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lunes, 27 de abril de 2009

Los cementerios son también museos

Mucha gente, que prefiere no pensar en esas cosas, olvida que los cementerios son también museos, y museos temáticos además, donde se concentra no sólo el arte escultórico de lo terrible, sino también el literario. Este artículo va de eso.

Los turistas que visiten Valencia a partir del próximo mes de junio tendrán un nuevo aliciente, la posibilidad de conocer la ciudad desde otro ángulo. Es el Museo del Silencio, una visita guiada por el corazón histórico del Cementerio General, que pondrá en valor su rico patrimonio monumental y botánico, así como el rastro de los grandes hombres y mujeres cuyos restos yacen en él.

Arte funerario a la intemperie que concentra gran variedad de estilos, desde el neogótico o neoclásico al romántico. Ángeles andróginos, centinelas del paraíso, cruces, obeliscos, lápidas y estelas. Más de un centenar de panteones del siglo XIX y varios cientos más del XX en un entorno privilegiado.

Un jardín mediterráneo formado por cipreses, palmeras, pinos, naranjos, eucaliptus y otras especies. Un poema de piedra que canta la fragilidad de la carne y muestra el culto que los vivos rendimos a los muertos.

Con esta iniciativa, Valencia entra a formar parte de la élite de los camposantos e ingresa en el Circuito Europeo de Cementerios junto a otras capitales que pueden presumir de sus respectivas necrópolis. "Se me ocurrió esta idea después de descubrir el bellísimo cementerio de Praga", comenta la concejala Loudes Bernal, impulsora de la iniciativa.

"El objetivo es dar un poco de vida a la ciudad de los muertos con el debido respeto a sus ocupantes y, al mismo tiempo, revalorizar su contenido que incluye elementos muy interesantes y a veces olvidados como el panteón de Bomberos", añade Bernal.

El historiador Rafael Solaz trabaja ya hace un año en inventariar el patrimonio del Cementerio General. Fue él quien lo bautizó como Museo del Silencio y también el autor del texto descriptivo que contendrá el futuro catálogo en tres idiomas: inglés, castellano y valenciano. "El primer paso fue explorar las secciones históricas a fondo para conocer su contenido con detalle y en esa fase tuve la sorpresa de encontrar algunas tumbas inesperadas", cuenta Solaz.

Se refiere entre otras a la del hermano de Pío Baroja, Néstor, que falleció en Valencia a la temprana edad de 24 años. Pero también a la de otros personajes en su día famosos olvidados por el paso del tiempo. El periodista Azzati, el pintor Cortina, Genaro Lahuerta, o el cronista Vicente Boix son algunos de ellos.

Una vez culminado el catálogo, el siguiente paso es fomentar su rehabilitación en un doble sentido. "Se instará a las familias a que restauren los panteones más deteriorados por su cuenta", explica Solaz. "Por otra parte, se ha firmado un acuerdo con la Universidad Politécnica de Valencia para que sus alumnos lleven a cabo esa tarea".

Rutas temáticas

Las visitas se iniciarán en junio, coincidiendo con la celebración de Funermostra de la que Lourdes Bernal es este año presidenta honoraria. Serán gratuitas, tendrán aproximadamente una hora de duración y en principio se organizarán dos días al mes como prueba para según la demanda del público diseñar distintas rutas, temáticas, de personajes, arquitectónica, etcétera.
"Antes de empezar tenemos noticia de varios colectivos que se han interesado por ellas", comenta Solaz. También se sabe que los turistas asiáticos se sienten muy atraídos por este tipo de visitas, quizá, por su distinta cultura de la muerte, o por el exotismo que para ellos tiene un cementerio occidental.
Los mitómanos también tienen buenos motivos para visitar la ciudad del más allá. Personajes célebres como Blasco Ibáñez, Joaquín Sorolla o el torero Granero; populares como Nino Bravo; o intelectuales y políticos de brillante trayectoria, Manuel Broseta, Emilio Attard o el Marqués del Campo, entre otros grandes hombres.

sábado, 7 de marzo de 2009

La transfiguración artística de míster Dadd


En la Galería Tate de Londres se expone un cuadro magnífico, El golpe maestro del duende leñador, de Richard Dadd, óleo sobre lienzo. Se trata de un extrañísimo cuadro de reducido tamaño que representa a un grupo de hadas y duendes que se aprestan a observar la habilidad con el hacha del mencionado leñador. Tiene su nosequé de fascinador.

