domingo, 23 de agosto de 2015

Entrevista a Rafael Argullol

Entrevista de Hernán Garcés a Rafael Argullol: “Vivimos en un vértigo inmovilizador”, en Eldiario.es, 19-VI-2015:

Avisó Octavio Paz: “No se sabe qué se corrompe primero, si la realidad o las palabras”. Profundiza Rafael Argullol: “Una sociedad a la que han arrebatado el significado de las palabras se expone a un riesgo inminente” o “¿Quién habla de los codiciosos en nuestra época? Nadie, puesto que los codiciosos han conseguido que su inclinación haya sido bautizada con una multitud de nombres respetables o, algo todavía preferible, que sea innombrable.”

El panorama que nos rodea es sombrío: crisis económica, crisis ecológica, crisis social. Para poder comprender la amplitud de una crisis de naturaleza proteica quién mejor que Rafael Argullol, escritor y catedrático de Estética y Teoría de las Artes. Durante más de 30 años en una de sus múltiples facetas, la de cronista de nuestro tiempo en la prensa escrita –en El País, la mayoría– ha sido un guardián de la palabra frente a los diferentes bandidos que la han secuestrado y vampirizado (que recopila en la Enciclopedia del Crepúsculo, Acantilado).

Argullol, uno de los escritores más relevantes de nuestro país, ha publicado más de 30 libros, entre los que se cuentan novelas, ensayos y libros de poesía (editados por Acantilado).

En un artículo reciente apuntaba que “en medio de una notable ignorancia social y de una absoluta indiferencia política España está arruinando, de nuevo, las posibilidades de construir una comunidad moderna y culta. ¿Por qué España es incapaz de acceder, a lo largo de la historia, a la modernidad?

En España se da una periódica frustración del acceso a la modernidad y entiendo por modernidad una sociedad cohesionada alrededor de lo ilustrado y de lo humanístico. La primera frustración se da hace 500 años, en el momento en el que España estaba en grandes condiciones de recibir el humanismo italiano. La expulsión de los judíos elimina prácticamente a todos los que están vinculados con la palabra, a los que sabían leer y escribir. Por eso lo que llamamos el siglo de oro español no es el umbral de algo sino es un canto de cisne. Esta es la diferencia entre Calderón y Lope de Vega, que cierran, o Shakespeare, que abre. Tres grandes nombres, pero dos cierran y el otro abre.

Una segunda frustración muy clara fue la segunda mitad del siglo XVIII, cuando los ilustrados tipo Jovellanos intentan de nuevo la modernización que acaba con la guerra de Independencia y el regreso de Fernando VII. La gran visualización de eso sería la obra de Goya. Hay un nuevo intento a principios del siglo XX que culminaría en los años treinta y se frustra con la Guerra Civil. Hubo un nuevo intento después de la reinstauración de la democracia y que parece que se ha ido frustrando en los últimos años del siglo XX y principios del XXI.

Como si fuera una especie de ritornello de la incapacidad de crear una conciencia moderna en el sentido ilustrado, eso en España se manifiesta popularmente a través de algo que ya habían captado Cervantes, Goya, Valle-Inclán, que es la ignorancia autosatisfecha. Quizá sería el toque hispánico específico respecto a fenómenos más universales; en este país la ignorancia tiene premio. Hay una autoafirmación arrogante de la ignorancia, eso ya lo vio Cervantes, a Goya lo amargó y lo vio sarcásticamente Valle-Inclán. Antes parecía que España estaba prisionera de fuerzas retrógradas perfectamente dibujadas; por ejemplo, el aparato de la Iglesia católica. Lo curioso es que las iglesias están vacías, pero las bibliotecas también. Hay algo que debe formar parte de una especie de genética histórica española que es bastante lamentable, que se refleja siempre en la incapacidad de la derecha de modernizarse y la incapacidad de la izquierda para ser flexible, rica, etcétera.

Uno tiene la impresión de que los españoles no reaccionan ante estas fuerzas retrógradas.

El español, bajo la petulancia del gallito, está definido por un miedo histórico, un miedo secular que se manifiesta muy bien, por ejemplo, en los informes PISA sobre educación. Los estudiantes españoles están muy mal en todo, pero en lo que están peor es en lectura y matemática. En los dos casos, tanto leer un libro como avanzar un problema matemático, exige el ejercicio de la libertad individual. No se puede resolver la lectura, el argumento o el problema matemático a través de gregarismo, sino que tienes que decidir individualmente, y encuentro que es aquí donde hay mayores problemas. Por lo tanto hay muchísimos problemas para ser auténticamente libre en el terreno individual.

