sábado, 13 de febrero de 2016

Sin forma definida. La transición cultural en Ciudad Real (III)

Cuando uno mira atrás, solo echa de menos la gente; eso decía Holden Caulfield al final de El guardián entre el centeno. Pero Holden Caulfield tenía el talón de Aquiles de su hermana Phoebe, que es el común de todos los adolescentes; y se lo dijo a la cara de esta manera: "No sabes lo que quieres". La juventud siempre está abierta a todo y es pura contradicción; es un rasgo tan característico como el de no estar para nuevos trotes en el caso de la vejez. Y eso nos pasaba a todos los adolescentes creciditos de entonces. Pero a estas alturas he de confesar sinceramente que no echo de menos a algunos a quienes preferiría olvidar o enviar a tomar por culo (y a alguno además le gustaría), mientras que a otros los evoco con pena porque se han ido o con satisfacción, porque pasamos buenos ratos juntos: son ese tipo de gente a la que gusta recordar. Y también a otros que poseían el don de saberlo todo sobre todos. Todavía he visto que hay algunos de esos, no diré cuáles. De ellos se puede decir lo que sobre sí mismo dice Nick Carraway al principio de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, o el hermano lego en Crónica del Alba de Ramón J. Sender: no juzgan a nadie y poseen almas líquidas, que se adaptan a la forma de cualquiera. Como el alma del pobre John Keats:

¿Dónde se halla el poeta? ¡Mostrádmelo, mostrádmelo, / oh Musas, que yo pueda conocerlo! / Es aquel hombre que, en presencia de otro, / se sentirá su igual, sea éste rey / o el más pobre del clan de los mendigos, / o cualquier otra cosa sorprendente / que entre un mono y Platón el hombre pueda ser. / Es aquel que ante un pájaro, / águila o reyezuelo, encuentra su camino / a todos sus instintos. Le ha escuchado / al león su rugido y puede hablar / de lo que su garganta endurecida expresa. / A él el grito del tigre / le llega articulado y se abre paso / como lengua materna entre su oído.

Y son estos los que podrían referir con más extensión y profundidad lo que yo cuento, pero tienen miedo, ese miedo tan característico del español y que tanto asombraba al César de Shakespeare. Son demasiado discretos y no divulgan lo que han visto o lo que han sacado en limpio de lo que han llegado a saber; una pena. Jamás escribirán sus experiencias. Nunca sacarán la prosa a pasear o hacer gimnasia, y se les morirá en la cabeza, como las últimas coplas populares en la de los viejos. El español, por lo general, es un avaro de sus propios recuerdos, no los comparte con nadie y se muestra remiso a escribir biografías o autobiografías: es “largo en hacerlas y corto en contarlas”, como dicen que escribió Santiago Ramón y Cajal, aunque ya en el historiador del XVII Francisco de Moncada se lee que somos “largos en hazañas, cortos en escribirlas”.

Yo mismo no digo todo lo que sé porque eso me metería en honduras que no darían término a esta serie, pero también porque temo implicarme o implicar a otros demasiado. Muchos se marcharon o murieron, o se quedaron aquí envueltos en la sábana del silencio, que es otra manera de inexistir. Este mismo escrito se debe solo a que alguien quiere que se escriba y se lea y por eso os pertenece más que a mí. Porque habla sobre la gente y lo que hacían y deseaban hacer entonces y, como he dicho, solo la gente es lo que interesa realmente. Solo ella puede dar significado a las cosas. Luego está la forma, quiero decir la poesía: para ello se requiere la ayuda del yo y unas pocas metáforas. Es lo único que puedo aportar a los hechos, pues, como ya dije en un poema, "escribo para ver si es verdad".