Richard Dadd era un pintor victoriano de mediano talento y apenas inspiración, aunque se arrejuntaba con rarillos del grupo Clique, semiprerrafaelitas como nuestro Philip Hermógenes Calderón y teósofos de varia enjundia. Sus cuadritos de hadas y duendes eran de aquellos que se colgaban en cualquier recibidor, pasillo u habitación de hotel, y que uno se sentía incapaz de mirar dos veces. Pero a los 25 años, Sir Thomas Newport lo contrató para que inmortalizara con su pincel los paisajes que ambos vieran durante un viaje por Oriente Medio y Egipto. El periplo iba como la seda hasta que los viajeros llegaron a Egipto. En un crucero por el Nilo, Dadd, tras abusar del hachís y otros alucinógenos locales, sufrió una crisis de locura tan intensa que creyó entrar en contacto con Osiris, el descuartizado dios egipcio de la muerte y la resurrección. Repatriado a Inglaterra, el joven se dispuso a cumplir con las sugerencias que su nuevo amigo inmortal le vertía en el oído. La primera víctima fue su propio padre, primorosamente descuartizado por el discípulo de Osiris. Cumplida su tarea, Dadd huyó al continente. En Francia le atrapó la policía intentando degollar a un turista. En su poder le intervinieron una lista con las personas que, a juicio de Osiris, debían ser reducidas a ragut. El primero era, por supuesto, el padre del pintor; el último, el Papa de Roma. Convencidas de la incurable enajenación de mister Dadd, la autoridades británicas lo encerraron de por vida en el frenopático de Bedlam. Allí don Ricardo, privado de practicar el asesinato, se aplicó con enloquecida dedicación a la pintura. Su obra maestra es fruto de nueve años de trabajo incesante y maniática fijación, y se nota. Desprovisto del opiáceo consuelo que da la farmacología actual, la demente inspiración de las nueve musas infernales se apretujaba por salir de su pincel y las capas de pintura se acumulan una sobre otra dotando al cuadro de una cierta tridimensionalidad, y en medio de la hojarasca intrincada y la arborescente vegetativa los minúsculos detalles de imposible precisión saturan la retina y provocan una sensación de horror vacui, angustia, miedo e incomodidad y la enajenada mirada de los personajes te persigue allá donde mires, mientras los desmayados colores remiten al recuerdo de una pesadilla febril y descabellada... El perdido protagonista es un tipo que se dispone a golpear con un hacha algo que tapa el lío vegetal. Tratándose de la pesadilla de un homicida delirante puede que sea mejor así.

Otras obras del autor en esta etapa son maravillosas: Venga a estos la playa amarilla, cuyo título se funda en un pasaje de La Tempestad de Shakespeare,

