jueves, 26 de abril de 2012

Nueva máquina de arrodillar mujeres, por María Elena Arenas


Una colaboración de la profesora María Elena Arenas:

LA NUEVA MÁQUINA DE ARRODILLAR MUJERES

         No creo que se haya reparado suficientemente en las terribles consecuencias que tendrá para las mujeres el conjunto de leyes que el Partido Popular está aprobando a marchas forzadas: la nueva reforma laboral y las leyes afines, la modificación de la ley del aborto, así como la radical disminución del gasto en sanidad, educación y en todo lo relacionado con los cuidados (ley de dependencia, guarderías y residencias de mayores, centros de ayuda y formación de drogodependientes y discapacitados, casas de acogida para mujeres maltratadas), todo son piezas del engranaje de una nueva máquina cuya principal tarea será hacer que las mujeres volvamos a los lugares de los que, al parecer, nunca debimos salir: las inmigrantes volverán a sus países de origen y nosotras, las hasta ahora privilegiadas europeas (¿o solo las españolas?), retornaremos a “nuestras labores”, disminuidos drásticamente los derechos de todas.
Pero vayamos por partes. La reflexión que voy a desarrollar surgió al comentar la nueva obligación que, por ley, tenemos de dar de alta en la Seguridad Social a las mujeres que vienen a nuestra casa a limpiar o a cuidar a nuestros padres ancianos o a nuestros bebés. He de decir que, en un primer momento, lo que más me molestó de tal medida era la exigencia de que, de la noche a la mañana, se me convirtiera en "empresaria”, sujeta a las mismas responsabilidades y obligaciones que tiene cualquier empresario, pongamos el dueño de Zara o de Mercadona. La persona a la que le entrego las llaves de mi casa, con la que a menudo comparto problemas familiares cotidianos, y en quien deposito la confianza suficiente como para irme al trabajo y dejar en sus manos a mis hijos o a mis padres, esa persona, de pronto quedaba por ley transformada en “mi empleada”. Para mí esto no resulta fácilmente aceptable, y creo que tampoco lo es para otra muchas mujeres; de  hecho, estoy segura de que son cientos los casos que podrían citarse para demostrar que la relación que mantenemos con esa mujer que viene a ayudarnos a nuestra casa va más allá de la mera transacción comercial o dineraria. En la mayoría de las ocasiones, lo que predomina es la confianza y la lealtad: nos interesamos por su vida personal (cómo van sus hijos, si su marido tiene trabajo, si está enferma...) y no tenemos inconveniente en que ella conozca parte de la nuestra, a menudo transigimos con sus manías o aceptamos que nos reprenda por nuestro desorden o despiste... La clave está en que nos necesitamos mutuamente y el convenio va más allá del pago de un dinero: queremos que quiera a nuestro padre enfermo y que no se le pierdan nuestros hijos. Y lo mejor es que, en la mayoría de los casos, ella se encariña del viejo y tampoco quiere perder a los niños.
En fin, aunque no me gustaba mucho la idea, estaba dispuesta a cumplir la ley, qué remedio. Antes, sin embargo, decidí comentarlo con familiares y amigas y ver qué iba a hacer cada una. Fue entonces cuando, oh sorpresa, descubro que la mayor parte de estas futuras empresarias, muchas de las cuales solo tienen a una persona que les ayuda en casa tres horas a la semana, han decidido prescindir de sus servicios. Las razones son múltiples, pero algunas de ellas merecen ser analizadas cuidadosamente, en tanto que de ellas se derivan consecuencias especialmente graves para todos, pero especialmente para las mujeres.
         En primer lugar, están los motivos económicos. Estamos hablando de hogares en los que entra un sueldo lo suficientemente holgado como para permitirse este gasto (a una media de 9 euros la hora, tres horas a la semana son 108 euros al mes), pero no tan alto como para poder tener a esa persona dos o más días a la semana. Se trata, por tanto, de hogares en los que es probable que se piensen mucho si pueden hacer frente al suplemento económico que hay que pagar al Instituto de la Seguridad Social. Si miramos la tabla publicada por el Ministerio de Trabajo, por una persona que viene a casa tres horas, la cuota asciende a 20 euros al mes. Si a este importe le añadimos el salario que pagamos, el gasto ascendería a 128 euros al mes.
También existe, claro está, la opción de solicitar los servicios de una empresa dedicada a proporcionar empleadas del hogar, que es lo que el gobierno del PP está promocionando. En este caso, y si vivimos en Madrid, la hora sale al módico precio de 28 euros; en esta cantidad estaría incluido el sueldo de la empleada, la cuota a la Seguridad Social y el beneficio de la empresa gestora. Hablaríamos de 336 euros al mes, ¡por una persona que viene a casa 3 horas a la semana![1]
No sé, quizás los 128 euros al mes de la primera posibilidad no parecen una cantidad muy elevada, pero hemos de tener en cuenta las condiciones actuales de los salarios medios que estamos percibiendo: además de que están  congelados desde hace dos años (cuando no directamente disminuidos), las mujeres con contratos en la empresa privada reciben, hoy por hoy, un 22 % menos de salario que sus compañeros, aun realizando el mismo trabajo (19.502 euros menos, frente a los 25.001 euros de ellos).
         En segundo lugar, aunque parece un dato menor, hay que tener en cuenta las dificultades que para algunas personas encierran los trámites burocráticos y administrativos exigidos: desplazarse hasta las oficinas correspondientes del Instituto de la Seguridad Social más cercano, rellenar los formularios, hacer las fotocopias de los documentos pertinentes, dar los datos bancarios... La tramitación es larga y pesada, y hay que hacerla por la mañana, en horario laboral, pero ¿qué jefe va a dejarnos una mañana libre para resolver esto? Por otro lado, a menudo, tal gestión a menudo deben realizarla personas muy mayores, esos matrimonios jubilados o esas mujeres mayores y viudas a cuya casa va una mujer una vez a la semana a limpiar y a planchar. No es de extrañar que en estos casos de imposibilidad física o restricción horaria, y siempre que no se considere una verdadera necesidad, la decisión final pueda ser prescindir de los servicios de la empleada del hogar.
         En tercer lugar, y he aquí uno de los escollos administrativos más graves, muchas de las mujeres que nos ayudan en las tareas de limpieza o cuidan a nuestros padres son inmigrantes, de manera que, o tienen regularizada su situación legal en nuestro país o no podremos contar con ellas, pues no podremos darlas de alta en la Seguridad Social. Y resulta que esta es la situación más frecuente ¿Qué pasa entonces? Sencillamente, que hasta que el procedimiento de regularización se solucione, si es que se soluciona, hoy, ahora mismo, acaban de perder su trabajo, acaban de perder los pocos ingresos que tenían de las varias casas a las que iban a limpiar o cuidar ancianos. Quizás se olvida que, en la mayoría de estos hogares, es la mujer la única que trabaja, pues sus compañeros o hijos mayores están en paro como consecuencia del colapso del negocio de la construcción.