Durante la Movida el mundo era ligeramente distinto al actual. No había móviles y la gente conversaba mirándose a la cara... Pero ya empezaban a ponerse distancias de soledad: instalaron mirillas telescópicas en las puertas cuando antes se abría con confianza y la gente se empezaba a encerrar en sus habitaciones dentro de su misma casa como los otakus cuando empezaron a instalarse los primeros ordenadores con Internet y los móviles (que otros llamaban celulares o “manglanillos”). La gente dejó de ser gente y se transformaron en individuos metidos en celulillas de colmena; los móviles acompañaban hasta la cama y dormían con nosotros; eso provocó que la juventud se "socializase" demasiado (hipersocialización) y que las relaciones humanas se volvieran superfluas o degradantes, relaciones de mero consumo, incrementando exponencialmente los casos de acoso, bullying, ninismo, fobia social y patologías como la anorexia, la bulimia, la vigorexia y la ebriorexia en la juventud, víctima de esa excesiva conexión del individuo a su imagen, sometido a una expansión y deformación de su yo exterior (su "maquillaje", diría Mecano) y además a una publicidad sin control y sin escrúpulos y mucho más maleducada que antes. El mundo, además, excluía cada vez más la cultura y la identificaba con la moda; los libros eran cada vez más caros y con IVA cada vez crecido y las librerías dejaban de ser negocio y empezaban a cerrar y las sustituían las peluquerías y los bares. Se leía ya solo por obligación, no por gusto; ni siquiera apoyaba el Estado, como antes, colecciones sociales de libros baratos o la industria de la historieta o tebeo, que algunos llaman comic, y que tan importante es para extender el hábito de la lectura en edades infantiles y juveniles.

Antes de transformarme en un ludita por el estilo de Ray Bradbury y escribir un artículo sobre la quema de libros en la cultura (que fue bastante comentado), fui uno de los primeros en comprarle un PC1 a mi novia que me costó el sueldo de un mes; también me pasé años colaborando en una Wikipedia entonces muy verde, donde redacté unos tres mil artículos, corregí muchos más y me peleé con otros wikipedistas; todavía sigo haciéndolo, pero ya con pocas ganas, porque cada vez encuentro menos sentido a esa tarea y a la muerte más cerca. Nunca me arrepentiré bastante de haber envidiado a los muertos, como Leopardi: la vida, sí, es mil veces mejor, pese a todos sus cansancios; y también me arrepiento de haber escrito tanto. Primum vivere, deinde philosophare. Pero yo entonces no hacía ningún caso: aprendí lenguaje de marcas y levanté algunos portales que derribaron luego los mismos que los albergaban, como el de Geocities; todavía quedan otros, pero no dudo que tendrán la misma suerte. Nada interesa lo que otro ha escrito; lo borrarán para escribir encima, y ni siquiera quedará el palimpsesto. Me maravillaba ver que mis hijas aprendían ese lenguaje con más facilidad que yo, pero no seguían ese camino, a pesar de dárseles muy bien la escritura y el dibujo. Me desencanté de la tecnología al sufrir sus obsolescencias programadas y su servil seguimiento del dinero, como en esos asqueabundos cajeros automáticos. Hoy por hoy una tercera revolución industrial, la de la robótica, destruirá cinco veces más empleos de los que cree... Y todavía creemos que la tecnología mejorará a la especie humana. Lo que si lo hará será una mejora de las instituciones sociales. Hoy en día soy uno de esos que no usan móvil, por lo que nunca podré ser de Podemos, esa paradoja, y tendré que poner en mi tumba el pingüino Tux de Linux o nada en absoluto, como hacen las monjas de clausura (véase Cementerio de Ciudad Real).

Por entonces Jesús Barrajón, uno de la movida valdepeñera de mis tiempos universitarios con el que coincidí en alguna oposición madrileña, que ahora es profesor en la Universidad de Castilla-La Mancha, publicó una edición eminente del Teatro completo de Francisco Nieva con magníficos grabados (como artista plástico es casi mejor que como escritor). Nieva, un antiguo postista, como Ángel Crespo, publicó luego sus magníficas memorias bajo el título Las cosas como fueron, que recomiendo os leáis, pues más friki que este abuelo nunca nadie lo podrá ser en La Mancha. Junto con el toledano Antonio Martínez Ballesteros (siempre atento a la actualidad, por más que la actualidad no esté atento a él: ha pasado desapercibida su obrita Desahucio, de 2013) y Domingo Miras, autor de La Saturna (1973), son los únicos dramaturgos manchegos que merecen crédito hoy y están realmente vivos, cuando insisten en estrenar cualquier gilipollez extranjera o moderniense. Un defecto les veo, la verbosidad y la pedantería; él único que no la padece es Martínez Ballesteros.

