domingo, 21 de marzo de 2010

Escosura


Me sorprende el escritor Patricio de la Escosura; es, probablemente, el único romántico español que ha valorado justamente el talento de Fernando VII como político, aunque político malsano; nadie puede desacreditar su liberalismo, pues ya era, junto con Espronceda, uno de los numantinos delatados por el impresor de El Zurriago y entonces espía absolutista, Cerro. Vease por ejemplo cómo despacha la revolución de Riego y El Zurriago en una de sus novelas.

Patricio de la Escosura, El patriarca del valle: novela original, 1861, vol. I, p. 148 y ss.

Si el régimen democrático puro estuviera de hecho establecido, no se expresaran los periódicos con más virulenta irreverencia al hablar del trono, que lo hacían ya en 1823. Cuanto la antigua monarquía española veneró en un tiempo se conculcaba entonces; y no hubo teoría de la revolución francesa que teóricamente no se exagerase entre nosotros.

En 1820 aceptaron con entusiasmo la Constitución cuantos podían llamarse liberales; y realistas moderados hubo que se prometieron vivir tranquilos bajo su amparo: la ineptitud caprichosa, la débil tiranía y el ciego favoritismo habían allanado el camino a las innovaciones. Muchos de los mismos liberales, hasta aquel momento proscriptos, pensaban en reformar la ley que, hecha en Cádiz en momentos de peligro y de exaltación, se resentía naturalmente de la preocupación de los ánimos de sus autores; y si tal llegara a verificarse, quizá no contara la historia contemporánea tantos días de duelo y de trastornos. Mas no se hizo, ni pudo hacerse por dos cansas poderosas que a indicar vamos.

Fue la primera la escisión, inmediata al triunfo, del partido liberal en dos bandos con las denominaciones de exaltados y moderados; aquel quería exagerar las consecuencias de la revolución, este atenuar sus efectos: el primero exterminar a sus enemigos, atraérselos el segundo. La fuerza era el agente de los exaltados, la pasión su móvil; la prudencia regia a los moderados, la templanza y la persuasión eran sus armas.

Por de contado que en uno y otro había hombres de buena fe, y también ambiciosos de alta y baja esfera, y parásitos políticos, de los que con sns principios solo tratan de asegurarse el puchero; y especialmente en el partido más violento, sectarios frenéticos, sedientos de sangre y robo; mientras que en cambio en el templado no pocos realistas entonces llamados serviles, encubiertos con la máscara de la moderación.

Pero si esta escisión de los liberales fue realmente nociva a la reforma política, quizá esta hubiera al cabo triunfado de todo género de obstáculos, si no tuviese por encarnizado enemigo al jefe del estado, al rey D. Fernando VII, a cuya capacidad absoluta, a cuyo hábil tacto para el mando creemos que no se ha hecho hasta hoy completa justicia.

Fernando era el tipo más completo que imaginarse puede en su especie. Su ingenio claro y perspicaz, digan lo que quieran todos sus enemigos, le reveló desde luego el secreto de la debilidad de la revolución, que consistía en no ser más que una conspiración afortunada; su sagacidad natural conoce que los españoles, de suyo enemigos de novedades, no estaban a mayor abundamiento preparados para las que entonces querían introducir los liberales; y por último su instinto del gobierno, que el mayor enemigo de la revolución en España era la revolución misma.

Por eso, aparentando con la perfección de un actor consumado, entrar de buena fe en el nuevo sistema; llenando de honores a los corifeos del movimiento; prestándose a sentar en las sillas ministeriales a los que momentáneamente gozaban del aura popular; mandándose hacer uniformes de esta y de la otra milicia nacional voluntaria; al mismo tiempo incitaba a los realistas de Cataluña, Navarra y Castilla a que se sublevasen; fomentaba las esperanzas de los moderados, prometiendo una constitución con dos cámaras; favorecía la insurrección de su Guardia Real; y entretenía continua correspondencia con las corles absolutistas de Europa. ¿Pero cómo hacia todo esto? Dejando siempre a salvo su persona; esquivando constantemente compromisos irrevocables, inmolando o dejando inmolar a los vencidos.

En moral privada semejante conducta es horrible: tratándose de asuntos políticos, y reflexionando que aquel Monarca debía considerarse como legitima y acaso última personificación en España de la soberanía por derecho divino, quizá la historia lo juzgue de otra manera.

El hecho es que Fernando VII, ni podía ni debía ser amigo de la revolución, y que esta en el ataque no se mostraba en verdad tan escrupulosa, que tuviera derecho a exigir en la defensa un ascetismo rigoroso.

Pero, volviendo al relato, no satisfecho el rey con las indicadas baterías, imaginó otra cuya invención sola prueba hasta qué punto conocía la índole del pueblo que gobernaba y su estado moral en la época a que nos referimos.

Desde luego se entiende que hablamos del Zurriago, periódico único en su especie; colección espantosa de las más anárquicas doctrinas, de los más groseros insultos a la persona del rey mismo y a la de todo español de alguna valía; suma y compendio de todo cinismo; exageración, en fin, de los escritos de los maratistas franceses.

