lunes, 1 de febrero de 2016

Sin forma definida. La transición cultural en Ciudad Real (I)

Al analizar la, digamos, “Movida” cultural entre 1978 y 2000 en Ciudad Real me mostraré (solo al principio) subjetivo, pues tuve una minúscula parte en ella. Contaba dieciséis años cuando nacía la Constitución de 1978 y poco después mis circunstancias familiares se volvieron tan desagradables que he tenido que hacer un cierto esfuerzo para poder remembrar la década que siguió a ese año, que algunos consideran prodigiosa. 

Por entonces me hallaba muy lejos de saber que investigaría al más feroz defensor de otra Constitución, la de 1812, el ciudarrealeño Félix Mejía, pues la vida me parecía entonces una película mal montada, llena de tedio y angustia. No he visto ni un capítulo de Cuéntame, así que creo estar libre de la maldición que el Eclesiastés, VII, 10 depara a los melancólicos; nunca he idealizado el pasado, con lo que empiezo a decir aquello que Françoise Sagan: "la nostalgia ya no es lo que era". Me hago viejo, o, mejor dicho, me han hecho viejo, y de las batallitas que tengo que contar más me escuecen los tiros y navajazos que me envanecen las victorias.

Los que dudan de la existencia de una Movida gijonesa o madrileña rechazarán definitivamente la existencia de una manchega; pero he de decir, con los papeles en la mano, que para los que vivimos entonces la hubo (o la inventaron, si es que no es lo mismo) aunque fuera en parte abducida por Madrid (Juan Gracia, Miguel Galanes, González Moreno, el notorio Pedro "Almodólar", el Macario Polo de ida y vuelta, etc.) y Barcelona (Gallego Ripoll); aquí lo demostraré. Porque efectivamente algo se movía "sin embargo", como en la frase atribuida a Galileo, aunque el magma creativo y revolucionario que contenía esa superficial corteza de naranjito afterpop nunca pudo trascender o surtir muy lejos. Pero tocó algo de la realidad y dejó testimonios que hoy podemos estudiar.

Para encontrar algo verdadero habría que esperar muchos años después, a movimientos tectónicos más profundos y de verdad despreciados por el poder, como el 15-M. Es mucho más genuino, motivado y manipulado que la misma “Movida”, pues esta existía en la superficie, pero por debajo todo permanecía plácida e intrahistóricamente igual, muy al contrario que ahora, cuando el malestar se ha vuelto sísmico y deriva de la angustia cruda y dura. 

Enrique Tierno Galván, en el ensayo liminar "Existencialismo sin angustia" de su El miedo a la razón, (Madrid: Tecnos, 1986) apercibió claramente la superficialidad del fenómeno y dio cuenta de cómo se podía manipular este tipo de epifenómeno para crear un cisma generacional y cortar toda posible relación de la juventud con el impulso revolucionario que las víctimas de la represión anterior auspiciaban; UCD, PSOE y PP evitaban cuidadosamente la verdadera “democratización” en los tres poderes o polos de la sociedad y la transformaron en una mera apariencia. Hicieron a España “parecida” a Europa, como concluyó el historiador Fernando García de Cortázar en su muy leída Breve historia de España (Madrid: Alianza, 2012). Demasiado pronto esa carta otorgada, compuesta para garantizarle un sillón al rey, se inactivó en lo que tenía de esperanzador y se volvió solo un instrumento para legitimar las aspiraciones de unos pocos. Un teórico del constitucionalismo internacional, Karl Loewenstein, no habría dudado en clasificarla como una Constitución semántica o Pseudoconstitución, esto es, "la aplicada, pero no tanto para regular el proceso político cuanto para formalizar y legalizar el monopolio de poder de determinados grupos sociales o económicos". Recuerdo que cuando debatimos este tema en el Guridi alguien citó el informe sobre la juventud española que Felipe González encargó a un discípulo de Noam Chomsky, el sociólogo estadounidense James Petras, que luego censuró; solo algunos nos enteramos porque lo publicó la desaparecida y minoritaria revista Ajoblanco en 1996 y circuló entre nosotros. Más o menos se venía a decir que las directivas culturales del poder habían desimplicado a la nueva generación, vaciándola de ideas anteriores: mirar atrás se volvió “feo” y la juventud perdió su fuerza, motivación y agresividad volviéndose paradójicamente reaccionaria cuando los tiempos pedían un progreso verdadero. La evolución, que no revolución, se había detenido sustituida por una rebeldía sin objetivos, esto es, por una moda. Muchos notaron esa falta de sentido, se drogaron, se murieron, se suicidaron o se escondieron. Y... sin embargo, algo hubo. Los jóvenes éramos sinceros hasta cuando nos mentíamos.