Vaya, vaya, ya empiezan a perfilarse los objetivos ocultos de las últimas leyes laborales promovidas por el Partido Popular, en cuyo punto de mira están claramente sentenciados dos colectivos concretos: las mujeres en general, y las mujeres inmigrantes, con sus familias, en particular.
          Si las trabajadoras inmigrantes pierden sus empleos, antes o después ellas y sus familias se marcharán del país por su propia voluntad. Ya está conseguido el segundo de los objetivos. Menos inmigrantes, menos personas en las listas del paro, menos niños diferentes en los colegios compartiendo recursos con los nuestros...
El primer objetivo es mucho más sutil pero no por ello menos grave: es un ataque frontal y en toda regla contra la libertad, la igualdad y los derechos de las mujeres. Pongamos una detrás de otra las nuevas condiciones vitales a que nos veremos enfrentadas las mujeres que todavía tenemos un trabajo remunerado fuera de casa y que hasta ahora pagábamos a otra mujer por realizar parte del otro trabajo que tenemos, el del hogar (dado que, a pesar de los avances en la implicación de nuestras parejas, todavía somos nosotras las que dedicamos más tiempo al cuidado de la casa y de los hijos):
Aumento de la jornada laboral: Como sabemos, la nueva legislación laboral permite que el empresario determine el número de horas de trabajo que debe realizar cada empleado, así como el lugar de desempeño. Esto significa que el trabajador debe aceptar las condiciones de flexibilidad que el empresario establezca en función de las necesidades de la empresa. Como bien podemos imaginar, esta prerrogativa se traducirá en un claro aumento de la jornada laboral[2]. En este sentido, hay un punto concreto que afecta especialmente a la jornada de las mujeres: la nueva ley permite que los empresarios puedan pedir a los trabajadores con contratos a tiempo parcial que realicen horas extras, pero es que resulta que el 97’3 de los mismos están ocupados por mujeres con hijos a su cargo menores de 14 años. Vaya, vaya, el contrato que servía para facilitar la famosa conciliación familiar tiene truco... Por lo demás, y como sabemos, en el caso de las trabajadoras de la función pública, la jornada laboral ya se ha aumentado dos horas y media, de manera que actualmente asciende a 37 horas y media cinco días a la semana.
Bien, pues si a esta jornada laboral ampliada dos horas y media, por ejemplo, añadimos el tiempo que ahora debemos invertir en realizar los trabajos caseros que antes hacía esa mujer a la que pagábamos (pongamos 3 horas para limpiar y a veces planchar, principalmente), y que ya no viene a casa por las razones arriba expuestas, el resultado es un aumento de nuestra jornada laboral semanal en, al menos, cinco horas y media más. Pues sí: es como si, a partir de ahora, sin quererlo ni beberlo, trabajáramos un día más, como si el sábado también fuéramos a trabajar, puesto que lo dedicaremos seguramente a ordenar y limpiar nuestra casa.
Aumento del trabajo no remunerado: Pero claro, ese trabajo que vamos a empezar a hacer en nuestras casas (o en casa de nuestros padres o suegros, no se olvide) no nos lo pagamos a nosotras mismas: sencillamente lo hacemos gratis. En este sentido, conviene recordar que las mujeres ya dedicamos, al día, una media de 4 horas y 29 minutos al cuidado del hogar y de la familia (mientras que los hombres dedican, de media, 2 horas y 32 minutos), horario al que ahora debemos añadir esas tres horas que nos aliviaba esa otra mujer a la que pagábamos.
Pero la maquinaria de arrodillar mujeres no se queda aquí: día a día el Estado está recortando, y mucho, los presupuestos dedicados a esa hermosa parcela de las relaciones humanas que podemos llamar de los cuidados. Si en España estos gastos ya eran muy reducidos (frente a países como Suecia, Noruega, Finlandia[3]), la actual merma de recursos públicos aumenta peligrosamente las carencias acumuladas: menos guarderías, y las que se crean, privadas (la iniciativa que iba a convertir en obligatoria la educación de 0 a 3 años se ha aparcado y con ella, se ha olvidado la responsabilidad del Estado para garantizar ese derecho); menos residencias para los mayores, y las que se crean, privadas; menos ayudas para las personas con discapacidades o de movilidad limitada, menos ayudas para la rehabilitación en drogodependencias, etc., etc. Así que, ¿sobre quién se espera que recaiga la tarea de cuidar a los bebés, a los niños en edad no escolar, a los ancianos (cada vez más numerosos), a los hijos de cualquier edad con problemas? No hace falta que recuerde que han sido las mujeres las que tradicionalmente han dedicado todo su tiempo a estos menesteres, por amor, claro, por responsabilidad, también, pero fundamentalmente porque nadie ha asumido esa tarea o les ha echado nunca una mano para aliviársela. Y, no lo olvidemos, es una tarea por la que no se paga. Es gratis.
Expulsión del mundo del trabajo remunerado. Es el tercer pilar de la máquina de arrodillar mujeres: la reforma laboral ya ha expulsado del mercado de trabajo a las mujeres jóvenes en edad de procrear. Si no tenían empleo, ya no lo van a conseguir (la tasa de paro juvenil ronda el 45%); en el caso de que tengan la suerte de encontrar uno, se les pagará miserablemente (ya lo dije más arriba, un 22 % menos que a sus novios, maridos, hermanos o amigos que trabajen en la empresa privada); pero, además, si durante el desempeño de tal trabajo se quedan embarazadas, serán despedidas al dar a luz, puesto que la nueva reforma laboral ha eliminado el incentivo (en dinero o exenciones fiscales) que tenían los empresarios que volvieran a contratar a sus empleadas después del permiso maternal. No puedo sino recordar las palabras de  Santiago Alba Rico que subrayaba que “solo en el capitalismo la maternidad ha empezado a ser perseguida como un obstáculo y reprimida como una vergüenza en el marco de una economía idealmente soltera, de puros intercambios individuales” (Leer con niños, 2007, p. 110). Y más adelante señalaba: “la mayor parte de los europeos declara querer tener un hijo más, pero acepta con resignación la intervención contraceptiva de las empresas y los bancos: el paro, los contratos basura y el precio de la vivienda” (ibidem, p. 190). He aquí los tres grandes anticonceptivos que garantizan que renunciaremos a tener hijos y, por tanto, a la posibilidad de ser felices con ellos. 