Si en el pueblo existiera entonces la más mínima partícula del germen revolucionario, seguramente la cabeza de Fernando hubiera rodado del trono abajo, llevando consigo al cieno la corona de Castilla. Nunca se hizo tentativa más temeraria que la de consentir y fomentar aquel periódico: pero se hizo, volvemos a decirlo, con pleno conocimiento de causa, y los resultados correspondieron por tanto a los cálculos del rey. El Trágala y El Zurriago son los verdaderos autores de la contrarrevolución. Mas, como quiera que eso sea, el hecho es que al principiarse el año de 1823, había en España guerra civil sangrienta, carnicera, espantosa, entre liberales y serviles o realistas; guerra sin armas, pero virulenta, implacable, entre exaltados y moderados; guerra entre los comuneros y masones; escisión en los comuneros y escisión en los masones; zurriaguistas enemigos de todos y todos odiados; un ejército poco numeroso, desunido, indisciplinado; generales ambiciosos, sin partido o instrumentos de un bando cualquiera, salvas muy contadas y conocidas excepciones; un gobierno sin poder ni prestigio; unas Cortes que imaginaban ser soberanas y apenas tenían influencia en el terreno que pisaban; un monarca jefe de todas las conjuraciones contra el régimen liberal; y en los Pirineos la vanguardia de la Santa Alianza, compuesta de cien mil franceses a las órdenes del duque de Angulema, pronto a violar el más sagrado de los derechos de un pueblo: su independencia.


Tal era el estado político del país cuando acaecieron los sucesos referidos en los últimos capítulos de la segunda parte de nuestro libro.

Don Simón de Valleignoto, como dejamos dicho, no tomaba parte activa en los negocios públicos: sus servicios al partido liberal fueron tan secretos que en nada le comprometían: y por otra parte sus propios disgustos le ocupaban tanto, que apenas se curó de lo que pasaba.

En cuanto a Leoncio de Montefiorilo, marqués viudo de San Juan del Rio, aunque al comenzar la revolución se afilió en la masonería reformada y era por tanto del partido exaltado, ya por el destino que desempeñaba en palacio, ya en fin por lo que le daban en que pensar sus amores, llegó a adquirir la reputación de tibio y a perder gran parte de su prestigio; quizá se le llamara apóstata a no protegerle la amistad de Mendoza.

Este no era por cierto zurriaguista, mas tampoco moderado, ni mucho menos. Tenía fe en sus doctrinas democráticas, anhelaba ponerlas en práctica, todas las acciones de su vida iban encaminadas a ese fin; pero al mismo tiempo a su claro entendimiento no podía ocultarse que no era llegado el momento de realizar sus proyectos. Así Mendoza fue siempre exaltado con moderación, inflexible sin terquedad, revolucionario sin escándalo.

Los masones no quisieron nunca consentir que hombre de su temple dejase la logia por el campo de batalla durante la guerra civil; pero una vez segura la invasión extranjera y decretada la traslación a Sevilla del rey y de las corles, Mendoza, sordo a todos los consejos, insensible a todos los ruegos, pidió y obtuvo que se le destinase al estado mayor del ejército de Cataluña que a la sazón mandaba el célebre general D. Francisco Espoz y Mina.

Antes empero de marchar a su nuevo destino quiso dejar terminado el matrimonio del Marqués con Laura, y no por el afecto que a aquel profesaba, sino como parle de sus planes para lo sucesivo.

Mendoza no se hacia ilusiones en cuanto al éxito probable de la guerra, porque había estudiado profundamente el país y apreciaba en lo que ellas valían las bravatas del 11 de enero y las proclamas, canciones y comidas subsiguientes. Sabia, pues, con evidencia que los pocos que se conservasen fíeles a la causa de la revolución tendrían que optar entre el cadalso y la emigración al extranjero.

De aquí su obstinación en cuanto al casamiento de Laura: Leoncio de Montefiorito, si aquel enlace no se verificaba, sería en resumen uno de tantos y nada más: dueño de las inmensas riquezas de Valleignoto, podría ser el paño de lágrimas de los proscriptos, y el cajero de la revolución , que mas (arde o más temprano había de realizarse (según Mendoza), no como quiera en España, sino en la Europa entera.

1 comentario:

  1. Cristinos

    No es de extrañar que los cristinos tuvieran ojeriza a los zurriaguistas, desde la pastelera a Escosura. Ahora bien, lo que me llama la atención es la complejidad de la relación que se deriva de un impresor absolutista con unos redactores exaltados e imagino la dificultad de atraparlo, por ejemplo, en una tesis. No creo, de todas formas, lo que insinúa: que el Zurriago fue obra del poder absoluto.

    Respecto a Fernando, decir que, como franquito, supo nadar y guardar la ropa, aprovechándose de los aprovechados hasta el último aliento.

    Habrá que esperar a que edites la biografía de Mejía para hacerme una idea descabal.

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