¿Por qué se ha producido todo esto?

Deberíamos profundizar sobre la incapacidad para la autocrítica; no de ahora, sino de hace cinco siglos. El papel que ha tenido, seguramente, el catolicismo en España, ha sido bastante más nefasto, en ese sentido, que en la propia Italia. Yo lo veo con los estudiantes: son gregarios. En lo que tienen más miedo es en decidir por su cuenta y, claro, una sociedad formada por individuos que tienen miedo a ejercer su libertad individual es continuamente una sociedad atenazada. Por eso España tiene esa gran tendencia al guerracivilismo, porque las banderías sí le van, y los dogmatismos, sectarismos y las intransigencias, pero el ejercicio de la libertad individual no le va, y eso es lo que nos lleva a nuestra gran pobreza en el terreno científico. El gregarismo lo prima todo, por eso el español es tan amante del grito, porque el grito es la manifestación publica de ese gregarismo y de ese miedo.

Cuando aquí la gente alardea, habría que recordarles que sigue habiendo solo dos premios Nobel de ciencias en la historia española, Ramón y Cajal y Severo Ochoa, en 120 años de premios Nobel, que es lo que verdaderamente mide el nivel cultural de un país. Además, tampoco hay muchos premios Nobel de literatura, todos son políticos y son escritores mediocres.

  ¿Está España todavía atrapada por la sombra del franquismo?

El franquismo es la máscara más reciente, pero creo que viene de lejos, de la Inquisición, de Fernando VII, de las banderías del siglo XIX. No sé si fue Moratín o Jovellanos el que se desesperaba en su época al ver que mientras en Europa se construían bibliotecas, observatorios etcétera, en España, creo que en el ciclo vital de Goya se construyeron 300 o 400 plazas de toros. Por tanto, eso viene de lejos.

Hace 15 años advertía usted en un artículo que Europa se contemplaba en un espejo de opulencia y que corría el riesgo de ser espiritualmente anémica. Ahora el desencanto de los ciudadanos hacia la Unión Europea no deja de aumentar por su falta de reacción a la crisis. ¿Por qué?

Europa no tiene capacidad de reacción porque es una construcción muy superficial. Aunque en el terreno pragmático se hicieron avances interesantes –como las operaciones de las fronteras o la moneda única– en Europa falta mucho élan vital. Stefan Zweig en El mundo de ayer hacía referencia al entusiasmo con que Rilke y Valéry se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Creo que Europa, fundamentalmente, era su espíritu, su cultura –es lo que ha dejado más de lado– y eso es lo que hace que sea un proyecto poco ilusionante para los europeos. No tiene savia, no tiene sangre. Quizá aún estaba presente en alguno de los primeros patriarcas de la construcción europea después de la II Guerra Mundial, pero pasados 70 años desde ese primer impulso ahora ha entrado, como tantas otras cosas en nuestra vida colectiva, en una vía totalmente utilitaria y del corto plazo.

Un buen ejemplo de ello es lo que está ocurriendo en la isla de Lampedusa. ¿Qué le sugiere el drama humanitario que está aconteciendo allí?

Lo que sucede en Lampedusa es una metáfora particularmente hiriente y en mi caso tiene una especie de doble simbología. Cuando era muy joven escribí mi primer libro, la novela Lampedusa, en la que, en cierto modo, veía ese pedazo de tierra en el medio del mar como una metáfora de lo que había sido la gran tradición milenaria mediterránea de la fusión de culturas, en Sicilia en general y en Lampedusa en particular. Ahora Lampedusa emerge como una metáfora de esa impotencia europea por afrontar su propio destino, pero esa sensación de impotencia, casi diríamos perversa, que tenemos en estos últimos años se está repitiendo demasiado para que sea casual.

