Francis Scott Fitzgerald es el eslabón más perdido de la Generación perdida; no hablaré aquí de sus flaquezas con el lubricante social, vulgo alcohol, algo propio de escritores solitarios y amordazados, siempre ansiosos de mamar de la gran vaca madre, ni tampoco de esas cosas tan feas que le dice el envidioso Hemingway en París era una fiesta, como que ocultaba un bastón ceremonial pequeño o que acampaba bajo las faldas de su borrachuza mujer, Zelda, tan escritora como él, pero en verdad escapada del nosocomio; es evidente para mí que el majareta era Hemingway y que su machismo herido se refleja en el otro infundio, más propio del chavea que compara pitos en el urinario que de un eminente premio Nobel. Quizá contemplaba en Francis el yang de su propia cebolla acongojante, que se pelaba con celo ejemplar.
Se ha especulado con que la mayor parte de la obra de Fitzgerald fuera elaborada a dos manos entre él y Zelda y que, incluso, no poca la escribió ella misma. No lo dudo: los hombres han debido y bebido mucho de las mujeres. Como el propio Jay Gatsby, definido enteramente por el sueño de una mujer, que a la postre se demuestra tan falso como todos los sueños.
De El gran Gatsby literario recuerdo un par de deslumbramientos: su primoroso y sabio comienzo sobre los beneficios y molestias del saber escuchar y una metáfora deslumbrante hacia la mitad, relativa a los nenúfares o algo parecido, que soy demasiado perezoso para ir a buscar. Solo por esas dos cosas merecería ser recordado este libro, porque es muy raro en estos tiempos sentir deslumbramientos semejantes, obra de la verdadera poesía, o una verdad más pura que la misma verdad. Internet permite citar por extenso, por ejemplo, uno de esos dos pasajes, el del inicio:
De El gran Gatsby literario recuerdo un par de deslumbramientos: su primoroso y sabio comienzo sobre los beneficios y molestias del saber escuchar y una metáfora deslumbrante hacia la mitad, relativa a los nenúfares o algo parecido, que soy demasiado perezoso para ir a buscar. Solo por esas dos cosas merecería ser recordado este libro, porque es muy raro en estos tiempos sentir deslumbramientos semejantes, obra de la verdadera poesía, o una verdad más pura que la misma verdad. Internet permite citar por extenso, por ejemplo, uno de esos dos pasajes, el del inicio:
En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de rondarme la cabeza. “Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú.” No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien, pese a ser muy reservados, comprendí que quería decir mucho más. En consecuencia, soy una persona dada a reservarme todo juicio, hábito que me ha facilitado el conocimiento de gran número de personas extraordinarias, pero que también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado. La mente anormal es rápida en captar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la poseen. Por haber sido partícipe de las penas secretas de aventureros desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser político. No busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar preocupado; o cuando, gracias a algún signo inconfundible, me daba cuenta de que se avecinaba por el horizonte la revelación de alguna confidencia, mostraba una indiferencia hostil. Y es que las revelaciones íntimas de los jóvenes (o al menos la manera como las formulan) son por regla general plagios o están deformadas por supresiones obvias. Reservarse el juicio es asunto de esperanza ilimitada. Todavía hoy temo un poco perderme algo si olvido que, como lo insinuó mi padre en forma por demás pretenciosa, (y yo de la misma manera lo repito), el sentido fundamental de la buena educación es desigualmente repartido al nacer.
Y, tras vanagloriarme así de mi tolerancia, he de admitir que tiene un límite. La conducta puede estar cimentada en la dura piedra o en un pantanal húmedo, pero, pasado cierto punto, me tiene sin cuidado en qué se funde.
Cuando regresé del Este en el otoño sentí deseos de que el mundo estuviera de uniforme y con una especie de eterna vigilancia moral; no quería más excursiones desenfrenadas con vistas privilegiadas al corazón humano. Solo Gatsby, el hombre que presta su nombre a este libro, Gatsby, el hombre que representaba cuanto he desdeñado desde siempre, estuvo eximido de mi reacción.
Si por personalidad se entiende una serie ininterrumpida de gestos exitosos, entonces había algo fabuloso en él, una sensibilidad a flor de piel hacia las promesas de la vida, como si estuviera vinculado a uno de aquellos intrincados aparatos que registran terremotos a diez mil millas de distancia. Esta sensibilidad nada tiene que ver con la amorfa capacidad de impresionar que adquiere categoría bajo el nombre de “temperamento creativo"; era, más bien, una extraordinaria disponibilidad para la esperanza, una presteza para el romance que jamás he encontrado en nadie y que, probablemente, no vuelva a hallar jamás. La historia de Gatsby no resultó bien al final; fue aquello que lo devoró, esa basura hedionda que flotaba en la estela de sus sueños, lo que mató por un tiempo mi interés por las congojas intempestivas y las efímeras dichas de los hombres.
El resto de la novela, tan vulgar, se sostiene gracias a estos pasajes, que obligan a contemplar la historia del perdedor con unas gafas de artificial trascendencia; esa es la magia de la literatura, pues no en vano se trata del "gran" tema de la literatura estadounidense: el sueño americano. En los Estados Unidos hasta los kilómetros son más grandes y se llaman millas. El sueño americano, que oscurece tanto en obras tan duras como La muerte de un viajante de Arthur Miller, que estuvo casado con otro sueño americano llamado Marilyn, es en realidad la historia de una desilusión nada barroca y lo bastante mezquina y gris como para formularla de otra manera: "el sueño de hacerse rico". Desde luego, Gatsby solo quería hacerse rico para lograr otra cosa, esa Daisy de pato Donald que demuestra al fin y al cabo su mediocridad de burguesa con hambre, o hambrurguesa; no, desde luego no es una pesadilla de la razón, como el monstruo de Horacio, que parafrasea Goya, aunque dicen algunos que a quien parafrasea es a Meléndez. No, hombre; no se trata del sueño de la razón, sino del sueño de otro pato, el tío Gilito.
Recuerdo la versión cinematográfica de Jack Clayton, que en su estreno pareció discreta (siempre espera el sueño americano más de lo que alcanza) pero a mí me encanta, con esos gigantescos Sam Waterson (que hace de hilo conductor), Robert Redford (príncipe azulísimo), Mia Farrow (primorosa como hada de alfeñique), Bruce Dern (haciendo de fascista bruto e ignorante), Karen Black, (que está trágica como cuarentona a punto de pasársele el arroz) y Lois Chiles (tramposa y seductora) y esa maravillosa fiesta de felices y locos años veinte, con baile, fox trot, gemelas, perro, lluvia, jazz, estrellas y matones. Qué tiempos aquellos.
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