María Elena Arenas Cruz
Marzo de 2012 




[1] ¿A nadie se le ha ocurrido que, más allá o por encima de las siempre alabadas iniciativas empresariales que buscan maximizar los beneficios, está esa otra forma de organización de trabajo y recursos que se llama cooperativismo? Otro gallo les cantara a las empleadas del hogar si se asociaran en cooperativas.
[2] Por más que en la Carta social europea, revisada en 1996, se establezca el “Derecho a unas condiciones de trabajo equitativas”, para cuyo “ejercicio efectivo”, “las Partes se comprometen”,“a  fijar una razonable  duración diaria y semanal de  las  horas  de  trabajo,  reduciendo progresivamente  la  semana  laboral  en  la medida  en  que  lo  permitan  el  aumento  de  la productividad y otros factores pertinentes”. De manera que, según establece y exige la Carta Social Europea (revisada), los representantes políticos de los países firmantes no deberían tomar medidas (puesto que se lo han vetado a sí mismos) encaminadas a vincular los sueldos a la productividad. Sin embargo, esta es, como se sabe, la propuesta sugerida por la canciller alemana Ángela Merkel, que, aplaudida por los grandes empresarios y banqueros europeos y españoles, parece la única ruta a seguir para, dicen, generar empleo.

[3] El profesor Vicenç Navarro suele recordar a menudo que mientras que en Suecia se emplea el 25% del PIB en contratos laborales relacionados con el estado del bienestar (enseñanza, sanidad, discapacidades, cuidados en general), en España se ha dedicado, en loa años de mayor bonanza, solo el 9% del PIB. 

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