Siempre he sido asiduo lector de autobiografías, que prefiero a las novelas por tratarse de experiencia genuina calificada por quien la sufrió: no hay nada más directo que eso, cuando en todo busco a la gente, como he dicho. También en la lírica y en el ensayo se puede encontrarla, o más bien sus sentimientos, sus ideas, su concepción del mundo. La narrativa, por el contrario, es biografía degradada con mentira... salvo la que tenga componentes autobiográficos, que es la más rara. Pero lo peor de todo son los que confunden la literatura con el paisaje: para algunos escritores, en realidad aficionados, no hay otra cosa que el paisaje, la pintura y el cromo de chaval y se pondrían malos si tuvieran que escribir sobre personas o sobre sí mismos (véase lo dicho sobre la autobiografía).

Poco a poco me fui transformando en un ácrata barojiano sin espoleta (ya en la bachillería me había leído esa especie de breviario de dogmatofagia que es Juventud, egolatría) y era incapaz de negarme a considerar cuestión alguna y ponerme límites, algo que incluso ahora padezco y lamento. Por eso procuraba entender incluso a fanáticos que no querían entender, los tradicionalistas, entre ellos algún colega profesor del Opus al que llegué a tomar afecto pese a su pornográfico amor a un papa polaco que lo hizo prelatura personal. Las chaladuras poseen algo de admirable, pero solo terminan pareciéndome tolerables si cuentan con ancho de banda o perspectivas que no embotellen el entendimiento aislándolo de otros mundos, de otras gentes y de otras ideas y sentimientos. Y el Opus, del que me maravilla no lo que ha hecho, sino todo lo que no ha hecho más todo lo que ha impedido, posee las perspectivas de un pozo en que algunos pueden caer y no salir y aun si salen llevarlo puesto. De hecho, desde que el Opus hace de las suyas el Diablo no para de matar moscas con el rabo.

Una parte muy grande de los católicos que he conocido es profundamente hipócrita (si es que un hipócrita puede ser profundo), perdona al enemigo después de haberlo matado y, como decía Gandhi, son muy poco seguidores de su Cristo y muy remisos a soltar sus bienes, sus prejuicios y sus ideologías para seguirlo con más soltura. El protestantismo (que estudié en la persona del hereje manchego y exfranciscano Juan Calderón), el budismo, y la lectura de los Pensamientos sobre la muerte de Feuerbach y las Preguntas de Zapata de Voltaire, entre otros, me permitieron liberarme de concepciones cristianas cerriles como las que entonces "dominaban" en / a España, fuera de que pronto reparé en que en la Iglesia Católica andaban encerrados entonces (y ahora) bastantes orates, cuando no almas programadas por su entorno social y pederastas confesos o inconfesos al lado de personas admirables que eran capaces de salvar el proyecto como Dios salvaba ciudades llenas de sodomitas solo con que hubiera un inocente. Y en la Iglesia católica hubo, hay y habrá muchos inocentes y solo unos pocos sinvergüenzas que viven de ellos. Se salvará, claro, y salvará a muchos también, si asume realmente su limpieza, que ha empezado al parecer y al padecer con el pobre Francisco. Pero los católicos, con su falta de fe en el hombre, que la historia parece justificar en parte, jamás admitirán que la ética es una categoría de orden superior a toda religión, por más que siempre constituyan con su mala conciencia uno de los dos pilares de la cultura occidental: otras culturas no han poseído nunca esa mala conciencia.

