Hace dos o tres años escribí un artículo de investigación que, en general, ha sido ignorado olímpicamente a causa de su estrecho cauce de difusión (supongo, aunque eso es mucho suponer; también es verdad que el presupuesto en tiempos de crisis para irse de públicas está más bien escaso); en él descubría un gran volumen de obra desconocida del mayor escritor y periodista ciudarrealeño del siglo XIX, Félix Mejía, demonio familiar al que no tendría ningún gusto en conocer, a pesar de que prácticamente lo he desenterrado yo. Y se echa de ver que otro que acabo de escribir para el Congreso del Instituto de Estudios Manchegos en que descubro que el párroco de Santiago en Ciudad Real Sebastián de Almenara se pasó varios años de fines del siglo XVIII escribiendo artículos y poemas para el Semanario de Salamanca y el Diario de Madrid, correrá la misma suerte.
La obra de Mejía no se publicará; o sí: tendría que robar tiempo a mi vida y ya le dediqué mucho; nadie me lo pedirá y que te paguen cuatro cuartos no compensa ni de lejos; ¿cómo va a compensar si no la leen porque ni siquiera saben que existe? Se exige del escritor que sea un showman, que se ponga el traje de luces de las imágenes y que encima sea guapo, maricón, zombi o algo así que venda o epate; un gran vendedor de prosa, Umbral, lo sabía bien. Había venido a hablar de su propia imagen de marca. A esos manchegos tan manchegos ni siquiera se les ha ocurrido representar el teatro del manchego Félix Mejía, aunque sí, por cierto, el de Domingo Miras, quien habló de la misma época que Félix Mejía con un desconocimiento tremendo, por n su teatro, que defiende valores subvewrtidos en este mismo momento en que el PP excreta más que decreta una "Ley mordaza" anticonstitucional. Si se publicase sería entendida de inmediato: su lenguaje está vivo y habla de cosas que importan ahora: la democracia, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la pobreza, la injusticia, la alegría a pesar de todo. Es una obra muy extensa y muy compleja en prosa y verso, y aunque tengo muy avanzado el proyecto de publicar sus obras (ya tenemos impreso su teatro, sin que ni una miserable crítica haya aparecido sobre el libro, salvo referencias elogiosas de Pedro J. Ramírez y algún que otro, demasiado lejos, allá en Madrid, donde se lee algo más que aquí; también es verdad que no lo he enviado a nadie para reseñar -eso compete a otros, ejem, que se miran mucho el ombligo y aún todavía más abajo-; por otra parte, aquellos a los que se los he enviado o regalado se han callado como muertos y enterrados, entre ellos un famoso biblioacumulador instalado en Roma que me lo pidió expresamente y otros de ese jaez, del mundo universitario y demás; tendré que irme a Madrid a gestionar estas cosas, con la pereza que me da)
también es verdad que su proyecto muylo será también. expresando, entre otras cosas, una gran preocupación por la crisis demográfica que afligía a Ciudad Real por entonces y de la que se hace eco, por ejemplo, sin conocer ese artículo, Félix Pillet en su Geografía urbana de Ciudad Real. En dicho artículo sostenía y probaba yo que Félix Mejía había escrito casi la totalidad de los "Suplementos" satírico-políticos en verso y prosa del principal diario progresista posterior a la caída en 1843 de ese otro gran manchego, el general Espartero, el Eco del Comercio.
