lunes, 3 de enero de 2011

Un Robert Frost cualquiera

Empiezo este texto sin nada que escriturar ni que ponerme, sin ningún propósito planeado o preconcebido. Eso es algo bastante inédito en los ágrafos: para ellos, en general, la redacción es algo paralizante que les supone un muro chino o berlinés o un demasiado respeto. No la utilizan como un espejito más o menos deformante que ni comienza ni acaba y que uno puede agitar para ver platear sus facciones como en un mar de mercurio. Y es que para los que llevamos maltratando y apalizando la lengua con regularidad la mayor parte de nuestra vida, la lengua es algo a lo que hay que retorcerle el cuello, retirarle todo su engañoso plumaje de gallina volátil y oírla chillar, esto es, tratarla sin ningún respeto, porque, si no, ella no te respeta a ti. Sin embargo, cuando se lo dices a ellos, te miran sin entenderte; se ve que quieren ponerse la escritura como si fuera un modelito o una máscara, enseñarla a los demás o presumir de ella, no contemplarse las arrugas en ella y a través de ella. Y no lo entienden quizá porque no lo viven. La literatura para ellos es algo rígido y muerto, con su ortografía y su gramática de pavo cocido y navideño, no algo vivo y cacareante y de corral, pelar la pava, o sea, como hacía Francisco Umbral.

Los textos que comienzo sin propósito empiezan huyendo de algo, por lo general una tarea que necesito hacer pero no quiero. El arte tiene que ser algo así: una huida de la necesidad. La voluntad en mí procede de esa manera, en forma nada pragmática: da rodeos cada vez menores, abarca y se va ajustando como un traje a su dueño, dando cada vez menos de sí; no es algo dirigido y recto como una flecha. Es más bien una trampa o lazada. Es el modo de pensar de Montaigne, siempre dando vueltas y más vueltas, incapaz de llevarse por una emoción, calculando, mirando alrededor y procediendo en espiral, profundizando en caracol siguiendo la proporción áurea, el número de Fibonacci, hasta llegar muy cerca del dentro (y a veces, de la ebriedad del mareo). Yo creía que era emocional, y parte de mí lo es o era, pero por lo general soy frío como un pez desescamado y la emoción no logra dar la vuelta a ninguna de mis tortillas, no logra convertirse en acción, como hubieran deseado un Shakespeare/Goethe. Y, sin embargo, lo único que me pone en pie es la emoción.

Empiezo a escribir a veces porque siento una presión; algo se cuece en alguna oscura cocina interior de mi conciencia y de repente atufa el humo y hay que abrir la ventana. Entonces sale, y resulta que lo que sale está aliñado y cocinado con quién sabe qué hierbas secretas, salidas de no sé dónde. Algo parecido decía Juan Ramón Jiménez, en los principios de poética que pospuso a su segunda, o tercera, no me acuerdo, Antología poética. Lo creado de una vez no significa que no haya sido sometido a depuración o selección por la conciencia, lo apuntado, lo neto, lo sintético, lo justo, lo puro, que decía él. Pero es que él era hombre de jardines, no de bosques vírgenes, como ese Antonio Machado paseante que tanto avaloran. El jardín es íntimo, una mezcla de razón y naturaleza acogida tras unas celosías o vallas de papel verjurado; el bosque virgen es sólo naturaleza, y el individuo va por él excerrado en su solipsismo lo mismo que un Robert Frost cualquiera. Y el camino no elegido de este escrito es el de un Robert Frost cualquiera.

1 comentario:

  1. Un fray luis de vida retirada

    ¡Qué más hube querido! ¿quiero?

    El otro día, de cena con amigos, recordaba el inicio del poema de León y, entre copazo y copazo, dada mi supina ignorancia y desparpajo, cuando me pidieron referencias lo crucé con Manrique. Hasta el recuerdo de la primera estrofa permanecía deformado desde primaría cuando el profesor lo leyó para la clase. Tanto me sedujo, que lo aprendí con gusto. Yo recordaba en voz alta: "bienaventurado aquel que huye del mundanal ruido..."
    Pero el original es mejor, más profano, "qué desecansada vida, la del que huye del mundanal ruido..."

    El caso es que, frente al pesimista por realista Frost, no tengo ganas de tomar ninguno de los dos caminos y podría solazar hasta el atardecer escuchando la vihuela.

    Quizá tendríamos que leer aquellos poemas que hablan del motor que acciona la máquina del cuerpo, que decía Vesalio. Pero esos hablan del triunfo de la voluntad, de los mounstros, de los cazabrujas y eso sí que no.

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