Que decía Hamlet. En español, bastan 300 para satisfacer las necesidades de cada día. Un hablante culto utilizará unas 500, aunque conozca muchas otras. Un novelista bueno usará unas 3000. Cervantes usó 8000, Quevedo 11.000, y el que más abusó del idioma, Lope de Vega, llegó a las 21.000. Ni siquiera Shakespeare llegó a su altura, aunque escribió bastantes menos, pues empleó unas 18.000.
Las palabras cristalizan nuestras percepciones del mundo; el lenguaje se interpone entre la realidad del mundo y la irrealidad de nuestra conciencia. Todo parece indicar que el mundo es más persistente y duradero que nosotros, más real, en suma; como no puede morir, ya que no está vivo, o sólo puede morir a un muy más que larguísimo plazo, viene a ser lo único que realmente está presente o es real en el sentido menos ficticio del término. Real viene de res, que significa cosa: el mundo es una cosa, es toda cosa, y de hecho es la única cosa que hay; cuando morimos nos transformamos en eso, en cosa, y volvemos a ser mundo, parte del mundo, de ese mundo que tanto le dolía a Edmund Spenser. Pero entre el mundo y nosotros se levanta el lenguaje, esa muralla a la que los poetas insisten en hallar algunas puertas de trascendencia, agujeros de inmortalidad y cuevas en que se refugia la esperanza como en los primeros tiempos de la cobardica y a veces pensante humanidad. Desde que nacemos, llanto, sonoro cordón umbilical que nos une al mundo y que vamos segmentando en palabras y pensamiento; cuando nos morimos, llanto, pero el de los otros, que el último sentido que perdemos, el oído, aún nos llega a transmitir. La muerte nos deja mudos, sin palabras. Nos deja sin conciencia, sin mentiras, sin esperanzas, sin nada. No en vano cruzan de brazos a los muertos.
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