Pude hacerme en un librero de viejo con un volumen encuadernado antiguo que contenía la mayoría de los artículos del tal "Suplemento", incluso algunos que no posee la estragada colección de la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica. Ahora, sin embargo, voy a extenderme un poco sobre el principal de los editores del Eco del Comercio, Ángel Iznardi, que estuvo preso en Ciudad Real y Miguelturra por sus veleidades liberales al final del reinado de Fernando VII, primero de los bastardos que usurparon el trono de España (según una documentación exhumada modernamente, la dinastía Borbón se acabó en 1819 con Carlos IV, el rey que prefirió llevar cuernos en vez de corona; el otro bastardo fue Alfonso XII, de forma que actualmente reina Felipe VI Ruiz-Puigmoltó)
La obra de Mejía no se publicará; o sí: tendría que robar tiempo a mi vida y ya le dediqué mucho; nadie me lo pedirá y que te paguen cuatro cuartos no compensa ni de lejos; ¿cómo va a compensar si no la leen porque ni siquiera saben que existe? Se exige del escritor que sea un showman, que se ponga el traje de luces de las imágenes y que encima sea guapo, maricón, zombi o algo así que venda o epate; un gran vendedor de prosa, Umbral, lo sabía bien. Había venido a hablar de su propia imagen de marca. A esos manchegos tan manchegos ni siquiera se les ha ocurrido representar el teatro del manchego Félix Mejía, aunque sí, por cierto, el de Domingo Miras, quien habló de la misma época que Félix Mejía con un desconocimiento tremendo, por n su teatro, que defiende valores subvewrtidos en este mismo momento en que el PP excreta más que decreta una "Ley mordaza" anticonstitucional. Si se publicase sería entendida de inmediato: su lenguaje está vivo y habla de cosas que importan ahora: la democracia, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la pobreza, la injusticia, la alegría a pesar de todo. Es una obra muy extensa y muy compleja en prosa y verso, y aunque tengo muy avanzado el proyecto de publicar sus obras (ya tenemos impreso su teatro, sin que ni una miserable crítica haya aparecido sobre el libro, salvo referencias elogiosas de Pedro J. Ramírez y algún que otro, demasiado lejos, allá en Madrid, donde se lee algo más que aquí; también es verdad que no lo he enviado a nadie para reseñar -eso compete a otros, ejem, que se miran mucho el ombligo y aún todavía más abajo-; por otra parte, aquellos a los que se los he enviado o regalado se han callado como muertos y enterrados, entre ellos un famoso biblioacumulador instalado en Roma que me lo pidió expresamente y otros de ese jaez, del mundo universitario y demás; tendré que irme a Madrid a gestionar estas cosas, con la pereza que me da)
también es verdad que su proyecto muylo será también. expresando, entre otras cosas, una gran preocupación por la crisis demográfica que afligía a Ciudad Real por entonces y de la que se hace eco, por ejemplo, sin conocer ese artículo, Félix Pillet en su Geografía urbana de Ciudad Real. En dicho artículo sostenía y probaba yo que Félix Mejía había escrito casi la totalidad de los "Suplementos" satírico-políticos en verso y prosa del principal diario progresista posterior a la caída en 1843 de ese otro gran manchego, el general Espartero, el Eco del Comercio.
Pude hacerme en un librero de viejo con un volumen encuadernado antiguo que contenía la mayoría de los artículos del tal "Suplemento", incluso algunos que no posee la estragada colección de la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica. Ahora, sin embargo, voy a extenderme un poco sobre el principal de los editores del Eco del Comercio, Ángel Iznardi, que estuvo preso en Ciudad Real y Miguelturra por sus veleidades liberales al final del reinado de Fernando VII, primero de los bastardos que usurparon el trono de España (según una documentación exhumada modernamente, la dinastía Borbón se acabó en 1819 con Carlos IV, el rey que prefirió llevar cuernos en vez de corona; el otro bastardo fue Alfonso XII, de forma que actualmente reina Felipe VI Ruiz-Puigmoltó)
Ángel Iznardi, Isnardi o Iznardy (Cádiz, c. 1804 - c. 1857), gaditano y sin duda emparentado con el médico, periodista y revolucionario Francisco José Vidal Iznardi que participó en la secesión de Venezuela y firmó como secretario su primera Constitución, anterior a la de Cádiz, la de Miranda, en 1810, amigo y socio periodístico del escritor y periodista demócrata ciudarrealeño Félix Mejía, empezó estudios de Medicina en Cádiz, pero los abandonó para estudiar Derecho en Madrid. Desde 1828 estuvo en la tertulia de Salustiano Olózaga y allí conoció además al sabio cubano Domingo del Monte, con quien intercambió correspondencia epistolar, a Ramón Mesonero Romanos y a Tomás Quintero. Delmonte, su gran amigo, conocía, hablaba y escribía correctamente cinco idiomas modernos, además de los clásicos; Iznardi sabía francés, inglés, latín y griego, y animado por sus amigos se consagró al periodismo. Empezó como redactor en El Correo Literario y Mercantil (1828-1833) de José María Carnerero, un buen conocido de Mejía,y también en el Boletín Oficial de Madrid, pero la policía secreta fernandina lo detuvo junto a Olózaga en 1830 y y luego en 1831 y lo condujo a una cárcel de Miguelturra, de donde tras seis meses encerrado pudo escaparse (quizá con ayuda de su amigo, el abogado instalado en Ciudad Real Pascual Laverón) y marchar a París, donde enfermó gravemente; empezaba a recuperarse cuando una terrible epidemia de cólera azotaba la capital francesa. Fallecido Fernando VII y vueltos los liberales al poder, fundó en Madrid el periódico progresista El Eco del Comercio (1834-1849). Conspirando con Manuel Barrios (compañero de la logia de Juan de Dios Álvarez Mendizábal y José M.ª Calatrava que organizó la llamada Sargentada de La Granja de 1836, gracias a la cual fueron nombrados después ministros), fue recompensado con el cargo de jefe político en Logroño (1837) y Córdoba durante la regencia de Espartero (1841-1843). Algo más tarde estuvo también liado en la preparación de la Vicalvarada de O'D'onnell y lo volvieron a recompensar (1854) con el cargo de director de Correos.
