jueves, 29 de septiembre de 2011

Filosofía para adolescentes


Antonio Fraguas, "Un filósofo en bata contra el conservadurismo adolescente. El escritor Ismael Grasa publica 'La flecha en el aire': diario de su aventura como profesor de Filosofía en bachillerato". El País, 29/09/2011

I

Imaginen que una adolescente llega un día y les dice: "Yo no pedí permiso para nacer, luego no tengo ninguna obligación". ¿Qué responder? En este y en otros trances parecidos se ha visto el escritor Ismael Grasa (Huesca, 1968) quien desde hace seis años decidió compaginar su actividad literaria con un puesto de profesor de Filosofía de bachillerato en un colegio privado de Zaragoza. Grasa, autor de varias novelas, libros de viajes y de relatos, vuelve a las librerías con La flecha en el aire (Debate), una obra peculiar (entre el diario íntimo y el manual de ética) en la que cuenta esta experiencia pedagógica y personal. "De pronto me he visto en el trance de enfrentarme a la Filosofía. Ha sido un redescubrimiento de lo que estudié, y también con los chicos en la clase", afirma Grasa en un reciente viaje relámpago a Madrid.

Un libro breve y ágil con cuya lectura se van a sentir aludidos no solo adolescentes y profesores, también cualquier persona interesada por lo que le rodea. La patria, la inmigración, los Derechos Humanos y la homosexualidad son algunas de las cuestiones, siempre de actualidad, que surgen en el aula de Grasa y también en estas páginas en las que el autor no da recetas mágicas y, en cambio, sí logra que el lector se ponga a filosofar: "El libro tiene la virtud de dejar insatisfecho, en el buen sentido, a quien lo lea. Cualquiera que se acerque con una ideología concreta se va a sentir distante e incómodo con él".

El autor defiende una noción de progreso alejada de las modas recientes (critica por ejemplo el planteamiento de la asignatura de Educación para la Ciudadanía) y cuestiona el relativismo que, afirma, va aflorando en los nuevos manuales de Filosofía escolar: "El relativismo cultural se ha vendido durante mucho tiempo como una muestra de progreso y eso no tiene por qué ser así. Si nuestro sistema democrático es bueno, tiene que ser bueno para todos. Otra cosa es que tengamos criterios de prudencia a la hora de intentar exportarlo. La idea de que todo depende de cada cultura, de cada siglo, es muy debilitadora".

Grasa arremete contra los biempensantes que reniegan de la tradición filosófica: "Me parece básico ese ideal que nace en Grecia (y se retoma en la Ilustración) de una racionalidad común y un proyecto universal. Esa idea es la que nos va permitir no bajar la guardia y defender en el mundo no solo una economía globalizada sino unos derechos globalizados".

También defiende sin complejos los ideales típicamente europeos, pese a las críticas más o menos fundamentadas que llueven desde sectores que se dicen multiculturales: "Estoy contra el adanismo, ese pensar que la inocencia de la juventud lo es todo y que los saberes antiguos son reaccionarios, hay que explicar por qué esa tradición es importante. Los Derechos Humanos, por ejemplo, no son menos valiosos por ser eurocéntricos. Lo importante es la semilla liberadora que el pensamiento occidental contiene. Lo estudiamos no porque sea europeo, eso da igual. Pero un exceso de autocrítica o de pasarnos de listos los europeos en esa autocrítica, nos sitúa ante dos peligros: uno, pasarle a Estados Unidos el relevo de la acción práctica y de la defensa de esos ideales. El otro peligro es el de debilitarnos, y en este periodo de crisis europea hay que mantenerse firmes en lo esencial. Abogo por la idea de una Europa transfronteriza que defienda toda una tradición".

Individuo y comunidad

Las páginas de La flecha en el aire trasmiten además un liberalismo "bien entendido". Grasa se explica: "El libro defiende la tradición liberal del individuo, entendido como la unidad básica de la sociedad; pero por otra parte es aristotélico en el sentido de la defensa de la virtud y de que nacemos en una comunidad. El concepto del liberalismo nos defiende de las agresiones a nuestra libertad, es algo pasivo. Luego está la parte activa, que depende de nosotros: es nuestro ejercicio de la virtud, del compromiso".

El objetivo último de Grasa es, con toda modestia, contribuir a mejorar la sociedad y esa contribución se hace desde las aulas: "A lo mejor me equivoco y soy un ingenuo, pero un sistema de personas formadas y libres va a tender, creo, a ser autocorrector con las injusticias. Cualquier otro modelo puede derivar hacia formas que restringen las libertades o hacia el extremo totalitario".

