sábado, 13 de diciembre de 2008

El homicidio político y otros entretenimientos


Es una broma para aquellos que se toman las cosas en serio para crucificar a la gente. Entre los diversos géneros del entretenimiento y del espectáculo, los españoles siempre hemos sido aficionados a autos de fe, corridas de toros, ejecuciones bandoleras y terroristas y fusilamientos de paredón en refriegas civiles. De ahí viene la secular costumbre de no presuponer inocencia en nadie y de enterrar o aventar a la gente en las cunetas y en otros lugares olvidados. Era corriente ver a los conquistadores españoles, como refiere el atinado padre Bartolomé de las Casas, a quien tenía por paranoico Menéndez Pidal, en eso más pelayuno que el otro Menéndez, preguntar cuándo llegaban a un poblado indio, con lengua o trujamán indígena por medio: "¿Quién dirige y manda y es ricacho en este pueblucho de mierda? ", a lo que contestaban "tal, que es el cacique del lugar". Ni cortos ni perezosos, arrastraban al tal mandamás a la plaza pública y le cortaban el pescuezo o lo quemaban vivo, medida muy política y de buen gobierno de la que algunos deberían tomar nota y tradición perdida más digna de recordación que las seguidillas de nuestros abuelos y el pan pringao con tomate. Ello se justificaba por el deseo de que nadie se levantase contra el mando del cristiano que les imponían, y con esto conseguía que no les quisieran decir ni mu y que los esclavizaran no por nada, sino por miedo; los nazis aprendieron de nuestros estupendos métodos y fray Bartolomé de las Casas no se imaginó que sus obras serían leídas con tal fruición y aprovechamiento por Heydrich, Himmler y otros estudiosos alemanes de la solución final. Vaya si no andaba justo en sus críticas al dominico el franciscano Motolinía, que de la naturaleza humana estaba bastante mejor enterado, por más que franciscanos y dominiscos nunca se hayan llevado nada bien...

Otro que tal, que revela la profunda hipocresía de nuestros ancestros, cuyos somos herederos: al encontrar que los aztecas hacían sacrificios humanos a sus dioses, en particular del dios Sol, se horrorizaban y lo tenían por obra del diablo, sin darse cuenta de que ellos hacían exactamente lo mismo, pero en autos de fe, también por motivo religioso, quemando a sus enemigos, judíos o protestantes, y permitiendo que en su reino no se pusiera otro sol, que así podía salir otra vez, exactamente igual que los aztecas. Expertos como somos en juzgar someramente a los demás y echarles nuestras propias culpas y demonios, podemos leer así con tranquilidad la descripción que de los procedimientos de la Inquisición hace el elegante, pero también minucioso historiador norteamericano, el hispanista casi ciego William Prescott:

El acusado, cuya misteriosa desaparición era acaso la única prueba pública de su arresto, era llevado á las cárceles secretas del santo oficio, en donde se le prohibia rigorosamente todo trato, como no fuera con un sacerdote y con el carcelero, que podían considerarse como espías del tribunal. En este angustioso estado, el infeliz preso, privado de toda comunicación exterior y de toda compasion y auxilio, solia estar mucho tiempo sin saber ni aun la clase de los delitos de qué se le acusaba, hasta que por último le entregaban, en vez del proceso original, unas copias de las declaraciones de los testigos, en que se omitían todas las circunstancias por donde se pudiera venir en conocimiento de sus nombres y cualidades. Y aun con mayor iniquidad no se hacia mérito de ninguna declaracion que se hubiera dado a favor del preso en el curso del sumario. Es cierto que se concedía al reo un defensor, que había de elegir entre los de una lista que le presentaban los jueces; pero esta gracia aprovechaba poco, porque no se le permitia conferenciar con él, ni se daban al abogado mas medios de instruccion que los concedidos á su cliente. Para colmo de la injusticia de tales procedimientos, cualquiera cosa inconexa que resultara en las declaraciones de los testigos se convertia en un cargo separado contra el reo, el cual de esta manera, en lugar de ser acusado de un crimen, se encontraba perseguido por varios. Esto, junto con la ocultacion del tiempo, lugar y circunstancias de los hechos imputados, producia tal embarazo, que como no tuviera el acusado mucho ingenio y serenidad, era seguro que se había de envolver en insuperables contradicciones cuanto mas quisiera explicarse.

Si el preso rehusaba confesar el delito, o como sucedía comúnmente se sospechaba que quisiera fugarse, o que tratase de ocultar la verdad, se le ponía a cuestión de tormento. Este, que se daba en las más profundas cuevas de la Inquisición, en donde los ayes de las víctimas no podian llegar a otros oídos que a los de sus atormentadores, está reconocido por el secretario del Santo Oficio, que es quien ha dado las noticias mas auténticas de sus hechos, que no se exagera en ninguna de las muchas relaciones que han sacado a la luz aquellos horrores subterráneos. Si lo intenso del dolor arrancaba la confesión al paciente y este sobrevivía, lo que no sucedía a todos, se esperaba a que la confirmase en el día inmediato. Si se negaba a hacerlo, se disponía otra vez que se repitieran en sus magullados miembros los mismos dolores, hasta que se lograra vencer su obstinacií, que más bien debiera haberse llamado heroísmo.


Pero si el potro no habia sido poderoso a arrancarle la confesión del crimen, estaba tan lejos de tenerse por bien probada su inocencia, que, con una barbarie nunca vista en los tribunales en donde se admitió el uso del tormento, y que por sí sola prueba su ineficacia para los fines a que se empleaba, era convicto no pocas veces por las deposiciones de los testigos. Terminada aquella falsa prueba, se volvíaa al preso a su calabozo, en donde sin lumbre ni luz para ver en las tinieblas de una larga noche, se le dejaba en sepulcral silencio, aguardando la sentencia que le iba a condenar a una muerte infame o a una vida casi no menos ignominiosa.

Los procedimientos de este tribunal, segun quedan sus procedimientos referidos, se señalaban visiblemente en todas sus partes por la más flagrante injusticia e inhumanidad con los acusados. En lugar de presumir su inocencia, mientras no se hubiera probado el delito, se seguía el principio diametralmente opuesto: en vez de concederles la protección que les dan todos los demás tribunales, y que exigía de un modo especial su situación desamparada, se empleaban las artes más insidiosas para sorprenderlos y aterrarlos. No tenían medio alguno contra la malicia o el error de sus acusadores o de los testigos, que podían ser sus enemigos mas encarnizados; porque ni les revelaban sus nombres, ni los careaban con ellos, ni les hacian declarar juntos y reconvenirse unos a otros, que es lo que mas contribuye a poner en evidencia el error o el cohecho voluntario. Y aun las tristes formas legales admitidas en aquel tribunal podian dejar de observarse con facilidad; porque sus procedimientos estaban ocultos de un modo impenetrable a los ojos del público por el aterrador juramento de guardar secreto, que se exigía a todos los que como funcionarios, testigos o presos, penetraban dentro de su recinto. El último rasgo, y no el menos odioso de este tribunal, era la relación que había entre la condenación del acusado y el interés de sus jueces, porque las confiscaciones, pena ordinaria de la herej¡a, no pasaban al real tesoro, hasta después de estar cubiertos los gastos que por salarios u otros motivos se causaban en el Santo Oficio. La última escena de aquella horrible tragedia era el auto de fe, el espectáculo quizá más imponente.


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