Aún están por recoger las poesías que firmaba con el sobrenombre Darsino Daltico y que he visto dispersas por algunos periódicos; en prosa destacó como escritor costumbrista usando el pseudónimo de El Mirón y tradujo además algunas comedias del francés.
Su captura y evasión de Miguelturra aparece contada en una carta dirigida a Domino del Monte ("Montino", en sus versos) y en un poema, que paso a transcribir a continuación.
Carta CXVI, París (I-V-1832):
Yo no sé si haré bien en escribirte mi situación con entera libertad en el estado de persecución por motivos políticos; pero mi corazón necesita explayarse y tomo la pluma para comunicar contigo mis penas y aliviar así el peso de mis infortunios [...] pero si tú creyeses que mis pensamientos pueden acarrearte el menor de los padecimientos que yo he sufrido por espacio de un año, rasga esta carta, quémala o entrégala tú mismo a la policía [...] No sé si te habrá contado nuestro buen Tatao [su amigo cubano Anastasio Horozco] mis sucesos hasta el triste día 25 de abril de 1831 en que me despedí de él a las seis de la mañana junto al arco de la puerta de Tembleque, siguiendo él con su apreciable esposa y su niño el camino de Andalucía y yo el de la derecha que va a Ciudad Real, adonde me conducían mis verdugos. Nunca se me olvidará aquel momento: Tatao llevaba puesta su capa azul y debajo en brazos a su hijo... Yo no sé lo que le dije, pero él pudo conocer mi estado. La noche anterior cenamos juntos y él te podrá decir que no derramé una lágrima, a pesar de que me veía arrancar del último objeto querido y de que mi corazón podía prever todo lo que me aguardaba en el destierro. No me costó poco aquel esfuerzo, pues te aseguro que en el encierro de Madrid, cuando esperaba la horca por término de él, no sufrí más que en aquella horrorosa noche; yo creo que él y G. Lo conocieron y procuraban por eso distraerme presentándome su niño precioso y haciéndome notar sus gracias; pero, ay, mi Domingo, que yo no sé si el verlos aumentaba mi amargura. Entonces Tatao, con aquel penetrante juicio que Dios le ha dado, introducía otra conversación; pero yo ya lo conocía y conocía también que no había para mí consuelo en la tierra: el tiempo ha confirmado mis tristes presentimientos. Perdona, querido amigo, si me detengo en estos pormenores: me es dulcísimo el recordarlos y sé que a ti no pueden ser indiferentes mis desgracias. Llegué por fin a Ciudad Real y a los veinte y tantos días de estar allí espionado y sin tranquilidad ni sosiego, envió una requisitoria la Sala de Alcaldes de Madrid al Alcalde mayor de Miguelturra para que me prendiese haciéndome rubricar todos los papeles que me encontrase; lo cual no solo ejecutó el miserable rábula, sino que añadió de su motu proprio la ocupación de los libros impresos, robándome así el único consuelo que podía esperar en la prisión adonde me condujo aquella misma noche entre soldados. El día 23 de mayo antes de amanecer entré en un calabozo subterráneo de la cárcel de Miguelturra de 18 pies, en cuadro, con una bóveda de 9 de alto, sin más ventilación que la de una ventanilla alta de tres cuartas de ancho. Y allí permanecía, por espacio de seis meses, sin que en ellos se me dirigiera legalmente la palabra una sola vez [ni] se me suministraran auxilios de ninguna clase, a pesar de hallarme sin medios y en un pueblo extraño. Ni se me permitiera escribir a mi adorada madre, para hacerle saber, en carta que viesen antes mis perseguidores, que su hijo no había muerto todavía y que la amaba tan tiernamente como siempre. Después de varias tentativas frustradas, anocheció para mí más dichoso el día cuatro de noviembre y, antes del amanecer del 5, me hallé libre por mis propios esfuerzos, aunque solo y en un campo que pisaba entonces por la primera vez de mi vida. Las circunstancias de mi evasión, y las que completaron mi fuga de un modo algo maravilloso, no son para fiadas al papel, por razones que no se ocultarán a tu penetración: basta decirte que ha sido obra de algunos meses, y que, al fin, me veo salvo de lo que entonces pesaba sobre mí.