No sé cómo, se empezó a reunir en el Guridi, un local de la pintoresca larga calle Libertad (con su nueva Gata Loca, con su Compás, su Hermandad de la Flagelación y sus prolongaciones y cortes ácratas y tabernarios y sus tres cipreses) que había comprado un ebanista de Piedrabuena llamado Juan, un grupillo de gente de todas edades y sesgos. Me condujo  a esa guarida Javier Trujillo Sánchez, prematuramente fallecido con 57 años de un tumor cerebral. Era un tullido del brazo derecho que pasaba mucho tiempo en la calle y llegó a ser mi más fraternal amistad en una época en que andaba buscando una Arcadia imposible y un amigo verdadero. Lo conocí cuando "echaban" por la televisión una serie que me hizo mucho efecto sobre una novela de Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead. Sus escenas de decadencia y calaveradas juveniles eran muy de nuestra época, aun correspondiendo los felices veinte: nos sentíamos así. En mi biografía, la entrada de Javier Trujillo fue providencial: fue la ventana por la que entró a raudales un aire vivo que me hizo descubrir a muchos otros buenos amigos y fertilizó un tiempo muerto de estéril sequedad. Cantaba en el Coro de la Universidad y todavía lo echo en falta, como él mismo echaba en falta mover su brazo derecho a causa de una meningitis que lo dejó tullido a edad muy temprana; esa pérdida tuvo unas consecuencias encadenadas imprevisibles: siendo de suyo apuesto, esta minusvalía lo transformó en un paria bohemio y greñudo, que no podía andar correctamente y aparecía desaliñado porque no podía manejar el peine y ajustarse la ropa con el arte que todos los que usamos la extremidad natural damos por supuesto. Era difícil también distinguir sus palabras, porque el tener que usar el brazo izquierdo siendo diestro y la mitad derecha del cerebro le había provocado una dislexia oral que perdía al momento cuando arrancaba a cantar como los ángeles (si linguis angelicis / loquar, et humanis...). Era muy devoto del Cristo de la Buena Muerte y la Hermandad del Silencio, a cuya procesión no faltó nunca. Ahora podrá integrarse en los coros de los serafines e incluso tocar la guitarra celestial con un brazo nuevo. Su minusvalía, que podría haberle hecho  solitario y gruñón, era compensada y superada con una gran nobleza y bonhomía y facultad para hacer amigos hasta en las cloacas. Le dedico estas palabras de afectuoso recuerdo, donde quiera que esté, por los buenos ratos que me hizo pasar; a él, a una de esas pocas personas que siempre es grato recordar.

La tertulia reunía al escritor y sociólogo Francisco Chaves Guzmán, gran lector de Pier Paolo Pasolini y apasionado denigrador de la modernidad; a José Luis Margotón (un  cineasta y escritor que era además factor de RENFE, y marxista y sindicalista irredento; al juez de menores, dramaturgo, crítico  y poeta Carlos Cezón, al pintor Paco Carrión, a mí mismo y a unos cuantos más. Juntos editamos los cuatro números trimestrales de la revista Ucronía, que dirigía y componía yo, con vistosas portadas de Paco Carrión. Por la órbita de la tertulia circulaban de vez en cuando personajes como el novelista y profesor de informática en la Universidad Macario Polo Usaola, quien junto a Teo Serna, es el único al que con justeza se le puede llamar novelista Afterpop y el único al que se le puede asignar la ración de humor, de intrascendencia y de ludismo que se asocian a esta estética, y el filósofo, poeta y novelista inédito Javier Lumbreras, envuelto en una nube de humo, Gran Duque del Bartolillo y Marqués de La Poblachuela, amigo, por cierto, del gran poeta satírico "fray Josepho", pseudónimo del historiador José Aguilar Jurado; el poeta ciego y premio Tiflos Maximiliano Mariblanca, un amigo mío de lengua satírica peor que la mía, que ya es decir, Mari Carmen Matute, autora de brutales cuentos y poemas, el jurista Fernando Martínez Valencia, amante de los aforismos y los cigarros de hoja, y la pintora Olga Alarcón, responsable por cierto de la vistosa decoración del local conocido como La gata loca y adaptadora de los dibujos con que un premiado pintor madrileño, de cuyo nombre no alcanzo a acordarme, decoró mi primer y hasta ahora único libro de versos impreso, Palabras acabadas (1992). De Carlos Cezón guardo el manuscrito de El discípulo amado, una tragedia al estilo "inmersión" de Buero Vallejo donde se desmonta de forma realista la farsa de la muerte y resurrección de Cristo, y su libro de poemas La tumba de Julio II. Por cierto que la asociación Quijote 2000, ideada en 1994 por un pepero llamado José Luis Aguilera que se estaba muriendo y que no odiaba la cultura (que reducía a un solo libro), al contrario que otros de esa mierda, nos requirió para organizar algunos actos antes del Cuatricentenario del Quijote y luego nos olvidó cuando hicimos un viaje a Tomelloso, creo, con el fin de organizar unas conferencias. Siempre recordaré que, al bajarnos del coche a medio camino, la vistosa pluma de un cometa lucía en el firmamento.

