sábado, 25 de abril de 2009

Literatura y I Guerra Mundial

Barro, sangre y metralla, por Jacinto Antón, El País, 24-4-2009

La publicación de El miedo, libro estremecedor de Gabriel Chevallier sobre su experiencia de soldado en el frente -"vivo como una bestia", escribe-, invita a revisar la bibliografía sobre la Primera Guerra Mundial en el 95º aniversario del comienzo del conflicto.

La trinchera es un lugar oscuro y siniestro. Más aún si llevas bajo el brazo El miedo, de Gabriel Chevallier (Acantilado): "Cadáveres en todas las posturas, que habían sufrido todo tipo de mutilaciones, todo tipo de desgarraduras y todo tipo de suplicios". Pese a que las paredes son altas y las rematan sacos terreros uno camina encorvado. Quién sabe cuándo va a caer un obús cerca o si hay un francotirador en los alrededores. El sector parece en calma, aunque de lejos llega un rumor sordo como de tormenta y el cielo de la noche se ilumina con relámpagos de acero. Al girar en un recodo, tras pasar el puesto de mando en el que un tipo con polainas, pistolera y casco metálico habla por un rudimentario teléfono de campaña, me doy de bruces con un grupo de sombras. Imagino en un momento de pánico que son tropas de asalto alemanas que -bajo el mando de Ernst Jünger- han invadido la trinchera para limpiarla con bombas de mano, pistolas, cuchillos y palas afiladas; pero resultan ser un colegio. Los chicos parecen tan impresionados como yo, y todos pegamos un brinco cuando la megafonía lanza una imperiosa arenga "¡preparados para salir, calar bayonetas; vamos!" seguida por el estridente sonido de silbatos, puro Senderos de gloria.

La Trench Experience, en la que vives en propia carne el ambiente de las trincheras de la I Guerra Mundial, es una de las grandes atracciones del Imperial War Museum de Londres -ríete tú del tren de la bruja-, y una demostración del impacto de la Gran Guerra en la mentalidad de los británicos. En la librería del museo los títulos sobre ese conflicto superan de largo a los dedicados a la II Guerra Mundial y, sin salir del centro, el visitante encuentra numerosos testimonios de aquella primera gran debacle, desde un aeroplano Sopwith Camel a un pickhaub -el típico casco con pincho prusiano- de la guardia de corps del káiser, pasando por un trozo del motor del célebre triplano rojo de Manfred von Richthofen.

Hay más: con motivo de cumplirse este año el 95º aniversario del inicio de la contienda, se ha inaugurado una sensacional exposición, In memoriam, remembering the Great War, que constituye un viaje escalofriante y conmovedor a las entrañas de la Gran Guerra. Se abre con un casco de tommy (el nombre genérico de los soldados británicos) excavado en Cambrai el año pasado y hecho trizas por la metralla e incluye trozos de las vidrieras de la catedral de Chartres devastada por los bombardeos, bombas de los conspiradores serbios colegas de Gavrilo Princip, el joven que descerrajando dos tiros -uno al abdomen de la preñada archiduquesa Sofía y otro al corazón del archiduque Francisco Fernando- desencadenó la catástrofe el 28 de junio de 1914 en Sarajevo. También, espeluznantes mazas de uso en la troglodita guerra de trincheras -como la que esgrimió un tal Harold Startin para cargarse a un sargento alemán en julio de 1915-, el revólver del poeta y oficial Siegfried Sassoon, un trozo de zepelín derribado, el camisón de una superviviente del torpedeamiento del Lusitania o la guerrera ensangrentada que vestía el segundo teniente Cope en el Somme.

