viernes, 30 de julio de 2010

Una anécdota de Unamuno

La cuenta en sus memorias, La rueda de mi fortuna (Madrid: Aguilar, 1958) el gran escritor Felipe Sassone, que se halla un tanto olvidado a causa de no ser ni peruano, ni italiano, ni español, aunque al cabo terminó sintiéndose lo último; acaso se le olvidó también porque a cualquier gacetero que lo infamase lo iba a buscar con el puño arremangado, con lo que muchos se curaban en salud sin acordarse de su nombre; aunque amabilísimo con sus amigos, tenía más mala leche que el propio Emilio Bobadilla, y ya es decir. Sassone se hallaba leyendo en el Ateneo un libro de tauromaquia, y al verle Unamuno le reprochó que no tenía sentido leer esas cosas si no iba a ser torero.


-El saber no ocupa lugar, don Miguel.

Le dijo, a lo que el filósofo, abriendo los brazos amargamente, respondió:

-¡Claro que no! ¡Lo que ocupa es tiempo! ¡Y muchísimo!

Uno no puede entretenerse ya en acumular saberes generales, sino específicos, y además en el pequeño jardín volteriano de lo que más entiende; se corta las alas para no volar lejos y desventurarse y angustiarse más. El libro de Sassone está primorosamente escrito, con una sintaxis equilibrada y castiza de primer orden, abundante en intertextualidades, y a veces asoma entre líneas el brillo de alguna identidad estilísica (la abundancia de paronomasias, por ejemplo, la feliz expresividad léxica ("el rostro del pobre Antonio, todo cacarañado de viruelas"). Hay bohemia, sensibilidad, anécdotas como la que he transcrito, vida, pasión, sentimiento, inteligencia y corazón. Lo más parecido son las memorias de Insúa, que también son robustas y están bien escritas, en un tono muy parecido, pero Sassone es mejor que él manejando la lengua, es un estilista nato. Otros escritores poseen una prosa que envejece mal, como Felipe Trigo, pero estos dos están tan limpios e interesantes como el primer día. Sassone pasa por Lima y Antofagasta, por Madrid, Barcelona, Málaga y Cádiz, por Florencia, Bolonia y Nápoles, por Buenos Aires, México y La Habana, por París, y deslumbra cuando narra la muerte súbita de su mujer, de la que saca una gran conclusión: cuando el dolor culmina, no quita la vida, sino que la cambia. El dolor es el mejor educador o maestro, y, como suele suceder, ha sido recompensado con cicuta de injusta mala fama, aunque nos hace renacer como el Fénix. O cuando describe las correrías con sus amigos, como el mariquita Jacinto Benavente o el vivales Enrique López Alarcón; el primero lo introdujo en el teatro, con el segundo anduvo por el mundo periodístico; a Rubén Darío lo desnuda después de un banquete pantagruélico y lo acuesta. De todos los países saca alguna seguidilla, cuarteta, cancioncilla o tarantella graciosa, y exhibe un buen oído único.

Corazones partidos
yo no los quiero,
cuando yo doy el mío
lo doy entero.

Si a tu ventana llega
una paloma,
trátala con cariño,
que es mi persona.

Com'acqua a la fontana
che non se secca,
l'amore é na catena
che non se spezza.

Un corazón de madera
me voy a mandar hacer
que no sienta ni padezca
ni sepa lo que es querer.
¡Ay, negrito del alma,
qué vamos a hacer!

Cuando el probe está queriendo
salta el rico y lo atraviesa;
sale el probe puerta ajuera
maldisiendo su pobresa.

Pero también versos sentenciosos de Manuel y Antonio Machado, y epigramas en latín, francés o italiano de todo tipo:

Ci git Piron, que ne fut rien,
pas même academitien.

O el epigrama de Ricardo Palma:

Forma usted líneas de medida iguales
y luego en fila las coloca juntas
poniendo consonantes en las puntas.
-¿Y en el medio? -En el medio, ése es el cuento,
¡hay que poner talento!

En el capítulo XXXI se hace un pastiche del donoso escrutinio que, se haberlo recordado, habría ido a parar a mi artículo sobre pastiches de ese famoso capítulo. En esta ocasión se trata de un baúl que ha de llenar para un viaje a España, y el propio autor hace con su criado una selección de obras que se llevará y declara su homenaje a Cervantes.

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