Junto a esta tertulia seguía la añosa del Grupo Guadiana, a la que pertenecí tangencialmente. Llevé unos cuantos poemas al fallecido Vicente Cano, ya por entonces devorado por un cáncer, que gentilmente accedió a publicarlos. En seguida percibí en él a un hombre que ansiaba comunicarse y un verdadero poeta, de los que nacen con el verso en la boca, que tuvo la escasa fortuna de no poder formarse regularmente. Me llamaron la atención sus vistosas estanterías de tablas y ladrillos de obra que siempre he soñado reproducir: puro Ikea desmontable y prolongable. Vicente Cano fue un excelente antologista, de gusto infalible para cribar los poemas que recibía la revista del grupo, Manxa, muchos de ellos de Hispanoamérica. Cuando murió la revista dejó de ser lo que era y entró en una decadencia que nadie ha podido ya detener.

El grupo Guadiana, tan odiado por los de Cálamo y por Arcos en particular, y que se había llevado a los niños de papá que no quisieron seguir en el Postismo ciudarrealeño (cuyas máximas figuras eran Ángel Crespo y Francisco Nieva, además del tempranamente fallecido Chicharro, que prometía tanto como los otros dos), tuvo después a excelentes sonetistas, como mi amigo y colega Jerónimo Anaya, Julián Márquez Rodríguez y Raimundo Escribano, pero siempre se mostró poco abierto a corrientes innovadoras. En su seno había un cierto regionalismo manchego y un formalismo que impedía la entrada de cualquier aire fresco, no en vano el crítico Pedro Antonio González Moreno tachó a la mayor parte de su grey con el marbete, bastante ajustado, de "devocionalismo". No es así totalmente y yo salvaría y salvo a esos cuatro autores citados, cuyos versos perduran en mi selectiva memoria. 

Junto a estos añadiría yo también a unos cuantos amigos míos escritores. Al eslavista Ángel Enrique Díez-Pintado Hilario lo conocí en la entrega de premios de poesía de El Doncel; yo había ganado el primero y el el tercero. Se sacó tres carreras de filología en Granada: la de Hispánica, la de Inglesa y la de Eslava y ahora es profesor de su Universidad. Mantuvimos correspondencia sobre Cernuda y tradujimos a medias poemas del polaco Adam Zagajewski para la revista de la tertulia que dirigía yo entonces, Ucronía. Solo recuerdo un verso: "¿Ha venido por el Vístula?" y vagos poemas sobre la reconstrucción después de la desolación nazi. La feminista Aurora Gómez Campos escribía entonces en Canfali (hoy publica todos los miércoles un artículo en La Tribuna) y me pedía colaboraciones para su periódico a través de su hermana Paloma, una profesora de lengua de Valdepeñas amiga mía. Se le da ese género y el relato corto y erótico muy bien, como el artículo sesudo a Rafael Torres, un filósofo islamófilo (e incluso iranólogo) que se ha trotado todos los países del mundo, desde Estados Unidos a China, Irán y la República Checa; una cabeza de primer orden que de vez en cuando asoma por Miciudadreal, Lanza o La Tribuna, con varios libros publicados (entre ellos Leer Don Quijote en Teherán) y que es bloguero, como yo mismo y Macario Polo, autor este de deliciosas y divertidas novelas como Tendiendo al equilibrio, premio de narrativa de la Universidad de Sevilla, o La ruta no natural, cuyos capítulos estuvo publicando por entregas en el corcho del Guridi. También publicamos un cuento suyo en Ucronía. Por demás, y volviendo a Torres, siempre me he quedado con ganas de preguntarle qué piensa sobre Marjane Satrapí y su Persépolis. En cuanto a mi amigo Julián Martín-Albo, autor de Los poemas para un dios (1989), un libro muy marcado por los sonetos de William Shakespeare, de quien es gran estudioso, hay que decir que es un gran director teatral. Conseguí que viniera como profesor a mi instituto entonces, el Hernán Pérez del Pulgar, y allí consiguió levantar un formidable montaje, de rango profesional, de El mercader de Venecia de Shakespeare, crear un notable grupo de actores, montar varios happenings y dejar a todo el mundo patidifuso, incluido el director del centro, un matemático que, asustado, cerró cuando al fin se trasladó de centro la asignatura de teatro porque todos los chavales se querían apuntar a ella. Ahora Julián reside en Valencia felizmente casado con su esposo (con -o). Otro novelista interesante era mi amigo Paco Arenas, profe ultradedicado a sus alumnos y que en esos tiempos andaba enredado en una embarullada relación sentimental, de la que salió felizmente casado hoy, bloguero también, marxiano y autor de Los manuscritos de Teresa Panza entre otros libros de los que, si me extendiera, no podría jamás terminar. De otros autores un poco más alejados del Guridi y de mí ya hablaré más adelante.

