jueves, 4 de octubre de 2007

Mi vocación por la lengua escrita



Cuando escribo soy más libre que cuando hablo. Soy más yo mismo, y explicaré por qué eso me ha ocurrido. Cuando era pequeñajo dije una palabrota a mi madre sin saber siquiera qué significaba. Solamente sabía que era muy expresiva, que tenía fuerza; y por eso la dije al ser que más amaba y me importaba, para concitar su atención, desde el suelo de la cocina, mientras jugaba con un molinillo de café.

Ella no lo entendió así; se lo dijo a mi padre, quien, al llegar del trabajo, se quitó la correa y me pegó una tunda tremenda, impresionante para un impresionable crío como era yo. Tal paliza me hizo callar obstinadamente durante meses, temeroso de que cualquier palabra pudiese granjearme tanto sufrimiento, pues no entendía su razón, ya que en mi inocencia nunca creí que una palabra tan expresiva y fuerte pudiese tener un valor agresivo ni dañino; mi mente generalizó la causa del sufrimiento no a la palabrota, cuyo significado lesivo o infamante no conocía y ni siquiera recuerdo, sino a la palabra en sí misma, al mismo lenguaje, al hecho mismo de comunicarme con los demás de ese modo lingüístico. Resolví encerrarme en mí mismo para siempre y no hablar nunca más. Cuando se dirigían a mí no respondía; y a tanto llegó la cosa que me llevaron al médico de Jaén.


Don Bonifacio, se llamaba; daba caramelos a los niños, con lo cual conseguía que todos ellos rabiaran por enfermar y le perdieran el miedo; pero don Bonifacio, cuyo nombre en latín significa "el que hace bien", hizo esta vez mal, muy mal, y le dijo a mi madre, cuando esta le contó que "a veces le hablo y no me responde, aunque yo le veo que se esfuerza, pero no consigue decirme nada", que lo que yo tenía era "un retraso", mandándome solamente un reconstituyente vitaminado. ¡Qué gran psicólogo, don Bonifacio! Al lado de mi hermano, el superdotado, sus palabras me habían degradado un montón, y desde entonces pasé a ser un hijo de segunda clase, al menos para el muy orgulloso de mi padre, también a causa de ser lo bastante travieso como para haberme escapado de casa para ver las rosas de las casas de Jaén y andar perdido durante días, según me han dicho. Yo, al lado de mi hermano, no era nada, por más que mis notas fuesen normales, tirando a buenas, sobre todo en lengua y ciencias sociales, donde los sobresalientes eran constantes. Era el raro de la familia, vaya. Los test psicológicos que me hicieron en el colegio de los Salesianos valoraban en mí un talento investigador, explorador y la capacidad de llevar a buen puerto una carrera universitaria, fuera de una afición a la escritura del 98% sobre cien, algo desaforado que delataba una extraordinaria timidez por mi parte, así como una tendencia al razonamiento abstracto del 68% sobre cien.
Esta mudez fue alzando un muro entre mi padre y yo. Al mismo tiempo, ansioso de encontrar palabras que no me hiciesen daño, encontré el libro, regalado a mi hermano, de Guillermo el proscrito de Richmal Cropton. Desde ese momento la literatura, con todo lo que en ella hay, me cayó encima, me abrió el universo y mi destino estuvo sentenciado. La letra escrita era mi reino, mi refugio, mi salvación. Releí el libro varias veces hasta que se cayó hecho pedazos. Compré y leí todos los libros de la autora que pude conseguir, los de la inefable Editorial Molino. Escribí a la editorial para conseguir su catálogo. Me leí todos los cuentos y novelas de Sherlock Holmes. Leí todos los libros de la casa, en especial la vieja y omnisapiente Enciclopedia Durvan y los libros del Círculo de Lectores que mi hermano -¡siempre mi hermano! escogía y nunca leía; cayeron en mis manos Moll Flanders, Robinson Crusoe y Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, el Quijote de Cervantes, El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara, cuyo lenguaje me dejaba perplejo, todas las obras de Julio Verne, Las aventuras de Tom Sawyer y otros textos de Mark Twain, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, Ficciones y El Aleph de Jorge Luis Borges, revisado con continua perplejidad por un crío todavía inculto, pero fascinado por cuentos como El milagro secreto, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, La biblioteca de Babel o La casa de Asterión, que luego encontré repetido en el inefable libro de segundo de BUP, elaborado por el bendito Fernando Lázaro Carreter. Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez y o peregriné todas las tardes a la biblioteca pública y me leí todos los tebeos y todas los libros que pude. Fueron días felices aquellos, mientras mi hermano machacaba el disco sin nombre de Led Zeppelin, las versiones de Walter Carlos (luego Wendy Carlos), Emerson, Lake & Palmer y qué sé yo más. Yo me iba con la cabeza llena de voces que me creaban otros mundos que podía superponer a la gris ciudad minera de Puertollano. Iba a cambiar los comics de Marvel al kioskillo de la Fuente Agria y con todo eso me hice un lector furibundo del Spiderman antiguo (el de la pistola de telarañas) y del nuevo (el infeliz enamorado de Gwen), de Mikros, los Cuatro Fantásticos, la Masa, Thor, Nick Furia, La patrulla X, El hombre de hierro, Dan Defensor... También de los españoles: la revista Trinca, Mortadelo, Pulgarcito, TBO, Pumby, Dani Futuro, el Capitán Trueno, El Jabato (con su inseparable Fideo de Mileto), el Corsario de Hierro, El sheriff King, Supernova, DDT, Zipi y Zape, Hazañas bélicas, Strong... Mi avidez por el tebeo me llevaba incluso a sondear las casas donde entraba para encontrar siempre sorpresas inesperadas, incluida una colección completa del arcaico Diego Valor. Flash Gordon también anduvo algún tiempo entre mis preferencias, Mafalda etcétera. ¡Dios mío, cuánto llegué a leer! Trasladado a Ciudad Real, lo primero que me hice fue un carnet de la biblioteca, cuyo número aún recuerdo, el 508, que no quisieron conservar. Me leí toda la ciencia ficción de la biblioteca, en la que recuerdo con especial delite las excelentes Antologías de la editorial Acervo y los volúmenes extra de Nueva Dimensión., sin contar las ediciones de tapa negra, los tomos antológicos de Bruguera y los libros que yo mismo compraba tras pasar revista a todos los kioskillos y librerías de la localidad. Pasé al terror de la mano de Edgar Allan Poe y Howard Philips Lovecraft, a las novelas policiacas, a las de humor (disfruté de lo lindo con H. G. Wells y su La mitad de seis peniques, pero sobre todo con Pelham Greenville Wodehouse y las novelas de Wooster y Jeeves, y con Jerome K. Jerome y sus Seis hombres en una barca), y a la ciencia a través de los ensayos divulgativos de Isaac Asimov.

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