martes, 17 de febrero de 2009

Francis Bacon

Sobre el alma y el cuerpo

FÉLIX DE AZÚA El País, 16/02/2009

El contraste entre la vieja pintura que sólo quería representar el orden del mundo para un puñado de aristócratas e ilustrados capaces de entenderlo, y la actual pintura que más bien da cuenta del orden de un individuo genial enfrentado al desorden del mundo, ha encontrado un ámbito efusivo en el Museo del Prado. La exposición de Francis Bacon es una grata aventura para quien se acerca a ese viejo arte del conocimiento con ánimo de aprender algo nuevo.
Es cierto que Bacon ha sido ya tan estudiado como para que apenas podamos añadir una coma a lo ya sabido. No obstante, volver a constatar la radical expresión de su tragedia personal y cómo logró elevar una vida sórdida al más alto registro de nuestra efímera dignidad, sobrecoge. No podemos dejar de insistir, por ejemplo, en esos rosas pálidos y esos amarillos cenicientos, colores que su esposa Doris lució el día de la boda y que le había rogado a Bacon que eligiera en los almacenes Harrod's de Londres. Es casi mítica la historia de cómo Bacon escapó una hora y cuarto de su agobiante trabajo en la empresa de seguros Lloyd's sin advertir al jefe de personal, para recorrer las ofertas de febrero de los populares almacenes hasta encontrar ese rosa diáfano, ese leve alimonado cristalino, que transformarían a Doris, mujer de complexión fuerte y recias piernas, en la nube de madreperla sobre la que tantas veces habló Bacon en sus entrevistas. A su regreso, el jefe de personal le hizo acudir a su despacho y tras escuchar las explicaciones de Bacon, rebajó la penalización de 30 libras a 12. Bacon ha eternizado esa escena en su serie de "obispos aulladores" con una ternura que invita a llorar.

Sin duda la claustrofobia de su trabajo cotidiano en las pequeñas celdas de la empresa británica (la estudiosa Ingrid G. Laminioni ha demostrado que en el Lloyd's previo a la remodelación de Foster el volumen de cada despacho rebajaba la capacidad respiratoria en casi un 8%) influyó decisivamente en la presencia de líneas clausuradoras, escenografías cerradas y edículos giottescos, que son la marca de agua del artista. Como muestra la mesure-data de Gertrude Katescu, apenas hay imagen encerrada que no se corresponda con el tamaño exacto (a escala) de los despachos de la aseguradora Lloyd's. Es uno de los signos extremos de la convicción ideológica que marcó a Bacon desde niño, cuando vio grupos de empleados con bombín caminando hacia la city y comenzó su rebelión contra el laborismo. Votante del partido conservador durante toda la vida, excepto durante un breve lapso liberal cuando probó sus primeras cervezas, las celdas que encierran sus figuras transmiten un poderoso manifiesto político no menos violento que los frescos de Siqueiros.

Es quizás el regreso una y otra vez del icono del retrete, sin embargo, lo que más ha cautivado a la crítica. Sólo hace 25 años que sabemos la historia que se oculta tras esa imagen turbadora. En un viaje de veraneo a la Costa Brava, Bacon, Doris y los niños fueron a dar a un hotel de Lloret de Mar donde trataron de acomodarse a las tradiciones mediterráneas. Acosados por la agresiva dieta de lechuga y pescado congelado, el matrimonio y los niños sufrieron en silencio la humillación, conscientes de que no estaban en un lugar donde los derechos humanos tuvieran cobertura. Una fatídica noche de julio, los dos niños, Lizbeth y Miles, así como el matrimonio Bacon, sufrieron agudos ataques de diarrea y se vieron obligados a turnarse en el uso del WC. Alertado el personal del hotel y temiendo un escándalo mundial (por entonces Bacon ya gozaba de cierto prestigio), trataron de comprar al matrimonio Bacon con un viaje en autobús hasta el monasterio de Poblet. Cuando Bacon se negó a aceptar el chantaje, los dueños del hotel (y sus empleados, no nos engañemos, porque la sumisión de los trabajadores en aquella parte es absoluta) tuvieron palabras de befa sobre los británicos, el Gobierno de su Majestad e incluso la palidez de los niños ingleses. Una iniquidad que perturbó el ánimo del matrimonio y que a la larga conduciría a la muerte a Doris, cuando un repetido ataque de fiebre intestinal la llevara a la disipación y el colapso. Bacon nunca se repuso de aquella experiencia de totalitarismo mediterráneo y plasmó en negras pinturas las torturas de la familia en la taza del retrete. Se les ve por parejas, en solitario o en masas confusas, agonizando en un mundo insolidario. Arte muy duro, pero sublime.

