El teorema de Thomas es un principio bien conocido en Sociología y muy padecido por todos los que intentamos desentrañar la realidad. En realidad podría atribuirse a Cervantes, porque fundamentalmente afirma que las cosas no son lo que parecen y no parecen lo que son... para la minoría de la gente. La realidad se transforma al observarla, esto es, al interpretarla.
Menos literariamente, se formula así: "Si las personas definen una situación dada como real, esta lo es en sus consecuencias". Esto es, una impresión subjetiva puede proyectarse sobre toda una colectividad a la que se la supone enteramente racional cuando no lo es. En cierta manera, adapta la famosa tesis sobre Feuerbach de Marx: "si hasta ahora se ha tratado de entender la realidad, ahora solo hay que tratar de transformarla". Pero la experiencia nos demuestra que tarde o temprano hay que regresar de la utopía a la realidad, y eso, que es una consecuencia, ha sido doloroso porque la realidad se suele instrumentalizar, como bien demostró Naomí Klein, para culpabilizar a quienes solo tienen la culpa de haber creído lo que los proyectores de esa ficción subjetiva nunca creyeron, mediante la doctrina del shock y el auxilio de sus afiliados y aliados medios de comunicación.
Así pues, esta ley, de apariencia tan vacua, es en realidad muy importante... por sus consecuencias. Como ha sido extraída de los hechos, no puede negarse sin negar los hechos. Y se confirma por su poder predictivo. Puede explicar muchas otras cosas, como la génesis de factoides, leyendas urbanas y hasta los cuentos chinos con que nos vienen a alucinar los inservibles políticos que padecemos.
Más gravemente, las leyes de la propaganda política y la publicidad, incluida la generación de cualquier fanatismo, emanan de este principio, que es una rama o derivación del principio de Wilfredo Pareto, quien afirma que solo uno de cada cinco se mueve por razones lógicas (logos), esto es, por hechos reales... y no por ethos o pathos, que es lo que siguen los otros cuatro.
Concluyendo: siempre los burros tendrán que tirar del carro y siempre los zorros irán montados en él, aunque la situación sea tan dinámica que con frecuencia hagan falta nuevos burros para tirar del mismo carro: incluso antiguos zorros travestidos de burros, que no podrán con él. E, inversamente, muchos antiguos burros harán de zorros y guiarán el carro hacia el desastre. Porque la realidad es tozuda y, como dice la moraleja de todas las fábulas grecolatinas con una unanimidad que abate considerablemente las ilusiones que nos hacemos sobre la hipotética maleabilidad de la naturaleza humana, es imposible cambiar lo natural por mucho que se disfrace.
Una aplicación del teorema de William I. Thomas puede hacerse al caso de los caracteres nacionales, ilusión subjetiva muy antigua y decimonónica, harto persistente, que ha aprovechado un individuo como el señor llamado Arthur Mas para proyectar sobre la realidad, como otros han aprovechado la persistente ilusión subjetiva de la Guerra de Cuba para acentuar nuestro carácter de antiestadounidenses. La ilusión de Cataluña es, en realidad, tan ilusa como la ilusión llamada España o incluso la ilusión llamada Europa para aquellos cuyo propósito es solo comer todos los días, algo patatero o vulgar, pero que está en la sustancia de los hechos y de la realidad. Todas esas ilusiones tienen consecuencias que pagamos los demás con el precio de los hechos. Y los hechos, en Europa, generalmente, aunque en unos países más que otros, se resumen en que aumenta la pobreza a costa de una clase media que es cada vez más delgada y proyecta sus desilusiones y sus ilusiones en la pantalla de la realidad, que muchas veces tiene forma de TV. Una clase media que fue la que alumbró la aparición de los estados nacionales en el siglo XIX con una de sus características ideológicas más asentadas, el individualismo o subjetivismo.
