miércoles, 18 de enero de 2012

Elogio de la ignorancia

Uno sería bacín y auténtico censo para los demás, así se dice en  La Mancha, si renunciara a ser un ignorante. Los ignorantes buscan conocimiento, preguntan no sólo al que sabe, sino al que no sabe, como dice el proverbio egipcio, se relacionan con los demás que han ignorado y buscado antes que él y con ello aprenden. Por eso hay que ser un ignorante en La Mancha, donde a cualquier gilipollas se le llama licenciado. Qué no diremos de un doctor. Estas tierras están llenas de sansocarrascones y académicos de Argamasilla. Hacen falta ignorantes que arrojen los libros a la hoguera (después de haberlos leído)  y se pongan a buscar el conocimiento en la realidad, como quijotes, aunque terminen tan escocidos y desengañados como él.


Se podría aspirar, en todo caso, a ser un ignorante prodigiosamente bien informado, si bien, aunque la informática facilita mucho de todo eso, también aísla del conocimiento real, que siempre ha sido y será empírico. Mas la ignorancia es un borrador que permite respirar hondo y no ser aplastado por el peso de la memoria, de la tradición, de la erudición menuda: oxigena y conecta las ideas, separa las palabras, los renglones y los párrafos poniendo orden en lo que no lo tiene; pone márgenes a la letra pequeña y apretada de los renglones y las notas; hasta es necesaria para poder transmitir didácticamente la información y atarla y empaquetarla en volúmenes digeribles o disolviéndola de tal modo que se pueda respirar a pleno pulmón; se divulga en globo porque la divulgación está vacía, llena de aire. La divulgación suelta el pesado lastre de la arena menuda y deja lo importante, la ascensión hacia a los planos superiores del conocimiento, desde donde se ve más lejos. Se inspira en las etéreas y nubosas regiones de las metáforas, de la lírica. Un profesor no podría ser buen profesor, ni buen divulgador, si no tuviera su poco, y aun su mucho, de ignorante, de buscador de metáforas y alegorías. Porque sólo los ignorantes pueden aprender, mejorar con el tiempo, padecer la sed de saber. El ignorante puede transmitir su curiosidad, cuyo núcleo es la ignorancia, a los demás; porque las herramientas, los procedimientos, las armas del saber son la ignorancia y la duda. Quien logra hacer de sus discípulos unos ignorantes les está transmitiendo en realidad la llama del saber, aquella que hará que no tengan paz ni sosiego hasta que no logren saber lo suficiente para apagarla. Por ello mejorarán durante toda su vida y, probablemente, nada más que la muerte podrá poner ya fin a ese proceso. Ya lo dijo un poeta árabe: "No sé. ¿Y por qué no sé? No sé." Eclesiastés I, 15: "Es infinito el número de los necios".  La cita el bachiller Sansón Carrasco en el Don Quijote para referirse a los lectores de la Primera Parte. El héroe pregunta al bachiller si tuvo aceptación la primera parte de dicho libro:


—El que de mí trata —dijo don Quijote— a pocos habrá contentado.


Y el Bachiller contesta:


—Antes es al revés, que, como de «stultorum infinitus est numerus», infinitos son los que han gustado de la tal historia.


Así pues,  ya que estamos incluidos en ese número total que incluye todos los números, o ya que "lo que falta es incontable", en otra traducción más legítima, es imposible no ser un ignorante y estúpido de remate, y más nos vale aprender algo y ser cada día un poco menos tontos, no más listos, precisamente. El último hombre que pudo llegar a tener una idea más o menos enciclopédica de todo fue Leibniz, un optimista por naturaleza; los especialistas llegaron después que él.


Pero hay que ser ignorante, no palurdo. Para poder ascender en globo no sólo hace falta haber cargado primero los fardos de arena, sino soltarlos, no todos, sino sólo los necesarios, y eso exige cálculo, pensamiento, proporción. Los palurdos, por no saber, ni saben que son ignorantes y creen saberlo ya todo; son lo que en griego se llamaba idiotes, esto es, los que se enseñan a sí mismos, los autodidactas, los que se confieren un doctorado en su propia cátedra universitaria de mismidad, los incapaces de ponerse en el lugar de otro, los gilipollas. Estos viven a ras de tierra, no precisamente a hombros de gigantes. Una variante muy popular es la del abogado de secano, que sabe más leyes y gramática parda que los propios abogados -y los abogados tienen mucho de idiotes-. Y es que no hay que confundir la ignorancia con la burricie, ni las humanidades con las brutalidades; el desasnamiento opera de dentro afuera, pero hay que introducir un gancho externo de ignorancia que tire del interés: a las piedras no se les puede enseñar nada, porque ya lo saben todo. Y los gilipollas se parecen a los pedruscos de la isla de Pascua. Están aislados oteando el océano de su indiferencia, son amorfos, cerriles, estólidos y contumaces, ni se les puedes sacar una palabra, una esquirla de su granítica estulticia. La ignorancia deja un amplio espacio al saber; lo otro, no. O más bien ocupa el tiempo: casi se podría decir lo que Unamuno, que el saber no ocupa lugar, sino mucho tiempo. He preguntado a un curso de primero de bachillerato quién era Nerón, y sólo me han contestado cinco o seis, la quinta parte. ¿Qué dice esto sobre la enseñanza actual? Que crea un ochenta por ciento de palurdos.


La ignorancia, sin embargo, tiene sus inconvenientes. Cuando uno se vuelve consciente de la enormidad de lo que ignora, el apabullamiento puede conducirle a un desaliento tal, a una desmotivación tan profunda, que ni siquiera estime lo poco que sabe y además renuncie a averiguar algo más, puesto que lo que sabe realmente es que nunca podrá llegar a saber nada, esto es, a saberlo todo. Al conde Giacomo Leopardi le pasó algo parecido, después de darse un atracón de estudios que hubiera deslomado a un camello. El pobrecillo ignorante podrá conocer, saber de cosas, pero realmente no sabrá, no tendrá la idea íntegra de todo. Es esta una idea muy propia del escepticismo, pero también mentirosa, ya que si sabemos lo menos que podemos saber algo, ya sabemos algo, por lo menos. Entonces la única tarea que tendríamos que asumir es qué nos conviene saber para sentirnos menos mal, mejor o incluso bien. La resignación, una virtud que se encuentra al final de todo. Incluso al final de estas líneas. Pero, si bien es una idea mentirosa, también es peligrosa: no hay nada peor que un alumno resignado, que tira la toalla: la labor del profesor es avivar el fuego de la ignorancia, pero no sofocarlo, no desalentarlo. El profesor debe dar ánimos y esperanzas. ¿Es eso fácil en estos tiempos? 

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