Los gustos musicales de mi familia iban del Juanito Valderrama y Pepe Marchena de mi padre al muy Asperger de mi hermano, quien no dejaba de machacarme con los lisérgicos Emerson, Lake & Palmer, las versiones a sintetizador Moog de Bach del transexual Walter/Wendy Carlos, el caos dentro de un orden del jazz rag dixie Nueva Orleáns y la melancolitis biteliana de The Mamas and the Papas, que pasaban mucho frío en Nueva Inglaterra y parecían creados a propósito para generar trastornos alimentarios.

De ahí pasamos a las grandes canciones de los ochenta, que a mi juicio no son precisamente las punteras de las listas. Había de todo, incluso diagnósticos sociales como el que pinta el comienzo de una letra de Mecano: "No pintamos nada / no opinamos nada / todo lo deciden / y sin preguntarnos nada. / Dicen que preparan / una gran batalla / el este contra el oeste / y nuestra casa / destrozada". Si se lee Derecha por Este e Izquierda por Oeste, se entenderá lo que ya decía Sting en su Russians. Por demás, la canción sigue con una profecía de Isaías respecto a la Gran Depresión de 2008: "No pintamos nada / no pedimos nada / va a haber una fiesta / y después no va a haber nada". O sea, lo que hoy.

Quiero apercibir, sin embargo, que hay dos canciones de la Movida verdaderamente ponzoñosas que constituyen un eje cósmico entre el cenit del despegue afectivo  y el nadir de la dependencia total: "Déjame", de Los Secretos, con sus eneasílabos estirados, y "El amante de fuego", de Mecano, que evoca el incendio de la discoteca Alcalá-20 y cuatro o cinco lecturas más, todas perturbadoras. Esa es la única materia oscura que he podido hallar en las noches de luna y vinilo de entonces, cuando además todavía se acostumbraban los casetes. Los Cano tenían el coco comido con Lorca (sus letras están llenas de reminiscencidas del poeta a quien los falangistas llamaban García "Loca") y se les dio bien su duende. Se lo leía mucho, además de al liberador Cernuda y al reciente nobeliano Aleixandre (al que hay que ser un auténtico desesperado para entender), pero la gente nunca apercibía el carácter homosexual y marginado de los tres, como desconocía y sigue desconociendo el asexualismo del impotente Dalí, al que su padre, un notario carca, había vuelto lacio para el amor enseñándole desde niño grabados y fotos de sexos purulentos comidos por enfermedades venéreas. Tal vez por ello se inventó la anécdota de que se hizo una paja ante su padre y se la tiró diciendo: "¡Toma: lo que te debo!".

El pasotismo individualista e impotente de la época está perfectamente resumido en esos versillos de Mecano: "No sé si seré sensato / lo que sé es que me cuesta un rato / hacer las cosas sin querer". Por demás, la música de entonces era el mero jolgorio de lo intrascendente que ya expresaba como característico de esa juventud el citado Tierno Galván ("la realidad tiene el sentido que tiene en su momento... y no tiene otro") y se lo reparte la crítica taurina de los Toreros muertos (que citan ocasionalmente a Góngora en "Dejadme llorar" y carecen de las señas de identidad de llamarse Javier), Objetivo Birmania (cuyas birmettes son perseguidas por todo el sofá), Siniestro total (con sus pequeños y liberales renacuajos), Radio Futura (poetianos más que poetas en su "Annabel Lee", cuyo protagonista es el perro melancólico de una niña sureña ante su tumba, no vayan a pensar), la erudita, ronca y mínima Alaska (de quien me encanta su mistérica "Isis" y su vivísimo y elegebetiano "A quién le importa", coreado hasta por las niñas de la guardería) y, por qué no decirlo, todos los demás, brillantes a su modo, incluso la hipstérica Chica de ayer, que podría ser hasta mi abuela, que esa sí que es remota.

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