Cuando uno ve todo eso, escucha los emotivos testimonios grabados de los ultimísimos veteranos -una raza ya casi extinguida- o se encuentra en plena plaza londinense con un sentido monumento nada menos que al Cuerpo de Ametralladoras -"Saul had slain his thousands but David his tens of thousands", reza la inscripción del pedestal, que ya es cita-, se da cuenta de hasta qué punto la I Guerra Mundial es importante en la memoria de los europeos. No en la nuestra. Inexplicablemente, la Gran Guerra no es asunto de especial interés para los españoles, al menos desde el punto de vista bibliográfico (una muy buena exposición fotográfica, con imágenes excepcionales, sobre todo de los ejércitos de los imperios centrales, se ha tenido que prorrogar en el Museo de Historia de Cataluña, en Barcelona). Son muy pocos los títulos publicados en España sobre la contienda y no parecen tener, en general, gran acogida entre los lectores. El contraste con la II Guerra Mundial es asombroso: si ese conflicto tiene una legión de seguidores y numerosas obras (las de Beevor, por ejemplo, por no hablar de las novelas de Alistair MacLean o Sven Hassel) se han convertido en verdaderos best sellers, las consagradas a su predecesora del 14 pasan en general de manera discretísima.

No obstante, hay títulos muy buenos. Los cañones de agosto, de Barbara Tuchman (Península, 2004), es un magnífico libro de introducción a la Gran Guerra, con el que muchos lectores se han iniciado en ella (¡y descubierto en toda su agresiva complejidad el Plan Schlieffen!). La primera guerra mundial, de Michael Howard (Crítica, 2003, hay edición en bolsillo), consigue en muy poco espacio una asombrosa e iluminadora síntesis de la contienda. También es utilísimo Breve historia de la I Guerra Mundial, de Norman Stone (Ariel, 2008). El muy ilustrado La Primera Guerra Mundial, de H. P. Willmott (Inédita, 2004), es posiblemente la mejor forma de adentrarse en el tema de una forma fácil, distraída y gratificante gracias a su enorme despliegue de fotografías y mapas y su estructura esquemática, con gran atención a los equipos y armas de los contendientes. La Gran Guerra, una historia global (1914-1918), del historiador militar estadounidense Michael S. Neiberg (Paidós, 2006), es muy ameno y presta atención especial a los teatros de operaciones periféricos, como la lucha librada por los alemanes en Nueva Guinea y África -donde cobró fama con su guerra de guerrillas Von Lettow-Vorbeck, el vencedor de Tanga (sí, vaya nombre para una batalla)-. Neiberg, que defiende matizadamente a los oficiales que hubieron de dirigir aquella matanza que fue la guerra del 14, advierte de que no hay que considerar la Primera Guerra Mundial un conflicto bélico inútil, estático y sin sentido en oposición al significado y la "vitalidad" de la segunda.

Uno de los grandes ensayos sobre el tema publicados en castellano es sin duda La Gran Guerra, de John H. Morrow, Jr. (Edhasa, 2005). El autor, profesor de historia en la Universidad de Georgia, trata de mostrar la guerra en su aspecto universal y señalar la relación entre hechos que parecen dispares, en la consideración de que una "guerra total" sólo puede abordarse con una perspectiva muy amplia. Morrow es un entusiasta de los estudios de aviación. De adolescente, su padre lo llevó a visitar los campos de batalla y los cementerios franceses y el impacto que ello le produjo se percibe en su escritura, cargada de humanidad. De enorme interés es La Primera Guerra Mundial -realmente no se puede decir que los títulos sean muy originales en este género-, del gran especialista británico Hew Strachan (Crítica, 2004). Completo y emotivo, el libro tiene su origen en una gran serie de la BBC sobre la guerra y eso se refleja en los 10 capítulos, que corresponden a los 10 programas originales. Muy recomendable, incluye increíbles fotografías en color, las únicas que se conocen de la contienda y en las que se aprecia, por ejemplo, qué poco apropiadas eran para la guerra moderna las pintorescas vestimentas de spahíes, infantería senegalesa o zuavos. El simpático Jesús Hernández, por último, recopila una enorme cantidad de anécdotas en su Todo lo que debe saber sobre la I Guerra Mundial (Nowtilus, 2007), que incluye una guía de los escenarios a visitar, incluido el osario de Verdún, el cráter de La Grand Mine en el Somme o el lugar en que cayó el Barón Rojo.

