Dio la nada casual casualidad de que ponían en la tele Johnny cogió su fusil, de una víctima del macarthysmo como Dalton Trumbo. Leí la novela en una edición barata de Bruguera en mi más temprana mocedad (las ediciones de Bruguera, baratas y tan deplorables que la tinta podía correrse con el dedo, facilitaron sin embargo el acceso a la cultura de algunos menesterosos como yo); por entonces, apenas la entendí a causa de mi escasa edad y me pareció en exceso sórdida y deprimente; ahora sí la entiendo, y me parece ya sólo trágica; Johnny (al que se llama Joe en la película) es uno de los símbolos literarios que pueden representar el siglo XX, toda su brutalidad, toda su humanidad y todo su nihilismo; creo que cuando leí Los idus de marzo de Thornton Wilder pensé que, en cierto modo, el cercenado héroe de guerra al que César escribía regularmente recreaba ese personaje. Mi hija mayor, que quiere ser enfermera, estaba estudiando a mi lado y, como es lógico suponer, hizo las reflexiones naturales al caso, porque de enfermo y de enfermeras (y de filosofía pura y dura) va esta durísima película pacifista, de las más desagradables de ver para un adolescente. Una película, además, con una mala leche impresionante, en la que se dejan las ironías para los imbéciles, porque habla en serio y de verdad. Y se reconoce que es verdad por lo incómoda que resulta, por las ganas que dan de no seguir viéndola. Con el libro me pasaba algo parecido: me daban ganas de soltarlo continuamente, pero, como hipnotizado, seguía leyéndolo. Para muestra basta un botón: las conversaciones de Joe/Johnny con esa especie de símbolo/Jesucristo que hace las veces de su esperanza. El hecho de que un joven sea reducido, por la más cruel de las fuerzas, a una cabeza pensante de filósofo, es algo muy parecido a lo que le pasó a nuestro famoso Ramón Sampedro. Y la conclusiones sobre la vida, la existencia de Dios y la esperanza son tan desoladoras para Johnny/Joe como para Ramón.
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