Entre los más admirables cuadros que se exponen en el Prado se encuentran los retratos de su jefe de personal, malignamente deformado, el patrón del pub donde Bacon daba cuenta del almuerzo cuidadosamente envuelto por Doris en papel Albal (¡ese platino oxidado sólo comparable al de Watteau!) y también los autorretratos en forma de loncha de panceta como homenaje a su padre. En todos ellos se observa el dolor inmenso de un genio que no soporta verse asfixiado por la masa de clase media, con una vida ayuna de todo interés, una sexualidad mediocre, dos niños de escaso talento y una mujer que a duras penas comprendía los titulares del News of the World. Son pinturas que encogen el ánimo y nos asoman a uno de los abismos más oscuros del arte del siglo XX. Ahí está la Verdad, sin embargo.

Para nuestro escándalo, todo esto es reciente. Durante años y siguiendo las enseñanzas de las vanguardias europeas, tan arteramente defendidas por Greenberg en los EE UU, la vida del artista era un elemento despreciable para el análisis de la obra. O bien ésta se sostenía por sí misma, o bien se trataba de un fenómeno pasajero ligado a la insignificante vida de un ciudadano. Un átomo en la inmensidad del universo. Lo cierto es que la obra de arte debía de ser autónoma y soberana: ningún mortal podía aspirar a ser su fundamento. Y eso es consecuente con una concepción del arte, no como producto humano, sino como producto de la historia, del zeitgeist, el alma del mundo, la forma sensible del momento histórico-social. O bien la obra de arte encarnaba contenidos que pertenecían a la sociedad como ser viviente (en concurso con el magisterio de Karl Marx, el gran experto en arte africano), o bien eran un mero capricho personal, algo así como una serie de ilustraciones tomadas del fichero de Freud. Si la obra de arte podía ser interpretada a partir de la vida del artista, entonces, decían, el valor de un Picasso o de un Bacon dependerá del valor de ese átomo vital. Lo cual conducía a la paradoja de que un garabato trazado por alguien con una experiencia vital suprema podía defenderse frente a los productos de un artista de vida estúpida. Por fortuna, este tipo de sofísticas teorías está en total descrédito. El artista vuelve a ser el fundamento de la obra y eso nos ha permitido clarificar un sinnúmero de piezas clásicas que habían sido muy mal comprendidas.

Concluyo con uno de los últimos casos, pero uno de los más chocantes. Cuando Carmen B. Palomares descubrió el acta de nacimiento de Diego Velázquez en un archivo de la villa D'O Bonzo y constató con perplejidad que había sido inscrito como Isabel Velázquez, no daba crédito a sus ojos. Una exhaustiva investigación posterior en obispados, hospitales y cárceles portuguesas constató que Velázquez era una chica, que nunca aceptó su identidad sexual, que desde la adolescencia usaba bigote de guías subidas (pegado con resina de pino), que tuvo altercados constantes con el párroco de D'O Bonzo hasta que éste la puso en manos del guardia municipal. Su huida de la ergástula, su aparición en Sevilla ya muy maquillado (aunque nunca pudo disimular las caderas, harto abultadas incluso para un pintor), su vida posterior con matrimonio de provecho incluido, todo hasta el célebre episodio en que el rey le pinta la cruz en la solapilla (una evidente deconstrucción del bigote), son cosas que sólo se han sabido en los últimos 50 años. Desde entonces la obra de Velázquez y sobre todo la célebre Venus del espejo, en el cual se refleja el rostro sin afeites del pintor, han sufrido un verdadero cataclismo. El mismo que usted puede ahora constatar en la exposición Bacon.

domingo, 12 de octubre de 2008

La fotografía del siglo XIX y Núñez de Arce

En 1866 Gaspar Núñez de Arce escribió un soneto A la Fotografía, que era un invento muy de moda entonces y, como se suele decir, privaba tanto como hoy el vídeo y Youtube; con sensibilidad de poeta ya percibía el mal que iba a viciar el siglo XX, el de las masas rebeldes que anulan todo ego y la disolución de la identidad. Hoy contemplamos los antiguos calotipos y daguerrotipos y experimentamos una gran melancolía, viendo la patina del tiempo perdido, el "tiempo amarillo" sobre la fotografía, que dijeron Miguel Hernández/Fernando Fernán Gómez, dondequiera que estén. En aquella época eso no se se sentía, como podemos apreciar en este soneto, porque veían lo que veían todos los días; hasta las novelas realistas de un Galdós o un Clarín, o incluso un Pereda, con su poesía montanera y su prosa mayestática, tienen la apariencia de la fotografía detallesca y minuciosa del XIX.