Cuando se sale de los estudios globales, poca cosa queda en ensayo. Un libro imprescindible es La Gran Guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell (Turner, 2006), que revisa el impacto de la contienda a través de las obras de escritores que la sufrieron como Sassoon, Owen y Graves. En Los siete pecados capitales del imperio alemán en la Primera Guerra Mundial, Sebastian Haffner (Destino, 2006) analiza los errores que impidieron a Alemania ganar la contienda y desmonta tópicos. Inédita ha publicado en 2008 La batalla de Verdún, de Georges Blond, un intenso relato de la batalla (con sus leyendas como la de la trinchera de las bayonetas, donde yacía enterrada viva toda una sección sepultada por la tierra tras un bombardeo, o la de Fantomas, el piloto alemán de casco negro que ametrallaba con diabólica puntería a los franceses). Ariel, Jutlandia, del historiador Sergio Valzania, que explica muy bien la gran batalla naval (la última en que no jugó papel la aviación): la extrema vulnerabilidad de los barcos británicos, la extraordinaria maniobrabilidad de la Hoch See Flotte alemana... Editorial Base ofrece las interesantes Memorias de mi vida del mariscal Von Hindenburg, el gran líder militar alemán, vencedor de los rusos en Tannenberg, un tipo arrogante y antipático que sostiene la teoría de la puñalada por la espalda y considera que Alemania no perdió la guerra por causas militares (es decir, por su culpa y la de los otros envarados comandantes; a él la historia no hace mal en juzgarle duramente: le dio la alternativa a Hitler). En 2001 se publicó la biografía de Mata Hari de Russell Warren Howe (Javier Vergara), llena de detalles impagables: la espía pidió que la fusilaran con corsé y uno de los zuavos del pelotón de ejecución se desmayó (no debía saber adónde apuntar).

Inédita ha publicado las novelas Capitán Conan, de Roger Vercel, en la que se basó la espléndida película de Bertrand Tavernier, y El pabellón de los oficiales, de Marc Dugain, que convirtió en filme François Dupeyron. Por su parte, Militaria ha publicado varias entretenidas novelas de aventuras ambientadas en la I Guerra Mundial: Escuadrilla Azor, de Derek Robinson, de aviación, o Bautismo de fuego, de Alexander Fullerton -primer título de una serie naval de la que han aparecido otros dos-, sobre la batalla de Jutlandia. Como curiosidad, Anne Perry tiene en Ediciones B una insólita serie de crímenes ambientada en las trincheras.

Es una pena que libros tan interesantes en este panorama como la biografía del almirante Fisher de Jan Morris, los nuevos ensayos sobre la guerra aérea Aces falling, de Peter Hart -sobre la fase en que se acaba la caballerosidad en el cielo-, y On a wing and a prayer, de Joshua Levine, o la reciente nueva biografía del Barón Rojo de Peter Kilduff (Almena ha editado en castellano las memorias del aviador) no se traduzcan. Una curiosidad es Tolkien and the Great War (Harper Collins, 2003), que rastrea en las imágenes que vio el autor en las trincheras, los paisajes desolados de Mordor (la salvación de Minas Tirith por un ejército de muertos la habría inspirado un texto de Sassoon).

Por suerte, podemos disfrutar de las grandes obras literarias de la I Guerra Mundial traducidas -no todas: falta, por ejemplo, Her Privates We, de Frederic Manning, aplaudida por Hemingway, T. S. Eliot y T. E. Lawrence- . Tenemos la novela crepuscular sobre el fin de la monarquía austrohúngara -en paralelo al de la familia Von Trotta-, La marcha Radetzky, de Joseph Roth (Edhasa, 2007); la visión radicalmente distinta, por satírica, del clásico checo, Las aventuras del buen soldado Svejk, de Jaroslav Hasek (Galaxia Gutenberg, 2008); la paradigmática Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque (Edhasa, 2007); Adiós a las armas, de Hemingway (Noguer y Caralt, 1999); Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo (El Aleph, 2005), o la espléndida El final del desfile, de Ford Madox Ford (Lumen, 2009).