La flecha en el aire a la que se refiere el título es una metáfora de cada individuo y constituye la respuesta que Grasa le brinda a la despreocupada adolescente antes citada. Somos como flechas en el aire y en nuestras vidas nos toca orientar el rumbo mediante decisiones éticas y compromisos morales: "Esas obligaciones, como la flecha que ya está disparada, quieras o no, ya las has adquirido y no te puedes librar de tomar partido".

Además Grasa ofrece una idea, muy alejada de la corrección política que hoy se estila, de cómo debe ser la pedagogía. Defiende que entre docentes y estudiantes se establezca una clara distancia y una relación de subordinación, y lo defiende precisamente por el bien de los alumnos. "Aunque parezca contradictorio, esa distancia dogmática es una muestra de respeto hacia el alumno, y viene a ser el trasunto de otra paradoja clásica: educar es dar los instrumentos para que el alumno pueda liberarse de su educación y de su cultura, y ganar un juicio propio", apunta el autor en un pasaje del libro.

Así, con su corbata y su bata blanca, Grasa se enfrenta a la tarea de contribuir a la emancipación intelectual de sus estudiantes, extrayéndoles los prejuicios a los que están sujetos: "La mayoría de los alumnos son muy conservadores porque en el fondo han visto muy poco mundo. Se rigen mucho por estereotipos y, al fin y al cabo, para lo que estudian es para liberarse de su propia educación".

II

La patria

He mandado subrayar en el libro de texto unas páginas que trataban sobre el patriotismo. He preguntado luego sobre esta cuestión. La mayoría de los alumnos piensan que el patriotismo es un sentimiento bueno. Otros dicen que no, se ponen de parte de uno de los autores que acabamos de estudiar, Diógenes el Cínico, quien se consideraba antes ciudadano del mundo que ateniense. Doy la razón a los que en clase se han reconocido como patriotas, porque nos dignifica sentirnos orgullosos de todas aquellas cosas buenas que ha conseguido en el tiempo la comunidad a la que pertenecemos, por modestos que sean a veces estos logros. Incluso hay un patriotismo a pequeña escala que es deseable, como, por ejemplo, el sentirnos parte de la empresa en que trabajamos, la camaradería basada en el reconocimiento de una aportación común. Dicho esto, he hecho una matización: por encima del sentimiento patrio, o de pertenencia a una colectividad, están los derechos individuales, que, a su vez, deberían ser universales.Y aquí les he recordado lo que han estudiado sobre Kant y su concepto cosmopolita de ciudadanía. Un alumno entonces ha levantado la mano para intervenir. Ha dicho que los pueblos han de tener su propia dignidad y han de luchar cuando sea preciso para defender sus fronteras o su cultura, aunque ello suponga ir en contra de una mayoría. Ha puesto el ejemplo de los indígenas del Amazonas, asediados por la deforestación, y de los palestinos.Yo he dado mi opinión sobre esto. De los indígenas amazónicos he dicho que lo que habría que procurar, con tacto y buenas maneras, es que tuviesen acceso a un sistema educativo y sanitario. El alumno ha insistido en que hacerles perder su cultura es una indignidad por la que no deberían pasar.Yo he respondido a esto que el analfabetismo es una indignidad mayor, y que lo que no podemos pretender desde los países  desarrollados es que existan «reservas humanas», al modo de zoológicos o de aquellas colecciones antiguas de cromos donde aparecían las culturas del mundo. No se trata de obligarles a cambiar su modo de vida de un día para otro, pero sí de propiciar mejoras en sus conocimientos y costumbres, de manera que sean al menos libres para poder elegir. El concepto de «reserva cultural» no es propio de personas.

No he querido entrar en un debate sobre la cuestión de los palestinos, mis propios alumnos no contaban con mucha información sobre el asunto. Me he limitado a comentar la situación que describe una película que había visto hacía poco en el cine, Los limoneros: dos mujeres, una palestina y otra israelí, viven separadas por una valla de alambre. Una, la israelí, ha tenido una buena educación, viste elegantemente y toma la decisión de divorciarse; la otra es una mujer que vive del campo, tiene que llevar puesto el velo y, después de enviudar, ha de renunciar a tener tratos con otro hombre para no «ensuciar» la memoria de su esposo. Una organiza veladas con invitados en su casa, la otra ha de mantenerse apartada de los bares donde sólo hay hombres y vive aterrorizada por los rumores. ¿Se está contando aquí la historia de un pueblo oprimido por otro? Más bien, digo, lo que el espectador ve son dos mujeres, una de las cuales disfruta de unos derechos de los que la otra carece. De modo que los conflictos, digo pese al peligro de simplificar, no deberían ser tanto de fronteras como de derechos. Una de las mujeres de la historia puede ser libre y la otra no. La prisión de la segunda mujer no es exactamente la frontera israelí con la que linda su finca, sino el atraso en las costumbres de «los suyos».