¡Pantoja, ten valor! Rompe la valla:
luce, luce en tarjeta y en membrete
y cabe el toro que enganchó a Pepete
date a luz en las tiendas de quincalla.


Eres un necio. -Cierto.- Pero acalla
tu pudor y la duda no te inquiete.
¿Qué importa un necio más donde se mete
con pueril presunción tanta morralla?

¡Valdrás una peseta, buen Pantoja!
No valen mucho más rostros y nombres
que la fotografía al mundo arroja.

Enséñanos tu cara y no te asombres:
deja a la edad futura que recoja,
tantos retratos y tan pocos hombres.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Buenos ratos con los tebeos e historietas Bruguera

He pasado muy buenos ratos con los tebeos e historietas de la Editorial Bruguera. Tal vez, incluso, a ellos debo mi afición a leer. Desarrollaron no sólo mi imaginación, sino la de miles de niños en una época confusa, plana y huérfana como era la de los últimos años de Franco. Fui un auténtico perseguidor de historietas en mi infancia en Puertollano, a través de bibliotecas, amigos o tiendas donde se intercambiaban tebeos a cambio de poquísimo dinero. Ahora no hay cosas así y los jóvenes no tienen ni tebeos ni tiendas de esa clase, y ni siquiera pueden leerse novelitas de a duro: así les va. Ni tienen imaginación, ni afición a leer; al menos unos cuantos. Yo, y muchos otros como yo, pudimos por el contrario acceder a cantidades ingentes de lectura.

Los primeros tebeos que leí fueron los de Pulgarcito, luego DDT, Tiovivo, Mortadelo; los rivales TBO, Strong y Pumby tampoco estaban nada mal; recuerdo en especial las creaciones del genial y llorado Vázquez: su homónimo, el moroso que huía de los sastres, la abuelita Paz, Angelito, Anacleto, agente secreto; la familia Cebolleta, con el abuelo que contaba batallitas. También andaban por ahí Carpanta, Mortadelo y Filemón, el Capitán Trueno (que fue el primer español que se ligó a una sueca), acompañado del inefable Goliath y de Crispín, con guiones de Mora; el Corsario de Hierro, Dani Futuro, que estaba muy bien dibujado y tenía buenos guiones; Supernova etcétera; nunca comulgué con los comics extranjeros franceses: aborrecí a los Pitufos y no terminaban de gustarme del todo los Asterix; prefería los norteamericanos de la Marvel (el Spiderman de la pistola y el de Stan Lee, del que no me resigno a que no sea el viudísimo inconsolable de Gwen; los Cuatro fantásticos, los Vengadores, pese a toda la patriotería de Nick Furia y el Capitán América; la Masa, a quien insisten en llamar Hulk y en Sudamérica llaman La Mole; la Patrulla X, El motorista fantasma, Luke Cage, que hacía de Aquiles negro; Thor, que se las tenía tiesas con el maligno Loki y me hizo aprender mitología escandinava; El doctor Extraño, etc...), pero siempre aborrecí a Supermán y a Batman; también me iban los españoles vanguardistas de Trinca: Ventura y Nieto, Haxtur, el cómico Yago Veloz, etc; Mafaldas las leí todas, con sus inseparables Manolito, gallego emigrado devoto de la Virgen del puño; Miguelito, emigrantillo italiano fantasioso y ególatra; Felipe, acomplejado y timidísimo; Libertad, pequeña y bravucona; Guille, anarquista como un pequeño Guillermo Brown; Susanita, marujita y cotorrona, etcétera; siempre le tuve una especial devoción al belga Tintín y sobre todo al capitán Haddock, de poliédricos insultos, en su castillo del Loira. A Los cuatro ases, también, aunque no sean muy conocidos; me los leí todos en la Biblioteca Municipal de Puertollano. Por leer, incluso leí comics tan raros como los marcianos de Diego Valor, que hallé preguntándole a una ancianita de la Calle Santa Lucía del mismo lugar, si mal no recuerdo, o los del Guerrero del Antifaz y Roberto Alcázar y Pedrín, estos últimos sosísimos, mariconísimos e insoportabilísimos, (más de uno pensaba que la relación que existía entre Roberto Alcázar y Pedrín era la misma que entre Trueno y Crispín y entre Batman y Robin...) los de Flash Gordon -de los que prefería la versión moderna más que la antigua a todo color y en libro-, los del Espectro que camina, los de Mikros, y una lista interminable a que no puede bastar cuenta cierta.