La impotencia de Lampedusa es lo que podríamos llamar también la impotencia de Palmira. Vamos a ver qué sucede con la ruinas de Palmira, pero es muy curiosa esa impotencia de no poder hacer nada ante el llamado Estado Islámico. Los medios de comunicación occidentales se han pasado cuatro años alabando a esos “rebeldes sirios” que luego han resultado ser el Estado Islámico, que están decapitando a todo el mundo. También se han llenado la boca con la “primavera árabe” y ha resultado ser lo de Libia, lo de Oriente Medio y Egipto, donde condenan a muerte al primer presidente elegido democráticamente y nadie dice nada en Europa. La impotencia de Lampedusa es como una metáfora de una cadena de impotencias altamente sospechosa.

¿Cuál es la responsabilidad de los ciudadanos en esta cadena de impotencias?

Los ciudadanos tienen toda la responsabilidad porque trasladar la responsabilidad a los políticos, a los militares, a los periodistas, es un recurso facilísimo. La responsabilidad es de los seres humanos, de los ciudadanos, y no sé si llamarlos ciudadanos porque muchas veces se comportan como súbditos. Estamos como metidos en una campana mágica, hechizados, y como es propio del que está hechizado, no hay conciencia del hechizo. Este hechizo se manifiesta de muchas maneras, a través del ensimismamiento tecnológico, del fast food, en todos los terrenos, no sólo en el alimenticio sino en el erótico, espiritual, se manifiesta en un pragmatismo de corto plazo. También se manifiesta en algo realmente curioso, que yo he percibido en la universidad, que es el abandono de las ambiciones transcendentes del ser humano o de las preguntas de la transcendencia, y no lo digo en un sentido religioso.

¿Qué más ha percibido en la universidad?

He visto, a lo largo de estos años que daba clase, una progresiva pérdida de interés en lo que habían sido las grandes preguntas del ser humano a lo largo de los últimos 2.500 años, al menos desde la Atenas clásica. Quizá, en ese sentido, estaríamos entrando en una nueva era idolátrica, en la que el mundo del logos, de la palabra y de la mirada, está vaciado. O quizá no, es como una situación de impasse en el que en un momento determinado moveremos el pie y pondremos una patita fuera de la campana del hechizo y después pondremos quizá la otra y finalmente lograremos mirar esa campana desde fuera. Pero mientras no se haga, hay esta especie de ensimismamiento amnésico

Además, hay muchísima información, pero todo el mundo está amnésico. De hecho, el problema debe ser muy antiguo, porque Heráclito ya decía que la mucha erudición no proporciona la comprensión; nosotros podríamos decir que la mucha información no proporciona la comprensión. A los estudiantes de este año en la universidad les pregunté por el tsunami, que es algo que pasó hace solo siete u ocho años. Nadie recordaba nada. Eso es la idolatría de nuestra época, el baile alrededor del becerro: bailas, bailas para ir olvidando toda pregunta. Solo a veces se rompe el sortilegio: cuando uno tiene que enfrentarse individualmente a situaciones muy críticas, por ejemplo, la muerte de los seres queridos, parece que, por un momento, el hombre vuelve a ser capaz de mirar.

Apuntaba recientemente que los ciudadanos han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. En su opinión, ¿en qué realidad viven los ciudadanos?

Se ha proyectado un ser humano que vive una especie de hedonismo simplón que no se sabe leer ni mirar y ni gozar. En mi opinión vivimos en un vértigo inmovilizador, estamos en un pseudohuracán, pero nunca somos capaces de meternos en el ojo del huracán donde hay la calma suficiente para ver la complejidad y la belleza del mundo que nos rodea. Yo veo que la gente está completamente estresada en sus propios goces y placeres; tampoco sabe gozar, por tanto es un hedonismo chato, en el que el hombre acepta ser reducido a producto que consume y es consumido y cuyo tiempo de duración, como el de los productos que nos rodea, esté limitado por su fecha de iniciarse en la producción de consumo, y su fecha de muerte por la producción y el consumo. Es decir, un poco después de nacer, porque a los niños se les convierte rápidamente en consumidores, y antes de morir, porque quedas impotente para consumir.

La universidad se ha convertido en una escuela de negocios, en una maquina pragmática; el estudiante sustituido por el cliente, y en todos lados es un poco así. Entonces, el ser humano reducido a eso, pues claro, pierde mucho la perspectiva que ha tenido a lo largo de miles de años. No sé si el ciudadano es un súbdito, no sé si el súbdito es puramente un esclavo de esa concepción reduccionista.

