Ramón Lobo, "No todos los dictadores acaban igual de mal", El País, hoy:
Ser dictador es un trabajo ingrato. Uno se pasa la vida desvelado y en un sinvivir por el bien de su pueblo y un buen día ese mismo pueblo, ignorante y manipulado por las redes sociales y las cadenas de televisión por satélite, te da la puñalada. Un buen dictador se muere en la cama. Sin miedo, sin baltasargarzones revoloteando, sin miles de personas en la calle exigiendo tu dimisión, exilio o cárcel. Stalin lo logró. Franco, casi; esquivó todo menos a su yerno-marqués disfrazado de médico.
Ser dictador es un trabajo muy rentable. Aunque el sueldo bruto no es para presumir entre la jetset, las grandes ganancias están en los extras, en las primas, en los tantos por cientos, en los intangibles. La mayoría de los dictadores no saben de finanzas. Depositan sus excesos en Suiza porque su banca tiene experiencia en borrar trazos y proteger clientes.
Jon Lee Anderson, uno de los últimos grandes reporteros, publicó hace poco en The New Yorker un artículo con tres normas básicas para sobrevivir a revueltas y golpes de Estado: no mostrar debilidad (Ceausescu); cuidar los detalles, que el diablo está en ellos (el abuso de autoridad de Ben Ali contra el vendedor callejero Mohamed Bouazizi), y retirarse de forma discreta (Suharto).
También hay tres categorías de dictadores: los que acaban mal o muy mal: Benito Musolini, Adolf Hitler, Leónidas Trujillo, el ya citado Nicolae Ceausescu, Mobutu Sese Seko, el Sah de Irán, Najibulá en Afganistán... Los hay que acaban bien o muy bien: los mencionados Stalin y Franco y Papá Doc Duvalier. Un tercer grupo, dificíl de calificar, es el más numeroso. Lo podríamos denominar los depende, depende de cómo se mire: Augusto Pinochet, Videla, Idi Amin Dada, Alfredo Stroessner... A Pinochet lo bajaron de la Historia, pero jamás se enfrentó a un tribunal.
Hosni Mubark es de los dictadores con experiencia. Sobrevivir 30 años en el poder da caché. En estos días debe de haber estado releyendo biografías de algunos de los antes citados. No ha mostrado debilidad. A sus 82 años puede permitirse el lujo de no presentarse a la reelección y sacar a su hijo de la línea sucesoria. Si alguien pensó que se trataba de un gesto de debilidad, envió esa misma noche a sus mantones para aterrorizar a los manifestantes. Ahora resiste. La calle también. Hoy ha elevado su apuesta. Los Hermanos Musulmanes, el principal grupo de la oposición, extrema la cautela. El tiempo corre en su favor.
La gran diferencia con el tunecino Ben Ali es que Mubarak ha luchado en varias guerras, es un héroe militar, está acostumbrado a la presión. No es un vulgar ladrón. Es un verdadero dictador. No le asusta la calle y con este discurso parace que cuenta con el apoyo de la cúpula del Ejército.
El poder absoluto no tiene sucesores. El autócrata corta la carrera y el cuello (ahora hay más opciones que incluyen el accidente de helicóptero) a cualquiera que le pueda hacer sombra. No es una costumbre nueva. Es consustancial al poder. El emperador romano Claudio pasó a la historia como ejemplo del disimulo para sobrevivir a las intrigas palaciegas. Un dictador mata, infunde terror, es indiscriminado y se rodea de una camarilla que tiene las manos manchadas de sangre y robo. Nadie está libre. Si cae el dictador, cae el sistema, caen todos.
Ahora en Egipto la lucha es entre la supervivencia de un sistema agotado en Mubarak y su vicepresidente Omar Suleimán, que parece Arias Navarro con sus declaraciones de que el pueblo no está preparado para la democracia, o un cambio en dirección desconocida. Esa ruta da miedo a todos. A EEUU, Israel y Arabia Saudí.
El poder abosluto está en la gran literatura. Obras como Una tumba para Boris Davidovich, de Danilo Kis, desnudan a ese poder brutal y a sus miserias. A las tres normas de Jon Lee Anderson se podría añdir una cuarta, esencial: un dictador no baja la guardia, no tiene complejos en el uso de la fuerza, diga lo que diga Barack Obama.
Un escritor checo me dijo en Praga hace años: "Quien vive 40 años bajo el comunismo pierde el sentido de la honestidad".
Da igual el adjetivo de la dictadura, la ausencia de libertad genera una asfixia, una pérdida colectiva de esa honestidad; es una tara social que se mantiene. Tras una larga dictadura llegan las turbulencias. Son inevitables. No siempre las cosas se mueven de acuerdo con los intereses de Occidente. Aunque lo quiera Jose Maria Aznar.
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