Me pasé el bachillerato entre libros (clásicos, policiacos y de ficción científica), siendo uno más entre raritos o frikis y unas pocas chicas demasiado formales, porque todavía no se había generalizado la coeducación; había huelgas de enseñanza y unos pocos profesores adorados entre muchos aborrecibles. Entre los primeros estaba doña Hortensia, que me inculcó un amor sin límites a la Historia del Arte; esperaba con verdadera ansia sus clases, sus filminas, sus excursiones a museos y castillos, algunas junto a su perra “Melibea”. Ya jubilada, aún la he visto pasearse con un pin oval en la solapa en que aparecía la Joven de la perla de Vermeer. Por otra parte, un temible profesor de filosofía, López se llamaba, iluminó para siempre mis pobres entendederas con sus clases, en las que fui uno de los pocos en aprobar; recuerdo con vigor las de fenomenología, neopositivismo y psicoanálisis. De otros malísimos podría hablar también, pero no merecen siquiera sacarlos del olvido. Asistía con agrado las clases de griego con Róspide, quien nos hacía traducir fábulas de Esopo (lejos estaba de saber que llegaría a editar yo mismo colecciones de fábulas) y las de literatura con una buena y elegante profesora, doña Blanca, muy mayosa del sesentayocho. En ambas materias usábamos libros buenos; para la literatura, los de Fernando Lázaro Carreter; me gustaban tanto que me leía las lecciones incluso antes de que se explicaran; en mi casa, por otra parte, conseguí que nos suscribiéramos al Círculo de Lectores, era un asiduo de la biblioteca municipal y compraba, conseguía o leía por mi cuenta tebeos y libros baratos de la editorial Bruguera y de la editorial Molino, así como los de Richmal Cropton sobre el anarquista vestido de niño Guillermo, resposable de mis primeros intentos de plagio literario; me encantaba cómo escribía esa señora. Luego descubrí que Fernando Savater y Javier Marías también habrían disfrutado tanto como yo del personaje, pero con ellos me llevaba una decena de años. Los autores de literatura juvenil (Verne, Wells, Salgari) apenas me duraron seis meses: pasé en seguida a todos los autores relevantes de la literatura policiaca (Conan Doyle, Hammet, Chandler, Thompson, Irish...)  y de la ficción científica (odio el anglicismo ciencia-ficción): Asimov, Heinlein, Farmer, Lem... También bastantes clásicos: Cervantes, Defoe, Dickens, Melville, Poe... incluso a Borges, cuya prosa completa ya me había leído a los dieciocho años. En cuanto a los libros que me obligaban a leerme en el instituto... para qué decir nada; solo disfruté del Lazarillo y del Buscón y de la antología de los libros de texto y le cogí un odio cetrino y mortal a Ferlosio y su artificioso Alfanhui, hoy completamente olvidado. Más adelante habría de leer y anotar toda la poesía de Góngora, Quevedo y Lope de Vega. En tercero de BUP ya leía yo, un mocoso de dieciséis años, a Carl Gustav Jung... solo porque me pareció interesante lo que el profesor López había dicho de él... no pude conseguir nada de Husserl y Wittgenstein, hasta más tarde.