Pero, ¡ay mi Dios, qué lejos estoy de ser feliz! Aquí me tienes en un cuartito del cuartel latino, solo, sin noticias de mi familia ni de mis amigos, y en un país donde se sufre acutalmente una epidemia horrorosa sin medios y sin familia que cierre mis ojos cuando el cólera ponga término a tanta desventura. No vayas a pensar por esto que desmaya mi corazón a vista de tan horroroso porvenir: nada de eso; todos y más puedo sufrirlos; pero el no sentirlos y el no sentirlos con la vehemencia que los siente este corazón tendría más de estupidez y de brutalidad que de filosofía. Mi memoria recuerda la época de mi prisión y no encuentra, comparándola con la actual, aquella favorable diferencia que debía experimentar mi espíritu: hoy mismo pudiera repetir estos sáficos hechos a un rayito de luna que entraba por la estrecha ventana de mi calabozo:
Pero, ¡ay mi Dios, qué lejos estoy de ser feliz! Aquí me tienes en un cuartito del cuartel latino, solo, sin noticias de mi familia ni de mis amigos, y en un país donde se sufre acutalmente una epidemia horrorosa sin medios y sin familia que cierre mis ojos cuando el cólera ponga término a tanta desventura. No vayas a pensar por esto que desmaya mi corazón a vista de tan horroroso porvenir: nada de eso; todos y más puedo sufrirlos; pero el no sentirlos y el no sentirlos con la vehemencia que los siente este corazón tendría más de estupidez y de brutalidad que de filosofía. Mi memoria recuerda la época de mi prisión y no encuentra, comparándola con la actual, aquella favorable diferencia que debía experimentar mi espíritu: hoy mismo pudiera repetir estos sáficos hechos a un rayito de luna que entraba por la estrecha ventana de mi calabozo:
Dulce consuelo del mortal cuitado,
claro reflejo del lumbroso Apolo,
pálida reina del nocturno cielo,
fúlgida luna.
El curso enfrena de tu luz süave,
goce tus rayos la prisión oscura
do un infelice de su patria lejos
gime inocente.
Cuando bañares con tus blancos rayos
la sien canosa de mi tierna madre,
tristes endechas de su amante hijo
llévale, oh luna.
Cuando la hermosa que apartada lloro
mire tus luces en la escelsa Mantua,
entrambos rayos de sus dos luceros
torna a mis ojos.
Así las nubes que tu brillo ofuscan,
así la lluvia que tu luz apaga
libre dejando tu celeste imperio
huyan veloces.
Otros versos no menos tristes y llorones repito aquí en mis soledades y conozco ahora más que otras veces aquello que dice Cicerón de que estos estudios son un asilo en las adversidades y prestan un consuelo que nunca se acaba [...]
