Jerónimo Anaya ha tenido un derrame cerebral este jueves, y ahora está en la UVI muy sedado. Carmen Molinero, que fue a verlo, dice que le están quitando los somníferos poco a poco y ha tenido convulsiones. Tenía la tensión alta, como muchos de nosotros, yo mismo incluido, que esperamos poderlo ir a ver cuando esté mejor y despierto. No ha dejado de sorprendernos, ya que cuidaba mucho lo que bebía y comía, pese a lo cual se quejaba de que la tensión se le subía sin motivo; yo lo achaco al estrés escolar y al jaleo de la edición del libro sobre el vino. Esta triste novedad nos hace considerar, como decía la propia Molinero, "que no somos más que una mierda". Por eso, o algo parecido a eso, tendremos que pasar todos. Es de esperar sin embargo que pueda superar esa prueba, lo deseable es que con un mínimo de rehabilitación o ninguna, y volver de nuevo con todos nosotros, con su familia y con sus alumnos.
Ando corrigiendo exámenes y preparando la edición, ya, por fin, de mi tesis doctoral, que tengo que tener lista para junio; trabajos inútiles pero que nos ocupan la vida. Hace mucho calor y yo a ratos me siento eufórico y a ratos empedernido como el granito y a ratos entristecido por cosas como la anterior o semejantes. Me he vuelto tan invariable como una relojera costumbre y añoro estar más vivo y multiforme. Las rutinas hacen presa de uno y lo convierten en un mueble más de la casa; la imaginación se dispersa como una nube y desaparece y todo queda igual en el lugar de su sitio. Y no quiero ser un mueble más de la casa. Eso es como estar muerto en vida, como esos zombis que ejemplifican más que nunca un mito de la modernidad, porque el tiempo se pierde como si no valiera nada y como si tuviesemos minas enteras llenas de él y nos limitásemos sólo a comer y a nocturnar. Aunque también hay que dar gracias a Dios por las rutinas, porque si las novedades han de ser como las que acometen al pobre Jerónimo, habría para echarse a temblar.
Uno ha pasado ya por algunas desgracias, incluso la de creerse tocado por alguna enfermedad fatal; por eso sabe lo sólos que se sienten los enfermos, esos casi muertos. Las desgracias aíslan mucho, nos ponen como una escafandra o una línea alrededor, porque, como dijo el general francés en Verdún y luego repitió Kennedy, "el éxito tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana". Y no hay nadie más derrotado que un enfermo, salvo un muerto. Mi hija estudia enfermería y ha tenido que lidiar con asignaturas que hablan sobre todo eso: psicología del enfermo, dar malas noticias... Las cinco fases conocidas del duelo o afrontación de la desgracia son estrategias que proporcionan armas para tolerar lo intolerable, hasta que los sentimientos se desecan y sólo permanece la cruda realidad de los hechos, para la cual ya no vale reiki ni poliorcética alguna; Don Quijote, por ejemplo, recorrió todo ese camino y en el último capítulo se le ve claramente instalado en la última: negación o rechazo, odio o ira, regateo o negociación, depresión y, por último aceptación. El más noble y terrible de los sentimientos: la resignación. Algunos no atraviesan todo el camino, se quedan estancados en uno de esos pasos o no los afrontan en ese mismo orden. A veces echo de menos no haber tenido la mano de mi padre en la mía cuando murió; tener la mano de un ser querido es, a veces, el único consuelo que le queda a un moribundo. Porque a veces puede no haber ni siquiera alguno, y esa es quizá la más terrible de las desgracias: haber pasado por la vida en vano, o con deudas morales que uno tendría que pagar, quién sabe, en este mundo, o quizá, como decía Shakespeare, en un lejano país desconocido.
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