Me había convertido sin darme cuenta en un lector furibundo y en un friki al hipercubo. He llegado a desenterrar las razones íntimas que me produjeron así, pero revelaré solo el motivo superficial que las desencadenadenaron, mucho más triviales. En octavo de EGB me dieron uno de los premios de redacción del hoy veterano concurso de la Coca-Cola. Eso de que dieran dinero por escribir en una familia que contaba las monedas como si fueran “mi tesoro” me hizo tomarme la literatura en serio: compraba los libros y tebeos más baratos y buenos que pudiera encontrar; coleccionaba de todo, hasta catarros; entonces, en algunas tiendas podías cambiar tebeos a duro, y eso multiplicaba ad infinitum tu capacidad de lectura, relectura y requetecontralectura, porque cuando no tenías lecturas nuevas te volvías a repasar las que tenías. Recuerdo también en especial los fósiles que buscaba subiendo por las escombreras de las minas de Puertollano, las piritas y cinabrios que me trajo mi padre, el yeso cristalizado que encontré en la laguna de Caracuel, las conchas fósiles que trajimos de la Ciudad encantada de Cuenca. Estudié el bachillerato en Ciudad Real y empecé a frecuentar un grupo de escritores jóvenes que se reunía en el antiguo cafetín de San Pedro, donde recuerdo que actuaron una vez Jesús Monzón, más conocido como “el Gran Wyoming”, con el Reverendo pianista. En el Cafetín se reunía el grupo “Cálamo”, una serie de poetas jóvenes sesgados en 1979 del grupo “Guadiana”, al que llamaban carca y demasiado hijo del arado, del paisaje y del melón huertano (horresco referens!); en él me introdujo un compañero de tercero de BUP, el futuro poeta y colega de carrera y profesión F. J. Carretero, un melancólico gallego injertado a la fuerza en el secarral de La Mancha. En el cafetín de San Pedro nos partíamos la crisma casi todos los días jugando al ajedrez; F. J. era hijo de un juez gallego, padecía la saudade o “morriña” de su natal Pontevedra en estos soles y leía a poetas extranjeros de que yo no había oído hablar. Además, gracias a su padre y el grupo “Cálamo” tenía contactos y se enteraba de cosas como concursos, antologías, subvenciones etc... De lo que empezó a no contarme nada cuando empecé a ganar los premios de poesía de la residencia universitaria “el Doncel” y de la Asociación Marzo, de que él me había informado; entonces empezó a mostrarse algo remiso conmigo; luego llegaría su turno, cuando le editaron en la Diputación un libro horroroso, como todos los primeros, pecado que logró vencer luego en la Universidad con otro cuyo mecanoscrito original poseo en una carpeta: Interior beige con ausencia (1988); quizá sea porque conozco a su autor y sé de qué va, pero me encanta este libro y creo que es por los méritos objetivos del mismo. Lo que escribió después (Los días demorados) nunca igualó ese esplendor fruto de la represión que entonces sufría y sufríamos pero yo sé que muchos de los que guarda inéditos son bastante mejores. 

Todos esos poetas jóvenes (y bastantes más maduros), un total de dieciséis, figuran en su mayor parte en la antología Ciudad Real: poesía última (C. Real: Diputación, 1984) que tuvo dos ediciones: una sin F. J. y otra con él y otros autores (1985). El promotor del elenco fue José M.ª González Ortega (1958), uno de los que figuraban en el primer repertorio, que él seleccionó y maquetó y había conseguido financiar de la Diputación, vendiéndoles el cuento de la novedad y tal, al margen del grupo Guadiana, que odiaba; yo no figuraba entre otras cosas por cuestiones de registro civil: yo no había nacido aquí, aunque mis padres fueran manchegos (cualquier pijada de estas sirve para excluir) y había vivido más en estas tierras que otros que se fueron a vivir fuera. La mancheguitis en González Ortega era igual que la de sus odiados guadianeros y, en eso no se distinguía demasiado de ellos pese a lo cual incluyó a los levantinos Pillet y Cañigral y Carbonell y al pacense Gutiérrez. Más tarde, en 2009 volvió a publicar una antología de quince poetas ciudarrealeños (Detrás de las palabras: Posguerra y Transición en la Poesía de Ciudad Real, Almud, 2009).
Los autores  incluidos en la primera edición fueron dieciséis, a los que se llamaba "posnovísimos": María Alcocer, Joaquín Brotons, P. Antonio Callejas, Dionisio Cañas, Luis de Cañigral, Raúl Carbonell, el “sensista” Miguel Galanes, Federico Gallego Ripoll, Pedro Antonio González Moreno, José M.ª González Ortega, Antonio Gutiérrez, M.ª del Prado de Juan Lérida, Lorenzo Martín del Burgo, Jesús Martín, José Luis Mora Cuesta y Felix Pillet Capdepon. La segunda añadía dos autores más: F. J. Carretero y Maricarmen Matute. Muchos de estos eran socialistas (Martín, Pillet, por lo que sé), profesores de universidad (Cañigral, Cañas, Pillet) médicos (Alcocer, Callejas), profesores de literatura de instituto (González Moreno, Mora, Galanes, Martín del Burgo) o actores (González Ortega, Gallego). Cuando ha pasado ya tanto tiempo los únicos valores líricos sólidos que han quedado de esa panoplia son Federico Gallego Ripoll y Pedro Antonio González Moreno; todos los demás pueden, en todo caso, tenerse por escritores estimables; la poesía de Cañigral, a la que dediqué un estudio bastante completo, es, sin embargo, un refinado juego cultural, pero que se agota en sí mismo y no ha tenido continuidad (que yo sepa); los otros autores son más irregulares y, aunque puedan tener algún momento de brillo, padecen con más continuidad caídas del tipo “publicar por publicar”, pues si hay algo que debe imponerse un sacerdote de la lírica es respetarla y no adocenarla. Otros, sencillamente, no pueden llamarse poetas, sino críticos (Cañas, Cañigral, Carbonell, Galanes, González Ortega) o prosistas (Alcocer, Pillet). O permanecen inéditos todavía (J. F. Carretero Zabala). 

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