(Centón epistolario de Domingo del Monte con un prefacio, anotaciones y una tabla alfabética por Domingo Figarola-Canedam, académico de número. Tomo I 1822-1832. Habana: Academia de la Historia (Imprenta "El Siglo XX"), 1923, pp. 151-153)
Es difícil pensar cómo se pudo escapar del calabozo en Miguelturra, un lugar conocido en toda España como uno de los más cerrados baluartes del absolutismo y aun del carlismo (con la localidad de Porzuna, por cierto), por más que no poca de esa fama se deba a la de corrupta que le dio la segunda parte del Quijote. Solo puedo especular, pero lo cierto es que tenía en Ciudad Real a un buen amigo y de Delmonte, el abogado Pascual Laverón, que pudo facilitarle las cosas. Lo sé porque en una carta anterior (XL, p. 56), enviada a Domingo Delmonte o Del Monte (10-X-1829) lo menciona:
Nuestros amigos Mesa y Laverón se han visto precisados a marchar aquel a Talavera y este a Ciudad Real a ejercer su profesión. Pascual ha pasado mil desventuras y en una carta suya de 28 de setiembre me dice para ti: "He sabido con el mayor placer de nuestros carísimos Domingos; tú que sabes el cariño que supieron inspirarnos estos apreciables y francos americanos, sobre todo el instruidísimo Delmonte, podrás juzgar de cuánto placer me habrá servido la noticia de su feliz arribo a su cara patria, la dichosa Habana. No te olvides de hablarles de mí cuando les escriba y de participarles que todavía no se ha cansado de perseguirme mi mala suerte; pero que, cualquiera que ella sea, jamás se borrará de mi corazón, ni de mi memoria, la imagen de los Domingos". Después ha escrito de modo que podremos esperar Salustiano y yo que podrá mantenerse en Ciudad Real con su familia, a quien llevó desde luego consigo.
Más tarde vuelve a mencionar a Pascual Laverón (LXIV, 9-II-1830, p. 85):
Laverón sigue en Ciudad Real, capital de la La Mancha, ejerciendo su facultad: hasta ahora no le va del todo mal, y tiene esperanzas de que le vaya mucho mejor. Mesa se ha establecido en Talavera con buen éxito. Uno y otro han tenido que tomar esta resolución perdida la esperanza de entrar en este colegio porque el Gobierno ha resuelto suspender la provisión de las vacantes sin duda con la intención de disminuir el número.
También lo hace Salustiano de Olózaga (LXIX, Madrid, 26-III-1830, p 90):
A mí no me prueba mal, pero como mis necesidades se aumentan, quisiera trabajar todavía más y, con la franqueza de nuestra amistad, te digo que, si te es fácil proporcionarme algunos pleitos de esa isla, me harán muy al caso porque los de la Península son poco productivos. A Laverón en Ciudad-Real y a Mesa en Talavera les va muy bien, pero si yo me quejo de la Corte ¿con cuánto más motivo se pueden quejar ellos de los pueblos miserables en que tienen la desgracia de vivir? Ambos se acuerdan de ti y te dicen mil expresiones cariñosas.
En unos tercetos encadenados que escribió a "Montino", esto es, Domingo Del Monte o Delmonte, Ángel Iznardi cuenta así el mismo episodio miguelturreño que en la carta, pero con más viveza y detalles:
Epístola a Montino:
Mi caso escucha. Con furor entraron
en mi modesto hogar muchos guerreros
y a tu inocente amigo rodearon.
"Al Rey preso" gritando y los aceros
y arcabuces al pecho dirigidos
de mis vestidos se agarraron fieros.
¿No has visto en despoblado los bandidos
arrojarse al incauto caminante
y, aunque indefenso, en roncos alaridos
Mandarle que se rinda y al instante
sus cofres trastornar, y enfurecerse
si no encuentran metálico sonante?
Pues así los satélites al verse
fallidos en su utópico deseo,
y cual humo su plan desvanecerse,
los papeles y libros en que leo,
que siempre fueron mi única riqueza,
con atención repasan; pero veo
que es vana su atención y ligereza:
porque entre todos ellos no hay ninguno
que sepa traducir lengua francesa.
Veamos el inglés: uno por uno,
al filósofo Pope toman y dejan,
que siempre el ignorante fue importuno.
Lo negro les estorba; ya manejan
del gran Homero la Iliada en griego
y, a su vista, también pasmados cejan.
Míranla del revés, la vuelven luego
hasta que el juez habló como letrado,
diciendo: "Para mí es aquesto griego".
Sin pensar lo acertó. "Pero mirando",
añade, "que quizá cosa importante
puede encontrarse aquí para el Estado,
quiero que, sin pasar más adelante,
de estos libros se forme un inventario
y a Madrid se remitan al instante".
Fue allí ver el despojo de mi armario
cual si fuera enemigo campamento
y volar mi trabajo literario.
