No suelo ir a ninguna parte, ni siquiera a disfrutar de algún espectáculo, porque necesito tiempo para no hacer nada y cuando no hago nada siempre me ocupa y entretiene la morbosa contemplación de mi propio ombligo. Acaso es porque nadie se lo mira más que uno. Es vergonzoso. Uno debería hacer strip-tease de uno mismo, como Juan Ramón Jiménez, quien, por demás, era un hiperestésico y antipático hasta la médula, salvo con las mujeres. El problema es encontrar un público narcisista que se reconozca en las fealdades y manías de uno mismo, o las disfrute en vez de reírse de ellas. Y para disfrutar, lo primero que tiene que haber es una mesa de tapas bien servida.
¿Qué es el público y dónde se le encuentra?, titulaba Larra. Añado yo ¿se le necesita o no? ¿Y para qué? Platón decía que el motor de la historia es el timos, el reconocimiento según Hegel y su exegeta moderno, Kojève; Aristóteles decía que el hombre era un ser social, esto es, político, que vive en manadas o polis. Necesitamos a los otros, aunque tengamos con ellos un tira y afloja que expresó Sartre al decir que l'enfer sont les autres (el infierno son los demás) en Hui-clos. Incluso el más anacoreta y misántropo ha de bajarse alguna vez de su columna de Simón del desierto para verificar que está en lo cierto, esto es, reafirmarse frente a la duda que nos forma como individuos, ya que el que no duda no es verdaderamente un ser humano consciente. El único consuelo que hay en la muerte es encontrarse en compañía de quien uno ama, no morir solo, como lo expresó bien Jorge Manrique: eso es una reafirmación del yo justo cuando el yo va concluir, se va a concluir, se va a cerrar la función en el teatro de la vida, en el que sólo nos dan la posibilidad de interpretar el papel, pero no de escribir la obra, y sobre todo su final, que ya está escrito y es siempre el mismo. "Los hombres mueren y no son felices", resumía el Calígula de Camus. Morirse es la última soledad: la de no estar ni siquiera con uno mismo.
¿Es esto una comedia, como querían Aristófanes y Demócrito? ¿Una tragedia, como pretendían Heráclito, Sócrates y Calderón? ¿Un drama, como sostenía Cervantes? ¿Una farsa, como creían Ben Johnson y John Webster?, ¿un "trágico sainete", como definía Bécquer?
Mi mujer dice que soy seco y cortante. Se debe a mi naturaleza por entero reflexiva. Soy frío como un pez o, por mejor decir, en mí la reflexión está estrechamente ligada a la pasión. Son casi lo mismo. Soy tan curioso que casi enfermo de curiosidad. Me lo cuestiono todo e incluso a mí mismo; todo lo desmenuzo y recompongo continuamente y nunca estoy satisfecho con la cara que le sale. Eso me provoca una gran timidez, que algunos toman por altivez, cuando es sólo un exceso de sensibilidad, de sentimiento de estar metiendo la pata, de inconformismo patológico; después de caer bien, de inmediato presupongo que estoy molestando, sobrando o perjudicando, y me aparto cuidadosamente dejando a la gente cortada. Quizá el hecho de no verbalizarlo me hace aparecer así. Hay algo en los demás que al cabo de cinco minutos me pone nervioso; es como si oteara un abismo o percibiera algo tenebroso. Mi modo de razonar y de comprometerme es como el del taladro: la espiral perforadora del número áureo. Eso causa daño, por lo cual me retiro antes de causar pupa. No quiero marear ni confundir a nadie.
Mis hijas se hicieron a sí mismas un test de percepción extrasensorial; ellas dieron normales, lo que las desencantó, pues se consideraban unas auténticas pitonisas, aunque para mí siempre serán unas brujillas; luego me lo hicieron a mí; yo, para sorpresa suya y mía, yo, que no quería someterme al test y que tenía absolutamente asumido ser incluso negativo para que se manifesen cosas psíquicas, resulté ser un pedazo de Merlín; según ese test, que consistía en la medición estadística de adivinación de colores y formas, poseo un índice de precognición superior a la media y puedo equivocarme menos al conocer cosas sin verlas, así como al anticiparlas.