Evidentemente, unos sueños e ilusiones son más objetivables que otros. Cuanto más se asocien a los hechos, tan vulgares, pero tan necesarios, como comer todos los días o poder entender un periódico, por ejemplo, y más compartidas sean, más parecidas serán las utopías a la verdad.
Menos literariamente, se formula así: "Si las personas definen una situación dada como real, esta lo es en sus consecuencias". Esto es, una impresión subjetiva puede proyectarse sobre toda una colectividad a la que se la supone enteramente racional cuando no lo es. En cierta manera, adapta la famosa tesis sobre Feuerbach de Marx: "si hasta ahora se ha tratado de entender la realidad, ahora solo hay que tratar de transformarla". Pero la experiencia nos demuestra que tarde o temprano hay que regresar de la utopía a la realidad, y eso, que es una consecuencia, ha sido doloroso porque la realidad se suele instrumentalizar, como bien demostró Naomí Klein, para culpabilizar a quienes solo tienen la culpa de haber creído lo que los proyectores de esa ficción subjetiva nunca creyeron, mediante la doctrina del shock y el auxilio de sus afiliados y aliados medios de comunicación.
Así pues, esta ley, de apariencia tan vacua, es en realidad muy importante... por sus consecuencias. Como ha sido extraída de los hechos, no puede negarse sin negar los hechos. Y se confirma por su poder predictivo. Puede explicar muchas otras cosas, como la génesis de factoides, leyendas urbanas y hasta los cuentos chinos con que nos vienen a alucinar los inservibles políticos que padecemos.
Más gravemente, las leyes de la propaganda política y la publicidad, incluida la generación de cualquier fanatismo, emanan de este principio, que es una rama o derivación del principio de Wilfredo Pareto, quien afirma que solo uno de cada cinco se mueve por razones lógicas (logos), esto es, por hechos reales... y no por ethos o pathos, que es lo que siguen los otros cuatro.
Concluyendo: siempre los burros tendrán que tirar del carro y siempre los zorros irán montados en él, aunque la situación sea tan dinámica que con frecuencia hagan falta nuevos burros para tirar del mismo carro: incluso antiguos zorros travestidos de burros, que no podrán con él. E, inversamente, muchos antiguos burros harán de zorros y guiarán el carro hacia el desastre. Porque la realidad es tozuda y, como dice la moraleja de todas las fábulas grecolatinas con una unanimidad que abate considerablemente las ilusiones que nos hacemos sobre la hipotética maleabilidad de la naturaleza humana, es imposible cambiar lo natural por mucho que se disfrace.
Una aplicación del teorema de William I. Thomas puede hacerse al caso de los caracteres nacionales, ilusión subjetiva muy antigua y decimonónica, harto persistente, que ha aprovechado un individuo como el señor llamado Arthur Mas para proyectar sobre la realidad, como otros han aprovechado la persistente ilusión subjetiva de la Guerra de Cuba para acentuar nuestro carácter de antiestadounidenses. La ilusión de Cataluña es, en realidad, tan ilusa como la ilusión llamada España o incluso la ilusión llamada Europa para aquellos cuyo propósito es solo comer todos los días, algo patatero o vulgar, pero que está en la sustancia de los hechos y de la realidad. Todas esas ilusiones tienen consecuencias que pagamos los demás con el precio de los hechos. Y los hechos, en Europa, generalmente, aunque en unos países más que otros, se resumen en que aumenta la pobreza a costa de una clase media que es cada vez más delgada y proyecta sus desilusiones y sus ilusiones en la pantalla de la realidad, que muchas veces tiene forma de TV. Una clase media que fue la que alumbró la aparición de los estados nacionales en el siglo XIX con una de sus características ideológicas más asentadas, el individualismo o subjetivismo.
Evidentemente, unos sueños e ilusiones son más objetivables que otros. Cuanto más se asocien a los hechos, tan vulgares, pero tan necesarios, como comer todos los días o poder entender un periódico, por ejemplo, y más compartidas sean, más parecidas serán las utopías a la verdad.
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