Resulta curioso observar las rutinas de la gente desesperada para sacar algo en claro sobre la naturaleza humana. Muchos arrasados por las ganas de dejar este mundo suelen ponerse a hacer listas de cosas agradables, para repasarlas como mantras en los momentos de caída libre en el pozo ciego de la depresión, a fin de resistir todavía unos días, semanas, meses y poder satisfacer algún tiempo más las responsabilidades contraídas con sus otros, por lo general familiares en diverso grado que podrían sentirse algo dolidos y molestos por su partida, y que saben les quieren.
Pero su dolor y angustia es mucha. Se les hace una montaña levantarse por las mañanas contra la fatalidad que les entierra y aborrecen y son capaces de resolver las tareas más complicadas para los otros, por más que no puedan, por ejemplo, ponerse un café a sí mismos, realizar una simple llamada telefónica para hablar con alguien o abrir una ventana para respirar un poco de aire... Son capaces de hacer estas cosas, pero no poseen fuerzas para hacerlo, y le dan vueltas compulsivamente a cualquier tontería de este tipo durante días e incluso semanas.
El peso formidable de una cósmica fatalidad les ha derribado por completo, arrebatándoles toda fe y toda esperanza, aunque no, curiosamente, toda caridad (no me refiero a aquellos que se llevan a toda una serie de familiares por delante antes de matarse ellos mismos, los cuales son sólo unos paranoicos convencidos). Quizá por ello la iglesia se ha arrepentido de su postura ante los suicidas y ahora deja en las manos de Dios su posible y discutible salvación.
Me imagino el itinerario que estos amargados recorren. Muchos podrán encontrarse en alguno de los lugares de ese trayecto y no pasarán más allá, no llegarán nunca por su propio pie al final, ese agujero o maëlstrom que Unamuno decía era imposible adjetivar; puedo imaginarme -la imaginación es lo único que posee un escritor- cuáles serán esas últimas paradas: las fantasías de autolesionarse (amputaciones, sangrados etc...); la efectiva realización de esas actividades y, por fin, el suicidio consumado. Al contrario de lo que se suele creer, siempre hay que hacer caso de un suicida; esos se encuentran en la fase previa al intento definitivo.
Porque una parte significativa de los suicidas no son sino enfermos: trastornados, neuróticos o psicóticos víctimas de algún desarreglo en la neuroquímica de su personalidad; otros son solamente enfermos vitales: gente que no sabe vivir, o que no ha sido educada para vivir, sino para morir, y que no ha sabido reprogramarse adecuadamente mediante un ejercicio de crítica racionalista absoluta; a veces, incluso, las dos cosas, que se apoyan mutuamente de forma ponzoñosa. A algunos determinadas experiencias en los primeros compases de sus vidas les han configurado la sensibilidad hasta el extremo horrible de que ya no es posible saber cuál es su cara y cuál es su careta: la camisa de fuerza es su propia piel. Otros, sin embargo, llegan al suicidio por mero cansancio, por mera fatiga y agotamiento: han vivido demasiado intensamente y están quemados: la vida les aparece ya como algo insustancial; como decía Feuerbach, "sólo una vez es todo verdadero". Los hay que entran con calzador y a la fuerza, esto es, llorando, en las estadísticas de este tipo de desgracias personales, porque lo disimulan con mucho arte, porque se sienten avergonzados de que puedan fallar y hacen pasar su muerte por un mero accidente; otros, impulsivos, se saltan las etapas y van directamente al nudo de la cuestión; otros lo disimulan sólo por los compromisos contraídos que ya se ha citado en el primer párrafo; no quieren crear un dolor suplementario a su familia, que podría preguntarse toda su vida qué ha hecho ella para que el familiar adoptara semejante resolución; estos serían un tipo especial de los que Durkheim llamaría los suicidas altruistas.
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