Si es así, nada hay tan vulgar y poco extrarodinario en sus manifestaciones, por más que alguna vez haya percibido, o más bien haya creído percibir, sin usar sentidos externos. Fuera de mí la vanidad de tomar las causas por efectos y los efectos por causas, y de engañarme con el deseo de autoengañarse que vanidosamente todos poseemos y que tan bien explotan magos, timadores, agoreros, adivinos y echadores de cartas, prevaliéndose del prejuicio cognitivo conocido como Efecto Forer o Barnum, reforzado por estos tres indicadores:
1. El sujeto cree que el análisis se aplica sólo a él .
2. El sujeto cree en la autoridad del evaluador .
3. El análisis enumera mayormente atributos positivos .
Si percibí, o creí percibir, fue de una manera que no es física, ya que no es una voz, ni una imagen. Es algo dictado por una experiencia inconcreta, una necesidad, una consecuencia de algo, una presión. La superstición se manifiesta cuando uno nota de repente la necesidad imperiosa, ineludible, autoritaria, agobiante, de decir algo por precaución, como si viera algo peligroso sin verlo que luego sucede a continuación, rápido como el rayo. Parece como que aquí se tomara un juicio a posteriori como si fuera a priori para justificar algo que no pretendía justificar nunca, fraguando una inconsecuencia lógica, pues. Con las personas es lo mismo. Al cabo de hablar un rato con ellas noto zozobra, como si me hubiera pinchado con la espina de una rosa o alguien me hubiera susurrado a la oreja algo incómodo o ponzoñoso o agresivo. Con las simpatías me pasa igual: no puedo explicarlas, enseguida siento cuando alguien es bueno, es malo o está equivocado, cuando algo está en onda o no lo está, cuando tengo que hablar con alguien para animarlo o cuando no. Quizá eso emana de la estructura de automatismos de la conciencia, tal como se ha ido forjando en el pulso entre la experiencia y la genética, o de cómo te hayas levantado por la mañana, después de todo. Y, después de todo, la conciencia no dicta sino una parte muy pequeña de nuestros actos. Curiosamente, la gente triste o con problemas psicológicos me busca (o yo la buscaría a ella, lo que es más inquietante), y suele abandonarme bastante mejor de lo que estaba; les cargo las pilas, no sé por qué (acaso porque los chalados nos apoyamos unos a otros); toman mi frialdad por seguridad y eso les hace sentir confortables, como si fuera calidez; con la gente rara me sucede igual. Notan algo en mí que les gratifica y les conforta; les sirvo de paraguas. Un teólogo diría que eso es la gracia santificante; el amor de Cristo; ¡majaderías! Creo que es porque no les juzgo (y es verdad), sino que trato de entenderlos y eso les hace sentir normales. Los instalo en la normalidad explicándoles sus follones y quitándoles enteramente su importancia, conectando su locura a las anclas que las hacen lógicas y consecuentes. Quizá porque de esa manera he sobrevivido a mi propia locura o a la locura que creo he podido tener o tengo, que pudiera muy bien llamarse normalidad en algunos sitios. Eso es bueno, sea divino o humano, que da lo mismo. Un descreído como yo nunca se habría creído esto, pero hace unos meses vengo reflexionando sobre ello y empiezo a dudar. La prueba me la han dado las variaciones estadísticas del test a que me han sometido mis hijas. De momento, dejo esta supuesta precognición mía entre paréntesis; no me la creo, no me la he creído ni me la creeré hasta que tenga más evidencias y, desde luego, ¡no me sirve para adivinar números de lotería primitiva, ja!
Quizá esta oscura intuición es meramente la presión creativa de mi conciencia. La mera inspiración nacida de los mares del caos. El contar, como tantos otros, con esa voz que susurra en mi conciencia y no utiliza palabras para comunicarse, pero que tampoco es una música, ese son o ritmo que yo suelo revestir con palabras tomándolo por inspiración poética, que a Rubén Darío le hacía creer en otros mundos y reencarnaciones, explica que la realidad sea para mí tan confusa y que desde mi niñez haya reaccionado contra ella volviéndome hiperlógico, hiperracional, hiperdescreído. Eso me tranquilizaba. Pero esa voz negra está ahí, viniendo de no sé dónde, disfrazándose y a veces confundiéndose con la realidad y con la inspiración, sin tener absolutamente nada en común con ellas. Sólo sé una cosa: esa voz no soy yo mismo. Acaso es una parte desconocida de mi mismo, pero no soy yo. De algún modo se identifica con la desgracia que evita, y por eso siempre he sentido miedo de saber que es útil. Aunque sólo sea para escribir poesía o interpretar la de otros.