Hay algunos planos en que las dos mujeres se quedan mirándose desde ambos lados de la valla. Sería inexacto decir que es una mirada «de mujer a mujer», de iguales.Y aquí dejo, por hoy, la cuestión de la patria.

Autoridad

Ha venido al colegio un alumno conflictivo: interrumpe las clases a voces, llega tarde, salta la valla, fuma con ostentación donde no está permitido y se queda dormido sobre su mesa a la vista de todos… Procede de un centro de enseñanza donde se ha habituado a estar con adultos y habla de sexo a voces cuando está entre sus compañeros, tratando de que le oigamos también los profesores. En la última clase en que estuve con él, antes de que tuviese que expulsarlo al pasillo, desabrochó por encima del jersey el sujetador de la chica que se sentaba delante.Yo fingí que no me daba cuenta, aunque el episodio tuvo alborotado a todo el fondo del aula durante mis explicaciones.Tampoco apaga en clase su teléfono móvil. Es, en definitiva, un chico que tiene sus días contados en el colegio, si no hay un cambio rápido en él. La profesora M. siente lástima por el nuevo alumno, ha tenido numerosas reuniones con su madre en un intento por tratar de evitar su expulsión.

Con frecuencia, los profesores aprobamos y entregamos diplomas a estudiantes aparentemente menos inteligentes que estos otros que acaban dejando los estudios o siendo expulsados.Alumnos que se dirigen al profesor en un tono insolente, en un tú a tú por el que dan a entender que no reconocen su autoridad ni su condición de enseñante. Alumnos que dan lugar a escrúpulos y conflictos de conciencia entre los profesores más inexpertos. El profesor quizá se dé cuenta entonces de que su trabajo no es descubrir genios, porque la genialidad está la mayor parte de las veces fuera de su campo. Durante la última expulsión temporal del nuevo alumno he expresado en clase la idea de que seguir una disciplina y una instrucción es también un modo sutil de inteligencia, porque supone una indisciplina a más largo plazo y un poder cambiar el día de mañana aquellas cosas que no nos gustan.

Otra novedad de este año es que me han encargado que dé las clases de la nueva asignatura de «educación para la ciudadanía».Ya el nombre, tan largo, me produce cierta incomodidad. Los libros de texto que he hojeado de la asignatura me resultan algo insustanciales y finalmente he decidido no mandar comprar ninguno. De entrada, no estoy muy seguro de que los valores sean materia de una asignatura ni de que pueda haber un profesor que específicamente los enseñe. Entiendo que enseñar valores es algo más bien de todos los empleados del colegio, de su puntualidad a la hora de empezar las clases, de la higiene que muestran o del modo de comportarse de cara a los alumnos y sus compañeros. En los próximos días tendré que ver cómo encauzo esta asignatura de modo que no sea una pérdida de tiempo para los alumnos ni para mí.

También me siento distante de algunas de las «orientaciones didácticas» que aparecen en el programa oficial de esta asignatura. Se habla de «la asamblea de la clase», en la línea de la actual ley de enseñanza de hacer hincapié en que los colegios son instituciones democratizadas.Yo estoy más bien con quienes piensan que si a algo no se tiene que parecer una clase es a una asamblea, por respeto a los propios alumnos y su derecho a aprender. La esencia de la educación es que no es democrática, como tampoco es democrática una familia. Se fundamenta en el afecto y en el amor a la libertad, pero se expresa mediante normas y el ejercicio de la autoridad. Además, hay cuestiones en las que el individuo quizá debería poder contar con el respaldo del Estado, y no depender de los criterios asamblearios del conjunto de padres y profesores de un centro. Por ejemplo, sobre la cuestión del velo islámico. Otra idea del programa oficial de la asignatura es la de «fomentar la tolerancia» entre los alumnos, y hacer que los alumnos construyan sus ideas «sobre las ideas de los otros». Así dicho parece algo que está bien, pero siempre y cuando no se olvide que, antes que sobre las ideas de sus compañeros de asiento, los alumnos deberían tener derecho a construir sus ideas sobre los conocimientos que recogen las obras de los grandes escritores y los manuales de historia. Porque una cosa, sin la otra, no lleva a nada.Y respecto a la tolerancia, el profesor debería empezar por enseñar que uno no puede ser tolerante con todas las ideas —por no hablar de todas las creencias—, porque no todas respetan, de entrada, nuestra libertad. La tolerancia, según se mire, es tanto un valor como la intolerancia.

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