De verso y filología en un momento
labor de muchos años vi perdida
allí, y esto colmó mi descontento.
Tú, que aprecias cual yo más que la vida
del alma el pasto en clásica lectura,
juzgarás de mi pena la medida.
Díjeles que a mi propia desventura
la de inocentes libros no añadiesen,
cuando a ninguno ofenden sin ventura.
Pero, bien que instruidos estuviesen,
o los guïase su exaltado celo,
o en aumentar mi mal se complaciesen,
ninguno satisfizo mi desvelo,
y, estando terminado el escrutinio,
libros, papeles alzan ya del suelo
que pasaron del mío a su dominio
conduciéndome luego silenciosos
sin explicar cuál fuese su designio.
A este pueblo llegamos presurosos,
y, arrojado en prisión húmeda y fría,
candado y llaves cierran cautelosos.
Yo aseguro, Montino, que querría
si al dolor inspirase el numen santo,
pintarte fiel mi inquieta fantasía
en noche tan crüel: si rudo el canto
no permite a mi voz versos pulidos,
veraces sí serán, pues vale tanto [...]
Nuevo huracán con furia impetüosa
postró por tierra mis dichosos bríos
y a cárcel me conduce tenebrosa.
Heme aquí separado de los míos
dado el ánimo a tristes reflexiones
y perdido en continuos desvaríos.
Si saber de mi arresto las razones
fatigo una y mil veces la memoria
y hallar crimen no puedo en mis acciones.
Tal vez medito mi pasada historia
y el mal aduermo del presente día
con el recuerdo de la antigua gloria.
Como cuando en tu dulce compañía
visité de Madrid los monumentos
el Real Palacio y gótica armería...
No es extraño que Ángel Iznardi tradujera luego algunas piezas dramáticas de Dumas; ya tenía experiencia en fugas al estilo Conde de Montecristo. El XIX era una época fértil en poesía, romanticismo, revoluciones y aventuras... incluso en Miguelturra. Ya he hablado de la que montaron el carbonario Tomás Bruguera y el médico bavufista de origen francés José Molina Blampain en Ciudad Real cuando la regencia de Espartero (1841-1843), el primero Jefe Político designado expresamente por Espartero para armarla; cuando estaba a punto de lograr algo tras casi dos años de tejemanejes, Narváez lo envió a escardar cebollinos. El nombre del catalán Tomás Bruguera no les sonará: es lógico. La actitud de los manchegos ante el progreso se resume en un endecasílabo: "Si es de aquí, no va a ninguna parte". Tomás Bruguera, no era de aquí y además quiso cambiar algo, así que lo echaron. En nuestro descargo diremos que lo deploraron algunos buenos manchegos (Joaquín Gómez, por ejemplo) y hay artículos en periódicos de la época que no dejaron tampoco de lamentarlo. La historia de los catalanes que quisieron reformar La Mancha es algo más larga; les mencionaría, por ejemplo, a José Boada y a sus numerosos hijos, algunos de los cuales llegaron, como su padre, al consistorio municipal manchego incluso con cargos de mayor importancia; pero este artículo ya se pasa de largo.
Como bibliografía hay que citar desde luego a José Escobar Arronis, "Un costumbrista gaditano: Ángel Iznardi (El Mirón), autor de Una tienda de montañés en Cádiz (1833)", en Joaquín Álvarez Barrientos, Alberto Romero Ferrer (eds.), Costumbrismo Andaluz, Sevilla: Universidad de Sevilla, 1998, pp. 47-68; Manuel Ossorio y Bernard, Ensayo de un catálogo de periodistas españoles del siglo XIX. Madrid, 1904 y el citado Epistolario de Domingo Delmonte.
Como bibliografía hay que citar desde luego a José Escobar Arronis, "Un costumbrista gaditano: Ángel Iznardi (El Mirón), autor de Una tienda de montañés en Cádiz (1833)", en Joaquín Álvarez Barrientos, Alberto Romero Ferrer (eds.), Costumbrismo Andaluz, Sevilla: Universidad de Sevilla, 1998, pp. 47-68; Manuel Ossorio y Bernard, Ensayo de un catálogo de periodistas españoles del siglo XIX. Madrid, 1904 y el citado Epistolario de Domingo Delmonte.
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