¿Qué es el público y dónde se le encuentra?, titulaba Larra. Añado yo ¿se le necesita o no? ¿Y para qué? Platón decía que el motor de la historia es el timos, el reconocimiento según Hegel y su exegeta moderno, Kojève; Aristóteles decía que el hombre era un ser social, esto es, político, que vive en manadas o polis. Necesitamos a los otros, aunque tengamos con ellos un tira y afloja que expresó Sartre al decir que l'enfer sont les autres (el infierno son los demás) en Hui-clos. Incluso el más anacoreta y misántropo ha de bajarse alguna vez de su columna de Simón del desierto para verificar que está en lo cierto, esto es, reafirmarse frente a la duda que nos forma como individuos, ya que el que no duda no es verdaderamente un ser humano consciente. El único consuelo que hay en la muerte es encontrarse en compañía de quien uno ama, no morir solo, como lo expresó bien Jorge Manrique: eso es una reafirmación del yo justo cuando el yo va concluir, se va a concluir, se va a cerrar la función en el teatro de la vida, en el que sólo nos dan la posibilidad de interpretar el papel, pero no de escribir la obra, y sobre todo su final, que ya está escrito y es siempre el mismo. "Los hombres mueren y no son felices", resumía el Calígula de Camus. Morirse es la última soledad: la de no estar ni siquiera con uno mismo.
¿Es esto una comedia, como querían Aristófanes y Demócrito? ¿Una tragedia, como pretendían Heráclito, Sócrates y Calderón? ¿Un drama, como sostenía Cervantes? ¿Una farsa, como creían Ben Johnson y John Webster?, ¿un "trágico sainete", como definía Bécquer?
Mi mujer dice que soy seco y cortante. Se debe a mi naturaleza por entero reflexiva. Soy frío como un pez o, por mejor decir, en mí la reflexión está estrechamente ligada a la pasión. Son casi lo mismo. Soy tan curioso que casi enfermo de curiosidad. Me lo cuestiono todo e incluso a mí mismo; todo lo desmenuzo y recompongo continuamente y nunca estoy satisfecho con la cara que le sale. Eso me provoca una gran timidez, que algunos toman por altivez, cuando es sólo un exceso de sensibilidad, de sentimiento de estar metiendo la pata, de inconformismo patológico; después de caer bien, de inmediato presupongo que estoy molestando, sobrando o perjudicando, y me aparto cuidadosamente dejando a la gente cortada. Quizá el hecho de no verbalizarlo me hace aparecer así. Hay algo en los demás que al cabo de cinco minutos me pone nervioso; es como si oteara un abismo o percibiera algo tenebroso. Mi modo de razonar y de comprometerme es como el del taladro: la espiral perforadora del número áureo. Eso causa daño, por lo cual me retiro antes de causar pupa. No quiero marear ni confundir a nadie.
Mis hijas se hicieron a sí mismas un test de percepción extrasensorial; ellas dieron normales, lo que las desencantó, pues se consideraban unas auténticas pitonisas, aunque para mí siempre serán unas brujillas; luego me lo hicieron a mí; yo, para sorpresa suya y mía, yo, que no quería someterme al test y que tenía absolutamente asumido ser incluso negativo para que se manifesen cosas psíquicas, resulté ser un pedazo de Merlín; según ese test, que consistía en la medición estadística de adivinación de colores y formas, poseo un índice de precognición superior a la media y puedo equivocarme menos al conocer cosas sin verlas, así como al anticiparlas.