Setenta años después del lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki el ser humano sigue en una lógica de autodestrucción. La ONG WWF en su informe bianual denuncia que la humanidad necesita 1,5 planetas por año para satisfacer su demanda de recursos. ¿Esta lógica es imparable?

Hiroshima y Nagasaki significaron un gran salto cualitativo respecto al mito del progreso: a partir de ese momento se inauguró la capacidad de autodestrucción. Los campesinos japoneses creían que habían sido los dioses quienes habían destruido aquello porque era inconcebible que una fuerza humana hiciera el papel que tradicionalmente habían tenido los dioses o la naturaleza. Es el comienzo de la tercera vía: el hombre autodestruyéndose. Cuando yo me enteré de que el museo más visitado en Estados Unidos es el Museo del Aire y del Espacio de Washington y que la pieza más visitada es el Enola Gay, el avión que tiró la bomba, tenía mucha curiosidad por ver la leyenda de esta pieza. Me encontré con una leyenda auténticamente apologética y sin ningún tono autocrítico. No ha habido una autocrítica profunda de Hiroshima y Nagasaki. Aquí solo ha habido una autocrítica masiva y profunda, durante 70 años, de Alemania respecto a lo que sucedió en la II Guerra Mundial, quizá porque fue tan brutal, quizá por lo cualitativo del Holocausto.

Aparte de la guerra fría directa, que describe Stanley Kubrick en Teléfono rojo volamos hacia Moscú, hay la guerra fría que consiste en la autodestrucción del planeta. En mi opinión, la única salida es ver que el principal enemigo del hombre es la hybris griega, la desmesura. Entonces, de alguna manera, hay que sustituir el concepto de contrato social ilustrado a lo roussoniano, ya no sólo por un contrato existencial, sino por un contrato cósmico. Si la humanidad no llega a tener la percepción simbólica de ese contrato cósmico no habrá aprendido, no habrá captado profundamente lo que está pasando.

¿Es la codicia la raíz del problema?

Yo hago mucho caso de la jerarquía de pecados que hizo Dante del infierno, y los avariciosos y los codiciosos estaban muy al fondo del embudo del infierno. Yo creo que la codicia es una característica del ser humano, del miedo del ser humano, pero que en nuestra época el problema de la codicia es que no tiene contenciones. Vivimos en un capitalismo que ha roto con la propia ética capitalista protestante que regía hasta mediados del siglo XX. El capitalismo analizado por Marx o en las novelas de Thomas Mann y Robert Musil es un capitalismo enraizado en la ética protestante, que luego podía ser maligno, pero en teoría lo importante no era la codicia personal sino la construcción de la empresa. Pero en el capitalismo de casino especulativo en el que vivimos se da rienda suelta a la codicia sin ningún tipo de contención y volvemos a la palabra hybris: la codicia se convierte en el centro de la existencia.

Han pasado ocho años desde el inicio de la crisis y parece que las cosas no han cambiado.

El problema es que no ha habido aprendizaje de la crisis. Si mañana, por arte de magia, desapareciera lo que llamamos la crisis y todo volviera a la época de las vacas gordas, la gente reincidiría en lo mismo. ¿Por qué? Por ejemplo, los traumas del cuerpo, las enfermedades, son para aprender: o te dejas la piel en ellas o tienes que aprender. Yo pienso que es una crisis que no ha suscitado la épica y la tragedia de la crisis como para aprender de esta crisis. El crack de 1929 suscitó una cantidad de obras literarias y cinematográficas, es decir, luego se pudo a volver a caer, pero durante años la gente aprendió a mirar lo que había sucedido a través del arte. Yo no veo en nuestra época que eso haya sucedido. Por ejemplo, lo que está en el orden del día, las series de televisión, son una especie de lucha por el poder y la codicia. No veo que haya habido en el espejo de la cultura y del arte una especie de reflejo de lo que ha sucedido. Es más, yo diría que la reflexión y la meditación alrededor de la crisis han sido más bien pobres.

¿Por qué el economista ha reemplazado al intelectual?

Lo que llamamos intelectual era un tipo de un determinado periódico histórico, generalmente un escritor o un filósofo que se convertía en caja de resonancia de lo que, para ser breves, podríamos llamar las utopías ilustradas y románticas. A partir de ahí se convertía en ideología, fuera de izquierdas o de derechas. Por lo tanto el intelectual hacía de sacerdote ideológico de esa nueva religión, en la época en que la gran religión del cristianismo había entrado en crisis después del Renacimiento, evidentemente aún más después de la Ilustración.