Ya he perdido ese tren, y, por ejemplo, estoy, aunque no del todo, casi medianamente pez de lo que es la novela gráfica y sus autores, los últimos éxitos o hits del cómic (que prefiero llamar historieta) etcétera. No sabía quién coño era el autor de 300 ni de Sin City, ni conocía el comic en que se inspira la nueva y apocalíptica película de Hollywood que se está preparando.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Pintores

Mi amor por la pintura siempre estará ahí. Recuerdo esas felices tardes que se me pasaban mirando los cinco enormes tomos de pintores clásicos de mi tío José Antonio, hojeados por su difunta hija, mi suicidada prima pintora, Pilar. De ahí, y de las inolvidables clases de historia del arte con doña Hortensia, vinieron algunas de las iconografías recurrentes de mi imaginación: el sabio de Rembrandt van Rijn al pie de su escalera helicoidal, eterno en su confortable guarida de ámbar, como un insecto atrapado en el tiempo. El árbol de Constable, personificación de la fuerza; la Torre de Babel de Pieter Brueghel el Viejo; las fantasías interminables, los bosques de caballeros perdidos, las putriciones petrificadas, los cristales lentos, los gentlemen bajo sus fálicos hongos, las caras envueltas de suicidas; los momentos monumentales y eternizados, la rosa que llena la habitación, las luces incasables, las superposiciones, desproporciones y desencajamientos de René Magritte; los otros mundos y sueños infantiles de Ángeles; las pinturas negras de Goya (incluida la de "un hombre"); las fantasías a la tétrica luz negra de Villaseñor; la luz valenciana y playera de Sorolla; la alegría cosmogónica de Miró; la pareja en el viento de Óscar Kokoschka; El segador tumbado de Van Gogh; la luz de Veermeer y De Hooch; los borrachos de Velázquez y de Hals; El sueño del caballero de Pereda o las blancas telas, tazas y limones de Zurbarán. La Alhambra, los laberintos, las escaleras gallegas, las hidrografías de agua quieta, las cadenas-rompecabezas y los uróboros de Escher, con los grabados pisados de Mesquita por las botas de un nazi; los bosques enmarañados del lagrimeante Jackson Pollock, atado a la botella que gotea, a pesar de cómo la CIA lo ayudó a triunfar; los ambientes bohemios de Sandro Magnasco... La fantasía de los dibujos de Francisco Nieva... La vida, la energía, los monos, el ser entero de Frida Kahlo.

Pensamientos en torno a Norman Rockwell

Viendo la pintura del pintor estadounidense Norman Rockwell (algo así como "Normando Piedrabuena") le pasa a uno lo que le decía Jack Nicholson a Helen Hunt: "Tú haces que yo quiera ser mejor persona"; es un bendito, como el propio cineasta Frank Capra. A determinados artistas habría que modificarles los genes para que siguieran viviendo y dándonos motivos y energía no sólo para vivir, sino para amar la vida, que es más difícil. No quiero decir con eso que el arte tenga por propósito el que le proponía la antipática filósofa Ayn Rand, cuyo Objetivismo es, ni más ni menos, el alma, a veces negra y a veces blanca, pero nunca gris, de Norteamérica; el caso es que, amante como soy de las simetrías (las simetrías permiten poner entre paréntesis la realidad, cuestionarla, y abrir todo un abanico de direcciones al pensamiento) inmediatamente pienso en Edouard Hopper, y al momento la cosa se equilibra: la calidez y sociabilidad de Rockwell, la frialdad y soledad de Hopper. Algo así como lo que veía el inteligente Francisco Ayala entre la pintura de dos sevillanos, saltando las distancias: entre las zalamerías de Murillo y las tetriqueces de Valdés Leal.