Si es así, nada hay tan vulgar y poco extrarodinario en sus manifestaciones, por más que alguna vez haya percibido, o más bien haya creído percibir, sin usar sentidos externos. Fuera de mí la vanidad de tomar las causas por efectos y los efectos por causas, y de engañarme con el deseo de autoengañarse que vanidosamente todos poseemos y que tan bien explotan magos, timadores, agoreros, adivinos y echadores de cartas, prevaliéndose del prejuicio cognitivo conocido como Efecto Forer o Barnum, reforzado por estos tres indicadores:
1. El sujeto cree que el análisis se aplica sólo a él .
2. El sujeto cree en la autoridad del evaluador .
3. El análisis enumera mayormente atributos positivos .
Si percibí, o creí percibir, fue de una manera que no es física, ya que no es una voz, ni una imagen. Es algo dictado por una experiencia inconcreta, una necesidad, una consecuencia de algo, una presión. La superstición se manifiesta cuando uno nota de repente la necesidad imperiosa, ineludible, autoritaria, agobiante, de decir algo por precaución, como si viera algo peligroso sin verlo que luego sucede a continuación, rápido como el rayo. Parece como que aquí se tomara un juicio a posteriori como si fuera a priori para justificar algo que no pretendía justificar nunca, fraguando una inconsecuencia lógica, pues. Con las personas es lo mismo. Al cabo de hablar un rato con ellas noto zozobra, como si me hubiera pinchado con la espina de una rosa o alguien me hubiera susurrado a la oreja algo incómodo o ponzoñoso o agresivo. Con las simpatías me pasa igual: no puedo explicarlas, enseguida siento cuando alguien es bueno, es malo o está equivocado, cuando algo está en onda o no lo está, cuando tengo que hablar con alguien para animarlo o cuando no. Quizá eso emana de la estructura de automatismos de la conciencia, tal como se ha ido forjando en el pulso entre la experiencia y la genética, o de cómo te hayas levantado por la mañana, después de todo. Y, después de todo, la conciencia no dicta sino una parte muy pequeña de nuestros actos. Curiosamente, la gente triste o con problemas psicológicos me busca (o yo la buscaría a ella, lo que es más inquietante), y suele abandonarme bastante mejor de lo que estaba; les cargo las pilas, no sé por qué (acaso porque los chalados nos apoyamos unos a otros); toman mi frialdad por seguridad y eso les hace sentir confortables, como si fuera calidez; con la gente rara me sucede igual. Notan algo en mí que les gratifica y les conforta; les sirvo de paraguas. Un teólogo diría que eso es la gracia santificante; el amor de Cristo; ¡majaderías! Creo que es porque no les juzgo (y es verdad), sino que trato de entenderlos y eso les hace sentir normales. Los instalo en la normalidad explicándoles sus follones y quitándoles enteramente su importancia, conectando su locura a las anclas que las hacen lógicas y consecuentes. Quizá porque de esa manera he sobrevivido a mi propia locura o a la locura que creo he podido tener o tengo, que pudiera muy bien llamarse normalidad en algunos sitios. Eso es bueno, sea divino o humano, que da lo mismo. Un descreído como yo nunca se habría creído esto, pero hace unos meses vengo reflexionando sobre ello y empiezo a dudar. La prueba me la han dado las variaciones estadísticas del test a que me han sometido mis hijas. De momento, dejo esta supuesta precognición mía entre paréntesis; no me la creo, no me la he creído ni me la creeré hasta que tenga más evidencias y, desde luego, ¡no me sirve para adivinar números de lotería primitiva, ja!
Quizá esta oscura intuición es meramente la presión creativa de mi conciencia. La mera inspiración nacida de los mares del caos. El contar, como tantos otros, con esa voz que susurra en mi conciencia y no utiliza palabras para comunicarse, pero que tampoco es una música, ese son o ritmo que yo suelo revestir con palabras tomándolo por inspiración poética, que a Rubén Darío le hacía creer en otros mundos y reencarnaciones, explica que la realidad sea para mí tan confusa y que desde mi niñez haya reaccionado contra ella volviéndome hiperlógico, hiperracional, hiperdescreído. Eso me tranquilizaba. Pero esa voz negra está ahí, viniendo de no sé dónde, disfrazándose y a veces confundiéndose con la realidad y con la inspiración, sin tener absolutamente nada en común con ellas. Sólo sé una cosa: esa voz no soy yo mismo. Acaso es una parte desconocida de mi mismo, pero no soy yo. De algún modo se identifica con la desgracia que evita, y por eso siempre he sentido miedo de saber que es útil. Aunque sólo sea para escribir poesía o interpretar la de otros.
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