó para siempre mis pobres entendederas con sus clases, en las que fui uno de los pocos en aprobar; recuerdo con vigor las de fenomenología, neopositivismo y psicoanálisis. De otros malísimos podría hablar también, pero no merecen siquiera sacarlos del olvido. Asistía con agrado las clases de griego con Róspide, quien nos hacía traducir fábulas de Esopo (lejos estaba de saber que llegaría a editar yo mismo colecciones de fábulas) y las de literatura con una buena y elegante profesora, doña Blanca, muy mayosa del sesentayocho. En ambas materias usábamos libros buenos; para la literatura, los de Fernando Lázaro Carreter; me gustaban tanto que me leía las lecciones incluso antes de que se explicaran; en mi casa, por otra parte, conseguí que nos suscribiéramos al Círculo de Lectores, era un asiduo de la biblioteca municipal y compraba, conseguía o leía por mi cuenta tebeos y libros baratos de la editorial Bruguera y de la editorial Molino, así como los de Richmal Cropton sobre el anarquista vestido de niño Guillermo, resposable de mis primeros intentos de plagio literario; me encantaba cómo escribía esa señora. Luego descubrí que Fernando Savater y Javier Marías también habrían disfrutado tanto como yo del personaje, pero con ellos me llevaba una decena de años. Los autores de literatura juvenil (Verne, Wells, Salgari) apenas me duraron seis meses: pasé en seguida a todos los autores relevantes de la literatura policiaca (Conan Doyle, Hammet, Chandler, Thompson, Irish...)  y de la ficción científica (odio el anglicismo ciencia-ficción): Asimov, Heinlein, Farmer, Lem... También bastantes clásicos: Cervantes, Defoe, Dickens, Melville, Poe... incluso a Borges, cuya prosa completa ya me había leído a los dieciocho años. En cuanto a los libros que me obligaban a leerme en el instituto... para qué decir nada; solo disfruté del Lazarillo y del Buscón y de la antología de los libros de texto y le cogí un odio cetrino y mortal a Ferlosio y su artificioso Alfanhui, hoy completamente olvidado. Más adelante habría de leer y anotar toda la poesía de Góngora, Quevedo y Lope de Vega. En tercero de BUP ya leía yo, un mocoso de dieciséis años, a Carl Gustav Jung... solo porque me pareció interesante lo que el profesor López había dicho de él... no pude conseguir nada de Husserl y Wittgenstein, hasta más tarde.

Me había convertido sin darme cuenta en un lector furibundo y en un friki al hipercubo. He llegado a desenterrar las razones íntimas que me produjeron así, pero revelaré solo el motivo superficial que las desencadenadenaron, mucho más triviales. En octavo de EGB me dieron uno de los premios de redacción del hoy veterano concurso de la Coca-Cola. Eso de que dieran dinero por escribir en una familia que contaba las monedas como si fueran “mi tesoro” me hizo tomarme la literatura en serio: compraba los libros y tebeos más baratos y buenos que pudiera encontrar; coleccionaba de todo, hasta catarros; entonces, en algunas tiendas podías cambiar tebeos a duro, y eso multiplicaba ad infinitum tu capacidad de lectura, relectura y requetecontralectura, porque cuando no tenías lecturas nuevas te volvías a repasar las que tenías. Recuerdo también en especial los fósiles que buscaba subiendo por las escombreras de las minas de Puertollano, las piritas y cinabrios que me trajo mi padre, el yeso cristalizado que encontré en la laguna de Caracuel, las conchas fósiles que trajimos de la Ciudad encantada de Cuenca. Estudié el bachillerato en Ciudad Real y empecé a frecuentar un grupo de escritores jóvenes que se reunía en el antiguo cafetín de San Pedro, donde recuerdo que actuaron una vez Jesús Monzón, más conocido como “el Gran Wyoming”, con el Reverendo pianista. En el Cafetín se reunía el grupo “Cálamo”, una serie de poetas jóvenes sesgados en 1979 del grupo “Guadiana”, al que llamaban carca y demasiado hijo del arado, del paisaje y del melón huertano (horresco referens!); en él me introdujo un compañero de tercero de BUP, el futuro poeta y colega de carrera y profesión F. J. Carretero, un melancólico gallego injertado a la fuerza en el secarral de La Mancha. En el cafetín de San Pedro nos partíamos la crisma casi todos los días jugando al ajedrez; F. J. era hijo de un juez gallego, padecía la saudade o “morriña” de su natal Pontevedra en estos soles y leía a poetas extranjeros de que yo no había oído hablar. Además, gracias a su padre y el grupo “Cálamo” tenía contactos y se enteraba de cosas como concursos, antologías, subvenciones etc... De lo que empezó a no contarme nada cuando empecé a ganar los premios de poesía de la residencia universitaria “el Doncel” y de la Asociación Marzo, de que él me había informado; entonces empezó a mostrarse algo remiso conmigo; luego llegaría su turno, cuando le editaron en la Diputación un libro horroroso, como todos los primeros, pecado que logró vencer luego en la Universidad con otro cuyo mecanoscrito original poseo en una carpeta: Interior beige con ausencia (1988); quizá sea porque conozco a su autor y sé de qué va, pero me encanta este libro y creo que es por los méritos objetivos del mismo. Lo que escribió después (Los días demorados) nunca igualó ese esplendor fruto de la represión que entonces sufría y sufríamos pero yo sé que muchos de los que guarda inéditos son bastante mejores. 

