Hace algún tiempo buscaba información sobre uno de mis escritores favoritos, Francisco Umbral; no encontré casi nada, así que me propuse escribir un artículo de Wikipedia sobre él. Ahí está, apenas retocado. De Umbral amaba el estilo incomparable, la sintaxis, la poesía que otorga a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido. Leí Las ninfas, Mortal y rosa, La noche que llegué al café Gijón, su Diccionario de literatura, sus Memorias eróticas, Travesía de Madrid y su columna diaria en El País y El Mundo. Ha sido una pérdida tremenda. Ahora que reviso su trayectoria encuentro este excelente artículo de Alejandro Gándara, el autor de La media distancia, novela que no ha sido capaz de igualar, y que también es un estilista como él.
Poeta con bufanda
Por Alejandro Gándara
Para los que éramos universitarios en los años 70, Umbral era un ídolo y no podía ser otra cosa.
Francisco Umbral era un escritor de Corte y calle. Parece una mezcla, pero no lo es. En realidad, sería una buena definición para los periodistas de gama alta, para los fajadores de fuste, los camorristas finos. Pero si uno se fija un poco, tampoco es mala definición para un poeta, para sus admirados Rimbaud y Baudelaire, por ejemplo. Y es que Umbral era periodista y poeta. Eso encaja además con la falta de aprecio que sentía por los géneros tradicionales y con su afirmación de que cada tema elige su género, cosa harto improbable en un mundo de gramática finita.
Pero ser periodista y poeta, sin saber qué es lo que va primero, ni qué cosa es una por encima de la otra, da como resultado lo que Umbral fue, un ejemplar literario único, lo que no significaría mucho si no añadiéramos que la potencia de que dotó al español cotidiano y de a pie fue algo así como incomparable en nuestras letras. Es la verdad. Por qué nunca entró en la Academia, cosa por la que luchó toda su vida (y que no debió), sólo puede explicarlo la Academia, donde las innovaciones siempre llegan cuando la ventanilla ha cerrado con el cartel de vuelva usted mañana, en plan Larra.
Todo fracaso acompañado de una obcecación no es más que una fragilidad del individuo, y ésta fue la de Umbral, acaso poco confiado en su verdadero tamaño y demasiado pendiente del reconocimiento pomposo. La enfermedad profesional del escritor (y de otros artistas) es el reconocimiento, así como para el resto de los individuos es una enfermedad moral. Lo que no sabemos es si el individuo se disfraza a veces de escritor para que sea una enfermedad profesional en lugar de moral. Puede que el hecho de que sólo asistiera a la escuela durante un año y que jamás hiciera más estudios que los autodictados sea una explicación, cualquiera sabe. Otra explicación tendría que ver con que su primer trabajo fue de botones en un banco, hasta que Delibes lo pilló para El Norte de Castilla a los veintipocos, antes de venirse aún bisoño al Café Gijón a ver cómo Alfonso Paso escribía comedias nocturnas: lo que quiero decir es que a lo mejor hizo demasiada calle y sin demasiado amparo, y al final necesitaba una familia espiritual, un domicilio académico, una consagración formal y nada más que formal.
Para los que éramos universitarios en los años 70, Umbral era un ídolo y no podía ser otra cosa. En la ruda realidad del momento él inyectaba una dosis de socarronería, de dandismo y de valor poético y político, con lo que únicamente podías alucinar, siendo como eras un pollo remilgado, aspirante a un Seiscientos y con más miedo que Carracuca. Recuerdo columnas suyas en la revista 'Hermano Lobo' que acababan sistemáticamente con la frase, fuera cual fuese el tema: 'Y además queremos votar'. O un artículo antológico, titulado 'El quebrantahuesos', en el que hablaba de su amada Castilla comparándola con esa rapaz. Conste que amar a Castilla en aquellos tiempos de paleoprogresía no estaba al alcance de cualquiera. Iba a su aire, declamaba como ningún otro escritor en los periódicos y daba la impresión de que, excepto sus bufandas blancas, se la soplaba lo demás, incluyendo lo que pudiera pasarle.
Iba a su aire, declamaba como ningún otro escritor en los periódicos y daba la impresión de que, excepto sus bufandas blancas, se la soplaba lo demás
Una noche de mediados de los 70, en pleno invierno madrileño, mientras yo bajaba por Martínez Campos tras una triste clase de Ciencias de la Administración en Políticas, me lo topé cuando llevaba del hombro a dos mujeres largas y deslumbrantes que reían como si les hubieran aflojado el risorio de Santorini, mientras él les decía cosas al oído, bufanda al viento, vestido de etiqueta. Creo que fue entonces cuando decidí hacerme escritor. Luego le veías en la tele, asustando a Alfonso Ussía y a los mentecatos habituales, y era tu héroe. Umbral era un completo para la vida, la escritura y el activismo en público. Es difícil imaginar hoy en día lo que supuso en aquellos años esa figura. Y puede que él tampoco superase su propio mito cuando llegaron las nuevas hordas de escritores y cuando la existencia se volvió sencillamente normal y predecible.
En 1988 dejó el diario El País, en el comienzo de lo que pienso fue una crisis personal más amplia, y por esas quebradas del destino me encargaron ocupar su espacio y escribir la crónica de Madrid, que él titulaba 'Spleen de Madrid' y que yo llamé 'Sucesos civiles', con menos gracia y talento. Fue un asunto horriblemente agridulce. Me subyugaba la idea de tomar su relevo a la vez que me apenaba su marcha, que por entonces encontré inexplicable. Luego, se ha quedado década y media en la contraportada de El Mundo, como si guardara la puerta de atrás de nuestra historia diaria.
Siguió escribiendo con la feracidad acostumbrada, hubo años hasta de tres libros, pero algo mágico se había ido perdiendo por el camino, como pasó con muchos escritores de la época anterior a la democracia. Pero donde creo que ha brillado por encima de todo ha sido en el columnismo: era un buscador de oro nato y un hallador de minas donde los demás hemos resbalado toda la vida. Su gusto por el toque y por la palabra, también por el detalle psicológico y la pequeñez de los temas, le descubrían todos los días como un maestro del género. No sé si eso funcionaba tan bien en las novelas, aunque serán difíciles de olvidar 'Mortal y rosa', que tocaba la muerte de su hijo de seis años, o 'Memorias de un niño de derechas', ese cóctel de ternura y de desastre.
Le dieron el Nacional de las Letras en el 97 y el Cervantes, en el 2000. Se le vio contento un rato, pero ya había un velo en su gesto que no le abandonaría. Ahora que se ha ido, su bufanda blanca se ha quedado flotando por el cielo de Madrid.
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