Otros grandes clásicos imprescindibles del conflicto de los que hay edición española son Adiós a todo eso, las memorias de Robert Graves (Muchnik, 2000) -qué gran escena la de la compañía de Fusileros Reales Galeses que se lanzan todos al suelo durante un ataque y cuando el capitán les manda seguir nadie se mueve, el oficial les llama "malditos cobardes" y el sargento murmura: "Nada de cobardes, señor, están endemoniadamente muertos"-; Los Siete Pilares de la Sabiduría, de T. H. Lawrence (Huerga & Fierro, 1997, en bolsillo en Zeta), con momentos tan brutales como el del despiadado ataque a la columna turca que se repliega hacia Damasco -allí pereció el Cuarto Ejército, bajo el sable de Auda y los suyos-, o el del dantesco y nauseabundo hospital en la capital siria, con los heridos turcos mezclados con cadáveres en avanzado estado de descomposición ("muchos se habían hinchado ya al doble o al triple del tamaño que tenían en vida y sus gruesas caras reían abriendo una negra boca entre las ásperas mandíbulas, cubiertas de barba rala. Unos cuantos habían reventado y se hallaban en un estado licuescente", glups). Tenemos también la gran novela de combate, a la vez brutal y literariamemente magnífica -por la que muchos sentimos una debilidad inexcusable-, Tempestades de acero, de Jünger (Tusquets, 1987); y ahora, El miedo, de Chevallier (1895-1969).

El libro de Chevallier es como el reverso del de Jünger. Contando prácticamente lo mismo, lo que en el alemán ganador de la Pour le Mérite es glorificación de la experiencia bélica -"combatientes purificados por el fuego"- es en el aterrado poilu, carne de cañón, aspirante a fiambre, pouvre couillon con du front aferrado a su Rosalie (la personificación francesa de la bayoneta), un demoledor testimonio contra la guerra. Pocas experiencias hay en la vida como leer El miedo, un libro acaso un pelín adjetivado pero que deja impresas imágenes indelebles. Chevallier, veterano de la Gran Guerra, señala que lo escribió para abordar el miedo en primera persona, para decir sin ambages: "Tengo miedo", lo que le honra. Seguimos en el libro a su álter ego el soldado Jean Dartemont, de la quinta del 15, con veinte años, en la movilización y la embriaguez aventurera de los primeros momentos de la guerra, que relata con ironía. La primera visión del frente acaba con eso.

Chevalier lo cuenta todo: los piojos, el barro, los cólicos, la miseria, el frío, el Chemin des Dames, el gas, las ametralladoras, las heridas, los mandos estrafalarios, maniacos y sádicos, como el general al que le gusta ver a los soldados desnudos y comparar sus sexos. Inolvidable el primer cadáver, cuando un pico ahondando un ramal de trinchera perfora el vientre de un soldado medio sepultado y el hedor de lo que suelta invade el refugio. Las descripciones de los muertos son puro gore, y en ellas nada se nos ahorra: bocas tumefactas de las que brotan como una papilla los gusanos, cabezas cercenadas de las que ha rodado entero el cerebro, "carnes rojas y violáceas, parecidas a carne podrida de carnicero, grasas amarillentas y fofas, huesos que dejaban escapar la médula, tripas desenrrolladas". El espeluznante bautismo de fuego ("se nos arrojó a la noche en deflagración, llena de emboscadas, de miembros troceados y de clamores"), los gritos espantosos de los heridos, el sonido de los impactos de los disparos en los otros, la brusca percepción de la debilidad de la carne en el volcán de acero y fuego "¿Qué nos va a pasar?", se aterran los soldados, y nosotros con ellos. Hay quien se inyecta pus, busca el "tiro de suerte" que te envía a casa, se dispara él mismo a una pierna o directamente se suicida, para escapar. No hay lectura más estremecedora. En esa tesitura de la batalla, al contrario que en Jünger, "desaparece todo lo que eleva al hombre", y triunfan la vergüenza, el egoísmo, el asco y el miedo. Nunca se ha descrito así la guerra en las trincheras, la guerra en general: "Vivo como una bestia".

Si pasamos a la pantalla, el fenómeno es parecido al de los libros. Son un puñado las películas que han triunfado en nuestro país: Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, la canónica, en la que se ha fijado en buena parte nuestra iconografía del conflicto (y basada por cierto en una novela de Humphrey Cobb), con el coronel Dax-Douglas recorriendo en travelín las trincheras; la bellísima La gran ilusión, de Jean Renoir; Sargento York, de Howard Hawks; Sin novedad en el frente, claro, en su varias versiones; Rey y patria, de Joseph Losey; El gran desfile, de King Vidor; Gallipoli, de Peter Weir; Capitán Conan, El pabellón de los oficiales, Feliz Navidad. No hay que olvidar Lawrence de Arabia. Añádase un puñado de filmes sobre aviación, desde o AlasÁguilas azules-con George Peppard persiguiendo la Blue Max- al nuevo biopic de Von Richthofen, pasando por Fly boys (2006).

