jueves, 6 de noviembre de 2008

Madrid, otra vez

Me levanto con las gallinas y me marcho a Madrid, mientras Obama celebra su triunfo en ese país de enfrente que no es Portugal. En el análisis de sangre sucede lo de costumbre: no me encuentran las venas, porque mi rojo elemento es tan difícil de hallar como el oro negro en tiempos de crisis. Con ambos brazos acribillados, al final se descubre una veta y pudieron llenar varios barriles o ampollas. Me midieron (1,87) me pesaron, me tomaron la tensión, me hicieron un test. Etcétera. Deprimente.

De nuevo me pilla demasiado tarde el tren y decido quedarme a comer en Madrid y a investigar diversas comisiones pendientes. Voy a la Biblioteca Nacional, donde anuncian una exposición sobre Espronceda. Las medidas de seguridad son todavía más exigentes que las últimas que recuerdo. Sólo falta que nos registren el ADN.

Encuentro nuevas posibilidades para identificar a Lidoro. Al menos ya conozco a uno de sus posibles compañeros de seminario, también poeta, de trayectoria muy parecida. Además leo algunos textos de clásicos manchegos del siglo XIX. El más divertido es el autor de La Perrología. Obra crítico-burlesca en diez conversaciones tenidas en la calle de Alcalá por las noches de estío y otoño en Madrid el año de 1819. Está a nombre de un tal F. T. L., pero el autor es un fraile manchego. Luego me entretengo leyendo las cartas del pobre Francisco Sánchez Barbero, muerto de hambre y de la falta de casi todo en el penal de Melilla, pese a lo cual escribía cartas divertidísimas a sus amigos en trozos pequeñísimos de papel que se podía agenciar, con poemas en latín y en castellano. Los melillenses metían en la categoría de contrabando cualquier cosa que les hacían llegar de España, desde carne hasta libros, así que los presos quedaban prácticamente en cueros y en especial Sánchez Barbero, que hacía bromas comparando su destierro con el de Ovidio, cuando más bien tenía el apellido de Horacio, Flaco. Es una pena que hayamos perdido para la literatura a un hombre tan jovial como este.

Vuelvo de noche andando por el Paseo del Prado hasta Atocha. Huele a verdor y rocío fresco, y a pútrido siglo XIX; yo sin embargo me siento transportado a los años sesenta, casi de pantalón corto. A mi lado, ocasionales y aislados oyentes de móvil, jovencitos de footing, paseantes de perros caros, putas eslavas envueltas en balcánica desdicha frente a los hotelazos del Palace y el Ritz y mendigos con sus carritos de cartones, esperando la oportuna manguera para mojarlos y estafar en el peso. Todo esto me da grima, entre árboles enormes como baobabs que agitan sus banderitas al gélido viento otoñal, y discurro por La llama eterna, por Cibeles, por Neptuno. A la vera del Jardín Botánico, hay una exposición de escultura al aire libre. No sé cómo se las ha apañado el artista para hacer de sus desnudos femeninos auténticos chicles masticados. Sin embargo hay dos o tres piezas que me gustan, que tientan la mano y están vivas, como ese grupo de futbolistas en gresca por la pelota, hechos un bosque de pies y brazos alzados ¿no podía haber hecho lo mismo con unos cuantos baloncestistas bajo el aro, estirados como los santos de El Greco y en sus inestables posturas? En otras piezas las formas se funden bien y logran una cierta polisemia visual. Me intereso por el nombre del autor, que resulta ser el zamorano Baltasar Lobo (1910-1993). No estoy de acuerdo en quienes critican estas exposiciones en la calle y sus argumentos me resultan ridículos en la era de Internet.

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