Esas utopías acaban catastróficamente en el siglo XX y yo creo que con la conversión del sueño en pesadilla desaparece, por suerte, la figura del intelectual. Diríamos que el último ramalazo fue en el 68 con los Jean Paul Sartre que aún, en un cierto modo, eran el horizonte anterior. A partir de ahí se entra en los últimos decenios del siglo XX y ahora, que rige el puro pragmatismo, el nuevo sacerdote es aquel que aparenta saber algo en medio de la enorme desorientación laberíntica que es el capitalismo de casino y ¿quién es este?: el economista.

De hecho, ahora vivimos en un horizonte profundamente no utópico. Prácticamente nadie en nuestros días habla de conseguir un hombre nuevo, una humanidad nueva, de mejorar el hombre, todo eso que dominó a finales del siglo XVIII, siglo XIX y primera mitad del siglo XX ha desaparecido como mecanismo. Entonces se habla de conseguir un hombre más eficaz, más utilitario, hasta más ocioso, pero no un hombre nuevo, y ahí es donde mete la mano el economista y se convierte en profeta.

¿El ser humano puede vivir sin utopía?

No, la utopía forma de parte de la propia esencia del ser humano, cuando pensamos, pensamos en términos de perspectiva utópica. Incluso en nuestros pensamientos más íntimos existe un contraste entre lo que ahora soy, lo que querría ser, lo que hubiera podido ser. Somos una polifonía y, en ese sentido, el horizonte utópico siempre surge y colectivamente pienso que acabará resurgiendo. Es evidente que estos profetas, a corto plazo, del pragmatismo, serán desplazados por otros, pero no me atrevería a decir de qué signo serán.

Usted menciona con frecuencia a Friedrich Schiller, quien sostenía que toda revolución futura estaba condenada necesariamente al fracaso si no venía antecedida por una revolución de la sensibilidad. ¿Es la solución?

Creo que es la única posibilidad porque, precisamente, la revolución de la sensibilidad es aquella que llama a la posibilidad de que el hombre tenga una conciliación consigo mismo y con lo otro. Hay un filósofo estoico que dijo algo hace muchos siglos pero que parece muy valido. Decía que teníamos el triple logos, una triple dimensión; es como si estuviéramos tensados por tres cuerdas. Estamos tensados por una cuerda que va hacia el yo íntimo, por una segunda cuerda que va hacia los otros y lo otro, y una tercera cuerda que va hacia lo cósmico.

Yo pienso que lo mejor en la situación del hombre, que siempre es un ser con miedos y esperanzas, es el equilibrio de estas tres tensiones, el equilibrio que yo llamaría hoy, a principios del siglo XXI, una educación sensorial o como se quiera llamar. Es el que me parece que puede llevar a una mayor dicha, a mayor felicidad porque la felicidad puramente egoísta acaba autoconsumiéndose, la felicidad puramente altruista no forma parte de la esencia humana y la felicidad que diríamos cósmica, como granos de energía en el universo, creo que tampoco forma parte de nuestra metafísica. La nuestra necesita, creo, un gran equilibrio entre lo corporal y lo espiritual, y el hombre solo se puede cambiar a través de esto. De ahí que recuerde que Schiller pensaba que para hacer una revolución en el sentido político e histórico es imprescindible autocambiarse.

¿Hay que ser optimista?

Yo no soy pesimista. Llegué a conclusiones suficientemente pesimistas sobre el hombre, nuestro destino y el universo hace muchos años, y luego ya tuve tiempo de transfigurar esas conclusiones. Precisamente la belleza, el arte, la cultura y muchas cosas que nos concede la vida forman parte de esta capacidad, que nosotros tenemos, de transfigurar la parte negra de la existencia. Si tuviéramos una balanza de Osiris y se midiera nuestra posibilidad de vivir felices, es la misma ahora que en la época en que se adoraba a Osiris.

Siempre la humanidad ha transcurrido en medio del naufragio, de la errancia. Los griegos, por ejemplo, se hacían muy pocas ilusiones, eran muy pesimistas y crearon una cultura, una vida deslumbrante. Hay que saber vivir en lo que Leonardo Da Vinci llamaría el chiaroscuro.

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