domingo, 9 de noviembre de 2008

Cárceles

La lectura de una reseña del libro que escribió un resistente polaco sobre su convivencia en la cárcel con el general nazi que destruyó el guetto de Varsovia me ha desvelado que sin duda la celda de una cárcel es el mejor lugar para conocer cómo es una persona de verdad. Ahí no hay donde esconderse. Leed esa reseña, que está en mi Redvista de Prensa, que os gustará. No hay palabras para nombrar a ese tipejo, que parece salido de un esperpento de Valle-Inclán.

La cárcel es un hermoso símbolo; describe la situación del ser humano en la realidad y sirve para montar grandes parábolas teatrales, como La Fundación de nuestro Antonio Buero Vallejo, que en el fondo es un perverso auto de la Edad Media. Se ha usado mucho, no sólo en la lírica de los místicos para expresar alegóricamente la prisión de este mundo, sino también en la pintura, si recordamos los hermosos grabados de Piranesi. El Inferno del Dante no es sino una tremenda cárcel. El Quijote se engendró en una cárcel, y muchos otros libros también, desde los versos de Carlos Álvarez a los artículos de José Nakens. Qué diré de esa tan hermosa película, en la lista de mis favoritas, El beso de la mujer araña, de Héctor Babenco, inspirada en la novela de Manuel Puig. La adaptación dramática de la misma es una obra maestra: ver como dos presos disímiles terminan unidos por el idealismo y el afecto al margen de todo prejuicio moral. Por no hablar de El hombre de Alcatraz, película de John Frankenheimer que me hizo comprar uno de los primeros libros que leí, sobre la historia del preso John Stroud, que se convirtió en una autoridad en ornitología y terminó peleado con su posesiva madre y con todo el sistema carcelario. El género da mucho de sí: recordemos la inolvidable cárcel del Conde de Montecristo y su ilustrado amigo, el abate Faria; las hermosas narraciones de Stephen King que filmó Frank Darabont, sin duda su mejor adaptador: Cadena perpetua y La milla verde. Tenía peor opinión acerca de Fuga de Alcatraz de Don Siegel, de quien tanto he apreciado El seductor, pero al verla por sexta o séptima vez he vislumbrado su auténtico mérito, aunque no deja de incomodarme que alterne la sequedad y el simbolismo evidente, aunque hay hermosos fundidos. Y lo que disfruté con las novelas de fugas: Papillon, de Henri Charrièrre, es una obra maestra, aunque no hace falta irse al siglo XX; desde que Óscar Wilde recomendó la Vida de Benvenuto Cellini como el mejor libro del mundo no paré hasta que lo conseguí, en la traducción de la Editorial Planeta, y he de decir que no andaba descaminado, por más que eso sea siempre materia de aprecio subjetivo. Cuando describe su fuga del Castillo de Sant' Angelo, que atribuye a la intervención divina, es curioso ver cómo atribuye que al amanecer su sombra esté rodeada de un halo luminoso si hay rocío sobre un prado como señal de ese favor divino. Ese fenómeno científico es conocido como Espectro de Broken o Halo de Cellini en su honor, y a la lectura de este libro debo su conocimiento. Se debe a la refracción de la luz del amanecer sobre las lentes que forman las gotas de rocío sobre la hierba. Lo más interesante sin embargo son sus otras aventuras como artista: las relaciones con sus mecenas, en Francia con Francisco I, en Florencia y en Roma con el mismo Papa, la fundición del Perseo de Florencia, que estuvo a punto de acabar mal, y las peleas que tuvo para disfrazar su condición bisexual, en las cuales mató a dos personas. Y vaya si le suceden cosas raras, desde el intento de envenenarle, lo que en la Italia de la época siempre ha sido cosa normal, pero no en el resto de Europa, con un diamante pulverizado (veneno lento), frustrado por la avaricia del asesino, hasta cuando se encontró con un camino lleno de cadáveres muertos sin explicación aparente, hasta que vino a saber que había caído hace tiempo una violenta granizada de pedrisco del tamaño de huevos de gallina. (Continuará...)

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