Todos esos poetas jóvenes (y bastantes más maduros), un total de dieciséis, figuran en su mayor parte en la antología Ciudad Real: poesía última (C. Real: Diputación, 1984) que tuvo dos ediciones: una sin F. J. y otra con él y otros autores (1985). El promotor del elenco fue José M.ª González Ortega (1958), uno de los que figuraban en el primer repertorio, que él seleccionó y maquetó y había conseguido financiar de la Diputación, vendiéndoles el cuento de la novedad y tal, al margen del grupo Guadiana, que odiaba; yo no figuraba entre otras cosas por cuestiones de registro civil: yo no había nacido aquí, aunque mis padres fueran manchegos (cualquier pijada de estas sirve para excluir) y había vivido más en estas tierras que otros que se fueron a vivir fuera. La mancheguitis en González Ortega era igual que la de sus odiados guadianeros y, en eso no se distinguía demasiado de ellos pese a lo cual incluyó a los levantinos Pillet y Cañigral y Carbonell y al pacense Gutiérrez. Más tarde, en 2009 volvió a publicar una antología de quince poetas ciudarrealeños (Detrás de las palabras: Posguerra y Transición en la Poesía de Ciudad Real, Almud, 2009).
Los autores  incluidos en la primera edición fueron dieciséis, a los que se llamaba "posnovísimos": María Alcocer, Joaquín Brotons, P. Antonio Callejas, Dionisio Cañas, Luis de Cañigral, Raúl Carbonell, el “sensista” Miguel Galanes, Federico Gallego Ripoll, Pedro Antonio González Moreno, José M.ª González Ortega, Antonio Gutiérrez, M.ª del Prado de Juan Lérida, Lorenzo Martín del Burgo, Jesús Martín, José Luis Mora Cuesta y Felix Pillet Capdepon. La segunda añadía dos autores más: F. J. Carretero y Maricarmen Matute. Muchos de estos eran socialistas (Martín, Pillet, por lo que sé), profesores de universidad (Cañigral, Cañas, Pillet) médicos (Alcocer, Callejas), profesores de literatura de instituto (González Moreno, Mora, Galanes, Martín del Burgo) o actores (González Ortega, Gallego). Cuando ha pasado ya tanto tiempo los únicos valores líricos sólidos que han quedado de esa panoplia son Federico Gallego Ripoll y Pedro Antonio González Moreno; todos los demás pueden, en todo caso, tenerse por escritores estimables; la poesía de Cañigral, a la que dediqué un estudio bastante completo, es, sin embargo, un refinado juego cultural, pero que se agota en sí mismo y no ha tenido continuidad (que yo sepa); los otros autores son más irregulares y, aunque puedan tener algún momento de brillo, padecen con más continuidad caídas del tipo “publicar por publicar”, pues si hay algo que debe imponerse un sacerdote de la lírica es respetarla y no adocenarla. Otros, sencillamente, no pueden llamarse poetas, sino críticos (Cañas, Cañigral, Carbonell, Galanes, González Ortega) o prosistas (Alcocer, Pillet). O permanecen inéditos todavía (J. F. Carretero Zabala).