sábado, 14 de abril de 2007

El espantapájaros

Invento útil, que espanta a gente con demasiado pico y hambre de hacer daño. Por eso he puesto en tan incómodo puesto El grito, de Edvard Munch.

lunes, 9 de abril de 2007

Sobre que casi nadie reconoce el arte

Lo cuenta El País. Se ha hecho un experimento en Washington. Uno de los mejores virtuosos del mundo, Joshua Bell, vestido con camiseta y gorra de béisbol, tocó su mejuor repertorio con un Stradivarius durante tres cuartos de hora en el metro, y solamente una persona de los 1070 que pasaron se detuvo un rato. Tres días antes el violinista había llenado un Boston Symphony Hall a 300 dólares la butaca. Por su trabajo en las tripas urbanas ganó sólo 32 en calderilla que le dieron 27 de ellos la mayoría sin pararse ni reconocerlo. Hasta los más pesimistas pensaban en, por lo menos, ciento cincuenta y 35 personas paradas. Evidentemente, la gente no reconoce la belleza. Por tanto, el contexto en el arte importa mas que el contenido y el marco dorado más que la tela; al acabar una pieza, nadie aplaudía. El treintañero que se paró, durante seis minutos, sólo conocía los clásicos del rock, y lo hizo porque la música lo tranquilizaba, no por su belleza.

Las conclusiones son desoladoras. Sáquenlas ustedes mismos. El refrán ya lo dice: el hábito hace al fraile, o al revés, como el cura de la película de Buñuel, vestido de obrero, que es echado con cajas destempladas de una casa burguesa hasta que alguien dice
que es el cura que están esperando y ha dejado el hábito preconciliar. ¿Por qué lo digo? Por lo que importan las ceremonias a jerarcas como monseñor Rouco Varela, que ha cerrado una iglesia a los sacerdores que dan la comunión con mendrugos de pan en vez de con lo que los jerarcas consideran el cuerpo de Cristo. La religión es demasiado importante como para dejársela a esos burócratas llamados Papas, que harían bien en nombrar papas adjuntos o vicepapas para algunos lugares como América Latina.
Y, dicho esto, viene la crítica a las condiciones y la intencionalidad del experimento, que parece en realidad uno de esos test para bobos que publican las revistas del corazón y no algo científico; es un test de esnobismo que se realiza para confirmar a la clase alta que va en coche en la idea que se ha hecho de la clase baja que va en metro. Se escogió un dia laborable y el metro implica prisas, estrés, estar pensando en el trabajo, caminando o charlando u oyendo radio o música en MP3 que aísla del ruido, así como una selección de público que tiene otros clásicos y no es apropiada para valorar un estilo musical concreto y minoritario que, además, sólo se ofrece en el corto lapso que supone el paso por un trecho determinado, lo que impide valorar la pieza en su conjunto; además, ¿qué estación era y en qué calle?; lo hubieran hecho mejor en un parque y en un domingo soleado; por demás, los que pagan 100 dólares por ir al auditorio de Boston pagan por estar reunidos en su club selecto y no van en metro; si cuelgas un Goya en el lugar reservado a la publicidad será difícil reconocer que es original y no una reproducción; otra cosa sería ver a un triunfito o a Chenoa cantando, por ejemplo. Por tanto, hay otra conclusión que sacar: cierta prensa, o quizá la prensa en general, es conscientemente estúpida porque escribe para gilipollas, en especial gilipollas de clase alta que sólo lee los titulares. Más vale leer libros buenos y raros y dejar ese tipo de papeles para recoger la mierda de los perros cuando se sacan a pasear a la calle.