Resulta absurdo argumentar que la segunda contienda es objetivamente más interesante o espectacular. Estamos hablando de una carnicería con nombres como Verdún, el Somme, Tannenberg, Passchendale o Caporetto, una carnicería que costó en conjunto 9 millones de vidas, en la que lucharon 65,8 millones de soldados, de los que murieron más de 1 de cada 8 a un porcentaje de 6.046 hombres muertos ¡cada día! de los cuatro años que duró (según los datos de Nial Ferguson en su apasionante y controvertida The pity of war, Penguin, 1999). En la I Guerra Mundial, a resultas de la cual cayeron cuatro imperios -el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el turco- y tres grandes dinastías, los Hohenzollern, los Habsburgo y los Romanov, se forjó el mundo en el que hemos vivido durante mucho tiempo.

La Gran Guerra no sólo presenta movimientos de masas, combates, estrategias y horrores supinos comparables en todo a los de la segunda, sino que se desarrolló también en escenarios tan exóticos como aquélla (desiertos, África tropical, Extremo Oriente: ¡desde luego no sólo en las trincheras!). E incluyó personajes y aventuras extraordinarias, que no es que rediman la masacre pero sí ofrecen algún destello en aquel horror: Lawrence de Arabia, el Barón Rojo, Karl von Müller, el caballeroso capitán del corsario Emdem, que parece salido de la imaginación de Hugo Pratt, u Otto Weddigen, del sumergible U-9, que hundió tres cruceros británicos en menos de una hora, por no hablar de Mata Hari.

Los tanques, los submarinos, la aviación- todos los elementos de la guerra moderna están ya presentes en una contienda que, por otro lado, aún incluye caballería, húsares, uniformes románticos, paradas y fanfarrias decimonónicas, y en la que un piloto? W. R. Read, del Royal Flying Corps- trata en 1914 de derribar a un enemigo lanzándole su revólver a las aspas de la hélice y otro, el gran as Jean Navarre, utiliza un cuchillo para atacar un zepelín.

De toda aquella contienda atroz queda aún mucha trinchera literaria que cavar.

La Gran Guerra en imatges 1914-1918. en el Real Monasterio de Santes Creus, en Aiguamúrcia (Tarragona). Hasta el 26 de julio. www.es.mhcat.net. In memoriam: Remembering the Great War. Imperial War Museum de Londres. Hasta el 6 de septiembre. http://london.iwm.org.uk.

Bibliografía

  1. El miedo. Gabriel Chevallier. Traducción de José Ramón Monreal. Acantilado, 2009. 362 páginas. 22 euros.
  2. La por. Traducción de Pau Joan Hernàndez. Quaderns Crema. Barcelona, 2009. 352 páginas. 22 euros.
  3. Tempestades de acero. Ernst Jünger. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Tusquets, 2005. 448 páginas. 20 euros.
  4. La Gran Guerra. John H. Morrow, Jr. Traducción de David León Gómez. Edhasa, 2005. 764 páginas. 40,50 euros.
  5. La Primera Guerra Mundial. Hew Strachan. Traducción de Sílvia Furió. Crítica, 2004. 408 páginas. 29,90 euros.
  6. Jutlandia. Sergio Valzania. Traducción de Juan Antonio Vivanco. Ariel, 2009. 270 páginas. 17,90 euros.
  7. La batalla de Verdún. Georges Blond. Traducción de José Patricio Montojo. Inédita, 2008. 338 páginas. 21,50 euros.
  8. Las aventuras del buen soldado Svejk. Jaroslav Hasek. Traducción de Mónica Zgustova. Galaxia Gutenberg, 2008. 740 páginas. 23 euros.
  9. El final del desfile. Ford Madox Ford. Traducción de Miguel Temprano García. Lumen, 2009. 1.020 páginas. 35,90 euros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario