Alguna vez he meditado sobre mis antiguos colegas, los que como menda se interesaron por la retórica, escribieron de ella y la enseñaron en este instituto hace un siglo o algo más. Os hablaré un poquitín sobre ellos.
El primero es don Antonio Espantaleón Carrillo, un giennense como yo, aunque le llevo ventaja en ser de padres manchegos. Nació en la misma Jaén, el 12 de julio de 1839, y fue alumno del Colegio del Santísimo Sacramento y también del Seminario conciliar; en 1859, al terminar los cursos de Teología, quiso colgar la sotana y se licenció en Filosofía y Letras (1872) y algo después in utroque, esto es, en ambos derechos, civil y canónico (1875) por la Universidad de Granada. Obtuvo la cátedra de Retórica del Instituto Provincial de Ciudad Real en 1871, pero al ver el panorama pidió traslado al Instituto de Jaén en 1873. Fue crítico literario en la prensa y miembro de la Real Sociedad Económica del País y solicitó traslado a Valencia, donde falleció el 28 de marzo de 1889. Colaboró en La Semana (Jaén, 1877) con su artículo «Impresiones de un viaje». Igualmente en la muy neocatólica y fachendosa revista La Cruz (Sevilla, 1861) dirigida por otro manchego, un toledano del que ya hablaremos, con su trabajo«El Cristianismo y la Democracia». Esta aquí por su Tratado de Retórica y poética. Madrid: Minuesa de los Ríos, 1881, que alcanzó cuatro ediciones. Hay un ejemplar en la BN con la signatura 1-4026. Entre los muchos ejemplos que cita, destaca a sus compañeros del claustro del Instituto Virgen del Carmen de Jaén, donde estudió mi hermano: Muñoz Gamica, Moreno Castelló y Palma Camacho. Ese instituto era un lugar con solera; cuando pasaba yo de chico a sus claustros juraría que olía a incienso, de verdad.
El segundo es un gran pedagogo del grupo de los neos menendezpelayunos, José Rogerio Sánchez, (1876-1950), vallisoletano, aunque lo podemos considerar casi manchego porque estudió el bachillerato en Talavera de la Reina, en donde pasó su juventud con su familia; de hecho editó y estudió a autores principalmente manchegos. De él he ido recogiendo algunas obras en mi librería; se fue corriendo del IES Santa María de Alarcos al año más o menos, aunque llegó a imprimir algo en Ciudad Real, una preceptiva que ahora estoy hojeando; de ahí pasó al Instituto de Santander, al de Guadalajara y por fin al de San Isidro, de Madrid, donde coincidió con el eminente Francisco Navarro Ledesma. Fue catedrático de Filosofía en la Escuela Superior de Magisterio y Consejero y Director General de Instrucción Pública en 1930, y dirigió la revista La Segunda Enseñanza, habiendo colaborado en otras muchas pedagógicas. Escribió una tesis sobre la obra de Lutero que publicó al filo del siglo XIX y tenía un centenar de paginitas, poca cosa comparado con las tres mil setecientas que tiene la mía; en este libro se le ve el pie de que cojea: Balmes, quien por demás tenía muy bien amueblada la cabeza, pero le disculpo, porque se nota que había leído con codicia. Sus antologías son excelentes, rigurosas, de amplio criterio, interesantes y provistas de buenas notas; las introducciones se encuentran escritas con inteligencia y elegancia; lo mismo cabe decir de sus historias de la literatura universal, española e hispanoamericana; también elaboró algunas ediciones de clásicos encomiables: el Marqués de Santillana don Íñigo López de Mendoza, El Corbacho, las poesías de fray Luis de León... Prologó las obras del poeta hispanolatino Aurelio Prudencio, biografió a Garcilaso de la Vega y estudió la Malquerida de Benavente y el teatro de Valle-Inclán. Dejó, en suma, amplio rastro de papel impreso, aunque ahora nadie lo recuerda porque estuvo del burladero fachendosillo y joseantoniano en la guerra, por más que ya le lucieran las canas; en Pretérito imperfecto mi querido Carlos Castilla del Pino, que lo tuvo que leer como alumno, dice que era un sectario. No creo yo tanto, porque tenía buen gusto, y entre los antólogos lo pongo entre mis preferidos junto al valdepeñero Luzuriaga, que lo tenía también y era progresista; es una pena que no se estudie la labor de Luzuriaga como antólogo de la literatura española. Rogerio se prodigó también hartándose de escribir libros de texto sobre filosofía, psicología, ética, preceptiva literaria, estética, epistemología, ontología, lógica, pedagogía e historia, algunos en colaboración, como si fuera un homo universalis, el muy extenso. Una de sus obras es inencontrable, pero de título muy sabrosón: Lo que podría ser un bachillerato, de 1916. Conoció al gran cervantista manchego Francisco Navarro Ledesma en unas oposiciones al Instituto de San Isidro de las que, como es natural, quedó Ledesma el primero, pese a lo cual no se mostró pedante y animaba a sus oponentes, uno de ellos el propio José Rogerio, quien le dedicó el magnífico recuerdo de sus Tres fechas cervantinas. La nómina del cervantismo manchego del XIX es muy exigente; en ella incluyo a Francisco Navarro Ledesma, Cristóbal Pérez Pastor, Juan Calderón Espadero, Pedro Vindel y, last but not least, Luis Astrana Marín; tal vez, pero con algún reparo, Fermín Caballero. Nadie más, y no es poco para quien sabe de estas cosas.
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